12
La profecía de Durga
Me levanté despacio, me sacudí el polvo de
las manos y busqué la linterna. Noté la mano de Ren en el hombro, y
él me volvió para examinarme.
—Kelsey, ¿estás bien? ¿Te has hecho
daño?
—No, estoy bien. Bueno, ¿hemos terminado ya
con esto? Lo de la cueva ha sido muy divertido y tal, pero me
gustaría irme ya a casa.
—Sí —respondió Ren—. Vamos al coche. Quédate
cerca de mí. Los animales que dormían cuando entramos en la jungla
ya están despiertos y de caza. Debemos tener cuidado.
Me apretó el hombro, se transformó en tigre
y se dirigió a los árboles.
Al parecer, estábamos al otro lado de las
cuevas, casi un kilómetro detrás de ellas, al pie de una empinada
colina. Rodeamos la colina hasta llegar a los escalones de piedra
que habíamos subido hacía bastantes horas.
En realidad prefería caminar por la jungla
de noche, ya que así no podía ver a todas las espeluznantes
criaturas que, sin duda, nos observaban. Sin embargo, después de
hora y media de camino, ya ni siquiera me importaba si había
animales observándome o no. Estaba muy cansada, apenas podía
mantener los ojos abiertos y los pies en movimiento.
Tras bostezar por enésima vez, volví a
preguntar a Ren:
—¿Falta mucho?
Él gruñó a modo de respuesta y, de repente,
se paró, bajó la cabeza y escudriñó la oscuridad.
Con los ojos fijos en la jungla, Ren se
transformó en hombre y me susurró:
—Nos persiguen. Cuando te diga que corras,
ve por ahí y no mires atrás... ¡Corre!
Señaló a mi izquierda y se metió en la
jungla como una flecha convertido en tigre. No tardé mucho en oír
un impresionante amenazador rugido que hizo temblar los árboles.
Desperté a mi cansado cuerpo y empecé a correr. No tenía ni idea de
dónde estaba ni adónde iba, pero intenté seguir la dirección que me
había señalado. Atravesé corriendo la jungla durante unos quince
minutos antes de frenar. Con la respiración entrecortada, me detuve
y presté atención a los sonidos de la oscuridad.
Oí felinos, felinos grandes, luchando.
Estaba a un kilómetro y pico, pero se les oía bien. Los demás
animales guardaban silencio; seguro que también estaban escuchando
la pelea.
El eco de los gruñidos y los rugidos
rebotaba por la jungla. Era como si fueran más de dos animales, y
empecé a preocuparme por Ren. Caminé otros quince minutos sin dejar
de prestar atención, intentando distinguir el sonido de Ren del de
los demás animales. De repente, se hizo el silencio.
«¿Los habrá espantado? ¿Estará a salvo?
¿Debería volver para intentar ayudarlo?»
Volví sobre mis pasos y vi a los murciélagos
volar a la luz de la luna. Llevaba ya medio kilómetro en lo que,
esperaba, fuera la dirección correcta, cuando oí que los arbustos
se agitaban y vi un par de ojos amarillos mirarme desde la
oscuridad.
—¿Ren? ¿Eres tú?
Una forma salió entre los arbustos y se
agachó, mirándome.
No era Ren.
Una pantera negra me miraba sin miedo,
evaluando mi capacidad para defenderme. No me moví. Estaba segura
de que, si lo hacía, saltaría sobre mí de inmediato. Me erguí todo
lo posible e intenté parecer demasiado grande para que me
comiera.
Nos observamos durante otro minuto. Después,
la pantera saltó. Pasó de estar agachada, agitando la cola adelante
y atrás, a acelerar hacia mi cara.
La pantera llevaba las afiladas uñas
sacadas; brillaban a la luz de la luna. Paralizada, observé las
garras y la boca llena de dientes del felino que se acercaba
gruñendo, cada vez más cerca de mi cara y de mi cuello. Grité,
levanté las manos para proteger la cabeza, y esperé a que las uñas
y los dientes me arrancaran la garganta.
Oí un rugido y noté un soplo de aire me
pasaba por la cara. Después..., nada. Abrí un poco los ojos y me
volví para buscar la pantera.
«¿Qué ha pasado? ¿Cómo no me ha dado?»
