8 Una explicación

 

El hombre se acercó a mí despacio, con las manos extendidas, y repitió:
—Kelsey, soy yo, Ren.
No tenía un aspecto temible, pero, aun así, el miedo hizo que me tensara. Desconcertada, levanté una mano en un vano intento de detener su avance.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
Él se acercó más, se llevó una mano al musculoso pecho y habló muy despacio.
—Kelsey, no huyas, soy Ren. El tigre.
Volvió la mano para enseñarme el collar de Ren y la cuerda amarilla enrollada en sus dedos. Miré detrás de él y, efectivamente, el felino blanco no estaba. Di unos pasos atrás para poner más distancia entre nosotros. Él vio mi movimiento y se detuvo al instante. La parte trasera de mis rodillas se dio contra la barrera de piedra; me paré y parpadeé varias veces, sin saber bien qué me estaba diciendo.
—¿Dónde está Ren? No lo entiendo. ¿Le has hecho algo?
—No, yo soy él.
Empezó a acercarse de nuevo mientras yo sacudía la cabeza.
—No, no puede ser —respondí.
Intenté dar otro paso atrás y estuve a punto de caer sobre el muro. Él llegó hasta mí en un suspiro y me agarró de la cintura para ayudarme a recuperar el equilibrio.
—¿Estás bien? —me preguntó, muy educado.
—¡No! —exclamé; todavía me sostenía con una mano y me quedé mirándola, imaginando que era la pata de un tigre.
—¿Kelsey? —insistió; levanté la vista y me encontré con sus sorprendentes ojos azules—. Soy tu tigre.
—No —susurré—. ¡No! No es posible. ¿Cómo va a ser eso?
Su voz era tan suave que resultaba tranquilizadora.
—Por favor, entra en la casa. El propietario no está en estos momentos. Puedes sentarte y relajarte, y yo intentaré explicártelo todo.
Estaba demasiado perpleja como para discutir, así que permití que me condujera al interior de la cabaña. Me llevaba de la mano, como si temiera que saliera corriendo hacia la jungla. Normalmente no me dedicaba a seguir a hombres desconocidos pero algo en él me hacía sentir a salvo. Sabía sin lugar a dudas que no me haría daño. Era la misma sensación que experimentaba con el tigre. Agachó la cabeza para pasar por la puerta y entró en la cabañita, llevándome con él.
Era un refugio de una habitación con una camita en una esquina, una ventana diminuta en la pared lateral y una mesa con dos sillas en otra esquina. Una cortina abierta dejaba ver una pequeña bañera. La cocina no era más que un fregadero con una bomba de agua, una encimera cortita, y algunos estantes con comida en lata y especias. El techo estaba repleto de una gran variedad de hierbas y plantas secas colgadas que daban un agradable aroma al cuarto.
El hombre me hizo un gesto para que me sentara en la cama y después se apoyó en una pared y esperó con paciencia a que me acomodase.
Tras recobrarme de la conmoción inicial, salí de mi aturdimiento y evalué la situación. Era Ren, el tigre. Nos quedamos mirándonos un momento y supe que me decía la verdad. Los ojos eran iguales.
Noté que perdía el miedo y aparecía una nueva emoción para sustituirlo: rabia. A pesar de todo el tiempo que había pasado con él, había decidido no compartir su secreto conmigo. Me había llevado por la jungla, al parecer a propósito, y me había dejado creer que estaba perdida en un país extranjero, lejos de la civilización, sola.
Sabía que no me haría daño, era mi... amigo y confiaba en él. Sin embargo, ¿por qué no había confiado él en mí? Había tenido un millón de oportunidades para explicarme esta realidad tan peculiar, pero no lo había hecho.
Lo miré con suspicacia y le pregunté, enfadada:
—Vale, ¿y qué eres? ¿Eres un hombre que se convirtió en tigre o un tigre que se convirtió en hombre? ¿O eres como un hombre lobo? Si me muerdes, ¿me convertiré en tigre?
