11
La Cueva de Kanheri
A la mañana siguiente me encontré el Sello
del Imperio de Mujulaain en la cómoda. La preciosa piedra de color
crema tenía estrías naranja dorado y colgaba de una suave cinta.
Recogí el objeto, que pesaba bastante, para examinarlo más de cerca
y, al instante, vi las palabras de las que me había hablado Ren,
las que significaban «sabiduría, vigilancia, valentía y compasión».
Una flor de loto adornaba la parte de abajo del sello. El diseño
era tan detallado que notaba que era una sofisticada obra de
artesanía. Era muy bonito.
«Si de verdad el padre de Ren era tan fiel a
estas palabras como dice su hijo, tuvo que ser un buen rey.»
Me imaginé durante un minuto a un rey como
Ren, pero mayor. No me costaba verlo liderando a los demás. Ren
tenía algo que me invitaba a confiar en él y a seguirlo. Esbocé una
sonrisa irónica y pensé: «Si se tirara por un barranco, más de una
se tiraría detrás».
El señor Kadam llevaba más de trescientos
años al servicio de su príncipe. La idea de que Ren pudiera
inspirar una vida entera de lealtad era extraordinaria. Dejé a un
lado mis especulaciones y miré de nuevo el sello,
sobrecogida.
Abrí la bolsa que me había dejado el señor
Kadam y vi que tenía cámara, tanto digitales como de usar y tirar,
cerrillas, unas cuantas herramientas para cavar, linternas, una
navaja, barras luminosas, papel con carboncillo para calcar
relieves, comida, agua, mapas y unas cuantas cosas más. Algunos de
los objetos estaban guardados en bolsas de plástico herméticas. A
pesar de todo, probé a levantar la maleta y, sorprendentemente, no
pesaba demasiado.
Abrí el armario, toqué de nuevo mi vestido
de fiesta y suspiré. Tras ponerme unos vaqueros y una camiseta, me
até los cordones de las botas de senderismo nuevas y fui a por mis
zapatillas deportivas.
Abajo encontré al señor Kadam preparando un
mango para el desayuno.
—Buenos días, señorita Kelsey —me saludó, y
señaló mi cuello—. Veo que ha encontrado el sello.
—Sí, es muy bonito, aunque pesa un poco
—respondí; me eché unos cuantos trozos de mango en el plato y me
serví chocolate caliente casero en una taza—. ¿Usted ha cuidado de
él durante todos estos años?
—Sí, le tengo mucho cariño. El sello se
fabricó en China, no en la India. Fue un regalo para el abuelo de
Ren. Los sellos de tanta antigüedad son poco habituales. Está hecho
de piedra de Shoushan que, al contrario de lo que la gente cree, no
es un tipo de jade. Los chinos creían que estas piedras eran
coloridos huevos de fénix que se encontraban en los altos nidos de
las montañas. Los hombres que arriesgaban la vida para capturarlos
recibían honor, gloria y riqueza.
»Solo los hombres más ricos tenían artículos
tallados en este tipo de piedra. Recibir uno como regalo fue un
gran honor para el padre de Ren. Es una reliquia que no tiene
precio. Sin embargo, la buena noticia para usted es que también se
cree que la persona que lleva o posee un objeto hecho con esta
piedra tendrá buena suerte. A lo mejor la ayuda en su viaje de más
de una forma.
—Da la impresión de que la familia de Ren
era muy especial.
—Lo era, señorita Kelsey.
Acabábamos de sentarnos a desayunar yogur y
mango cuando Ren entró en la habitación y me puso la cabeza en el
regazo.
—Muy amable por tu parte unirte a nosotros
—lo saludé mientras le rascaba detrás de las orejas—. Supongo que
estás deseando ponerte en marcha, ¿eh? Imagino que te pondrá
nervioso tener tan cerca la posibilidad de romper la
maldición.
Siguió observándome fijamente, como si
estuviera impaciente por irse, pero yo no quería apresurarme. Lo
tranquilice dándole trozos de mango. Satisfecho por el momento, se
sentó a disfrutar de la golosina y a lamerme el zumo de los
dedos.
—¡Para! —exclamé entre risas—. ¡Me haces
cosquillas!
Él no me hizo caso, siguió avanzando por mi
brazo y me lamió casi hasta la manga de la camiseta.
—¡Puaj! ¡Qué asco, Ren! Vale, vale, nos
vamos.
Me lavé el brazo, le eché un último vistazo
al lugar y me dirigí al garaje. El señor Kadam ya estaba fuera con
Ren. Me llevó la bolsa hasta el asiento de atrás y me abrió la
puerta para que entrara en el todoterreno.
—Tenga cuidado, señorita Kelsey. Ren la
protegerá, pero muchos peligros la esperan. Aunque algunos los
tenemos previstos, seguro que se enfrentará a otros de los que no
soy consciente. Sea precavida.
—Lo seré. Con suerte, volveremos muy
pronto.
Subí la ventanilla y salí del garaje. El GPS
empezó a pitarme como loco para decirme adónde ir. De nuevo me
sentí muy agradecida. Sin el señor Kadam, Ren y yo habríamos estado
completamente perdidos.
No pasó nada digno de mención en el viaje.
Durante la primera hora hubo muy poco tráfico. Aumentó conforme nos
acercábamos a Mumbai, aunque ya casi me había acostumbrado a
conducir por el otro lado de la carretera. Conduje durante unas
cuatro horas, hasta llegar al final de una carretera de tierra que
rodeaba el parque.
