21 Kishkindha

 

Salimos del alcance del gigantesco árbol de agujas y nos quedamos mirando la ciudad. En realidad era más del tamaño de un castillo medieval que de una ciudad. El río iba hasta el muro y se dividía en dos para rodearlo como si fuera un foso. Los muros estaban construidos con una piedra gris claro con vetas azules de mica, lo que le daba un brillo azul ahumado.
—Estamos quedándonos sin luz, Kelsey, y ha sido un día difícil. ¿Y si acampamos aquí, dormimos un poco y entramos en la ciudad mañana?
—Suena bien, estoy destrozada.
Ren fue a por algo de leña y regresó mascullando:
—Hasta las viejas ramas secas te arañan.
Tiró unas cuantas al anillo de piedras que yo había montado y encendió una fogata. Le lancé una botella de agua. Tras sacar el cacito, lo llenó de agua y dejó que hirviera.
Después fue a por más leña mientras yo preparaba el campamento, cosa que hice en un segundo, ya que no tenía la tienda de campaña. Solo podía limpiar el terreno de rocas y ramas.
Una vez estuvo caliente el agua, le eché nuestros paquetes de cena liofilizada y esperé a que se hidratara y se volviera comestible. Él no tardó en volver, refunfuñando sobre la leña, y se sentó a mi lado. Le pasé su cena y él la movió en silencio.
Entra bocado y bocado de pasta caliente, pregunté:
—Ren, ¿crees que esos kappa vendrán a por nosotros mientras dormimos?
—No creo. Se han quedado en el agua todo el tiempo y, si la historia es cierta, también les da miedo el fuego. Me aseguraré de que no se apague en toda la noche.
—Bueno, a lo mejor deberíamos montar guardia, por si acaso.
Sonrió un poquito por la comisura del labio mientras se llevaba algo más de pasta a la boca.
—Vale, ¿quién hace la primera?
—Yo.
—Ah, ¿tenemos una valiente voluntaria? —repuso, con un brillo guasón en los ojos.
—¿Te estás riendo de mí? —pregunté, lanzándole una mirada asesina.
Él se llevó la mano al corazón.
—¡Jamás, señora! Ya sé que eres valiente, no tienes que demostrarme nada.
Terminó de comer, se agachó junto a la pila de leña y lanzó al fuego algunas de aquellas extrañas ramas. El fuego ardía con fuerza. Las llamas que lamían la madera primero tenían un tono verdoso, pero después saltaron y lanzaron chispas como si fueran fuegos artificiales. Al final, las llamas adquirieron un reluciente color naranja rojizo con toques de verde alrededor de la leña que ardía.
Dejé en el suelo la cena, que ya había terminado, y me quedé mirando la extraña fogata. Él se sentó a mi lado otra vez y me tomó de la mano.
—Kells, agradezco que te presentes voluntaria para montar guardia, pero quiero que descanses. Este viaje es más duro para ti que para mí.
—Tú eres el que se está arañando entero. Yo solo te sigo.
—Sí, pero me curo deprisa. Además, creo que no tenemos por qué preocuparnos. ¿Y si yo hago la primera guardia y, si no pasa nada, dormimos los dos? ¿Te parece bien?
Fruncí el ceño, y él empezó a juguetear con mis dedos y me volvió la mano para seguir las líneas de la palma. La luz del fuego resaltaba sus bellas facciones. Le miré los labios.
—¿Kelsey? —preguntó, mirándome a los ojos, y yo aparté la vista a toda prisa.
No estaba acostumbrada a tratar con él así en un campamento. Normalmente yo tomaba todas las decisiones y él me seguía. Bueno, supongo que en realidad yo lo seguía a él casi todo el tiempo, pero al menos cuando era tigre no me discutía nada. «Ni me distraía haciéndome pensar en sus brazos rodeándome mientras me besa.»
Esbozó su deslumbrante sonrisa blanca y me acarició el interior del brazo.
—La piel de esta zona es muy suave.
Se inclinó para acariciarme la oreja con la boca, y la sangre me empezó a palpitar y a nublarme el cerebro.
—Kells, dime que estás de acuerdo con mi plan.
Me sacudí para librarme de la niebla hipnótica y apreté las mandíbulas.
—Vale, estoy de acuerdo —mascullé—, a pesar de que me estás coaccionando.
—¿Y cómo te estoy coaccionando? —preguntó él, riéndose mientras me miraba.
—Bueno, en primer lugar, no puedes esperar que piense con coherencia si me estás tocando. En segundo lugar, siempre sabes qué hacerme para salirte con la tuya.
—¿Ah, sí?
—Sí. Solo tienes que batir las pestañas o, en tu caso, sonreír y pedirlo con amabilidad, tocarme un poquito para distraerme y, antes de darme cuenta, ya has conseguido lo que querías.
—¿En serio? —se burló en voz baja—. No sabía que tuviera ese efecto en ti.
Me volvió la cara hacia él y recorrió con dedos ligeros la mandíbula hasta llegar al pulso de mi garganta, para después pasar al cuello. El corazón me latía con fuerza cuando tocó el cordón que llevaba al cuello y siguió su camino hasta el amuleto; después volvió a rozar con los dedos el cuello en dirección ascendente, examinándome la cara mientras lo hacía. Tragué saliva.