Él ladeó la cabeza con expresión de perplejidad, aunque no me respondió de inmediato. Me observó con la misma intensidad que cuando era tigre. Resultaba desconcertante.
—¿Ren? Creo que me sentiría más cómoda si te alejaras un poco más de mí mientras lo hablamos.
Él suspiró, caminó tranquilamente hasta la esquina, se sentó y se apoyó en la pared, balanceándose sobre las dos patas traseras de la silla.
—Kelsey, responderé a tus preguntas. Ten paciencia conmigo y dame la oportunidad de explicarme.
—Vale, explícate.
Mientras ordenaba sus pensamientos, examiné su aspecto. No podía creerme que aquel fuera mi tigre, que el tigre por el que tanto me preocupaba fuera aquel hombre.
Aparte de los ojos, no se parecía en nada a un felino. Tenía labios carnosos, mandíbula cuadrada y nariz aristocrática. No tenía nada que ver con los hombres que había conocido hasta el momento. No lograba ubicarlo, pero tenía algo distinto, un poco refinado. Rebosaba confianza, fuerza y nobleza.
A pesar de ir descalzo y con una ropa muy sencilla, parecía alguien poderoso. Y, aunque no hubiese sido guapo (y era muy, muy guapo), también me habría sentido atraída por él. Quizá fuera por su parte de tigre. Los tigres siempre me han resultado majestuosos. Me llaman la atención. En definitiva: era igual de bello como hombre que como tigre.
Confiaba en el tigre, pero ¿podía confiar en el hombre? Lo observé con precaución desde el borde de la destartalada cama, sin poder ocultar mis dudas. Fue paciente, me permitió estudiarlo, incluso parecía divertirse, como si me leyera el pensamiento.
Al final, rompí el silencio.
—¿Y bien? Estoy escuchando.
Él se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, después se pasó la mano por el sedoso cabello negro y lo alborotó de una forma tan atractiva que me distrajo un poco.
Entonces dejó caer la mano sobre el regazo y me miró, pensativo, bajo sus espesas pestañas.
—Ah, Kelsey, ¿por dónde empiezo? Tengo que contarte muchas cosas, pero ni siquiera sé por dónde empezar.
Tenía una voz baja, cultivada y genial, y, sin darme cuenta, me quedé hipnotizada. Hablaba muy bien mi idioma, solo se le notaba un ligero acento. Tenía una voz dulce, la clase de voz que hace soñar despiertas a las chicas. Me sacudí de encima la tontería y lo pillé examinándome con sus ojos azul cobalto.
Entre nosotros había una conexión tangible. No sabía si se trataba de simple atracción o de otra cosa. Su presencia me inquietaba. Intenté mirar a otro lado para calmarme, pero acabé retorciéndome las manos y observándome los pies, que daban golpecitos en el suelo de bambú de puro nervio. Cuando volví a mirarlo a la cara, había esbozado una media sonrisa y tenía una ceja arqueada.
Me aclaré la garganta débilmente.
—Lo siento, ¿qué has dicho?
—¿Tanto te cuesta sentarte y escuchar?
—No, es que me pones nerviosa.
—Antes nunca te ponía nerviosa.
—Bueno, no tienes el mismo aspecto de antes. No puedes esperar que me comporte de la misma forma contigo.
—Kelsey, intenta relajarte. Jamás se me ocurriría hacerte daño.
—Vale, me sentaré sobre las manos. ¿Mejor?
Él se rio.
«Vaya, hasta su risa es magnética.»
—Al ser un tigre, he tenido que aprender a quedarme quieto. Un tigre debe permanecer inmóvil durante largo rato. Requiere paciencia, y para esta explicación vas a necesitar tenerla tú también.
Estiró sus poderosos hombros y levantó los brazos para tirar de la cuerda de un delantal que estaba colgado de un gancho. Lo retorció entre los dedos sin darse cuenta y dijo:
—Tengo que hacerlo bastante deprisa, solo puedo adoptar forma humana unos cuantos minutos al día. Para ser exactos, son veinticuatro minutos cada veinticuatro horas, así que pronto volveré a ser tigre y necesito aprovechar al máximo este tiempo contigo. ¿Me concederás esos pocos minutos?