—Se supone que tenemos que entrar por aquí.
Según el mapa, tardaremos dos horas y media andando en llegar a la
Cueva de Kanheri —dije, y miré el reloj—. Eso nos deja con dos
horas de descanso, porque no podemos entrar hasta que anochezca,
cuando se vayan los turistas.
Ren saltó del coche y me siguió a un rincón
en sombra del parque. Se tumbó en la hierba y yo me senté a su
lado. Al principio usé su cuerpo para apoyar la espalda, pero, al
final, acabe relajándome y usándolo de almohada.
Empecé a hablar mientras miraba los árboles.
Le conté a Ren como había sido mi infancia con mis padres, las
visitas a mi abuela las vacaciones en familia.
—Mi madre era enfermera en un geriátrico,
pero decidió quedarse en casa para criarme —expliqué, recordando
aquellos días con mucho cariño—. Hacía las mejores galletas de
doble chocolate y mantequilla de cacahuate del mundo. Mi madre
creía que el amor se demuestra haciendo galletas caseras;
seguramente por eso yo era regordeta de pequeña.
»Mi padre era el típico padre amante de las
barbacoas. Daba clases de matemáticas, y supongo que se me pegó un
poco, porque a mí también me gustan las matemáticas. A todos nos
encantaba leer, y teníamos una biblioteca muy acogedora en casa.
Mis libros favoritos eran los del Dr. Seuss. Todavía sigo notando
la presencia de mis padres cada vez que leo un libro.
»Cuando viajábamos, a mis padres les gustaba
ir a las casas de particulares en las que ofrecían alojamiento y
desayuno, y yo podía tener una habitación para mí sola. Recorrimos
casi todo el estado, y vimos viejas minas, haciendas llenas de
manzanos, pueblos temáticos barbaros en los que servían tortitas
alemanas para desayunar, el océano y las montañas. Creo que a ti te
encantaría Oregón. No he viajado por todo el mundo, como tú, pero
no me imagino ningún lugar más bello que mi estado.
Después le hablé del instituto y de mi sueño
de ir a una universidad, aunque no podía permitirme nada más que un
grado medio. Incluso le hablé del accidente de coche de mis padres,
de lo sola que me sentí cuando pasó y como era vivir con una
familia de acogida.
Ren movía el rabo adelante y atrás, así que
estaba despierto y escuchaba, cosa que me sorprendió, ya que había
supuesto que se dormiría, aburrido de mi cháchara. Al final me
entró sueño a mí y acabé cabeceando bajo el sol hasta que note que
Ren se movía y se sentaba.
—Hora de irse, ¿no? —pregunté, estirándome—.
Vale, tú diriges.
Estuvimos un par de horas caminando por el
parque. Era mucho más abierto que el Yawal, los árboles estaban más
separados. Unas preciosas flores cubrían las colinas. Sin embargo,
cuando nos acercamos más, me di cuenta de que se encogían con el
calor. Supuse que florecían brevemente con las lluvias del monzón y
que pronto desaparecerían.
Pasamos junto a árboles de teca y bambú,
aunque había otros tipos que no sabía identificar. Unos cuantos
animales cruzaron corriendo por delante de nosotros. Vi conejos,
ciervos y puercoespines. Al levantar la mirada, también encontré
cientos de pájaros de todos los colores.
Entramos en un grupo de árboles bastante
denso, oí unos extraños gruñidos de alarma y vi a unos monos rhesus
balanceándose en las ramas más altas a las que habían podido subir.
Eran inofensivos y conocidos, pero, al internarnos más en el
parque, vi otras criaturas más aterradoras. Esquivé una pitón
gigantesca que colgaba de un árbol y nos observaba fijamente con
sus ojos negros. Unos enormes lagartos varones con lenguas bífidas
y largos cuerpos se cruzaban por delante de nosotros, siseando.
Unos bichos grandes y gordos zumbaban sin prisa por el aire,
rebotaban contra cualquier objeto y seguían su camino.
Era bonito, aunque también espeluznante, y
me alegraba tener un tigre cerca. De vez en cuando, Ren se desviaba
del camino y daba un rodeo, como si estuviera evitando ciertos
lugares o quizás (pensé, estremecida) ciertas cosas.
Al cabo de dos horas de camino, llegamos al
límite de la jungla, a la Cueva de Kanheri. El bosque era menos
espeso y se abría a una colina sin árboles. Unos escalones de
piedra subían por la colina hasta la entrada, pero todavía
estábamos demasiado lejos, así que solo veíamos la cueva de
refilón. Empecé a caminar hacia los escalones, pero Ren saltó
delante de mí y me empujó de vuelta a los árboles.
—¿Quieres esperar un poco más? Vale,
esperaremos.
Nos sentamos bajo algunos arbustos y
esperamos una hora. Algo impaciente, vi salir de la cueva a varios
turistas que bajaron lentamente los escalones y se dirigieron a un
aparcamiento. Los oí charlar mientras se subían a los coches.
—Qué pena que no pudiéramos venir en coche
—comenté con envidia—. Seguro que nos habríamos ahorrado muchas
molestias. Aunque supongo que la gente no entendería que un tigre
me siguiera a todas partes. Además, el guarda forestal nos tendría
fichados si hubiéramos venido en coche.
Por fin se puso el sol y se fue la gente.
Ren salió con preocupación de entre los árboles y olisqueo el aire.
Satisfecho, avanzo hacia los escalones de piedra tallados en la
colina. Cuando llegamos a la cima la larga subida me había dejado
sin aliento.
