21
Kishkindha
Salimos del alcance del gigantesco árbol de
agujas y nos quedamos mirando la ciudad. En realidad era más del
tamaño de un castillo medieval que de una ciudad. El río iba hasta
el muro y se dividía en dos para rodearlo como si fuera un foso.
Los muros estaban construidos con una piedra gris claro con vetas
azules de mica, lo que le daba un brillo azul ahumado.
—Estamos quedándonos sin luz, Kelsey, y ha
sido un día difícil. ¿Y si acampamos aquí, dormimos un poco y
entramos en la ciudad mañana?
—Suena bien, estoy destrozada.
Ren fue a por algo de leña y regresó
mascullando:
—Hasta las viejas ramas secas te
arañan.
Tiró unas cuantas al anillo de piedras que
yo había montado y encendió una fogata. Le lancé una botella de
agua. Tras sacar el cacito, lo llenó de agua y dejó que
hirviera.
Después fue a por más leña mientras yo
preparaba el campamento, cosa que hice en un segundo, ya que no
tenía la tienda de campaña. Solo podía limpiar el terreno de rocas
y ramas.
Una vez estuvo caliente el agua, le eché
nuestros paquetes de cena liofilizada y esperé a que se hidratara y
se volviera comestible. Él no tardó en volver, refunfuñando sobre
la leña, y se sentó a mi lado. Le pasé su cena y él la movió en
silencio.
Entra bocado y bocado de pasta caliente,
pregunté:
—Ren, ¿crees que esos kappa vendrán a por
nosotros mientras dormimos?
—No creo. Se han quedado en el agua todo el
tiempo y, si la historia es cierta, también les da miedo el fuego.
Me aseguraré de que no se apague en toda la noche.
—Bueno, a lo mejor deberíamos montar
guardia, por si acaso.
Sonrió un poquito por la comisura del labio
mientras se llevaba algo más de pasta a la boca.
—Vale, ¿quién hace la primera?
—Yo.
—Ah, ¿tenemos una valiente voluntaria?
—repuso, con un brillo guasón en los ojos.
—¿Te estás riendo de mí? —pregunté,
lanzándole una mirada asesina.
Él se llevó la mano al corazón.
—¡Jamás, señora! Ya sé que eres valiente, no
tienes que demostrarme nada.
Terminó de comer, se agachó junto a la pila
de leña y lanzó al fuego algunas de aquellas extrañas ramas. El
fuego ardía con fuerza. Las llamas que lamían la madera primero
tenían un tono verdoso, pero después saltaron y lanzaron chispas
como si fueran fuegos artificiales. Al final, las llamas
adquirieron un reluciente color naranja rojizo con toques de verde
alrededor de la leña que ardía.
Dejé en el suelo la cena, que ya había
terminado, y me quedé mirando la extraña fogata. Él se sentó a mi
lado otra vez y me tomó de la mano.
—Kells, agradezco que te presentes
voluntaria para montar guardia, pero quiero que descanses. Este
viaje es más duro para ti que para mí.
—Tú eres el que se está arañando entero. Yo
solo te sigo.
—Sí, pero me curo deprisa. Además, creo que
no tenemos por qué preocuparnos. ¿Y si yo hago la primera guardia
y, si no pasa nada, dormimos los dos? ¿Te parece bien?
Fruncí el ceño, y él empezó a juguetear con
mis dedos y me volvió la mano para seguir las líneas de la palma.
La luz del fuego resaltaba sus bellas facciones. Le miré los
labios.
—¿Kelsey? —preguntó, mirándome a los ojos, y
yo aparté la vista a toda prisa.
No estaba acostumbrada a tratar con él así
en un campamento. Normalmente yo tomaba todas las decisiones y él
me seguía. Bueno, supongo que en realidad yo lo seguía a él casi
todo el tiempo, pero al menos cuando era tigre no me discutía nada.
«Ni me distraía haciéndome pensar en sus brazos rodeándome mientras
me besa.»
Esbozó su deslumbrante sonrisa blanca y me
acarició el interior del brazo.
—La piel de esta zona es muy suave.
Se inclinó para acariciarme la oreja con la
boca, y la sangre me empezó a palpitar y a nublarme el
cerebro.
—Kells, dime que estás de acuerdo con mi
plan.
Me sacudí para librarme de la niebla
hipnótica y apreté las mandíbulas.
—Vale, estoy de acuerdo —mascullé—, a pesar
de que me estás coaccionando.
—¿Y cómo te estoy coaccionando? —preguntó
él, riéndose mientras me miraba.
—Bueno, en primer lugar, no puedes esperar
que piense con coherencia si me estás tocando. En segundo lugar,
siempre sabes qué hacerme para salirte con la tuya.
—¿Ah, sí?
—Sí. Solo tienes que batir las pestañas o,
en tu caso, sonreír y pedirlo con amabilidad, tocarme un poquito
para distraerme y, antes de darme cuenta, ya has conseguido lo que
querías.
—¿En serio? —se burló en voz baja—. No sabía
que tuviera ese efecto en ti.
Me volvió la cara hacia él y recorrió con
dedos ligeros la mandíbula hasta llegar al pulso de mi garganta,
para después pasar al cuello. El corazón me latía con fuerza cuando
tocó el cordón que llevaba al cuello y siguió su camino hasta el
amuleto; después volvió a rozar con los dedos el cuello en
dirección ascendente, examinándome la cara mientras lo hacía.
