7 La
jungla
«¿Cómo es posible que haya desaparecido el
camión?»
Corrí a la gasolinera y miré a ambos lados
de la carretera. Nada, ni una nube de polvo ni gente. Nada.
«¿Se habrá olvidado de mí el conductor? A lo
mejor necesitaba algo y vuelve después. A lo mejor nos han robado
el camión y el conductor sigue por aquí, en alguna parte.»
Sabía que ninguna de las opciones era muy
probable, pero me dieron esperanzas..., aunque fuera durante un
minuto.
Di la vuelta a la gasolinera y detrás me
encontré mi bolsa negra tirada en el polvo. Corrí a por ella, la
levanté y miré dentro: todo parecía en orden.
De repente oí un ruido detrás de mí y, al
volverme, me encontré con Ren sentado al lado de la carretera.
Agitó la cola al verme. Era como un gigantesco cachorro abandonado
moviendo el rabo con la esperanza de que alguien lo reclamara y se
lo llevara a casa.
—¡Oh, no! ¡Genial! —masculle—. «Todo saldrá
bien», me dijo el señor Kadam. ¡Ja! Seguro que el conductor ha
robado el camión y te ha echado fuera. ¿Y ahora qué hago?
Cansada, asustada y sola, recordé de repente
los dichos de mi madre. El primero era: «A veces, a la gente buena
le ocurren cosas malas». El segundo: «La clave de la felicidad es
intentar disfrutar de lo que tiene y sentirse agradecido por ello».
Y su favorito total: «Si la vida te da limones, haz merengue de
limón». Mi madre se había pasado muchos años intentando tener hijos
y ya se había rendido cuando llegué yo. Siempre decía que nunca se
sabe lo que te espera a la vuelta de la esquina.
Así que me centré en lo positivo. En primer
lugar, todavía tenía toda mi ropa. En segundo, tenía mis papeles de
viaje y una mochila llena de dinero. Esas eran las buenas noticias.
Las malas, por supuesto, eran que no tenía transporte y que llevaba
a un tigre suelto. Decidí que lo más importante era controlar a
Ren. Regresé a la tienda, y compré algunos aperitivos de cecina y
un buen trozo de cuerda.
Con mi cuerda amarillo fluorescente recién
adquirida, salí e intente hacer que mi tigre cooperara. Se había
apartado un poco, en dirección a la jungla, así que corrí tras
él.
Lo más sensato habría sido volver a la
tienda, preguntar por un teléfono y llamar al señor Kadam. El
habría enviado a alguien, a unos profesionales para atraparlo. Sin
embargo, llegados a ese punto yo ya no estaba pensando con
sensatez. Temía por Ren. No temía por mí, en absoluto, pero ¿y si
alguien se asustaba y utilizaba armas para detenerlo? También me
preocupaba que si se escapaba, no lograra sobrevivir en la jungla.
No estaba acostumbrado a cazar solo. Así que, aunque fuese una
estupidez, decidí seguir a mi tigre.
—¡Ren, vuelve! —supliqué—. ¡Necesitamos
ayuda! Esta no es tu reserva. ¡Vamos, te daré una cosa muy rica!
—añadí, agitando la cecina en el aire, pero él siguió
avanzando.
Yo iba cargada con la mochila del señor
Kadam y con mi bolsa. Podía seguirlo, aunque el peso extra era
demasiado para alcanzarlo.
No se movía muy deprisa, aunque siempre
conseguía mantenerse varios pasos por delante de mí. De repente,
dio un salto y se metió corriendo en la jungla. La mochila me
rebotaba en la espalda mientras lo perseguía. Al cabo de quince
minutos de carrera, tenía la cara mojada de sudor y la ropa pegada
al cuerpo, y los pies me pesaban como piedras.
Como vi que empezaba a cansarme, intenté
convencerlo de nuevo.
—Ren, por favor, vuelve. Tenemos que volver
al pueblo. Dentro de nada se hará de noche.
Él no me hizo caso y siguió metiéndose entre
los árboles. De vez en cuando se paraba para volverse y
mirarme.