Dentro de la cueva vimos un búnker abierto
en la piedra con unas habitaciones que parecían celdas de colmena.
Todas eran idénticas. Un bloque de piedra del tamaño de una camita
estaba ubicado a la izquierda de cada habitación, y en las paredes
traseras había estanterías de piedra ahuecada. En un cartel ponía
que los monjes budistas vivían en aquel lugar y que las cuevas
formaban parte de un asentamiento budista del siglo III.
«Qué extraño que estemos buscando una
profecía en un asentamiento budista, ¿no? —pensé mientras lo
recorríamos—. Aunque toda esta aventura en general es muy
extraña.»
Más adelante descubrí que había unas largas
zanjas de piedra conectadas mediante arcos que partían de un pozo
de piedra central y, seguramente, se introducían más en las
montañas. En un cartel ponía que las zanjas antes se usaban como
acueducto para llevar agua a la zona.
Al llegar a la sala principal, recorrí con
las manos las profundas hendiduras de las elaboradas tallas de la
pared, donde habían grabado antiguas palabras y jeroglíficos
indios.
Los restos del techo, que todavía aguantaba
en algunos lugares gracias a sus pilares de piedra, proyectaban
sombras sobre la zona. Había estatuas esculpidas en las columnas de
piedra y, mientras pasábamos junto a ellas, no les quité ojo de
encima para asegurarme de que no permitían que el resto del techo
se nos cayera encima.
Ren siguió avanzando hacia la parte de atrás
de la sala principal, hacia la oscura entrada de la cueva que
llevaba a un punto todavía más profundo de la caverna. Lo seguí,
entré y me encontré pisando el suelo de arena de una gran
habitación circular. Me detuve y dejé que mis ojos se adaptaran a
la penumbra. La habitación redonda tenía muchas salidas. Había la
luz justa para ver la silueta de cada uno de los umbrales, pero no
para distinguir los pasillos del otro lado; además, el sol
desaparecía y cada vez se veía menos.
Saqué una linterna y pregunté:
—¿Qué hacemos ahora?
Ren se metió por el primer umbral oscuro y
desapareció dentro. Lo seguí, agachándome para poder entrar en al
habitacioncita. Estaba llena de estantes de piedra. Me pregunté si
la habrían usado de biblioteca. La recorrí hasta el fondo con la
esperanza de ver un cartel gigante que dijera: «¡Aquí está la
profecía de Durga!». Entonces noté una mano en el hombre y pegué un
salto.
—¡No hagas eso! —regañé a Ren—. ¿No podrías
avisarme primero?
—Lo siento, Kells. Tenemos que registrar
todas las habitaciones en busca de un símbolo que se parezca al
sello. Tú mira por arriba y yo miraré por abajo.
Me dio un breve apretón en el hombro y
volvió a su forma de tigre.
Me estremecí.
«Creo que no me acostumbraré nunca.»
No vimos ningún grabado en la habitación,
así que pasamos a la siguiente y después a la siguiente. La cuarta
la registramos minuciosamente porque estaba llena de símbolos. Nos
pasamos al menos una hora allí dentro. Tampoco hubo suerte en la
quinta.
La sexta cámara estaba vacía. Ni siquiera
tenía un estante de piedra en las paredes, pero en la séptima
encontramos lo que buscábamos. La abertura daba a una habitación
mucho más pequeña que las demás. Era larga y estrecha, y tenía un
par de estantes parecidos a los de las otras salas. Ren encontró el
grabado bajo uno de los estantes; casi seguro que yo sola no lo
habría encontrado.
Me gruñó suavemente y metió el hocico bajo
el saliente.
—¿Qué es? —pregunté, agachándome.
En efecto, bajo el estante de la pared, en
la parte de atrás del cuarto, había un gravado idéntico al del
sello.
—Bueno, supongo que es esto. Cruza los
dedos... digo, las garras.
Me quité el collar del sello y lo apreté
contra el grabado, moviéndolo hasta que encajó. Esperé, pero nada.
Intenté girarlo y, esta vez, oí un zumbido mecánico detrás de la
pared. Tras darle un giro completo, noté una resistencia y oí un
suave siseo neumático. Los bordes de la pared escupieron polvo y
revelaron que, en realidad, no era una pared, sino una
puerta.
Un ruido sordo sacudió la parad al
retroceder. Saqué el sello, me lo volví a colgar al cuello y apunté
a la puerta con mi tenue lucecita. Solo vi más paredes. Ren me dio
un empujoncito para que lo dejara pasar delante. Me pegué a él todo
lo que pude y estuve a punto de pisarle las patas un par de
veces.
Iluminé la pared con la linterna y encontré
una antorcha colgada de un soporte metálico. Saqué las cerillas y
me sorprendió comprobar que la antorcha se encendía casi de
inmediato. La llama iluminó el pasillo mucho más que mi precaria
luz de la linterna.
Estábamos en lo alto de una escalera de
caracol. Me asomé con precaución al borde de un oscuro abismo. Como
no había más opción que bajar, desenganché la antorcha y empecé el
descenso. Detrás de nosotros oímos un chasquido: la puerta se cerró
con un suspiro, atrapándonos.
—Genial, supongo que ya nos preocuparemos
después por cómo salir de aquí.
Ren me miró y se restregó contra mi pierna.