Tragué saliva.
—A partir de ahora tendré que usar más esta
ventaja —me amenazó, juguetón, acercándose mucho.
Contuve el aliento, la piel me hacía
cosquillas y me estremecí un poco, lo que hizo que se sintiera aún
más satisfecho. Se fue a recorrer el perímetro del campamento por
última vez mientras yo subía las rodillas hasta la barbilla, me las
abrazaba y dejaba mi mente vagar.
Notaba un cosquilleo donde me había tocado
Ren. Me llevé una mano al hueco de la base del cuello y toqué el
amuleto. Pensé un momento en Kishan y en lo temible que parecía por
fuera. Por dentro era tan inofensivo como un gatito. El más
peligroso era Ren. Aunque el tigre blanco pareciera inocente, era
un depredador muy atractivo, completamente irresistible, como una
venus atrapamoscas. Igual de encantador, tentador y mortífero. Todo
lo que hacía resultaba seductor y, seguramente, peligroso para mi
corazón.
Me intimidaba mucho más que Kishan con sus
coqueteos y sus comentarios descarados. Los dos hermanos eran
guapos y encantadores. Tenían unos anticuados modales caballerescos
que volverían loca a cualquier chica. Sin embargo, su forma de
hablar era muy directa, no era solo un juego para ellos, no era
solo una forma de ligar. Iban en serio.
Kishan era lo mismo que Ren en muchos
aspectos. En ese sentido, yo entendía la decisión de Yesubai, pero
lo que hacía que Ren fuera tan peligroso para mí era que sentía
algo por él, algo muy fuerte. Ya amaba su parte de tigre antes de
saber que era un hombre. El vínculo hizo que me resultara mucho más
sencillo querer a un hombre.
En cualquier caso, estar con el hombre era
mucho más complicado que estar con el tigre. Tenía que recordarme
constantemente que eran dos caras de la misma moneda. Había tantas
razones para dejarme llevar por mis sentimientos... Sin duda,
existía una conexión entre nosotros; mi atracción por él era
evidente; teníamos mucho en común; me lo pasaba bien con él; me
gustaba hablar con él y escuchar su voz; y era como si pudiera
contarle cualquier cosa.
Sin embargo, también había muchas razones
para ser precavida: nuestra relación era muy complicada; todo había
sucedido muy deprisa; él me abrumaba; éramos de culturas distintas,
de países distintos y de siglos distintos; hasta el momento,
incluso pertenecíamos a especies distintas la mayor parte del
tiempo.
«Enamorarme de él sería como saltar al agua
desde un acantilado; puede convertirse en lo mejor que me haya
pasado o en el error más estúpido que haya cometido. Haría que mi
vida mereciese la pena o me aplastaría contra las rocas y me
destrozaría sin remedio. Puede que lo más sensato sea frenar un
poco. Ser amigos resultaría mucho más sencillo.»
Ren volvió, recogió el contenedor vacío de
la cena y lo metió en la mochila. Después se sentó frente a mí y
preguntó:
—¿En qué estás pensando?
—En nada —respondí, mirando el fuego con
ojos vidriosos.
Él ladeó la cabeza y me examinó durante un
momento. No me presionó, cosa que le agradecí... Otra
característica que podía añadir a mi lista mental de
ventajas.
Juntó las manos, y se las frotó lenta y
mecánicamente, como si se las limpiara de polvo. Lo observé
hacerlo, hipnotizada.
—Haré la primera guardia, aunque no creo que
sea necesaria. Todavía tengo mis sentidos de tigre, ¿sabes? Podré
oír u oler a los kappa si deciden salir del agua.
—Vale.
—¿Estás bien?
«¡Jo! ¡Necesito una ducha fría! —me dije,
intentando espalarme—. Es como una droga y ¿qué se hace con las
drogas! Te alejas de ellas todo lo posible.»
—Estoy bien —respondí en tono brusco antes
de levantarme para mirar en la mochila—. Si tus sentidos arácnidos
entran en acción, házmelo saber.
—¿Qué?
—¿También eres capaz de subir de un salto a
un edificio? —repuse, poniéndome una mano en la cadera.
—Bueno, todavía tengo mi fuerza de tigre, si
te refieres a eso.
—Fabuloso —gruñí—. Añadiré a mi lista de
ventajas que eres un superhéroe.
—No soy un superhéroe, Kells —dijo,
frunciendo el ceño—. Ahora mismo lo más importante es que
descanses. Me mantendré alerta durante unas horas. Después, si no
pasa nada —añadió, sonriendo—, me uniré a ti,
Me quedé paralizada y, de repente, me puse
muy nerviosa. Seguro que no había querido decir lo que parecía que
quería decir. Lo examiné en busca de alguna pista, pero no parecía
tener ningún plan oculto ni nada.
Encontré la colcha, me fui a posta al otro
lado del fuego e intenté acomodarme en la hierba. Di un par de
vueltas, retorciéndome debajo de la concha hasta quedar enrollada
como una momia para evitar los bichos. Tras poner el brazo bajo la
cabeza, miré al techo negro sin estrellas.
A Ren no pareció importarle mi deserción. Se
puso cómodo al otro lado de la fogata y prácticamente, desapareció
en la oscuridad.
—¿Ren? —murmuré—. ¿Dónde crees que estamos?
Creo que lo de arriba no es el cielo.
—Creo que en algún lugar muy profundo, bajo
tierra —respondió en voz baja.