Justo cundo creía que lo iba a alcanzar, él
aceleraba y daba un salto enorme, obligándome a seguir
persiguiéndolo. Era como si jugara conmigo. Siempre estaba fuera de
mi alcance, aunque por muy poco. Después de seguirlo durante otros
quince minutos sin lograr pillarlo, decidí descansar. Sabía que nos
habíamos alejado mucho del pueblo y que apenas quedaba luz. Estaba
completamente perdida.
Ren debió de darse cuenta de que yo ya no lo
seguía, porque por fin frenó, se volvió y regresó conmigo muy
despacio, como se sintiera culpable. Le lancé una mirada
furibunda.
—Vaya, mira por dónde. En cuanto me paro,
vuelves. Espero que estés satisfecho.
Le até la cuerda al collar, di una vuelta
completa y examiné con atención cada dirección para intentar
orientarme.
Nos habíamos metido en el interior de la
jungla, rodeado árboles y cambiando de rumbo muchas veces. Me di
cuenta, desesperada, de que no sabía dónde estaba. Oscurecía y el
denso techo de árboles tapaba el poco sol que quedaba. Empecé a
sentir un miedo que me atenazaba, una ola de frío helado que se
deslizaba por mi columna vertebral, recorriendo después los brazos
y las piernas, para al fin salir y ponerme los pelos de
punta.
Retorcí la cuerda, nerviosa, y gruñí.
—¡Muchas gracias, simpático! ¿Dónde estoy?
¿Qué voy a hacer? ¡Estoy perdida en un lugar desconocido de la
India, en la jungla, por la noche, sujetando con una cuerda a un
tigre!
Ren se sentó en silencio a mi lado.
El miedo pudo conmigo durante un minuto y
sentí como si la jungla se me cayera encima. Todos los sonidos
característicos corrieron a sobresaltarme, atacando a mi sentido
común. Me imagine criaturas que me acechaban con ojos vidriosos y
hostiles, esperando el momento oportuno para saltar sobre mí.
Levanté la mirada y vi unas airadas nubes de monzón que se tragaban
el cielo del atardecer. Un viento entumecedor agitó los árboles y
me rodeó.
Al cabo de un instante, Ren se levantó y
empezó a caminar, tirando suavemente de mi tenso cuerpo. Lo seguí a
regañadientes. Solté una risita nerviosa y demencial, ya que estaba
dejando que un tigre me condujera a través de la jungla, pero
supuse que no tenía sentido ser yo la que lo dirigiera a él. No
tenía ni idea de donde estábamos. Ren siguió caminando por un
sendero invisible y tirando de mí. Perdí la noción del tiempo, pero
calculaba que llevábamos una hora caminando por la jungla, o puede
que dos. Había oscurecido, y yo estaba asustada y sedienta.
Recordé que el señor Kadam había metido
botellas de agua en la mochila, así que abrí el bolsillo y busqué
una. Mi mano rozó algo frío y metálico: ¡una linterna! La encendí y
sentí algo de alivio al ver el haz de luz que atravesaba la
oscuridad.
Entre las sombras, la densa jungla parecía
amenazadora. De día había sido igual de terrorífica, pero la mísera
luz de la linterna no llegaba muy lejos, lo que empeoraba la
situación. Apareció una delgada luna que lograba introducir sus
rayos de manera intermitente por el grueso techo de árboles; el
pelaje de Ren brillaba cada vez que lo tocaba la luz
plateada.
Intenté mirar hacia adelante y capté breves
vistazos de su cuerpo moviéndose a través de los ondulantes y
parpadeantes charcos de luz. Cuando la luna se escondió tras las
nubes. Ren desapareció completamente en el sendero. Lo apunté con
la linterna y vi que la maleza espinosa le arañaba la piel. El
respondía ante las espinas apartándolas a lo bruto con su cuerpo,
casi como si me abriese camino.
Después de caminar un buen rato, por fin
tiró de mí hacia un bosquecillo de bambú que crecía cerca de un
árbol de teca. Olfateó el aire en busca de vete a saber qué, se
dirigió a una zona con hierbas y se tumbó.
—Bueno, supongo que eso significa que
pasaremos aquí la noche —comenté, y me quité la mochila mientras
seguía refunfuñando—. Genial. No, de verdad, un lugar encantador.
Le daría cuatro estrellas si me pusieran un caramelo en la
almohada.