—A partir de ahora tendré que usar más esta ventaja —me amenazó, juguetón, acercándose mucho.
Contuve el aliento, la piel me hacía cosquillas y me estremecí un poco, lo que hizo que se sintiera aún más satisfecho. Se fue a recorrer el perímetro del campamento por última vez mientras yo subía las rodillas hasta la barbilla, me las abrazaba y dejaba mi mente vagar.
Notaba un cosquilleo donde me había tocado Ren. Me llevé una mano al hueco de la base del cuello y toqué el amuleto. Pensé un momento en Kishan y en lo temible que parecía por fuera. Por dentro era tan inofensivo como un gatito. El más peligroso era Ren. Aunque el tigre blanco pareciera inocente, era un depredador muy atractivo, completamente irresistible, como una venus atrapamoscas. Igual de encantador, tentador y mortífero. Todo lo que hacía resultaba seductor y, seguramente, peligroso para mi corazón.
Me intimidaba mucho más que Kishan con sus coqueteos y sus comentarios descarados. Los dos hermanos eran guapos y encantadores. Tenían unos anticuados modales caballerescos que volverían loca a cualquier chica. Sin embargo, su forma de hablar era muy directa, no era solo un juego para ellos, no era solo una forma de ligar. Iban en serio.
Kishan era lo mismo que Ren en muchos aspectos. En ese sentido, yo entendía la decisión de Yesubai, pero lo que hacía que Ren fuera tan peligroso para mí era que sentía algo por él, algo muy fuerte. Ya amaba su parte de tigre antes de saber que era un hombre. El vínculo hizo que me resultara mucho más sencillo querer a un hombre.
En cualquier caso, estar con el hombre era mucho más complicado que estar con el tigre. Tenía que recordarme constantemente que eran dos caras de la misma moneda. Había tantas razones para dejarme llevar por mis sentimientos... Sin duda, existía una conexión entre nosotros; mi atracción por él era evidente; teníamos mucho en común; me lo pasaba bien con él; me gustaba hablar con él y escuchar su voz; y era como si pudiera contarle cualquier cosa.
Sin embargo, también había muchas razones para ser precavida: nuestra relación era muy complicada; todo había sucedido muy deprisa; él me abrumaba; éramos de culturas distintas, de países distintos y de siglos distintos; hasta el momento, incluso pertenecíamos a especies distintas la mayor parte del tiempo.
«Enamorarme de él sería como saltar al agua desde un acantilado; puede convertirse en lo mejor que me haya pasado o en el error más estúpido que haya cometido. Haría que mi vida mereciese la pena o me aplastaría contra las rocas y me destrozaría sin remedio. Puede que lo más sensato sea frenar un poco. Ser amigos resultaría mucho más sencillo.»
Ren volvió, recogió el contenedor vacío de la cena y lo metió en la mochila. Después se sentó frente a mí y preguntó:
—¿En qué estás pensando?
—En nada —respondí, mirando el fuego con ojos vidriosos.
Él ladeó la cabeza y me examinó durante un momento. No me presionó, cosa que le agradecí... Otra característica que podía añadir a mi lista mental de ventajas.
Juntó las manos, y se las frotó lenta y mecánicamente, como si se las limpiara de polvo. Lo observé hacerlo, hipnotizada.
—Haré la primera guardia, aunque no creo que sea necesaria. Todavía tengo mis sentidos de tigre, ¿sabes? Podré oír u oler a los kappa si deciden salir del agua.
—Vale.
—¿Estás bien?
«¡Jo! ¡Necesito una ducha fría! —me dije, intentando espalarme—. Es como una droga y ¿qué se hace con las drogas! Te alejas de ellas todo lo posible.»
—Estoy bien —respondí en tono brusco antes de levantarme para mirar en la mochila—. Si tus sentidos arácnidos entran en acción, házmelo saber.
—¿Qué?
—¿También eres capaz de subir de un salto a un edificio? —repuse, poniéndome una mano en la cadera.
—Bueno, todavía tengo mi fuerza de tigre, si te refieres a eso.
—Fabuloso —gruñí—. Añadiré a mi lista de ventajas que eres un superhéroe.
—No soy un superhéroe, Kells —dijo, frunciendo el ceño—. Ahora mismo lo más importante es que descanses. Me mantendré alerta durante unas horas. Después, si no pasa nada —añadió, sonriendo—, me uniré a ti,
Me quedé paralizada y, de repente, me puse muy nerviosa. Seguro que no había querido decir lo que parecía que quería decir. Lo examiné en busca de alguna pista, pero no parecía tener ningún plan oculto ni nada.
Encontré la colcha, me fui a posta al otro lado del fuego e intenté acomodarme en la hierba. Di un par de vueltas, retorciéndome debajo de la concha hasta quedar enrollada como una momia para evitar los bichos. Tras poner el brazo bajo la cabeza, miré al techo negro sin estrellas.
A Ren no pareció importarle mi deserción. Se puso cómodo al otro lado de la fogata y prácticamente, desapareció en la oscuridad.
—¿Ren? —murmuré—. ¿Dónde crees que estamos? Creo que lo de arriba no es el cielo.
—Creo que en algún lugar muy profundo, bajo tierra —respondió en voz baja.