—Es casi como si hubiésemos entrado en otro
mundo.
Me moví una y otra vez, intentando encontrar
una zona de tierra blanda. Tras media hora dando vueltas, suspiré,
frustrada.
—¿Qué pasa?
Antes de poder controlarme, mascullé:
—Estoy acostumbrada a apoyar la cabeza en
una almohada de piel de tigre calentita, eso es lo que pasa.
—Hmmm, a ver qué puedo hacer al respecto
—respondió.
—No, de verdad, estoy bien, no te molestes
—chillé, aterrada.
Sin hacerme caso, me levantó del suelo me
llevó hasta su lado del fuego, me puso de lado para que mirara la
fogata, se tumbó a mi lado y metió un brazo bajo mi cuello para que
apoyara la cabeza.
—¿Estás más cómoda así?
—Sí y no. Mi cabeza está en una posición
mejor, sí, pero, por desgracia, el resto de mi persona no se siente
nada relajado.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no puedes
relajarte?
—Porque estás demasiado cerca para que me
relaje.
—Eso no te ha importado nunca con el tigre
—respondió, perplejo.
—Tu yo de tigre y tu yo de hombre son dos
cosas completamente distintas.
Me rodeó la cintura con el brazo y me acercó
más a él, como dos cucharas.
—No para mí —respondió, algo irritado y
decepcionado—. Cierra los ojos e imagina que sigo siendo un
tigre.
—No funciona así —dije, rígida y nerviosa,
sobre todo cuando empezó a acariciarme la nuca con la nariz.
—Me gusta cómo huele tu pelo —repuso en voz
baja, ronroneando, masajeándome el cuerpo con la vibración.
—Ren, ¿puedes dejar de hacer eso?
—Te gusta que ronronee. Te ayuda a dormir
mejor —contestó, levantando la cabeza.
—Sí, bueno, solo funciona con el tigre. De
todos modos, ¿cómo es que te sale siendo hombre?
—No lo sé —respondió tras una pausa; después
me metió otra vez la cara en el pelo y me acarició el brazo.
—Estooo, ¿Ren? Explícame cómo piensas hacer
guardia así.
—Puedo oír y oler a los kappa, ¿recuerdas?
—dijo mientras me rozaba el cuello con los labios.
Me moví y me estremecí de nervios, de ganas
o de otra cosa, y él se dio cuenta. Dejó de besarme el cuello y
levantó la cabeza para mirarme la cara a la vacilante luz del
fuego.
—Kelsey, espero que sepas que yo nunca te
haría daño —dijo con voz solemne y tranquila—. No debes tenerme
miedo.
Rodé para volverme hacia él, levanté la mano
y le toqué la mejilla.
—No me das miedo —respondí, suspirando
mientras contemplaba el azul de sus ojos—. Te confiaría mi vida. Es
que nunca he estado tan cerca de alguien.
Él me dio un suave beso y sonrió antes de
responder:
—Yo tampoco. Ahora, vuélvete y a dormir
—añadió, tumbándose de nuevo—. Te advierto que pienso dormir
abrazado a ti toda la noche. Quién sabe si volveré a tener
oportunidad. Así que intenta relajarte y, por amor de Dios, ¡no te
muevas tanto!
Me apretó contra su cálido pecho y cerré los
ojos. Acabé durmiendo mejor que en las últimas semanas.
Cuando desperté, estaba encima del pecho de
Ren. Él me abrazaba, y yo había enredado mis piernas con las suyas.
Me sorprendió haber sido capaz de respirar toda la noche, teniendo
en cuenta de que tenía la nariz aplastada contra los músculos de su
torso. Hacía frío, pero la colcha nos tapaba a los dos y su cuerpo,
que mantenía una temperatura por encima de la media, me había
mantenido a gusto.
Ren seguía dormido, así que aproveché
aquella rara oportunidad para examinarlo. Su fuerte figura estaba
relajada y el sueño le ablandaba las facciones. Tenía los labios
carnosos, suaves y del todo besables; además, por primera vez me
fijé en lo largas y negras que eran sus pestañas. El reluciente
cabello oscuro le caía sobre la frente y estaba alborotado de una
forma que lo hacía aún más irresistible.
«Así que este es el auténtico Ren. No parece
real.»
Era como un arcángel caído. Llevaba con Ren
noche y día desde hacía cuatro semanas, pero era hombre durante una
parte muy pequeña del día, así que para mí era casi como el hombre
de mis sueños, un Príncipe Encantador real.
Seguí el arco de su ceja con el dedo y
aparté con cuidado el sedoso pelo negro que le tapaba la cara.
Suspiré e intenté apartarme lentamente para no despertarlo, pero se
le tensaron los brazos y me retuvo.
—Ni se te ocurra moverte —murmuró, medio
dormido, y tiró de mí para volver a tenerme cerca.
Descansé la mejilla en su pecho, oí el
latido de su corazón y me contenté con prestar atención a su
ritmo.
Al cabo de unos minutos se estiró y rodó
conmigo para ponerse de lado. Me besó en la frente, abrió los ojos
y sonrió; era como ver salir el sol. Aunque la imagen del bello
hombre dormido era fuerte, cuando me dedicó su deslumbrante sonrisa
y vi el azul cobalto de sus ojos me quedé muda.
Me mordí el labio y empecé a oír las alarmas
que saltaban en mi cabeza.
Ren abrió del todo los ojos y me metió
detrás de la oreja un mechón suelto.