Primero desaté la cuerda del collar de Ren,
suponiendo que, dada la situación, no tenía sentido intentar evitar
que huyera. Después, me agaché y abrí la bolsa; saqué una camiseta
de manga larga, me la até a la cintura y pesqué dos de las barritas
energéticas para dárselas a Ren.
Él me quitó una de la mano con mucha
delicadeza y se la tragó de golpe.
—¿Es bueno que los tigres coman barritas
energéticas? Seguramente necesitas algo con más proteínas, y la
única fuente de proteínas que hay por aquí soy yo, pero ni se te
ocurra. Tengo un sabor horroroso.
Él ladeó la cabeza, como si estuviera
meditando en serio la posibilidad, pero se tragó rápidamente la
segunda barrita. Abrí la tercera y la mordisqueé despacio. En otro
bolsillo de la mochila encontré el encendedor y decidí hacer una
fogata. Busqué con la linterna y me sorprendió encontrar buena
cantidad de madera cerca de nosotros.
Encendí la hoguera recordando mis días de
girl scout. El viento la apagó un par de
veces, pero la tercera prendió y empezó a chisporrotear
agradablemente.
Satisfecha con el trabajo realizado, aparté
los troncos más grandes para añadirlos después y acerqué las bolsas
a fuego. Encontré una bolsa de plástico dentro de la mochila, así
que recogí una gran pieza curve de corteza, metí trocitos de madera
en los extremos y forré el interior con la bolsa. Eché dentro el
contenido de una botella de agua y llevé mi improvisado cuenco a
Ren. Él se bebió toda el agua a lametazos y siguió lamiendo la
bolsa, así que eché otra botella de agua, que también se bebió con
ganas.
Regresé a la fogata y me sorprendió oír un
siniestro aullido cerca de nosotros. Ren se levantó de un salto,
salió corriendo y desapareció en la oscuridad. Oí un profundo
gruñido, después otro más fuerte y furioso. Me quedé mirando la
oscuridad entre los árboles, por donde Ren había desaparecido, pero
volvió al poco rato, ileso y empezó a restregarse el lomo contra la
teca. Una vez satisfecho, pasó al siguiente árbol, y así al
siguiente, hasta haberse restregado contra todos los que nos
rodeaban.
—Vaya, Ren, sí que te pica.
Mientras él se rascaba, metí mi ropa en la
bolsa para usarla como almohada y me coloqué la camiseta de manga
larga sobre la cabeza. Saqué la colcha; odiaba tener que mancharla,
pero necesitaba calor y el consuelo que me ofrecía, así que me la
extendí sobre las piernas. Después me tumbé de lado, metí la mano
bajo la mejilla, miré el fuego y noté que unas gordas lágrimas me
caían de la cara.
Empecé a prestar atención a los
espeluznantes sonidos que me rodeaban. Oía chasquidos, silbidos,
golpes y crujidos por todas partes, y me imaginaba criaturas
horrorosas que se arrestaban por el suelo y se me metían en el pelo
y en los calcetines. Me estremecí, me repegué más la colcha para
que me cubriera cada centímetro del cuerpo y volví a tumbarme en el
suelo, envuelta como una momia.
Me sentía mucho mejor. Sin embargo, entonces
empecé a imaginarme animales que aparecían por detrás de mí. Justo
cuando empezaba a ponerme boca arriba, Ren se tumbó a mi lado,
poniendo su espalda contra la mía, y empezó a ronronear.
Agradecida, me sequé las lágrimas de las
mejillas y fui capaz de concentrarme en el ronroneo de Ren y
desconectarme de los sonidos de la noche. Al cabo de unos minutos,
el tigre empezó a respirar rítmica y profundamente, y yo me acerqué
un poco más a su lomo; sorprendida, comprobé que al final iba a ser
capaz de dormir en la jungla.
Un reluciente rayo de sol me dio en los
párpados cerrados y tuve que abrirlos poco a poco. Durante un
segundo, no recordaba dónde estaba. Estiré los brazos sobre la
cabeza e hice una mueca de dolor al restregarme la espalda contra
el suelo duro. También noté un gran peso en la pierna. Miré y vi
que Ren estaba completamente dormido y que había apoyado la cabeza
y una pata sobre mi pierna.
—Ren —susurré—, despierta. Tengo la pierna
dormida.