Le acaricié el cuello y seguimos bajando los escalones. Él se puso
en la parte exterior de las escaleras, lo que me permitía agarrarme
a la pared. Normalmente no me asustaban las alturas, pero un
pasadizo secreto, más escaleras estrechas, más un oscuro abismo sin
barandilla es igual a una chica muy nerviosa. Agradecía que él se
quedara con el lado más peligroso.
Bajamos despacio y empezó a dolerme el brazo
de agarrar la antorcha. Me la pasé a la otra mano procurando no
derramar aceite caliente sobre Ren. Cuando por fin llegamos al
polvoriento suelo de abajo, otro pasadizo oscuro apareció ante
nosotros. A poca distancia de la abertura había una bifurcación que
se dividía en dos direcciones distintas. Gruñí.
—Fantástico, un laberinto. ¿Por dónde vamos
ahora?
Ren se metió en un pasillo y olió el aire.
Después se metió en el otro y levantó la cabeza para volver a oler.
Regresó al primero y avanzó por él. Yo también olí el aire por si
notaba lo mismo que él, pero solo detecté un olor acre y tóxico,
similar al azufre. Aquel olor ácido impregnaba la caverna y parecía
intensificarse con cada esquina que doblábamos.
Seguimos adelante por el laberinto
subterráneo. La antorcha proyectaba una luz vacilante sobre las
paredes creando terroríficas sombras que bailaban en siniestros
círculos. En nuestro camino por el laberinto sepulcral, a menudo
dábamos con áreas abiertas de las que salían distintos pasillos.
Ren tenía que detenerse a oler cada abertura antes de elegir la que
nos llevara en la dirección correcta.
Poco después de pasar a través de una de las
áreas abiertas, un sonido aterrador sacudió el pasadizo. Oímos un
martilleo metálico y, de repente, una cancela de hierro con
afiladas puntas cayó al suelo justo detrás de mí. Me volví y grité,
asustada. No solo estábamos en un antiguo laberinto oscuro, sino en
un antiguo laberinto oscuro lleno de trampas.
Ren se puso a mi lado y se quedó muy cerca,
lo bastante como para que mantuviera la mano sobre su cuello. Metí
los dedos entre su pelaje y me agarré fuerte para tranquilizarme.
Tres giros después, oí un débil zumbido que salía de uno de los
pasadizos que teníamos por delante. El zumbido aumentaba de volumen
conforme nos acercábamos.
Tras doblar una esquina, Ren se detuvo y
miró lo que teníamos delante. Noté que se le había puesto el pelo
de punta. Levanté la antorcha para ver por qué se había detenido y
me agarré a su pelaje, temblando.
El pasillo que teníamos delante se movió.
Unos gigantescos escarabajos negros del tamaño de pelotas de
béisbol se arrastraban por el suelo, unos encima de los otros, y
obstruían todo el camino que teníamos por delante. Aquellas
extrañas aberraciones parecían limitar sus movimientos a ese
pasillo en concreto.
—Hmmm... Ren, ¿estás seguro de que tenemos
que ir por ahí? Este otro pasadizo tiene mejor pinta.
Él dio un paso hacia la esquina. Yo también,
aunque a regañadientes. Los bichos tenían unos relucientes
caparazones negros, seis patas peludas, unas temblorosas antenas y
dos mandíbulas en punta que abrían y cerraban como si fueran
afiladas tijeras. Algunos de ellos abrían unas gruesas alas negras
y zumbaban con fuerza para volver a la otra pared. Las espinosas
patas de otros se pegaban al techo.
Miré a Ren y tragué saliva cuando empezó a
caminar, decidido a atravesar el pasadizo: volvió la vista atrás
para mirarme.
—Vale, Ren, lo haré, pero me voy a poner
muy, muy nerviosa. Voy a correr hasta que acabe, así que no pienso
esperarte.
Di unos pasos atrás, apreté con fuerza la
antorcha y empecé a correr. Cerré los ojos casi por completo y
corrí con los labios bien cerrados, gritando a todo pulmón sin
abrir la boca. Salí como una flecha por el pasillo y estuve a punto
de perder el equilibrio unas cuantas veces, cuando mis botas
aplastaban a más de un bicho a la vez. Una imagen horrible me pasó
por la cabeza: aterrizar boca abajo sobre aquella horda. Decidí
pisar con más cuidado.
Me daba la impresión de estar corriendo
sobre un gigantesco plástico de burbujas en el que cada pisotón
reventaba una burbuja gigantesca y jugosa. Los escarabajos
estallaban como si fueran bolsitas de ketchup y dejaban todo lleno
de baba verde. Eso, claro está, ponía nerviosos a los otros bichos.
Varios de ellos echaron a volar y me cayeron encima, aterrizando
sobre los vaqueros, la camiseta y el pelo. Conseguí apartármelos de
la caza con la mano libre, en la que me pincharon varias
veces.
Cuando por fin llegamos al otro lado, empecé
a sacudirme como si estuviera convulsionando para liberarme de
cualquier polizón. Tuve que agarrar un par que no querían
marcharse, incluido uno que me trepaba por la coleta. Después me
restregué las suelas de las botas contra la pared y busqué a
Ren.
Estaba corriendo a toda velocidad por el
pasadizo, por el que volaban ya todos los bichos, y, con un gran
salto, aterrizó a mi lado, sacudiéndose con energía. Se le quedaron
algunos bichos enganchados en el pelaje así que tuve que apartarlos
con el puño de la antorcha. Uno de ellos le había pellizcado la
oreja con tanta energía que estaba sangrando un poco. Yo, por
suerte, había logrado salir sin que ningún me mordiera tan
fuerte.