—Buenos días, rajkumari. ¿Has dormido bien?
—Pues..., tú..., yo..., sí, he dormido bien,
gracias.
Cerré los ojos, rodé para apartarme y me
levanté. Me resultaba mucho más fácil enfrentarme a Ren si no
pensaba mucho en él, ni lo miraba, ni le hablaba, ni lo oía.
Me abrazó desde detrás y noté que sonreía al
besarme ese punto tan suave que se esconde detrás de la
oreja.
—Llevaba unos trescientos cincuenta años sin
dormir tan bien.
Me acarició el cuello con los labios y me
vino a la cabeza una imagen de él diciéndome que saltara por un
precipicio y otra riéndose al ver que mi cuerpo se estrellaba
contra las rocas del fondo.
—Bien por ti —fue lo que respondí, más o
menos, antes de apartarme.
Fui a vestirme sin hacer caso de su
expresión de desconcierto.
Desmontamos el campamento y no dirigimos a
la ciudad. Los dos estábamos muy callados. Él parecía darle vueltas
a algo y, en cuanto a mí, intentaba evitar que el cosquilleo
nervioso no me abrumara cada vez que lo miraba.
«¿Qué me pasa? Tenemos que hacer un trabajo,
debemos encontrar el Fruto Dorado, pero yo estoy como...
ensimismada.»
Estaba enfadada conmigo. Tenía que
recordarme continuamente que no era más que Ren, el tigre, y no un
enamoramiento adolescente. Estar cerca del hombre durante tanto
tiempo hacía que me enfrentara a la realidad, y lo primero que
debía hacer era controlar mis emociones. Mientras caminábamos y me
mordía el labio, sopesé el problema de nuestra relación.
«Seguramente se enamoraría de cualquier
chica que estuviera destinada a salvarlo. Además, no tiene lógica
que un chico como él se sienta atraído por una chica como yo. Ren
es como Superman y no tengo que reconocer que no soy Lois Lane.
Cuando se rompa la maldición, seguramente querrá salir con
supermodelos. Por no hablar de que soy la primera chica con la que
has estado desde hace más de trecientos años, más o menos, y,
aunque el tiempo no es comparable, él es el primer hombre por el
que siento algo. Si me permito soñar con estar con él para siempre
cuando esto acabe seguro que me llevaré una decepción.»
Lo cierto era que no tenía ni idea de qué
hacer. Nunca había estado enamorada. Nunca había tenido novio, y
todos aquellos sentimientos eran emocionantes y aterradores por
partes iguales. Por primera vez en mi vida me daba la impresión de
haber perdido el control y no acababa de gustarme la
sensación.
El problema era que, cuanto más tiempo
pasaba con él, más quería estar con él. Y yo era realista: aquellos
breves momentos juntos, por muy maravillosos que fueran, no me
garantizaban un final feliz. Por dolorosa experiencia, sabía que
los finales felices no eran reales. Con el fin de la maldición tan
cerca, tenía que enfrentarme a los hechos.
«Hecho número uno: cuando Ren esté libre
querrá explorar el mundo y no establecerse. Hecho número dos: el
amor es arriesgado; si decide que no me quiere, me destruiría, así
que lo más seguro sería regresar a mi solitaria vida normal en
Oregón y olvidarme de él. Hecho número tres: puede que no esté
preparada para todo esto.»
Algunos de mis razonamientos eran
circulares, pero todos los círculos conducían a la misma idea: no
estar con Ren. Me tragué un nudo de tristeza y apreté los puños,
decidida. Mi decisión era que, para proteger mi corazón, debía
cortar la relación antes de que terminara de florecer. Así me
ahorraría el dolor y la vergüenza de la inevitable ruptura.
Me centraría en la tarea que teníamos entre
manos: llegar a Kishkindha. Después, cuando todo acabara, él
seguiría por su camino y yo por el mío. Solo tenía que hacer lo
necesario para salvar a mi amigo, y dejar que fuera libre y
feliz.
Después de lo que me parecieron varios
kilómetros andando por aquel extraño mundo mítico, ya había
elaborado un plan y había iniciado la estrategia de enviar sutiles
señales para echar el freno romántico. Siempre que intentaba
tomarme de la mano, yo encontraba una razón para apartarla sin
brusquedad. Cuando me tocaba el brazo o el hombro, me alejaba.
Cuando intentaba rodearme con un brazo, me lo sacudía o caminaba
más deprisa. No dije nada ni ofrecí explicaciones porque no se me
ocurría cómo abordar el asunto.
Ren intentó preguntarme qué pasaba, pero me
limité a responder:
—Nada.
Así que él lo dejó. Al principio estaba
desconcertado, después se puso triste y, al final, se empezó a
cerrar y se enfureció. Estaba claro que le había hecho daño. No
tardó mucho en dejar de intentarlo; noté como si entre nosotros se
levantara un muro tan grade como la Gran Muralla China.
Llegamos al foso y encontramos un puente
levadizo. Por desgracia, estaba subido, aunque colgaba un poco por
un lado, como si estuviera roto. Ren se acercó al lecho del
riachuelo por ambos lados y miró el agua con atención.
—Aquí hay demasiados kappa. No recomiendo
cruzar nadando.
—¿Y si arrastramos un tronco y cruzamos por
encima?
—Buena idea —gruñó él; se acercó y me dio la
vuelta.
—¿Qué haces? —pregunté nerviosa.