—Es casi como si hubiésemos entrado en otro mundo.
Me moví una y otra vez, intentando encontrar una zona de tierra blanda. Tras media hora dando vueltas, suspiré, frustrada.
—¿Qué pasa?
Antes de poder controlarme, mascullé:
—Estoy acostumbrada a apoyar la cabeza en una almohada de piel de tigre calentita, eso es lo que pasa.
—Hmmm, a ver qué puedo hacer al respecto —respondió.
—No, de verdad, estoy bien, no te molestes —chillé, aterrada.
Sin hacerme caso, me levantó del suelo me llevó hasta su lado del fuego, me puso de lado para que mirara la fogata, se tumbó a mi lado y metió un brazo bajo mi cuello para que apoyara la cabeza.
—¿Estás más cómoda así?
—Sí y no. Mi cabeza está en una posición mejor, sí, pero, por desgracia, el resto de mi persona no se siente nada relajado.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no puedes relajarte?
—Porque estás demasiado cerca para que me relaje.
—Eso no te ha importado nunca con el tigre —respondió, perplejo.
—Tu yo de tigre y tu yo de hombre son dos cosas completamente distintas.
Me rodeó la cintura con el brazo y me acercó más a él, como dos cucharas.
—No para mí —respondió, algo irritado y decepcionado—. Cierra los ojos e imagina que sigo siendo un tigre.
—No funciona así —dije, rígida y nerviosa, sobre todo cuando empezó a acariciarme la nuca con la nariz.
—Me gusta cómo huele tu pelo —repuso en voz baja, ronroneando, masajeándome el cuerpo con la vibración.
—Ren, ¿puedes dejar de hacer eso?
—Te gusta que ronronee. Te ayuda a dormir mejor —contestó, levantando la cabeza.
—Sí, bueno, solo funciona con el tigre. De todos modos, ¿cómo es que te sale siendo hombre?
—No lo sé —respondió tras una pausa; después me metió otra vez la cara en el pelo y me acarició el brazo.
—Estooo, ¿Ren? Explícame cómo piensas hacer guardia así.
—Puedo oír y oler a los kappa, ¿recuerdas? —dijo mientras me rozaba el cuello con los labios.
Me moví y me estremecí de nervios, de ganas o de otra cosa, y él se dio cuenta. Dejó de besarme el cuello y levantó la cabeza para mirarme la cara a la vacilante luz del fuego.
—Kelsey, espero que sepas que yo nunca te haría daño —dijo con voz solemne y tranquila—. No debes tenerme miedo.
Rodé para volverme hacia él, levanté la mano y le toqué la mejilla.
—No me das miedo —respondí, suspirando mientras contemplaba el azul de sus ojos—. Te confiaría mi vida. Es que nunca he estado tan cerca de alguien.
Él me dio un suave beso y sonrió antes de responder:
—Yo tampoco. Ahora, vuélvete y a dormir —añadió, tumbándose de nuevo—. Te advierto que pienso dormir abrazado a ti toda la noche. Quién sabe si volveré a tener oportunidad. Así que intenta relajarte y, por amor de Dios, ¡no te muevas tanto!
Me apretó contra su cálido pecho y cerré los ojos. Acabé durmiendo mejor que en las últimas semanas.

 

 

 

Cuando desperté, estaba encima del pecho de Ren. Él me abrazaba, y yo había enredado mis piernas con las suyas. Me sorprendió haber sido capaz de respirar toda la noche, teniendo en cuenta de que tenía la nariz aplastada contra los músculos de su torso. Hacía frío, pero la colcha nos tapaba a los dos y su cuerpo, que mantenía una temperatura por encima de la media, me había mantenido a gusto.
Ren seguía dormido, así que aproveché aquella rara oportunidad para examinarlo. Su fuerte figura estaba relajada y el sueño le ablandaba las facciones. Tenía los labios carnosos, suaves y del todo besables; además, por primera vez me fijé en lo largas y negras que eran sus pestañas. El reluciente cabello oscuro le caía sobre la frente y estaba alborotado de una forma que lo hacía aún más irresistible.
«Así que este es el auténtico Ren. No parece real.»
Era como un arcángel caído. Llevaba con Ren noche y día desde hacía cuatro semanas, pero era hombre durante una parte muy pequeña del día, así que para mí era casi como el hombre de mis sueños, un Príncipe Encantador real.
Seguí el arco de su ceja con el dedo y aparté con cuidado el sedoso pelo negro que le tapaba la cara. Suspiré e intenté apartarme lentamente para no despertarlo, pero se le tensaron los brazos y me retuvo.
—Ni se te ocurra moverte —murmuró, medio dormido, y tiró de mí para volver a tenerme cerca.
Descansé la mejilla en su pecho, oí el latido de su corazón y me contenté con prestar atención a su ritmo.
Al cabo de unos minutos se estiró y rodó conmigo para ponerse de lado. Me besó en la frente, abrió los ojos y sonrió; era como ver salir el sol. Aunque la imagen del bello hombre dormido era fuerte, cuando me dedicó su deslumbrante sonrisa y vi el azul cobalto de sus ojos me quedé muda.
Me mordí el labio y empecé a oír las alarmas que saltaban en mi cabeza.