—Sí, quiero oír tu explicación —respondí tras respirar hondo—. Sigue, por favor.
—¿Recuerdas la historia del príncipe Dhiren que te contó el señor Kadam en el circo?
—Sí. Espera, ¿me estás diciendo...?
—La historia es bastante precisa. Soy el Dhiren del que hablaba. Era el príncipe del Imperio de Mujulaain. Es cierto que mi prometida y mi hermano Kishan me traicionaron, pero el final de la historia es falso. No me asesinaron, como mucha gente cree. Una maldición cayó sobre mi hermano y sobre mí, y los dos nos convertimos en tigres. El fiel señor Kadam ha guardado nuestro secreto durante todos estos siglos. Por favor, no lo culpes por traerte aquí, fue cosa mía. Verás, Kelsey..., te necesito.
Se me quedó la boca seca de repente y me eché hacia delante, apenas sentada en el borde de la cama. Estuve a punto de caerme. Me aclaré la garganta rápidamente y me senté mejor con la esperanza de que no se hubiera dado cuenta.
—¿Sí? ¿Qué quieres decir con eso?
—El señor Kadam y yo creemos que eres la única que puede romper la maldición. De algún modo, ya has logrado liberarme.
—Pero yo no te he liberado. El señor Kadam compró tu libertad.
—No, el señor Kadam no había sido capaz de comprar mi libertad hasta que tú llegaste. Cuando me capturaron, perdí la capacidad de adoptar mi forma humana y de liberarme hasta que algo..., bueno, mejor dicho, hasta que alguien especial llegó. Ese alguien especial fuiste tú.
Se enrolló la cinta del delantal en el dedo, y yo lo observé desenrollarla y volver a empezar de nuevo. Después lo miré a la cara, que estaba girada hacia la ventana. Parecía tranquilo y sereno pero reconocí pinceladas de tristeza ocultas a la vista. Los rayos del sol atravesaban la ventana y la cortina se agitaba ligeramente con la brisa, lo que hacía que la luz y las sombras le bailaran en la cara.
—Vale, ¿para qué me necesitas? —farfullé—. ¿Qué tengo que hacer?
—Hemos venido a la cabaña por un motivo —respondió, volviéndose hacia mí—. El hombre que vive aquí es un chamán, un monje, y él podrá explicarte tu papel en todo esto. No quiso decir nada más hasta que te encontráramos y te trajéramos aquí. Ni siquiera yo sé por qué eres la elegida. El chamán también insiste en que debe hablar con los dos solos. Por eso no ha venido el señor Kadam. ¿Te quedarás aquí conmigo hasta que regrese y, al menos, oirás lo que tenga que decir? —preguntó, echándose hacia delante—. Si después decides que deseas marcharte y regresar a casa, el señor Kadam lo arreglará.
—Dhiren... —empecé a decir, mirando al suelo.
—Llámame Ren, por favor.
Me ruboricé y lo miré a los ojos.
—Vale, Ren. Tu explicación es abrumadora. No sé qué decir.
Distintas emociones asomaron a su atractivo rostro.
«¿Y quién soy yo para rechazar a un hombre tan guapo..., quiero decir, a un tigre tan guapo?»
—Vale —respondí, suspirando—. Esperaré y conoceré a tu monje, pero tengo calor, estoy sudando, tengo hambre, estoy cansada, necesito un baño y, sinceramente, no sé bien si debo confiar en ti. No me veo capaz de soportar otra noche durmiendo en la jungla.
Él suspiró de alivio y me sonrió, y fue como si el sol atravesara una nube de lluvia: su sonrisa me bañó en relucientes y felices rayos dorados. Quería cerrar los ojos y disfrutar del calor.
—Gracias —respondió—. Siento que esta parte del viaje haya sido tan incómoda. El señor Kadam y yo discutimos sobre la idea de atraerte a la jungla. Él creía que debíamos contarte la verdad, pero yo no estaba seguro de si vendrías. Pensé que pasar más tiempo juntos te ayudaría a confiar en mí, y así podría revelarte a mi modo quién era. De eso hablábamos cuando nos viste al lado del camión.