—Sacar el gada. No
te preocupes, que no voy a hacer nada más —añadió en tono
sarcástico.
Lo sacó, cerró rápidamente la cremallera de
la mochila y se dirigió a los árboles con pasos muy tensos.
Hice una mueca: estaba enfadado. Nunca lo
había visto así, salvo con Kishan, y no me gustaba, aunque era un
efecto secundario natural del plan para arrancar la semilla del
amor y evitar las rocas afiladas del fondo del precipicio. No podía
evitarlo.
Le eché un vistazo a Fanindra para ver si
aprobaba mi decisión, pero sus relucientes ojos no me decían
nada.
Un minuto después oí un gran estruendo y vi
que un árbol retraía sus ramas. Otro estruendo, y el árbol cayó al
suelo. Ren empezó a golpear las ramas para arrancarlas del tronco,
así que me acerqué a ayudar.
—¿Puedo hacer algo?
—No —respondió sin mirarme—, solo tenemos un
gada.
Aunque ya conocía la respuesta,
pregunté:
—Ren, ¿por qué estás enfadado? ¿Te preocupa
algo?
Hice una mueca, ya que sabía que era yo lo
que lo preocupaba.
Se detuvo para mirarme. Sus intensos ojos
azules me examinaron. Aparté la mirada a toda prisa para dirigirla
a una temblorosa rama que doblaba sus agujas. Cuando volví a
mirarlo, su expresión no revelaba nada.
—No me preocupa nada, Kelsey. Estoy
bien.
Se volvió y siguió arrancando las ramas del
árbol. Cuando terminó, me pasó el gada,
levanto un extremo del pesado árbol y lo arrastró hacia el
riachuelo.
Corrí tras él y me agaché para levantar el
otro extremo.
—No —me dijo, sin tan siquiera
mirarme.
Cuando llegamos al río, soltó el tronco y
empezó a buscar un buen sitio donde colocarlo. Estaba a punto de
sentarme en el tronco cuando vi las agujas: hasta el tronco tenía
unas gruesas agujas que se clavaban en la carne desprevenida. Me
acerqué al otro extremo y vi que las gotas de sangre de Ren cubrían
las relucientes agujas negras.
—Ren, deja que te vea las manos y el pecho
—le pedí cuando volvió.
—Déjalo, Kelsey, me curaré.
—Pero...
—No, apártate.
Fue hacia la parte de atrás del tronco, lo
levantó y se lo apoyó en el pecho. Abrí la boca, asombrada. «Sí,
todavía tiene la fuerza del tigre.»
Hice una mueca al imaginarme los cientos de
agujas que se le estarían clavando en la piel del pecho y los
brazos. Con los bíceps hinchados, llegó hasta el borde del
riachuelo.
«Mirar no está prohibido, ¿no? Aunque no
pueda permitirme entrar en la tienda, sí que puedo disfrutar del
escaparate, ¿verdad?»
Era como ver a Hércules en acción. Respiré
hondo y, para darme fuerzas, tuve que repetirme las palabras: «No
es para mí, no es para mí, no es para mí».
El otro extremo del tronco se dio contra el
muro de piedra. Ren avanzó unos pasos por la orilla hasta encontrar
el punto que quería y, cuando lo hizo, soltó el tronco.
Las agujas le habían abierto profundos
arañazos irregulares en el pecho y le habían hecho jirones la parte
delantera de la camisa. Me acerqué para tocarle el brazo.
Me dio la espalda y dijo:
—Quédate aquí.
Se transformó en tigre, saltó sobre el
tronco, lo cruzó y saltó de nuevo hasta la abertura del puente
roto. Trepó con las zarpas y desapareció dentro.
Oí un ruido metálico y un movimiento de aire
cuando bajó el pesado puente de piedra, que cayó sobre el riachuelo
salpicando agua y se asentó sobre su lecho de guijarros. Lo crucé
rápidamente por temor a los kappa que veía en el agua. Ren seguía
con su forma de tigre y parecía dispuesto a permanecer en
ella.
Entré en la ciudad de piedras de Kishkindha.
La mayoría de los edificios tenían dos o tres plantas de altura, y
la piedra azul ahumado del muro exterior también se había usado en
ellos. Estaba pulida, como si fuera granito, y tenía brillantes
pedacitos de mica que reflejaban la luz. Era precioso.
Una gran estatua de Hanuman presidía el
centro, y todos los rincones de la ciudad estaban llenos de monos
de piedra a tamaño real. En cada edificio, tejado y balcón había
estatuas de monos. Recargados relieves de monos cubrían hasta las
paredes de los edificios. Las estatuas representaban varias
especies y, a menudo, estaban en grupos de dos o de tres. De hecho,
los únicos monos que no aparecían eran King Kong y los ficticios
monos voladores de El mago de Oz.
Cuando dejé atrás la fuente central noté una
presión en el brazo: Fanindra había cobrado vida. Me agaché para
que bajara de mi brazo al suelo. Ella levantó la cabeza y probó el
aire con la lengua varias veces; después empezó a deslizarse
lentamente por la antigua ciudad, y Ren y yo la seguimos.
—No tienes por qué seguir con tu forma de
tigre solo por mi culpa.
El siguió con los ojos clavados en la
serpiente.
—Ren, es un milagro que puedas seguir siendo
hombre tanto tiempo, no te hagas esto, por favor. Solo porque estés
enfadad...