Un relámpago blanco y negro rodaba por los
árboles. ¡Era Ren! Se había lanzado sobre la pantera en pleno
ataque y la había apartado de mi camino. La pantera gruñó y dio un
par de vueltas a su alrededor, pero Ren le devolvió el gruñido y le
dio un zarpazo en la cara. El animal, que no quería enfrentarse a
un felino dos veces más grande que él, gruñó de nuevo y se metió
corriendo en la jungla.
La forma blanca y negra de Ren se acercó
renqueando a mí. Tenía todo el lomo lleno de arañados
ensangrentados y la pata derecha herida, quizá rota, por eso
cojeaba. Se convirtió en hombre un instante y cayó a mis pies,
jadeando. Buscó mi mano.
—¿Estás bien? —me preguntó.
Me agaché a su lado y le abracé con fuerza
el cuello, aliviada de que hubiéramos sobrevivido los dos.
—Estoy bien. Gracias por salvarme. Me alegro
mucho de que estés a salvo. ¿Puedes andar?
Ren asintió, esbozó una débil sonrisa y
volvió a su forma de tigre blanco. Tras lamerse la pata, resopló y
se puso en marcha.
—Vale, vamos. Voy detrás de ti.
Llegamos al todoterreno después de otra hora
de camino. Demasiado cansados para hacer otra cosa, nos bebimos
cuatro litros de agua cada uno, bajamos el asiento de atrás y
subimos al coche. Me quedé profundamente dormida con el brazo sobre
Ren.
El sol salió demasiado deprisa y empezó a
calentar el todoterreno. Me desperté empapada en sudor, con todo el
cuerpo dolorido y sucio. Ren también estaba agotado y todavía medio
dormido, aunque sus arañazos ya no parecían tan graves. De hecho,
me sorprendió comprobar que casi estaban curados. Yo tenía la boca
pastosa y la lengua seca, además de un horroroso dolor de
cabeza.
Me senté, gruñendo.
—Ay, me siento fatal, y eso que ni siquiera
he tenido que luchar contra panteras. La ducha y la cama me llaman.
Vámonos a casa.
Me metí la mano en la mochila, examiné las
cámaras y los calcos, y los guardé bien antes de meterme en el
tráfico de la mañana.
Al llegar, el señor Kadam corrió a la puerta
y empezó a bombardearme con preguntas. Le entregué la mochila y me
fui como una zombi a la casa, mascullando.
—Ducha. Cama.
Subí las escaletas, me quité la ropa sucia y
me metí en la ducha. Casi me quedé dormida bajo el chorro de agua
tibia que me masajeaba el dolorido cuerpo y se llevaba el sudor y
el lodo. Me escurrí el pelo y, de algún modo, conseguí salir y
secarme. Me puse el pijama y me tiré en la cama.
Unas doce horas después, me desperté,
encontré una bandeja de comida y me di cuenta de que estaba
hambrienta. El señor Kadam se había superado: una pila de
esponjosos creps al lado de un plato de plátanos en rodajas,
frescas y arándanos negros. Para acompañar, jarabe de fresa, un
cuenco de yogur y una taza de chocolate caliente. Caí sobre mi
aperitivo de medianoche. Me comí todos y cada uno de los deliciosos
creps y después me llevé el chocolate al balcón. Tomé nota mental
de que debía dar las gracias al señor Kadam por ser tan
maravilloso.
Era plena noche y hacía fresco, así que me
acurruqué en una de las cómodas sillas de exterior, me envolví en
la colcha y me bebí el chocolate. Una brisa me apartó el pelo de la
cara y, cuando subí la mano para apartarlo, me di cuenta de que,
con el cansancio, se me había olvidado peinarlo después de la
ducha. Tras buscar el cepillo, volví a la silla.
Cepillarme el pelo después de la ducha ya
era malo de por sí, pero dejar que se secara sin haberlo peinado
antes era un terrible error. Estaba lleno de dolorosos enredos y no
había avanzado mucho cuando se abrió la puerta de la galería y Ren
salió por ella. Chillé, alarmada, y me escondí detrás de la silla.
«Perfecto, Kells.»
Él seguía descalzo, aunque se había puesto
pantalones caqui y una camisa celeste con botones que hacía juego
con sus ojos. El efecto era magnético, y allí estaba yo, con mi
pijama de franela y mi pelo de estropajo.