Ren abrió del todo los ojos y me metió detrás de la oreja un mechón suelto.
—Buenos días, rajkumari. ¿Has dormido bien?
—Pues..., tú..., yo..., sí, he dormido bien, gracias.
Cerré los ojos, rodé para apartarme y me levanté. Me resultaba mucho más fácil enfrentarme a Ren si no pensaba mucho en él, ni lo miraba, ni le hablaba, ni lo oía.
Me abrazó desde detrás y noté que sonreía al besarme ese punto tan suave que se esconde detrás de la oreja.
—Llevaba unos trescientos cincuenta años sin dormir tan bien.
Me acarició el cuello con los labios y me vino a la cabeza una imagen de él diciéndome que saltara por un precipicio y otra riéndose al ver que mi cuerpo se estrellaba contra las rocas del fondo.
—Bien por ti —fue lo que respondí, más o menos, antes de apartarme.
Fui a vestirme sin hacer caso de su expresión de desconcierto.
Desmontamos el campamento y no dirigimos a la ciudad. Los dos estábamos muy callados. Él parecía darle vueltas a algo y, en cuanto a mí, intentaba evitar que el cosquilleo nervioso no me abrumara cada vez que lo miraba.
«¿Qué me pasa? Tenemos que hacer un trabajo, debemos encontrar el Fruto Dorado, pero yo estoy como... ensimismada.»
Estaba enfadada conmigo. Tenía que recordarme continuamente que no era más que Ren, el tigre, y no un enamoramiento adolescente. Estar cerca del hombre durante tanto tiempo hacía que me enfrentara a la realidad, y lo primero que debía hacer era controlar mis emociones. Mientras caminábamos y me mordía el labio, sopesé el problema de nuestra relación.
«Seguramente se enamoraría de cualquier chica que estuviera destinada a salvarlo. Además, no tiene lógica que un chico como él se sienta atraído por una chica como yo. Ren es como Superman y no tengo que reconocer que no soy Lois Lane. Cuando se rompa la maldición, seguramente querrá salir con supermodelos. Por no hablar de que soy la primera chica con la que has estado desde hace más de trecientos años, más o menos, y, aunque el tiempo no es comparable, él es el primer hombre por el que siento algo. Si me permito soñar con estar con él para siempre cuando esto acabe seguro que me llevaré una decepción.»
Lo cierto era que no tenía ni idea de qué hacer. Nunca había estado enamorada. Nunca había tenido novio, y todos aquellos sentimientos eran emocionantes y aterradores por partes iguales. Por primera vez en mi vida me daba la impresión de haber perdido el control y no acababa de gustarme la sensación.
El problema era que, cuanto más tiempo pasaba con él, más quería estar con él. Y yo era realista: aquellos breves momentos juntos, por muy maravillosos que fueran, no me garantizaban un final feliz. Por dolorosa experiencia, sabía que los finales felices no eran reales. Con el fin de la maldición tan cerca, tenía que enfrentarme a los hechos.
«Hecho número uno: cuando Ren esté libre querrá explorar el mundo y no establecerse. Hecho número dos: el amor es arriesgado; si decide que no me quiere, me destruiría, así que lo más seguro sería regresar a mi solitaria vida normal en Oregón y olvidarme de él. Hecho número tres: puede que no esté preparada para todo esto.»
Algunos de mis razonamientos eran circulares, pero todos los círculos conducían a la misma idea: no estar con Ren. Me tragué un nudo de tristeza y apreté los puños, decidida. Mi decisión era que, para proteger mi corazón, debía cortar la relación antes de que terminara de florecer. Así me ahorraría el dolor y la vergüenza de la inevitable ruptura.
Me centraría en la tarea que teníamos entre manos: llegar a Kishkindha. Después, cuando todo acabara, él seguiría por su camino y yo por el mío. Solo tenía que hacer lo necesario para salvar a mi amigo, y dejar que fuera libre y feliz.
Después de lo que me parecieron varios kilómetros andando por aquel extraño mundo mítico, ya había elaborado un plan y había iniciado la estrategia de enviar sutiles señales para echar el freno romántico. Siempre que intentaba tomarme de la mano, yo encontraba una razón para apartarla sin brusquedad. Cuando me tocaba el brazo o el hombro, me alejaba. Cuando intentaba rodearme con un brazo, me lo sacudía o caminaba más deprisa. No dije nada ni ofrecí explicaciones porque no se me ocurría cómo abordar el asunto.
Ren intentó preguntarme qué pasaba, pero me limité a responder:
—Nada.
Así que él lo dejó. Al principio estaba desconcertado, después se puso triste y, al final, se empezó a cerrar y se enfureció. Estaba claro que le había hecho daño. No tardó mucho en dejar de intentarlo; noté como si entre nosotros se levantara un muro tan grade como la Gran Muralla China.
Llegamos al foso y encontramos un puente levadizo. Por desgracia, estaba subido, aunque colgaba un poco por un lado, como si estuviera roto. Ren se acercó al lecho del riachuelo por ambos lados y miró el agua con atención.
—Aquí hay demasiados kappa. No recomiendo cruzar nadando.
—¿Y si arrastramos un tronco y cruzamos por encima?
—Buena idea —gruñó él; se acercó y me dio la vuelta.