—Supongo que ayuda ir vestida, Ren. Al final
te pellizcan la ropa en vez de la piel. Pobre tigre. Tienes bichos
aplastados por todas las patas, ¡puaj! Al menos yo puedo llevar
zapatos.
Se sacudió las patas una a una y le ayudé a
sacar los escarabajos espachurrados de entre los dedos. Tras
estremecerme por última vez, caminé al doble de mi velocidad normal
para alejarme todo lo posible de aquel pasillo.
Unos diez giros después, pisé una piedra que
se hundió en el suelo. Me quede inmóvil y esperé a que saltara la
siguiente trampa. Las paredes empezaron a temblar y unos panelitos
metálicos se abrieron para dejar al descubierto unos afilados
pinchos metálicos en ambos laterales. Gruñí. No solo había estacas
saliendo de las paredes, si no que la trampa también contaba con
resbaladizo aceite negro que se salía de unos tubos de piedra y
empezaba a cubrir el suelo.
Ren se transformó en hombre.
—Hay veneno en las puntas de esos pinchos,
Kelsey. Los huelo. Quédate en el centro. Hay sitio para que pasemos
los dos pero procura no hacerte ningún arañazo.
Eché otro vistazo a las largas y afiladas
estacas y me estremecí.
—¿Y, si me resbalo?
—Agárrate fuerte de mi pelaje. Usaré mis
uñas para anclarnos al suelo y avanzaremos despacio. Aquí no se te
ocurra correr.
Ren se convirtió de nuevo en tigre. Me
recoloqué la mochila y agarré con fuerza el pelo de su cuello. Él
piso con cuidado el charco de aceite para probar primero con una
pata. Se resbaló un poco y vi que sacaba las uñas y las hundía en
el aceite hasta llegar al suelo de tierra. Las clavó todo lo que
pudo. Después de anclar la pata dio otro paso y volvió a hundir las
uñas. Una vez que la segunda pata estuvo agarrada, tuvo que tirar
con fuerza para levantar la otra.
Fue un proceso lento y tedioso. Cada una de
las mortíferas estacas estaba colocada a intervalos irregulares así
que no podía seguir un ritmo cómodo. Tenía que dedicarles toda mi
atención. Una al lado de la pantorrilla, otra al lado del cuello,
otra al lado de la cabeza, otra al lado del estómago... Empecé a
contarlas y para cuando llegue a cincuenta. Me temblaba todo el
esfuerzo de contraer los músculos y moverme tan tiesa durante tanto
tiempo. Solo hacía falta un descuido..., un paso en falso y estaría
muerta.
Me alegraba que Ren se tomara su tiempo,
porque apenas había sitio para pasarnos hombro con hombro. Un par
de centímetros a cada lado era lo único que nos separaba de los
pinchos. Yo colocaba con cuidado cada pie y notaba las gotas de
sudor caerme por la cara. A medio camino, grité; debía de haber
pisado un punto más aceitoso de la cuenta, ya que la bota se
deslizó se me dobló la rodilla y me tambaleé. La estaca estaba
colocada a la altura de mi pecho, pero, por suerte me giré en el
último momento y la mochila fue la que se clavó en vez de mi brazo.
Ren se quedó paralizado y esperó pacientemente a que me
recuperara.
Jadeé y me enderecé poco a poco, temblorosa.
Era un milagro que no hubiese acabado atravesada. Ren gimió y le di
un palmadita en el lomo.
—Estoy bien —le aseguré.
Había tenido suerte, mucha suerte. Seguimos
avanzando aún más despacio y, por fin, llegamos al otro lado,
nerviosos pero indemnes. Me dejé caer en el suelo de tierra y gruñí
mientras me restregaba el cuello.
—Después de los pinchos los bichos ya no me
parecen tan malos. Creo que, si hay que repetir, prefiero los
bichos.
Ren me lamió el brazo y yo le di unas
palmaditas en la cabeza.
Tras un breve descanso, seguimos adelante.
Doblamos bastantes esquinas sin mayor problema y empezaba a
relajarme cuando oímos otro ruido y una compuerta bajó detrás de
nosotros. Otra compuerta empezó a descender delante de nosotros y,
aunque corrimos hacia ella, no llegamos a tiempo. Bueno, Ren pudo
haberlo hecho, pero no quiso pasar sin mí.
Oímos un líquido que corría en unas tuberías
sobre nuestras cabezas y, de repente, un panel se abrió en el
techo. Un segundo después nos cayó un chorro de agua que apagó la
antorcha y empezó a llenar rápidamente la cámara. El agua me
llegaba ya a las rodillas cuando conseguí levantarme. Abrí una
cremallera y busqué a ciegas. Tras encontrar un tubo largo, le di
un golpe, lo sacudí, y el líquido del interior empezó a brillar. El
color hizo que el blanco pelaje de Ren pareciera amarillo.
—¿Qué hacemos? ¿Puedes nadar? ¡Te cubrirá la
cabeza antes que a mí!
Ren se convirtió en hombre.
—Los tigres pueden nadar. Soy capaz de
aguantar más la respiración como tigre que como hombre.
El agua nos llegaba ya a la cintura, y él me
empujo rápidamente más allá de la tubería y me llevo hasta la
puerta que teníamos adelante. Cuando por fin la alcanzamos, yo ya
flotaba. Ren se sumergió en busca de una salida.
Cuando asomó de nuevo la cabeza,
gritó:
—¡Hay otra marca de sello en la puerta!