Se sentó frente a mí y dijo:
—Buenas noches, Kelsey. ¿Has dormido
bien?
—S-sí. ¿Y tú?
Él esbozó una de sus deslumbrantes sonrisas
y asintió un poco con la cabeza.
—¿Tienes problemas? —preguntó, y observó con
sorna mi proceso capilar.
—No, lo tengo todo bajo control.
Quería desviar su atención de mi pelo, así
que dije:
—¿Cómo está tu espalda y tu...? Supongo que
será tu brazo, ¿no?
—Perfectos —respondió, sonriendo—. Gracias
por preguntar.
—Ren, ¿por qué no vas de blanco? Es la única
ropa que te había visto hasta ahora. ¿Es porque se te rompió la
camisa?
—No, solo quería ponerme algo distinto. En
realidad, cuando me transformo en tigre y después de nuevo en
hombre, la ropa blanca aparece de nuevo. Si me convirtiera en tigre
ahora mismo y después en hombre, volvería a llevar mi ropa blanca
de siempre.
—¿Y seguiría rota y ensangrentada?
—No. Cuando reaparece está limpia y entera
de nuevo.
—Vaya, qué suerte la tuya. Sería bastante
incómodo acabar desnudo cada vez que te transformes.
Me mordí la lengua en cuanto lo dije, y mi
cara adquirió un bonito tono rojo brillante. «Bien, Kells, muy bien
hecho.»
Intenté ocultar mi torpeza verbal poniéndome
el pelo sobre la cara para tirar de los enredos.
—Sí, qué suerte la mía —repuso él,
sonriendo.
—Eso me plantea otra pregunta —dije, después
de pasar el cepillo por el pelo y hacer una mueca de dolor.
Ren se levantó y me quitó el cepillo.
—¿Qué...? ¿Qué haces? —tartamudeé.
—Relájate, estás demasiado nerviosa.
«Si tú supieras...»
Se colocó detrás de mí, escogió una sección
del pelo y empezó a cepillarla suavemente. Al principio me puse
nerviosa pero sus manos eran tan cálidas y tranquilizadoras que
acabé relajándome en la silla, cerrando los ojos y echando la
cabeza atrás.
Tras un minuto de cepillado, me retiró un
rizo del cuello, se acercó a mi oreja y susurró:
—¿Qué querías preguntarme?
Di un salto.
—Hmmm, ¿qué?
—Querías hacerme una pregunta.
—Ah, sí. Era..., mmm, qué bien.
«¿He dicho eso en voz alta?»
Ren se rio un poco.
—Eso no es una pregunta.
«Al parecer, sí que lo he dicho en voz
alta.»
—¿Era algo sobre mi transformación en
tigre?
—Ah, sí, ya me acuerdo. Puedes cambiar de
una forma a otra varias veces al día, ¿no? ¿Hay un límite?
—No. No hay límite, siempre que no cambie a
mi forma humana durante más de veinticuatro minutos cada
veinticuatro horas —respondió, pasando a otra sección de mi pelo—.
¿Más preguntas?
—Sí..., sobre el laberinto. Seguías un
rastro, pero a mí solo me olía a azufre asqueroso. ¿Era eso lo que
seguías?
—No, en realidad seguía un aroma a flor de
loto. Es la flor favorita de Durga, la misma flor que aparece en el
sello. Supuse que era el camino correcto.
Ren terminó con mi pelo, dejó el cepillo y
empezó a masajearme suavemente los hombros. Me puse tensa otra vez,
pero sus manos eran tan calentitas y el masaje me sentaba tan bien
que me dejé caer en el asiento y empecé a derretirme.
Desde mi remanso de paz total, dije, con voz
pastosa:
—¿Perfume de flor de loto? ¿Cómo podías
olerlo con todos los hedores desagradables de aquel sitio?
Me tocó la nariz con la punta del dedo y
respondió:
—Nariz de tigre. Huelo muchas cosas.
—Después me apretó los hombros por última vez y dijo—: Vamos,
Kelsey, vístete. Tenemos trabajo que hacer.
Ren rodeó mi silla hasta ponerse delante y
ofrecerme la mano. La acepté, y un chisporroteo eléctrico me subió
por el brazo. Él sonrió y me besó los dedos.