—¿Qué haces? —pregunté nerviosa.
—Sacar el gada. No te preocupes, que no voy a hacer nada más —añadió en tono sarcástico.
Lo sacó, cerró rápidamente la cremallera de la mochila y se dirigió a los árboles con pasos muy tensos.
Hice una mueca: estaba enfadado. Nunca lo había visto así, salvo con Kishan, y no me gustaba, aunque era un efecto secundario natural del plan para arrancar la semilla del amor y evitar las rocas afiladas del fondo del precipicio. No podía evitarlo.
Le eché un vistazo a Fanindra para ver si aprobaba mi decisión, pero sus relucientes ojos no me decían nada.
Un minuto después oí un gran estruendo y vi que un árbol retraía sus ramas. Otro estruendo, y el árbol cayó al suelo. Ren empezó a golpear las ramas para arrancarlas del tronco, así que me acerqué a ayudar.
—¿Puedo hacer algo?
—No —respondió sin mirarme—, solo tenemos un gada.
Aunque ya conocía la respuesta, pregunté:
—Ren, ¿por qué estás enfadado? ¿Te preocupa algo?
Hice una mueca, ya que sabía que era yo lo que lo preocupaba.
Se detuvo para mirarme. Sus intensos ojos azules me examinaron. Aparté la mirada a toda prisa para dirigirla a una temblorosa rama que doblaba sus agujas. Cuando volví a mirarlo, su expresión no revelaba nada.
—No me preocupa nada, Kelsey. Estoy bien.
Se volvió y siguió arrancando las ramas del árbol. Cuando terminó, me pasó el gada, levanto un extremo del pesado árbol y lo arrastró hacia el riachuelo.
Corrí tras él y me agaché para levantar el otro extremo.
—No —me dijo, sin tan siquiera mirarme.
Cuando llegamos al río, soltó el tronco y empezó a buscar un buen sitio donde colocarlo. Estaba a punto de sentarme en el tronco cuando vi las agujas: hasta el tronco tenía unas gruesas agujas que se clavaban en la carne desprevenida. Me acerqué al otro extremo y vi que las gotas de sangre de Ren cubrían las relucientes agujas negras.
—Ren, deja que te vea las manos y el pecho —le pedí cuando volvió.
—Déjalo, Kelsey, me curaré.
—Pero...
—No, apártate.
Fue hacia la parte de atrás del tronco, lo levantó y se lo apoyó en el pecho. Abrí la boca, asombrada. «Sí, todavía tiene la fuerza del tigre.»
Hice una mueca al imaginarme los cientos de agujas que se le estarían clavando en la piel del pecho y los brazos. Con los bíceps hinchados, llegó hasta el borde del riachuelo.
«Mirar no está prohibido, ¿no? Aunque no pueda permitirme entrar en la tienda, sí que puedo disfrutar del escaparate, ¿verdad?»
Era como ver a Hércules en acción. Respiré hondo y, para darme fuerzas, tuve que repetirme las palabras: «No es para mí, no es para mí, no es para mí».
El otro extremo del tronco se dio contra el muro de piedra. Ren avanzó unos pasos por la orilla hasta encontrar el punto que quería y, cuando lo hizo, soltó el tronco.
Las agujas le habían abierto profundos arañazos irregulares en el pecho y le habían hecho jirones la parte delantera de la camisa. Me acerqué para tocarle el brazo.
Me dio la espalda y dijo:
—Quédate aquí.
Se transformó en tigre, saltó sobre el tronco, lo cruzó y saltó de nuevo hasta la abertura del puente roto. Trepó con las zarpas y desapareció dentro.
Oí un ruido metálico y un movimiento de aire cuando bajó el pesado puente de piedra, que cayó sobre el riachuelo salpicando agua y se asentó sobre su lecho de guijarros. Lo crucé rápidamente por temor a los kappa que veía en el agua. Ren seguía con su forma de tigre y parecía dispuesto a permanecer en ella.
Entré en la ciudad de piedras de Kishkindha. La mayoría de los edificios tenían dos o tres plantas de altura, y la piedra azul ahumado del muro exterior también se había usado en ellos. Estaba pulida, como si fuera granito, y tenía brillantes pedacitos de mica que reflejaban la luz. Era precioso.
Una gran estatua de Hanuman presidía el centro, y todos los rincones de la ciudad estaban llenos de monos de piedra a tamaño real. En cada edificio, tejado y balcón había estatuas de monos. Recargados relieves de monos cubrían hasta las paredes de los edificios. Las estatuas representaban varias especies y, a menudo, estaban en grupos de dos o de tres. De hecho, los únicos monos que no aparecían eran King Kong y los ficticios monos voladores de El mago de Oz.
Cuando dejé atrás la fuente central noté una presión en el brazo: Fanindra había cobrado vida. Me agaché para que bajara de mi brazo al suelo. Ella levantó la cabeza y probó el aire con la lengua varias veces; después empezó a deslizarse lentamente por la antigua ciudad, y Ren y yo la seguimos.
—No tienes por qué seguir con tu forma de tigre solo por mi culpa.
El siguió con los ojos clavados en la serpiente.
—Ren, es un milagro que puedas seguir siendo hombre tanto tiempo, no te hagas esto, por favor. Solo porque estés enfadad...