Se transformó en hombre de repente y se
volvió para mirarme.
—¡Estoy enfadado, si! ¿Por qué no iba a
seguir siendo tigre? ¡Al parecer, estás mucho más cómoda con él que
conmigo! —exclamó, mirándome con expresión de dolor e
incertidumbre.
—Estoy más cómoda con él, pero no es porque
me guste más. Es demasiado complicado para discutirlo ahora
—respondí, y me volví para que no viera que tenía la cara
roja.
Frustrado, se pasó una mano por el pelo y
preguntó, ansioso:
—Kelsey, ¿por qué me evitas? ¿Es porque he
ido demasiado deprisa? Todavía no estás lista para pensar en mí de
esa manera, ¿es por eso?
—No, no es eso. Es que... —dije,
retorciéndome las manos—. Es que no quiero cometer un error ni
meterme en algo para que al final uno de los dos o los dos acabemos
heridos. Y, de verdad, no creo que este sea el mejor sitio para
hablarlo.
Me quedé mirándole los pies mientras lo
decía. Él guardó silencio varios minutos. Con la cabeza gacha,
levanté la mirada y vi que me examinaba. Siguió mirándome con
paciencia mientras yo me encogía y miraba a los adoquines, a
Fanindra, mis manos..., a cualquier cosa salvo a él. Al final se
rindió.
—Vale.
—¿Vale?
—Sí, vale. Trae, pásame la mochila. Me toca
llevarla un rato.
Me ayudó a quitármela de la espalda y se
ajustó las correas a los hombros. Fanindra parecía lista para
ponerse en marcha de nuevo, así que siguió su viaje por la ciudad
de los monos.
Entramos en las sombras entre los edificios
y vimos que el cuerpo dorado de Fanindra brillaba en la oscuridad.
Se metió por grietas bajo puertas cerradas que Ren tuvo que echar
abajo con su cuerpo. Nos llevó por una interesante carrera de
obstáculos desde la perspectiva de una serpiente, pasando por
debajo de cosas que nosotros no podíamos cruzar. Desaparecía por
las grietas del suelo y Ren tenía que encontrar su rastro para
saber por dónde seguir. A menudo teníamos que retroceder y
reunirnos con ella al otro lado de las paredes o habitaciones.
Siempre la encontrábamos enroscada en el suelo, esperándonos
pacientemente.
Al final nos condujo a un estanque
reflectante rectangular lleno de algas de color verde mar. El agua
llegaba a la cintura y en cada esquina había un alto pedestal de
piedra. Encima de cada pedestal había un mono tallado, y todos
ellos miraban a lo lejos, cada uno a un punto cardinal.
Las estatuas estaban agachadas y tocaban el
suelo con las manos. Enseñaban los dientes y me las imaginé
bufando, listas para atacar. Tenían las colas enrolladas bajo el
cuerpo, como si fueran palancas de carne con las que aumentar el
alcance de su salto. Bajo los pedestales había grupos de monos de
piedra que nos mostraban sus malvadas muecas, y nos miraban con sus
ojos negros y vacíos. Alargaban los brazos como si pretendieran
agarrar y arañar a cualquiera que pasara por allí.
Los escalones de piedra llevaban al estanque
reflectante. Los subimos y nos asomamos al agua. Comprobé con
alivio que no había kappa acechando en las turbias profundidades.
Al lado del estanque, en el borde de piedra, había una
inscripción.
—¿Lo puedes leer? —pregunté.
—Dice «Niyuj
Kapi». Que quiere decir: «Elije un mono».
—Hmmm.
Rodeamos las cuatro esquinas para examinar
todas las estatuas. Una tenía las orejas hacia adelante y otra las
tenía pegadas a la cabeza. Eran cuatro especies de mono
distintas.
—Ren, Hanuman era medio hombre, medio mono,
¿no? ¿Qué clase de mono?
—No lo sé. El señor Kadam lo sabría. Lo
único que te puedo decir es que estos dos no son monos autóctonos
de la India. Este es un mono araña, que viene de Sudamérica. Este
es un chimpancé, que, técnicamente, es un simio, no un mono. A
menudo se incluyen en el grupo de los monos por su tamaño.
—¿Cómo sabes tanto de monos? —pregunté, con
la boca abierta.
—Ah, así que debo suponer que los monos son
un tema de conversación aceptable, ¿no? —repuso, cruzando los
brazos sobre el pecho—. A lo mejor si fuera un mono en vez de un
tigre podrías decirme por qué me evitas.
—No te evito, solo necesito algo de espacio.
No tiene nada que ver con tu especie, sino con otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—Nada.
—Algo será.
—No es nada.
—¿El qué no es nada?
—¿Podemos seguir hablando de monos?
—grité.
—¡Vale! —gritó él.
Nos miramos con rabia durante un minuto, los
dos frustrados y enfadados. Ren volvió a examinar los monos y se
puso a analizar una lista de características.
Antes de poder contenerme, solté, en plan
sarcástico:
—No tenía idea de que estuviera con un
experto de monos, aunque, claro, será porque te los has comido,
¿no? Supongo que es como para mí la diferencia entre cerdo y pollo,
por ejemplo.
—Me he pasado varios siglos viviendo en zoos
y circos, ¿recuerdas? —respondió él, con el ceño fruncido—.
Además... ¡yo... no... como... monos!
—Hmmm.
Crucé los brazos y lo miré con rabia. Él me
lanzó una mirada asesina y se fue a agacharse delante de otra
estatua.