Él no se movió.
Me senté y lo empujé un poco.
—Venga, Ren. ¡Muévete!
Él gruñó un poco, pero se quedó dónde
estaba.
—¡Ren! ¡Te lo digo en serio!
¡Muéveteee!
Sacudí la pierna y lo empujé con más fuerza.
Por fin abrió los ojos a regañadientes, bostezó con su enorme boca
llena de dientes y rodó para ponerse de lado.
Me levanté, sacudí la colcha, la doblé y la
metí en la bolsa.
También pisoteé las cenizas del fuego para
asegurarme de que no seguía ardiendo nada.
—Para que lo sepas, odio ir de acampada —me
quejé en voz alta—. Tampoco me hace mucha gracia que no haya
servicios por aquí. Sentir la «llamada de la naturaleza» mientras
camino por la jungla no está en mi lista de cosas favoritas.
Vosotros los tigres, y los hombres en general, lo tenéis mucho más
fácil en ese aspecto.
Recogí las botellas vacías y los
envoltorios, y los metí en la bolsa. Lo último que recogí fue la
cuerda amarilla.
El tigre se quedó ahí sentado, observándome.
Decidí dejar de fingir que era yo la que lo conducía a él, así que
guardé la cuerda en la mochila.
—Vale, Ren, estoy lista. ¿Adónde vamos
hoy?
Él se volvió y reemprendió el camino por la
jungla. Se metió entre árboles y malezas, sobre rocas y a través de
riachuelos. No parecía tener prisa, e incluso se detenía a
descansar de vez en cuando, como si supiera que yo lo necesitaba.
Como ya había salido el sol y la humedad estaba aumentando
bastante, me quité la camiseta de manga larga y me la volví a atar
a la cintura.
La jungla era muy verde olía como a
pimienta, no tenía nada que ver con los bosques de Oregón. Los
enormes árboles de hojas caduca no eran de un color verde oliva, en
vez de los verdes intensos de los árboles de hoja perenne a los que
estaba acostumbrada. La corteza era gris oscuro y basta; en los
puntos con grietas, se pelaban capas finas.
Las ardillas voladoras saltaban de un árbol
a otro y, a menudo, asustaban a los ciervos que pacían. Cuando
olían a un tigre, rápidamente se alejaban de un brinco. Observé a
Ren para ver su reacción, pero él no les hacía caso. Distinguí otro
árbol muy común que era de menor tamaño y que también tenía la
corteza fina. Sin embargo, cuando se le abría la corteza, de ella
salía una resina pegajosa que goteaba del tronco. Me apoyé en uno
para sacarme un guijarro del zapato y me pasé una hora intentando
limpiarme la porquería de los dedos.
Justo cuando había conseguido quitármela,
nos metimos por una zona muy densa de hierbas altas y bambú, y
espantamos a una bandada de pájaros de colores. Me sorprendí tanto
que retrocedí y me di contra otro árbol de sabia, de modo que volví
a pringarme toda la parte superior del brazo.
Ren se detuvo junto a un riachuelo. Saqué
una botella de agua y me la bebí entera. Era agradable llevar menos
peso en la mochila, aunque me preocupaba de donde sacaría agua
cuando me quedara sin suministros. Suponía que podía beber del
mismo arroyo que Ren, pero pensaba evitarlo durante el mayor tiempo
posible, ya que sabía que mi cuerpo no lo llevaría tan bien como el
suyo.
Me senté en una roca y busqué otra barrita
energética. Me comí la mitad y le di a Ren la otra mitad, más una
segunda barrita. Yo podía sobrevivir con esas calorías, pero estaba
bastante segura de que el tigre no. Tendría que cazar pronto.
Abrí un bolsillo de la mochila y encontré la
brújula. Me la metí en el bolsillo de los vaqueros. Todavía tenía
dinero, los papeles de viaje, más botellas de agua, un kit de
primeros auxilios, un spray antibichos, una vela y una navaja, pero
no había móvil, y el mío había desparecido.
«Qué raro —pensé—. ¿Sabría el señor Kadam
que acabaría en la jungla?»
Me acordé del hombre que se parecía al señor
Kadam, el que había visto de pie junto al camión justo antes de que
lo robaran, y me pregunté en voz alta:
—¿Es que quería que me perdiera aquí?