—¿Tú también lo has sentido? —pregunté,
asombrada.
—Sin duda —respondió el príncipe indio, y me
guiñó un ojo.
Algo en su forma de decirlo hizo que me
preguntara se estábamos hablando de lo mismo.
Después de vestirme, bajé a la biblioteca y
encontré al señor Kadam encorvado sobre una gran mesa cubierta de
tomos. Ren, el tigre, estaba a su lado, sobre una otomana.
Arrastré otra silla hacia la mesa y aparté
un buen montón de libros para poder ver en qué trabajaba el señor
Kadam, que se restregó los ojos, rojos y cansados.
—¿Ha estado trabajando en esto desde que
llegamos a casa, señor Kadam?
—Sí, ¡es fascinante! Ya he traducido lo que
ponía en lo que calcó con el carboncillo, y estoy trabajando en las
imágenes del monolito.
Buscó un papel y me lo acercó para que
leyera sus notas.
—Vaya, ¡ha estado muy ocupado! —comenté,
admirada—. ¿Qué cree que quiere decir lo de los cuatro regalos y
los cinco sacrificios?
—No estoy seguro —contestó él—, pero creo
que quizá signifique que la búsqueda no ha terminado todavía. Puede
que Ren y usted tengan que completar más misiones antes de lograr
romper la maldición. Por ejemplo, acabo de terminar la traducción
de un lado del monolito, e indica que deben ir a alguna parte a
recuperar un objeto, un regalo que entregarán a Durga. Tendrán que
encontrar cuatro regalos. Diría que cado lado del monolito
mencionará un regalo. Me temo que solo habéis dado el primer paso
de un largo viaje.
—Vale, ¿y qué dice el primer lado?
El señor Kadam me acercó un trozo de papel
lleno de su elegante caligrafía.
Para lograr su protección, buscad su temploy recibid la bendición de Durga.Viajad al oeste y encontrad Kishkindha,donde los simios gobiernan.Gada golpea en el reino de Hanumany persigue la rama cargada.Espinosos peligros acechan arribay deslumbrante peligros esperan abajo,Estrangulando y engañando a los que amáis...y atrapándolos en la salobre resaca del mar.Morbosos fantasmas entorpecerán vuestra rutay guardianes os bloquearán el camino.Cuidado cuando empiecen la cazapara no abrazar su mohosa decadencia.Pero todo lo superaréissi las serpientes encuentran el fruto prohibidoy el hombre de la India sacian...O todo su pueblo morirá sin remedio.
—Señor Kadam, ¿qué es el reino de
Hanuman?
—Lo he estado investigando. Hanuman es el
dios mono. Se dice que su reino es Kishkindha o el Reino de los
Monos. No hay consenso sobre la ubicación de Kishkindha, aunque en
la actualidad se piensa que se encontraba en las ruinas de Hampi o
cerca de ellas.
Saqué un libro de la pila de la mesa en el
que había mapas detallados, busqué Hampi en el índice y hojeé las
páginas. Estaba en la parte inferior de la India, en la región
suroeste.
—¿Quiere eso decir que tenemos que ir a
Kishkindha, enfrentarnos a un dios mono y encontrar algún tipo de
rama?
—Creo que, en realidad, lo que buscarán será
el fruto prohibido.
—¿Cómo el de Adán y Eva? ¿Estamos hablando
de ese fruto prohibido?
—Creo que no. La fruta es un premio
mitológico bastante común, simboliza la vida. Las personas
necesitan comer, y dependemos de los frutos de la tierra para
nuestro sustento. Las distintas culturas celebran los frutos o la
cosecha de diferentes formas.
—¡Sí! —respondí—. Las estadounidenses
celebran la cosecha en Acción de Gracias con una cornucopia. ¿Hay
historias de frutas famosas en la India?
—No estoy seguro, señorita Kelsey. La
granada es importante en muchas culturas de la India, así como para
los persas y los romanos. Tendré que estudiarlo mejor, aunque, en
estos momentos, no se me ocurre nada más.
Sonrió y se sumergió de nuevo en sus
traducciones.
Tras elegir algunos libros sobre cultura e
historia indias, me dirigí a un sillón muy cómodo y me senté a leer
con un cojín en el regazo. Ren saltó del taburete en el que estaba
y se acurrucó a mis pies o, mejor dicho, encima de mis pies, lo que
los mantuvo calentitos mientras el señor Kadam seguía investigando
en su escritorio.