Se transformó en hombre de repente y se volvió para mirarme.
—¡Estoy enfadado, si! ¿Por qué no iba a seguir siendo tigre? ¡Al parecer, estás mucho más cómoda con él que conmigo! —exclamó, mirándome con expresión de dolor e incertidumbre.
—Estoy más cómoda con él, pero no es porque me guste más. Es demasiado complicado para discutirlo ahora —respondí, y me volví para que no viera que tenía la cara roja.
Frustrado, se pasó una mano por el pelo y preguntó, ansioso:
—Kelsey, ¿por qué me evitas? ¿Es porque he ido demasiado deprisa? Todavía no estás lista para pensar en mí de esa manera, ¿es por eso?
—No, no es eso. Es que... —dije, retorciéndome las manos—. Es que no quiero cometer un error ni meterme en algo para que al final uno de los dos o los dos acabemos heridos. Y, de verdad, no creo que este sea el mejor sitio para hablarlo.
Me quedé mirándole los pies mientras lo decía. Él guardó silencio varios minutos. Con la cabeza gacha, levanté la mirada y vi que me examinaba. Siguió mirándome con paciencia mientras yo me encogía y miraba a los adoquines, a Fanindra, mis manos..., a cualquier cosa salvo a él. Al final se rindió.
—Vale.
—¿Vale?
—Sí, vale. Trae, pásame la mochila. Me toca llevarla un rato.
Me ayudó a quitármela de la espalda y se ajustó las correas a los hombros. Fanindra parecía lista para ponerse en marcha de nuevo, así que siguió su viaje por la ciudad de los monos.
Entramos en las sombras entre los edificios y vimos que el cuerpo dorado de Fanindra brillaba en la oscuridad. Se metió por grietas bajo puertas cerradas que Ren tuvo que echar abajo con su cuerpo. Nos llevó por una interesante carrera de obstáculos desde la perspectiva de una serpiente, pasando por debajo de cosas que nosotros no podíamos cruzar. Desaparecía por las grietas del suelo y Ren tenía que encontrar su rastro para saber por dónde seguir. A menudo teníamos que retroceder y reunirnos con ella al otro lado de las paredes o habitaciones. Siempre la encontrábamos enroscada en el suelo, esperándonos pacientemente.
Al final nos condujo a un estanque reflectante rectangular lleno de algas de color verde mar. El agua llegaba a la cintura y en cada esquina había un alto pedestal de piedra. Encima de cada pedestal había un mono tallado, y todos ellos miraban a lo lejos, cada uno a un punto cardinal.
Las estatuas estaban agachadas y tocaban el suelo con las manos. Enseñaban los dientes y me las imaginé bufando, listas para atacar. Tenían las colas enrolladas bajo el cuerpo, como si fueran palancas de carne con las que aumentar el alcance de su salto. Bajo los pedestales había grupos de monos de piedra que nos mostraban sus malvadas muecas, y nos miraban con sus ojos negros y vacíos. Alargaban los brazos como si pretendieran agarrar y arañar a cualquiera que pasara por allí.
Los escalones de piedra llevaban al estanque reflectante. Los subimos y nos asomamos al agua. Comprobé con alivio que no había kappa acechando en las turbias profundidades. Al lado del estanque, en el borde de piedra, había una inscripción.
—¿Lo puedes leer? —pregunté.
—Dice «Niyuj Kapi». Que quiere decir: «Elije un mono».
—Hmmm.
Rodeamos las cuatro esquinas para examinar todas las estatuas. Una tenía las orejas hacia adelante y otra las tenía pegadas a la cabeza. Eran cuatro especies de mono distintas.
—Ren, Hanuman era medio hombre, medio mono, ¿no? ¿Qué clase de mono?
—No lo sé. El señor Kadam lo sabría. Lo único que te puedo decir es que estos dos no son monos autóctonos de la India. Este es un mono araña, que viene de Sudamérica. Este es un chimpancé, que, técnicamente, es un simio, no un mono. A menudo se incluyen en el grupo de los monos por su tamaño.
—¿Cómo sabes tanto de monos? —pregunté, con la boca abierta.
—Ah, así que debo suponer que los monos son un tema de conversación aceptable, ¿no? —repuso, cruzando los brazos sobre el pecho—. A lo mejor si fuera un mono en vez de un tigre podrías decirme por qué me evitas.
—No te evito, solo necesito algo de espacio. No tiene nada que ver con tu especie, sino con otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—Nada.
—Algo será.
—No es nada.
—¿El qué no es nada?
—¿Podemos seguir hablando de monos? —grité.
—¡Vale! —gritó él.
Nos miramos con rabia durante un minuto, los dos frustrados y enfadados. Ren volvió a examinar los monos y se puso a analizar una lista de características.
Antes de poder contenerme, solté, en plan sarcástico:
—No tenía idea de que estuviera con un experto de monos, aunque, claro, será porque te los has comido, ¿no? Supongo que es como para mí la diferencia entre cerdo y pollo, por ejemplo.
—Me he pasado varios siglos viviendo en zoos y circos, ¿recuerdas? —respondió él, con el ceño fruncido—. Además... ¡yo... no... como... monos!
—Hmmm.
Crucé los brazos y lo miré con rabia. Él me lanzó una mirada asesina y se fue a agacharse delante de otra estatua.