—¡Eras tú! Tendrías que haberme contado la verdad, el señor Kadam tenía razón. Con un coche nos habríamos evitado el paseíto por la jungla.
—No —respondió él, suspirando—. El camino habría sido el mismo, no se puede llegar en coche a esta zona tan interior de la reserva. El hombre que vive aquí lo prefiere así.
—Bueno, pero tendrías que habérmelo dicho de todos modos —insistí, cruzando los brazos.
—Bueno, dormir al aire libre no está tan mal —repuso mientras retorcía el delantal—. Puedes mirar las estrellas, y la brisa fresca resulta agradable en la piel después de un día caluroso. La hierba huele a dulce —añadió, y me miró a los ojos—, como tu pelo.
—Vale, me alegro de que al menos uno de los dos se divirtiera —mascullé, ruborizándome.
—Pues sí —respondió él con aire de suficiencia y una sonrisa.
Tuve una breve visión en la que me lo imaginé acurrucado junto a mí en el bosque, con la cabeza apoyada en mi regazo mientras yo le acariciaba el pelo; decidí que lo mejor sería concentrarme en el asunto que tenía entre manos.
—Mira, Ren, estás cambiando de tema. No me gusta cómo me has manipulado para traerme aquí. El señor Kadam tendría que habérmelo dicho en el circo.
—Pensamos que no te creerías su historia —explicó—. Se inventó el viaje a la reserva de tigres para que vinieras a la ladera. Supusimos que, una vez aquí, podría convertirme en hombre y aclarártelo todo.
—Seguramente tienes razón —reconocí—. Si te hubieras convertido en hombre allí, creo que no habría venido.
—¿Y por qué viniste?
—Quería pasar más tiempo con... contigo. Ya sabes, con el tigre. Lo habría echado de menos. Bueno, te habría echado de menos —me corregí, y me puse roja.
—Yo también te habría echado de menos —respondió él, esbozando una sonrisita.
Me puse a estrujar el dobladillo de mi camiseta. Él malinterpretó el gesto y añadió:
—Kelsey, siento de corazón haberte engañado. Si hubiera existido otro modo...
Levanté la mirada; él había bajado la cabeza de un modo que me recordaba mucho al tigre. La frustración y la incomodidad que me hacía sentir desaparecieron. Mi instinto me decía que debía creer sus palabras y ayudarlo. La fuerte conexión emocional que me empujaba al tigre era todavía más potente con el hombre. Me entristecía su situación.
—¿Cuándo volverás a convertirte en tigre? —pregunté en voz baja.
—Pronto.
—¿Duele?
—No tanto como antes.
—¿Me entiendes cuando eres un tigre? ¿Puedo hablar contigo?
—Sí, podré oírte y comprenderte.
—Vale —repuse, y respiré hondo—. Me quedaré aquí contigo hasta que vuelva el chamán. Eso sí, todavía me quedan muchas preguntas.
—Lo sé. Intentaré responderlas lo mejor que sepa, aunque tendrás que guardarlas para mañana, cuando pueda volver a hablar contigo. Podemos pasar aquí la noche. El chamán volverá al anochecer.
—¿Ren?
—¿Sí?
—La jungla me da miedo, y esta situación también.
Él soltó la cinta del delantal y me miró a los ojos.
—Lo sé.
—¿Ren?
—¿Sí?
—No... te vayas, ¿vale?
Se ablandó y me miró con cariño, esbozando una sonrisa sincera.
Asambhava. No me iré.
Le respondí con una sonrisa, pero, de repente, se le ensombreció el rostro. Apretó los puños y la mandíbula. Vi que se estremecía y tiraba la silla al caer al suelo a cuatro patas. Me levanté para ayudarlo y, asombrada, fui testigo de su transformación en el tigre que tan bien conocía. Ren, el tigre, se sacudió, se acercó a mí mano extendida y restregó la cabeza contra ella.