¡Intenta introducir el sello y gíralo como hiciste antes!
Asentí y respiré hondo. Me metí bajo el agua
y palpé la puerta en busca de la marca. Por fin la encontré, pero
me quedaba sin aire. Intenté subir a la superficie como pude, dando
patadas, arrastrada por el peso de mi mochila y del sello que
llevaba al cuello. Ren se sumergió agarró la bolsa y tiró de mí a
la superficie.
Estábamos ya flotando cerca del techo. Nos
íbamos a ahogar de un momento a otro. Respiré hondo unas cuantas
veces.
—Puedes hacerlo Kells. Prueba otra
vez.
Respiré hondo de nuevo y me arranqué el
sello del cuello. Él soltó la bolsa y volví a sumergirme,
intentando llegar al fondo de la puerta. Apreté el sello contra la
ranura y lo giré a uno y otro lado, pero no cedía.
Ren se había transformado en tigre y nadaba
hacia mí. Sus patas hendían el agua, y el movimiento le apartaba el
pelo de la cara dándole un aspecto feroz, como un monstruo marino a
rayas. La mueca llena de dientes puntiagudos tampoco ayudaba. Me
volvía a quedar sin aire pero sabía que la cámara estaba llena y
que no me quedaban opciones.
Me entró el pánico y empecé a pensar en lo
peor: «Aquí es donde moriré. No me encontrarán nunca. Nadie me
organizara un funeral. ¿Cómo será ahogarse? Será rápido. Solo se
tardan un par de minutos. Mi cadáver hinchado flotara para siempre
al lado del cuerpo de tigre de Ren. ¿Me encontraran esos bichos
horribles y me mordisquearán? Eso es casi peor que morir. Ren puede
aguantar más la respiración. Me verá morir. Me pregunto cómo se
sentirá. ¿Se arrepentirá? ¿Se sentirá culpable? ¿Golpeara la
puerta?»
Luché contra la desesperación que me
impulsaba a nadar de vuelta a la superficie. No había superficie.
No había más aire. Frustrada y aterrada, le di un puñetazo al sello
y noté un ligero movimiento. Golpeé de nuevo con más fuerza, y oí
un susurro. La puerta por fin empezó a levantarse y el sello de me
cayó. Desesperada, conseguí por muy poco agarrar la cinta con dos
dedos mientras el agua salía por la puerta y nos arrastraba con
ella.
El agua nos lanzó al siguiente pasillo y
después se filtró por unos sumideros, de modo que el suelo se quedó
empapado y embarrado. Recuperé el aliento entre toses, haciendo
respiraciones profundas. Miré a Ren, me reí, y volví a toser. A
pesar de las arcadas seguí riéndome.
—Ren —risa, tos— pareces un —tos, tos, risa—
¡gato ahogado!
Seguramente no le hizo gracia, porque
resopló, se acercó y se sacudió como un perro, dejándome cubierta
de agua y lodo. El pelaje se le había levantado por todas partes,
mojado y de punta.
—¡Eh! —protesté—. ¡Muchas gracias! Bueno, no
me importa, sigue teniendo gracia.
Intenté estrujar la ropa para quitarle el
agua me coloqué de nuevo el sello y decidí echar un vistazo a las
cámaras de fotos para asegurarme de que no hubiera entrado líquido
en sus bolsas. Vacié el empapado contenido de la mochila en el
suelo. Los objetos cayeron en un charco embarrado que me salpicó la
ropa. Salvo por la comida, todo parecía protegido. Gracias a la
previsión del señor Kadam, todas las cámaras parecían
intactas.
—Bueno, no podemos comer, pero, por lo
demás, todo bien.
Me levanté de nuevo a regañadientes.
Incómoda y empapada me pasé al menos diez minutos gruñendo. Mis
botas hacían ruido al pisar y la ropa mojada me hacía
rozaduras.
—Lo bueno es que así nos hemos quitado la
porquería de los bichos y el aceite —murmuré.
Cuando se apagó la luz de la barra saque mi
linterna de la mochila y la sacudí. Por dentro sonaba a líquido
pero funcionaba. Giramos varias veces a izquierda y derecha hasta
llegar a un largo pasillo, más largo que los demás por los que
habíamos pasado. Ren y yo empezamos a entrar. A medio camino, él se
paró, saltó delante de mí y empezó a hacerme retroceder... muy
deprisa.
—¡Genial! ¿Ahora qué? ¿Escorpiones?
En aquel instante un gran estruendo sacudió
el túnel. El suelo arenoso que pisaba se derrumbó. Retrocedí a
cuatro patas mientras otra parte del suelo se desmoronaba y caía en
un profundo abismo. El terremoto paró de repente así que me asomé
al borde a mirar. No ayudó mucho apuntar al fondo con la linterna,
ya que era imposible ver donde acababa el agujero.
Frustrada, le chillé al abismo:
—¡Estupendo! ¿Quién te crees que soy?
¿Indiana Jones? Bueno, ¡pues creo que deberías saber que no llevo
látigo en la mochila!
Después me volví hacia Ren señale hacia el
otro lado y pregunté:
—Y supongo que debemos seguir por ahí,
¿verdad?
Ren agachó la cabeza y se asomó a la fosa.
Después caminó adelante y atrás por el borde para examinar las
paredes y mirar el sendero al otro lado. Me dejé caer en el suelo,
con la espalda apoyada en la pared, saqué una botella de agua de la
mochila, le di un buen trago y cerré los ojos.
Noté que me tocaba una cálida mano.