Era como volver a estar en la biblioteca de
mis padres. Me sentía como en casa allí, relajándome con aquellas
dos personas, a pesar de los elementos sobrenaturales que las
caracterizaban. Bajé la mano para rascar a Ren detrás de la oreja,
y él ronroneó satisfecho, pero sin abrir los ojos. Después sonreí
al señor Kadam, aunque no me viera. Me sentía contenta y completa,
como si aquel fuera mi lugar. Tras dejar a un lado mis
meditaciones, encontré un capítulo sobre Hanuman y empecé a
leer.
«Es un dios hindú, personificación de la
devoción y la gran fuerza física. Sirvió a su señor Rama yendo a
Lanka para encontrar a Sita, la esposa de Rama.»
Pensé que eran demasiados nombres para mí,
pero seguí leyendo.
«Descubrió que había sido capturada por el
rey de Lanka, llamado Ravana. Hubo una gran batalla entre Rama y
Ravana, y, durante ese tiempo, el hermano de Rama cayó enfermo.
Hanuman fue a las montañas del Himalaya para buscar una hierba que
ayudara a curar al hermano de Rama, pero no logró identificarla,
así que, en vez de la hierba, se llevó toda la montaña.»
Me pregunté cómo habría movido exactamente
la montaña y esperé no tener que hacer lo mismo.
«A Hanuman lo hicieron inmortal e
invencible. Es parte humano y parte mono, además de más veloz y
poderoso que todos los demás simios. Hijo de un dios del viento,
muchos hindúes todavía veneran a Hanuman cantando sus himnos y
celebrando su nacimiento todos los años.»
—Un hombre mono fuerte que mueve montañas y
oye canciones. Lo tengo —mascullé, medio dormida.
Todavía era de noche, y yo estaba calentita
y cansada, a pesar de lo que había dormido antes. Dejé el libro y,
con Ren acurrucado sobre mis pies, dormité un rato.
Dejé al señor Kadam solo casi todo el día
siguiente y le pedí que durmiera un poco. Como se había pasado en
pie toda la noche, intenté moverme por la casa sin hacer
ruido.
Aquella tarde fue a visitarme a la
terraza.
—Señorita Kelsey, ¿cómo se encuentra? —me
preguntó al sentarse, sonriendo—. Las dificultades a las que se
enfrenta deben de ser muy duras para usted, sobre todo ahora que
sabemos que el viaje no ha terminado.
—Estoy bien, de verdad. ¿Qué es un poco de
zumo de bicho entre amigos?
Él sonrió, pero después se puso serio.
—Si alguna vez siente que la presionamos
demasiado... Es que... no quiero ponerla en peligro. Se ha
convertido usted en una persona muy especial para mí.
—No pasa nada, señor Kadam, no se preocupe.
Nací para hacer eso, ¿no? Además, Ren necesita mi ayuda. Si no lo
ayudo, seguirá atrapado en su cuerpo de tigre para siempre.
El señor Kadam sonrió y me dio unas
palmaditas en la mano.
—Es una joven muy valiente y audaz. La mejor
que he conocido en mucho, mucho tiempo. Espero que Ren sea
consciente de la suerte que tiene.
Me ruboricé y miré hacia la piscina.
Él siguió hablando.
—Por lo que he averiguado hasta el momento,
tenemos que ir a Hampi. Es mucha la distancia pata que vayan los
dos solos, así que los acompañaré. Nos iremos mañana a primera
hora. Quiero que hoy descanse todo lo que pueda, todavía quedan
unas horas de luz. Debería relajarse, puede que darse un baño en la
piscina. Dedíquese a usted.
Cuando se fue, pensé en lo que había
dicho.
«Un baño en la piscina sería
relajante.»
Me puse un bañador, me cubrí de protector
solar lo mejor que pude y me metí al agua.
Nadé varios largos, y después me puse a
hacer el muerto y a contemplar las palmeras. Se erguían sobre la
piscina, así que yo entraba y salía de su sombra. El sol estaba ya
a la altura de los árboles, aunque el aire seguía siendo cálido y
agradable. Oí un ruido en el borde de la piscina y vi a Ren tumbado
allí, viéndome nadar.