—Ese es un macaco, autóctono de la India, y
ese peludo de allí es un babuino, que también se encuentra aquí
—explicó, irritado.
—Entonces, ¿cuál elijo? Tiene que ser uno de
esos dos. Los otros dos monos no son de por aquí, así que supongo
que hay que elegir uno de estos.
Él no me hizo caso, seguramente porque
seguía ofendido, y se puso a mirar los grupos de monos que había
bajo el pedestal hasta que afirmé:
—Babuino.
—¿Por qué? —preguntó él, levantándose.
—Su cara me recuerda a la de la estatua de
Hanuman.
—Vale, pues inténtalo.
—¿Qué lo intente?
—¡No sé! —exclamó, perdiendo la paciencia—.
Haz eso que haces con la mano.
—No estoy segura de que funcione así.
—Vale, pues frótale la cabeza como si fuera
una estatua de Buda —dijo, señalando el mono—. Tenemos que
averiguar cuál es el siguiente paso.
Fruncí el ceño y lo miré; se sentía
frustrado conmigo, estaba claro. Me acerqué a la estatua del
babuino y le toqué la cabeza, vacilante. No pasó nada. Le di
palmaditas en las mejillas, le froté la barriga y le tiré de los
brazos, de la cola..., y nada. Estaba apretándole los hombros
cuando noté que la estatua se movía un poco. Empujé uno de los
hombros y la parte superior del pedestal se apartó y dejó al
descubierto una caja de piedra con una palanca. Metí la mano y tiré
de la palanca. Al principio, no se movió nada, pero después noté
que la mano se me calentaba. Los símbolos dibujados en ella se
volvieron a resurgir con fuerza, y la palanca se movió, subió, se
giró y salió.
Un estruendo sacudió el suelo y el agua del
estanque empezó a salir por un desagüe. Ren me agarró por los
brazos y me apretó contra su pecho para alejarse conmigo del
estanque. Dejó las manos sobre la parte superior de mis brazos
mientras veíamos cómo se movía la piedra.
El estanque rectangular crujió y se dividió
en dos. Las dos mitades empezaron a moverse en direcciones
opuestas. El agua se derramó y cayó al fondo, salpicando rocas y
piedras en su camino hacia un enorme agujero que ocupaba el lugar
donde había estado el estanque.
Algo empezó a emerger. Al principio creí que
era un reflejo de la luz sobre la reluciente piedra húmeda, pero la
intensidad de la luz aumentó hasta que vi aparecer una rama por el
agujero. La rama estaba cubierta de relucientes hojas doradas.
Siguieron saliendo ramas y después un tronco que continuó
ascendiendo hasta que todo el árbol quedó ante nosotros. Las hojas
brillaban e irradiaban una suave luz amarilla, como su hubieran
ensartado cientos de luces de Navidad en las ramas.
Las hojas doradas se agitaban como si una
suave brisa sacudiera el árbol, que tenía unos tres metros y medio
de altura, y estaba cubierto de florecitas blancas que desprendían
un dulce perfume. Las hojas, que eran largas y finas, salían de
unas delicadas ramas, unidas a su vez a ramas más gruesas y fuertes
que partían de un tronco resistente y compacto. El tronco estaba
sobre una gran caja de piedra que se había alzado de una base de
piedra sólida. Era el árbol más bonito que había visto en mi
vida.
Ren me tomó de la mano y me condujo con
precaución hacia el tronco. Alargó la mano para tocar una de las
hojas doradas.
—¡Es precioso! —exclamé.
Él arrancó una flor y la olió.
—Es un mango.
Los dos lo admiramos. Seguro que mi cara
expresaba tanto asombro como la suya.
El rostro de Ren se ablandó, dio un paso
hacia mí y levantó la mano para engancharme la flor en el pelo. Me
volví para fingir que no lo veía y toqué una hoja dorada.
Cuando volví a mirarlo, su expresión era
dura, y la flor yacía rota y aplastada en el suelo. Noté una
punzada de dolor en el corazón cuando vi los bellos pétalos tirados
y abandonados sobre la tierra.
Rodeamos la base del árbol para examinarlo
desde todos los ángulos.
—¡Ahí! —gritó Ren—. ¿Lo ves, ahí arriba? ¡Es
un fruto dorado!
—¿Dónde?
Señaló la parte de arriba del árbol y,
efectivamente, un orbe dorado colgaba de una de las ramas.
—Un mango —masculló—. Claro, tiene
sentido.
—¿Por qué?
—Los mangos son una de las principales
exportaciones de la India. Es un alimento básico en nuestro país.
Quizá sea nuestro recurso natural más importante. Así que el Fruto
Dorado de la India es un mango. Tendría que haberme dado cuenta
antes.
—¿Cómo vamos a alcanzarlo? —pregunté,
mirando hacia las altas ramas.
—¿Tú qué crees? Súbete a mis hombros,
tenemos que hacerlo juntos.
—Estooo, Ren, creo que será mejor que se te
ocurra otro plan —respondí entre risas—. Como quizá saltar muy
alto, como hacen los supertigres, y arrancarlo con la boca o algo
así.
—No —repuso, esbozando una sonrisa maligna—.
Tú vas a subirte a mis hombros —aseguró, dándome en la nariz con el
dedo.
—Por favor, deja de decir eso —gemí.
—Ven aquí, te diré cómo hacerlo. Es pan
comido.