—Ese es un macaco, autóctono de la India, y ese peludo de allí es un babuino, que también se encuentra aquí —explicó, irritado.
—Entonces, ¿cuál elijo? Tiene que ser uno de esos dos. Los otros dos monos no son de por aquí, así que supongo que hay que elegir uno de estos.
Él no me hizo caso, seguramente porque seguía ofendido, y se puso a mirar los grupos de monos que había bajo el pedestal hasta que afirmé:
—Babuino.
—¿Por qué? —preguntó él, levantándose.
—Su cara me recuerda a la de la estatua de Hanuman.
—Vale, pues inténtalo.
—¿Qué lo intente?
—¡No sé! —exclamó, perdiendo la paciencia—. Haz eso que haces con la mano.
—No estoy segura de que funcione así.
—Vale, pues frótale la cabeza como si fuera una estatua de Buda —dijo, señalando el mono—. Tenemos que averiguar cuál es el siguiente paso.
Fruncí el ceño y lo miré; se sentía frustrado conmigo, estaba claro. Me acerqué a la estatua del babuino y le toqué la cabeza, vacilante. No pasó nada. Le di palmaditas en las mejillas, le froté la barriga y le tiré de los brazos, de la cola..., y nada. Estaba apretándole los hombros cuando noté que la estatua se movía un poco. Empujé uno de los hombros y la parte superior del pedestal se apartó y dejó al descubierto una caja de piedra con una palanca. Metí la mano y tiré de la palanca. Al principio, no se movió nada, pero después noté que la mano se me calentaba. Los símbolos dibujados en ella se volvieron a resurgir con fuerza, y la palanca se movió, subió, se giró y salió.
Un estruendo sacudió el suelo y el agua del estanque empezó a salir por un desagüe. Ren me agarró por los brazos y me apretó contra su pecho para alejarse conmigo del estanque. Dejó las manos sobre la parte superior de mis brazos mientras veíamos cómo se movía la piedra.
El estanque rectangular crujió y se dividió en dos. Las dos mitades empezaron a moverse en direcciones opuestas. El agua se derramó y cayó al fondo, salpicando rocas y piedras en su camino hacia un enorme agujero que ocupaba el lugar donde había estado el estanque.
Algo empezó a emerger. Al principio creí que era un reflejo de la luz sobre la reluciente piedra húmeda, pero la intensidad de la luz aumentó hasta que vi aparecer una rama por el agujero. La rama estaba cubierta de relucientes hojas doradas. Siguieron saliendo ramas y después un tronco que continuó ascendiendo hasta que todo el árbol quedó ante nosotros. Las hojas brillaban e irradiaban una suave luz amarilla, como su hubieran ensartado cientos de luces de Navidad en las ramas.
Las hojas doradas se agitaban como si una suave brisa sacudiera el árbol, que tenía unos tres metros y medio de altura, y estaba cubierto de florecitas blancas que desprendían un dulce perfume. Las hojas, que eran largas y finas, salían de unas delicadas ramas, unidas a su vez a ramas más gruesas y fuertes que partían de un tronco resistente y compacto. El tronco estaba sobre una gran caja de piedra que se había alzado de una base de piedra sólida. Era el árbol más bonito que había visto en mi vida.
Ren me tomó de la mano y me condujo con precaución hacia el tronco. Alargó la mano para tocar una de las hojas doradas.
—¡Es precioso! —exclamé.
Él arrancó una flor y la olió.
—Es un mango.
Los dos lo admiramos. Seguro que mi cara expresaba tanto asombro como la suya.
El rostro de Ren se ablandó, dio un paso hacia mí y levantó la mano para engancharme la flor en el pelo. Me volví para fingir que no lo veía y toqué una hoja dorada.
Cuando volví a mirarlo, su expresión era dura, y la flor yacía rota y aplastada en el suelo. Noté una punzada de dolor en el corazón cuando vi los bellos pétalos tirados y abandonados sobre la tierra.
Rodeamos la base del árbol para examinarlo desde todos los ángulos.
—¡Ahí! —gritó Ren—. ¿Lo ves, ahí arriba? ¡Es un fruto dorado!
—¿Dónde?
Señaló la parte de arriba del árbol y, efectivamente, un orbe dorado colgaba de una de las ramas.
—Un mango —masculló—. Claro, tiene sentido.
—¿Por qué?
—Los mangos son una de las principales exportaciones de la India. Es un alimento básico en nuestro país. Quizá sea nuestro recurso natural más importante. Así que el Fruto Dorado de la India es un mango. Tendría que haberme dado cuenta antes.
—¿Cómo vamos a alcanzarlo? —pregunté, mirando hacia las altas ramas.
—¿Tú qué crees? Súbete a mis hombros, tenemos que hacerlo juntos.
—Estooo, Ren, creo que será mejor que se te ocurra otro plan —respondí entre risas—. Como quizá saltar muy alto, como hacen los supertigres, y arrancarlo con la boca o algo así.
—No —repuso, esbozando una sonrisa maligna—. Tú vas a subirte a mis hombros —aseguró, dándome en la nariz con el dedo.
—Por favor, deja de decir eso —gemí.
—Ven aquí, te diré cómo hacerlo. Es pan comido.