—¿Estás bien?
—Si preguntas si estoy herida, la respuesta
en no. Si preguntas si estoy segura de que sigo cuerda, la
respuesta es no.
—Tenemos que encontrar la forma de cruzar el
abismo —repuso él, frunciendo el ceño.
—Tienes mi permiso para intentarlo —dije;
haciendo un gesto para apartarlo y seguí bebiéndome el agua.
Se acercó al borde y se asomó; calculaba la
distancia. Se transformó de nuevo en tigre, trotó unos cuantos
pasos en la dirección por la que habíamos venido, se volvió y
corrió a toda velocidad hacia el agujero.
—¡Ren, no! —grité.
Saltó y aterrizó al otro lado del agujero en
las patas delanteras sin mayor problema. Después se alejó trotando
un poco e hizo lo mismo para volver. Aterrizó a mis pies y volvió a
su forma humana.
—Kells, tengo una idea.
—Vaya, eso tengo que oírlo. Espero que no
pretendas incluirme en tu plan. Ah, deja que lo adivine, ya sé:
quieres atarte una cuerda a la cola, saltar, atarla por ahí y
pedirme que cruce agarrada a la cuerda, ¿no?
Él ladeó la cabeza como si lo pensara, pero
después la sacudió.
—No, no tienes la fuerza suficiente para
hacerlo. Además, no tenemos ni cuerda ni un sitio donde
atarla.
—Vale. ¿Y cuál es el plan?
Tomó mis manos entre las suyas y
explicó:
—Lo que propongo será mucho más fácil.
¿Confías en mí?
—Confío en ti —respondí, aunque sentía
náuseas—. Es que... —empecé; entonces vi su mirada de preocupación
y suspiré—. Vale, ¿qué tengo que hacer?
—Has visto que soy capaz de cruzar el
agujero bastante bien como tigre ¿no? Lo que necesito es que te
pongas en el borde y me esperes. Correré hasta el extremo del túnel
para darme impulso y saltaré como tigre. A la vez, quiero que
saltes y te agarres a mi cuello. Me transformaré en hombre mientras
saltamos para poder sostenerte y caeremos los dos juntos al otro
lado.
—Estas de coña, ¿no? —pregunté entre
risas.
—Tendremos que sincronizarlo bien —siguió
él, sin hacer caso a mi escepticismo—, y tú también tendrás que
saltar en la misma dirección, porque, si no, te golpearé con mucha
fuerza y caeremos los dos al abismo.
—¿Lo dices en serio? ¿De verdad quieres que
lo haga?
—Sí, en serio. Venga, quédate aquí mientras
practico unas cuantas veces.
—¿Y no podemos buscar otro pasillo o lo que
sea?
—No hay más. Este es el camino.
Me coloqué en el borde a regañadientes y lo
vi saltar unas cuantas veces sobre el abismo. Mientras observaba el
ritmo de sus carreras y sus saltos, empecé a pillar la idea de lo
que quería que hiciera. Ren volvió a colocarse delante de mí antes
de lo que me hubiera gustado.
—No puedo creerme que me hayas convencido de
hacer esto. ¿Estás seguro?
—Sí. ¿Estás lista?
—¡No! Dame un minuto para escribir mi
testamento, aunque sea mentalmente.
—Kells, todo irá bien.
—Claro que sí. Vale, déjeme que mire a mí
alrededor, quiero recordarlo todo para dejar constancia de cada
minuto en mi diario. Obviamente, seguro que es una tontería,
teniendo en cuenta que no sobreviviré al salto.
Ren me puso una mano en la mejilla, me miró
a los ojos y me dijo convencido:
—Kelsey, confía en mí. No te dejare
caer.
Asentí, me ajusté las correas de la mochila
y me acerqué, nerviosa, al borde del abismo. Ren se transformó en
tigre y corrió hasta el final del túnel, se agachó y corrió de
nuevo a toda velocidad hacia el abismo. Un enorme animal se
acercaba a mí como un rayo y todos mis instintos me decían que
corriera... en dirección contraria. El miedo del abismo que tenía
detrás era poca cosa comparado con el acabar atropellada por un
animal de su tamaño.
Estuve a punto de cerrar los ojos, pero me
recompuse y, en el último segundo posible, corrí dos pasos y me
lancé al vacío. Ren dio un potente salto a la vez y levante los
brazos para agarrarme de su cuello.
Empecé a tirarle del pelaje, desesperada,
porque me notaba caer, hasta que noté sus brazos en torno a mi
cintura. Me apretó a su musculoso pecho y rodamos por el aire hasta
que estuvo debajo de mí. Caímos sobre el suelo de tierra del otro
lado con un fuerte golpe que me dejó sin aliento mientras
rebotábamos y nos deslizábamos sobre la espalda de Ren.
Conseguí volver a meter aire en los
pulmones. Cuando fui capaz de volver a respirar, examiné el lomo de
Ren. Su camisa blanca estaba sucia y desgarrada, y tenía la piel
arañada y ensangrentada en varios puntos. Saqué una camisa mojada
de la bolsa para limpiarle los arañazos y empecé a sacarle la
gravilla que se le había incrustado en la piel.
Una vez que hube terminado, le rodeé la
cintura y le di un abrazo feroz. Él me rodeó con sus brazos me
acercó más. Susurré contra su pecho, con voz baja, aunque
firme:
—Gracias, pero jamás... y repito, jamás...
¡vuelvas a hacerlo!
—Si esta es la recompensa seguro que lo hago
otra vez.