Me subió en volandas y me colocó en el borde
de piedra del estanque. Después se puso de espaldas a mí
—Vale, súbete.
Extendió los brazos, los agarré sin estar
muy convencida y le pasé una pierna por encima del hombro,
quejándome sin parar. Estuve a punto de quitar la pierna, pero él
se anticipó a mi cobardía, alargó el otro brazo para agarrarme la
segunda pierna y sentarme, y me levantó en el aire antes de que
pudiera huir.
Después de gritarle sin éxito, me sostuvo
las manos y, distribuyendo bien mi peso, caminó de vuelta al árbol.
Se tomó su tiempo para encontrar el lugar adecuado y después
comenzó a darme instrucciones.
—¿Ves esa rama gruesa que hay sobre tu
cabeza?
—Sí.
—Suelta una de mis manos e intenta
agarrarla.
—¡No me sueltes! —dije mientras
obedecía.
—Kelsey, es absolutamente imposible que te
suelte —fanfarroneó.
Agarré la rama y me aferré a ella.
—Bien, ahora sube la otra mano y agarra la
misma rama. Yo te sujetaré las piernas, no te preocupes.
Levanté la mano y me agarré a la rama, pero
me sudaban las palmas y, de no haberle tenido a él sujetándome,
habría caído al suelo.
—Oye, Ren, esto ha sido una gran idea y tal,
pero sigo a medio metro del fruto. ¿Qué esperas que haga
ahora?
Se rio a modo de respuesta antes de
añadir:
—Espera un segundo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Me quitó las zapatillas y añadió:
—Agárrate a la rama y ponte de pie.
Asustada, chillé y estrangulé la pobre rama
para no matarme. Ren me empujaba por encima de ella. Miré abajo y
vi que me sujetaba los pies con las manos, soportando todo mi peso
con los brazos.
—¿Estás loco? Peso demasiado para ti.
—Está claro que no, Kelsey —se mofó—. Ahora,
presta atención: no sueltes la rama, y quiero que apoyes los pies
en mis hombros, primero uno y después el otro.
Primero me levantó la pierna derecha y noté
que mi talón daba con la parte superior de su brazo. Moví el pie
con cuidado para apoyarlo en sus anchos hombros y después hice lo
mismo con el otro. Miré el fruto, que estaba ya justo delante de
mí, meciéndose suavemente.
—Vale, voy a intentar agarrar el fruto.
Sujétame.
Ren me había puesto las manos en la parte de
atrás de las pantorrillas y le las apretaba con fuerza. Me aparté
de la rama, que me quedaba ya a la altura de la cintura, y alargué
el brazo para atrapar el fruto, que estaba unido a un largo tallo
leñoso que salía de lo más alto del árbol.
Lo rocé y se apartó un instante. Cuando
volvió a oscilar hacia mí, lo agarré con una mano y tiré con
precaución.
No quería moverse. Tiré un poco más fuerte,
aunque con cuidado para no dañarlo. Sorprendida, comprobé que era
como un mango de verdad, con piel dura y suave, a pesar de que
lanzaba destellos de luz dorada. Volví a apoyar el cuerpo en la
rama, tiré con fuerza y por fin logré arrancarlo de su tallo.
De repente, me quedé helada y rígida, y una
negra visión se apoderó de mi mente. Un calor ardiente me abrasó el
pecho y la oscuridad más absoluta cayó sobre mí. Una figura
fantasmal se me acercaba; sus facciones brumosas giraron en torno a
una forma hasta que se solidificó: ¡era el señor Kadam! Estaba
agarrándose el pecho. Cuando apartó la mano, vi que el amuleto que
llevaba despedía un potente brillo rojo. Miré el mío y vi que hacía
lo mismo. Intenté llegar a él, hablarle, pero ni él me oía a mí ni
yo a él.
Otra figura fantasmal apareció delante de
nosotros y cobró forma poco a poco. También se agarraba un enorme
amuleto. Cuando se recuperó, miró a señor Kadam y, de inmediato,
centró su atención en su amuleto.
El hombre llevaba ropa moderna y cara. En
sus ojos se adivinaba inteligencia, confianza, determinación y algo
más, algo oscuro, algo... malvado. Intentó dar un paso adelante,
pero algún tipo de barrera evitaba que nos moviéramos.
Se expresión cambió, se le endureció el
rostro y pude ver una rabia infame que, aunque rápidamente
reprimida, siguió dando vueltas como un animal al acecho detrás de
sus ojos. El miedo y la desesperación me formaron un nudo en el
estómago cuando el hombre dirigió a mí su atención. Estaba claro
que quería algo.
Me examinó de pies a cabeza y se detuvo en
el amuleto que brillaba sobre mi pecho. Una repugnante expresión de
placer y maldad se apoderó de su rostro. Miré al señor Kadam en
busca de ayuda, pero él también examinaba con atención al
desconocido.
Tenía mucho miedo. Grité llamando a Ren,
pero ni siquiera yo oía mi voz.
El hombre se sacó algo del bolsillo y empezó
a mascullar para sí. Aunque intenté leerle los labios, parecía
hablar en otro idioma. Los rasgos del señor Kadam empezaron a
transparentarse, volvía a convertirse en un espectro. Me miré el
brazo y ahogué un grito al comprobar que me estaba pasando lo
mismo. Me mareé, era como si fuera a desmayarme. No podía
permanecer en pie. Caí y caí...