Me subió en volandas y me colocó en el borde de piedra del estanque. Después se puso de espaldas a mí
—Vale, súbete.
Extendió los brazos, los agarré sin estar muy convencida y le pasé una pierna por encima del hombro, quejándome sin parar. Estuve a punto de quitar la pierna, pero él se anticipó a mi cobardía, alargó el otro brazo para agarrarme la segunda pierna y sentarme, y me levantó en el aire antes de que pudiera huir.
Después de gritarle sin éxito, me sostuvo las manos y, distribuyendo bien mi peso, caminó de vuelta al árbol. Se tomó su tiempo para encontrar el lugar adecuado y después comenzó a darme instrucciones.
—¿Ves esa rama gruesa que hay sobre tu cabeza?
—Sí.
—Suelta una de mis manos e intenta agarrarla.
—¡No me sueltes! —dije mientras obedecía.
—Kelsey, es absolutamente imposible que te suelte —fanfarroneó.
Agarré la rama y me aferré a ella.
—Bien, ahora sube la otra mano y agarra la misma rama. Yo te sujetaré las piernas, no te preocupes.
Levanté la mano y me agarré a la rama, pero me sudaban las palmas y, de no haberle tenido a él sujetándome, habría caído al suelo.
—Oye, Ren, esto ha sido una gran idea y tal, pero sigo a medio metro del fruto. ¿Qué esperas que haga ahora?
Se rio a modo de respuesta antes de añadir:
—Espera un segundo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Me quitó las zapatillas y añadió:
—Agárrate a la rama y ponte de pie.
Asustada, chillé y estrangulé la pobre rama para no matarme. Ren me empujaba por encima de ella. Miré abajo y vi que me sujetaba los pies con las manos, soportando todo mi peso con los brazos.
—¿Estás loco? Peso demasiado para ti.
—Está claro que no, Kelsey —se mofó—. Ahora, presta atención: no sueltes la rama, y quiero que apoyes los pies en mis hombros, primero uno y después el otro.
Primero me levantó la pierna derecha y noté que mi talón daba con la parte superior de su brazo. Moví el pie con cuidado para apoyarlo en sus anchos hombros y después hice lo mismo con el otro. Miré el fruto, que estaba ya justo delante de mí, meciéndose suavemente.
—Vale, voy a intentar agarrar el fruto. Sujétame.
Ren me había puesto las manos en la parte de atrás de las pantorrillas y le las apretaba con fuerza. Me aparté de la rama, que me quedaba ya a la altura de la cintura, y alargué el brazo para atrapar el fruto, que estaba unido a un largo tallo leñoso que salía de lo más alto del árbol.
Lo rocé y se apartó un instante. Cuando volvió a oscilar hacia mí, lo agarré con una mano y tiré con precaución.
No quería moverse. Tiré un poco más fuerte, aunque con cuidado para no dañarlo. Sorprendida, comprobé que era como un mango de verdad, con piel dura y suave, a pesar de que lanzaba destellos de luz dorada. Volví a apoyar el cuerpo en la rama, tiré con fuerza y por fin logré arrancarlo de su tallo.
De repente, me quedé helada y rígida, y una negra visión se apoderó de mi mente. Un calor ardiente me abrasó el pecho y la oscuridad más absoluta cayó sobre mí. Una figura fantasmal se me acercaba; sus facciones brumosas giraron en torno a una forma hasta que se solidificó: ¡era el señor Kadam! Estaba agarrándose el pecho. Cuando apartó la mano, vi que el amuleto que llevaba despedía un potente brillo rojo. Miré el mío y vi que hacía lo mismo. Intenté llegar a él, hablarle, pero ni él me oía a mí ni yo a él.
Otra figura fantasmal apareció delante de nosotros y cobró forma poco a poco. También se agarraba un enorme amuleto. Cuando se recuperó, miró a señor Kadam y, de inmediato, centró su atención en su amuleto.
El hombre llevaba ropa moderna y cara. En sus ojos se adivinaba inteligencia, confianza, determinación y algo más, algo oscuro, algo... malvado. Intentó dar un paso adelante, pero algún tipo de barrera evitaba que nos moviéramos.
Se expresión cambió, se le endureció el rostro y pude ver una rabia infame que, aunque rápidamente reprimida, siguió dando vueltas como un animal al acecho detrás de sus ojos. El miedo y la desesperación me formaron un nudo en el estómago cuando el hombre dirigió a mí su atención. Estaba claro que quería algo.
Me examinó de pies a cabeza y se detuvo en el amuleto que brillaba sobre mi pecho. Una repugnante expresión de placer y maldad se apoderó de su rostro. Miré al señor Kadam en busca de ayuda, pero él también examinaba con atención al desconocido.
Tenía mucho miedo. Grité llamando a Ren, pero ni siquiera yo oía mi voz.
El hombre se sacó algo del bolsillo y empezó a mascullar para sí. Aunque intenté leerle los labios, parecía hablar en otro idioma. Los rasgos del señor Kadam empezaron a transparentarse, volvía a convertirse en un espectro. Me miré el brazo y ahogué un grito al comprobar que me estaba pasando lo mismo. Me mareé, era como si fuera a desmayarme. No podía permanecer en pie. Caí y caí...