—¡Ni se te ocurra!
Ren no quería soltarme, y yo empecé a
quejarme en voz baja sobre los tigres los hombres, y los bichos. Él
parecía muy satisfecho de sí mismo por haber sobrevivido a una
experiencia cercana a la muerte. Casi podía oír en su mente
repetir: «Vencí. Conquiste. Soy un hombre». Etcétera, etcétera.
Esbocé una sonrisa burlona. «¡Hombres! Da igual de que país vengan
son todos iguales.»
Comprobé que tenía todo lo necesario. Saqué
otra vez la linterna. Ren se transformó en tigre y abrió la
marcha.
Recorrimos unos cuantos pasadizos más y
llegamos a una puerta llena de símbolos. No había ni pomo ni
tirador. A la derecha, a menos de la mitad de la puerta, había una
huella de mano con marcas similares a las de la mía. Me miré la
mano y la volví los símbolos eran como la imagen en un
espejo.
—¡Coinciden con el dibujo de Phet!
Coloqué la mano sobre la fría puerta de
piedra, la alineé con el dibujo y note un cálido cosquilleo. Aparté
la mano y me miré la palma. Los símbolos emitían un brillo rojo,
pero, curiosamente, no me dolía. Acerqué de nuevo la mano y volví a
notar el calor. Entre la puerta y mi mano empezaron a saltar unas
chispas eléctricas que se intensificaban cuanto más me acercaba.
Era como si una tormenta en miniatura se produjera entre mi mano y
la piedra; entonces, la piedra se movió.
La puerta se abrió hacia adentro como si
tiraran de ella unas manos invisibles, y nos dejó pasar. Entramos
en una gran gruta iluminada suavemente por un liquen fosforescente
pegado a las paredes. En el centro de la gruta había un alto
monolito rectangular con un pequeño poste de piedra delante de él.
Limpié el polvo del poste y vi otro par de huellas, una de mano
derecha y otra de mano izquierda. La derecha era igual que la de la
puerta, pero la izquierda tenía las mismas marcas dibujadas en el
dorso de mi mano derecha.
Intenté poner las dos manos sobre el bloque
de piedra, pero no pasó nada. Después apoyé el dorso de la mano
derecha en la huella de la izquierda. Los símbolos empezaron a
brillar de nuevo. Volví la mano y coloqué la palma sobre la huella
derecha; esta vez noté más que un cálido cosquilleo. Se oían
chasquidos de energía y el calor me salía de la mano y penetraba la
piedra.
El monolito hizo un ruido sordo y otro ruido
húmedo. Un líquido dorado salió de la parte superior de la
edificación y se derramó por los cuatro costados, para después caer
sobre un cuenco en el fondo. La solución reaccionaba con algún
material de la piedra, mientras siseaba y echaba vapor mientras el
líquido formaba espuma, burbujas y hervía, hasta por fin caer en el
cuenco.
Cuando terminó el siseo y se disipó el
vapor, ahogué un grito de sorpresa: unos símbolos grabados habían
aparecido en los cuatro lados de la piedra, donde antes no había
nada.
—Creo que es esto, Ren. ¡Esta es la profecía
de Durga! ¡Esto es lo que hemos venido a buscar!
Saqué la cámara digital y empecé a tomar
fotos de la estructura. Después tomé otras cuantas con la cámara
desechable por si acaso. A continuación saqué el papel y el
carboncillo y calqué, restregando, las huellas en la piedra y en la
puerta. Tenía que documentarlo todo para que el señor Kadam
averiguase lo que significaba.
Di un par de vueltas alrededor del monolito
para intentar entender algunos de los símbolos, pero, entonces, Ren
chilló. Vi que levantaba una pata con cuidado y la volvía a colocar
en el suelo con mucha precaución. El ácido dorado se salió del
cuenco formando pequeños riachuelos que se extendían por el suelo
de piedra, llenando todas las grietas. Miré abajo y vi que el
cordón de mi bota se había metido en un charco dorado y echaba
humo.
Acabábamos de saltar a la parte de arena del
suelo cuando otro gran estruendo sacudió el laberinto. Del alto
techo empezaron a caer rocas que destrozaba el suelo de piedra. Ren
me empujó hacia la pared y allí me agaché; protegiéndome la cabeza
con las manos. El temblor empeoró y, con un crujido ensordecedor el
monolito se partió en dos. Cayó con un gran estrépito y se rompió
en grandes pedazos. El ácido dorado atravesaba el cuenco y se
extendía por el suelo destrozando poco a poco la piedra y todo lo
demás que tocaba.
El ácido se acercó cada vez más a nosotros
hasta que no pudimos huir a ninguna parte. La entrada estaba
bloqueada, estábamos encerrados dentro y, al parecer, no había otra
salida. Ren se levantó olió el aire y se alejó un poco. De pie
sobre las patas traseras, puso las garras en la pared y empezó a
arañarla con furia.
Al acercarme vi que había abierto un agujero
¡y que había estrellas al otro lado! Lo ayudé a cavar y a sacar
rocas hasta que el agujero fue lo bastante grande para que pasara
por él. Cuando salió, lancé afuera la mochila y me arrastré por el
agujero hasta caer al otro lado.
En aquel momento, un enorme canto rodado
cayó sobre el agujero y lo selló. El terremoto bajó de intensidad
hasta detenerse, y el silencio se hizo dueño de la oscura jungla en
la que estábamos, mientras un polvo ligero flotaba por el aire y
caía delicadamente sobre nosotros.