Me metí bajo el agua, nadé hasta donde
estaba y salí del agua.
—Hola, Ren —saludé, salpicándolo mientras
reía.
El tigre blanco gruñó y resopló.
—Venga ya, ¿no quieres jugar? Vale, tú
mismo.
Hice unos cuantos largos más y, por fin,
decidí que lo mejor sería salir, ya que tenía los dedos como uvas
pasas. Me enrollé el cuerpo y el pelo en toallas, y subí los
escalones para darme una ducha. Cuando salí del baño, Ren estaba
tumbado en la alfombra y había una rosa azul plateado en la
almohada.
—¿Es para mí?
Ren hizo un ruido de tigre que parecía
significar sí.
Me llevé la flor a la nariz, olí su dulce
fragancia y me tumbé boca abajo para mirar al tigre, que estaba al
lado de la cama.
—Gracias, Ren, es preciosa —dije; le di un
beso en lo algo de la peluda cabeza, le rasqué tras las orejas y me
reí cuando empujó la cabeza hacia mí para que le rascara más—.
¿Quieres que te lea un poco de Romeo y
Julieta?
Él levantó una pata y me la colocó en la
pierna.
—Supongo que es un sí. Vale, veamos, ¿por
dónde íbamos? Ah, sí, segundo acto, escena tercera. Entra Fray
Lorenzo y después Romeo.
Acabábamos de terminar la escena en la que
Romeo mata a Teobaldo, cuando Ren me interrumpió.
—Romeo era idiota —dijo, de repente, en su
forma humana—. Su error fue no anunciar el matrimonio. Tendría que
habérselo dicho a ambas familias. Mantenerlo en secreto será su
ruina. Los secretos de ese tipo pueden acabar con un hombre. Suelen
ser más destructivos que la espada.
Después guardó silencio, sumido en sus
pensamientos.
—¿Continúo? —pregunté en voz baja.
Él salió de aquel estado de melancolía
momentánea y sonrió.
—Sí, por favor.
Me coloqué sentada, con la espalda apoyada
en el cabecero, y me puse una almohada en el regazo. Él se
transformó de nuevo en tigre, saltó a los pies de la cama y se
estiró de lado sobre el enorme colchón.
Empecé a leer de nuevo. Cada vez que leía
algo que a él no le gustaba, agitaba la cola, enfadado.
—¡Deja de moverte, Ren! ¡Me haces cosquillas
en los pies!
Aquello solo sirvió para que lo hiciera más.
Cuando llegué al final de la obra, cerré el libro y miré a Ren para
ver si seguía despierto. Lo estaba, y se había transformado de
nuevo en hombre. Seguía tumbado de lado, a los pies de la cama, con
la cabeza sobre el brazo.
—¿Qué te ha parecido? ¿Te ha sorprendido el
final?
—Sí y no —respondió—. Romeo se había pasado
toda la obra tomando malas decisiones. Se preocupaba más por él que
por su esposa. No se la merecía.
—¿Tanto te molesta el final? Casi todo el
mundo se centra en el romanticismo de la historia, en la tragedia
de que no pudieran estar juntos. Siento que no te haya
gustado.
—Todo lo contrario —respondió él, y su
expresión pensativa se iluminó—. Me ha gustado mucho. No he podido
hablar con nadie sobre teatro y poesía desde... bueno, desde que
mis padres murieron. Antes escribía poemas, de hecho.
—Y yo —reconocí en voz baja—. Echo de menos
tener a alguien con quien hablar.
El bello rostro de Ren se iluminó con una
cálida sonrisa y, de repente, me mostré interesada por un hilito
suelto de mi manga. Él se bajó de la cama, me tomó la mano y me
hizo una profunda reverencia.
—Puede que la próxima vez te lea uno de mis
poemas —dijo.
Le dio la vuelta a mi mano y me besó
suavemente la palma. Le brillaban los ojos, traviesos.
—Te dejo con un beso de palmero. Buenas
noches, Kelsey.
Ren cerró la puerta sin hacer ruido y yo me
topé hasta la barbilla. Todavía notaba un cosquilleo en la palma de
la mano. Olí de nuevo mi rosa, sonreí y la metí en el ramo de
flores que adornaba la cómoda.
Después me metí entre las sábanas, suspiré y
me quedé dormida.