Ren se acercó a mí y se sentó.
—No —me respondí, mirando a los azules ojos
del animal—. Eso tampoco tiene sentido. ¿Qué razón podría tener
para volar conmigo hasta la India y después hacer que me pierda en
la jungla? No tenía forma de saber que tú me conducirías aquí o que
yo te seguiría. Además, no parece un mentiroso.
Ren clavó la vista en el suelo, como si se
sintiera culpable.
—Supongo que el señor Kadam solo es un
boy scout al que le gusta estar preparado
para todo.
Tras un breve descanso, Ren se levantó de
nuevo, dio unos pasos y se volvió para esperarme. Me levanté como
pude de la roca, quejándome, y lo seguí. Saqué el spray para los bichos, me eché en las piernas y los
brazos, y también le eché un poquito a Ren, por si acaso. Me reí
cuando arrugo la nariz y un gran estornudo de tigre le sacudió el
cuerpo.
—Bueno, Ren, ¿adónde vamos? Es como si
tuvieras un destino en mente. Personalmente, me gustaría volver a
la civilización, así que, si nos encuentras un pueblo, te lo
agradecería mucho.
Él se pasó el resto de la mañana y el
principio de la tarde guiándome por un sendero que solo él
veía.
Me dediqué a mirar de vez en cuando la
brújula y descubrí que íbamos hacia el este. Estaba intentando
calcular cuántos kilómetros habíamos andado cuando Ren se metió
entre unos arbustos. Lo seguí y desabrí un pequeño claro al otro
lado.
Aliviada, comprobé que había una cabañita en
medio del claro. El tejado, que era curvo, estaba cubierto de filas
de latas atadas que cubrían la parte superior de la estructura como
si fuera una manta. Unas fibras atadas con complicados nudos
sujetaban unos postes de bambú para formar las paredes, y las
grietas estaban tapadas con hierba seca y arcilla.
Alrededor de la cabaña habían construido una
barrera de piedras sueltas, unas encimas de las otras, hasta
levantar un muro bajo de unos sesenta centímetros. Las piedras
estaban cubiertas de un musgo verde. Delante de la cabaña, habían
sujetado al muro unos finos paneles de piedras pintados con
símbolos y formas indescifrables. La puerta del refugio era tan
diminuta que una persona de altura media habría tenido que
agacharse para entrar. Había un tendedero con ropa colgada al
viento y un pequeño huerto en el lateral de la casa.
Nos acercamos al muro de rocas, justo cuando
lo cruzaba, Ren saltó la barrera a mi lado.
—¡Ren! ¡Casi me matas del susto! Haz un
ruido antes o algo, ¿eh?
Nos acercamos a la cabaña y empecé a
mentalizarme para llamar a la puerta, pero vacilé y miré a
Ren.
—Primero tenemos que hacer algo
contigo.
Saqué la cuerda amarilla de la mochila y me
acerqué a un árbol que estaba en el lateral del patio. Él me siguió
a distancia, así que lo llamé. Cuando por fin se acercó lo
suficiente, le enganché la cuerda al collar y até el otro extremo
al árbol. El tigre no parecía contento.
—Lo siento, no puedo dejarte suelto.
Asustarías a la familia. Te prometo volver en cuanto pueda.
Empecé a caminar hacia la casita, pero me
paré en seco cuando oí a una suave voz masculina detrás de mí
decir:
—¿De verdad que esto es necesario?
Me volví lentamente y vi a un guapo joven de
pie detrás de mí. Parecía tener veintipocos. Me sacaba una cabeza
de altura, era fuerte y estilizado, y vestía ropa de algodón ancha
y blanca. Llevaba por fuera la camisa de manga largas, sin abrochar
del todo, lo que me permitía ver un pecho suave, bien formado y
bronceado. Los vaporosos pantalones estaban remangados hasta los
tobillos, lo que resaltaban sus pies descalzos. El reluciente pelo
le llegaba a la nuca, donde se ondulaba ligeramente.
Sus ojos eran lo que más me fascinaban: eran
los ojos del tigre, del mismo intenso color azul cobalto.
El chico extendió una mano y habló:
—Hola, Kelsey. Soy yo, Ren.