14
Tigre, tigre
—¡Kelsey! ¡Kelsey! ¡Abre los ojos!
Alguien me sacudía con fuerza, pero yo solo
quería volver a mi pacífico sueño oscuro. Sin embargo, la voz era
desesperada, insistente.
—¡Kelsey, escúchame! ¡Abre los ojos, por
favor!
Intenté abrir los ojos, pero dolía. La luz
del sol hacía que empeorara el doloroso latido que me golpeaba las
sienes. «¡Qué dolor de cabeza!», pensé. Mi mente por fin empezó a
aclararse, reconocí el campamento y a Ren, que estaba arrodillado a
mi lado. Llevaba el pelo mojado echado hacia atrás y me miraba con
preocupación.
—Kells, ¿cómo te sientes? ¿Estás bien?
Mi intención era contestar con una buena
salida sarcástica, pero, por desgracia, me ahogué y empecé a toser
agua. Respiré profundamente, oí algo húmedo y ruidoso en mis
pulmones y seguí tosiendo un poco más.
—Ponte de lado, te ayudará a sacar el agua.
Deja que te eche una mano.
Me acercó a él para que me apoyara sobre su
costado, tosí un poco más de agua. Se quitó la camisa mojada y la
dobló. Después me levantó con cuidado y me la colocó bajo la
maltratada cabeza, lo que, por suerte, me dolió demasiado como para
apreciar en su justa medida de su pecho desnudo..., bronceado...,
esculpido..., musculoso...
«Bueno, supongo que, si soy capaz de
apreciar la vista, será que estoy mejor —pensé—. Jo, tendría que
estar muerta para no apreciarla.»
Hice una mueca cuando la mano de Ren me rozo
la cabeza, y eso me sacó de mi ensueño.
—Tienes un buen chichón.
Me toqué con mucha precaución el gigantesco
bulto de la parte de atrás de la cabeza y recordé el origen del
dolor. «Seguramente perdí el conocimiento cuando me dio la piedra.
Ren me ha salvado la vida otra vez.»
Lo miré. Estaba arrodillado a mi lado, con
la cara de desesperación y el cuerpo tembloroso. Me di cuenta de
que debía de haberse transformado en hombre para arrastrarme a la
orilla y que después se había quedado conmigo hasta que me
desperté. «A saber cuánto tiempo llevo inconsciente.»
—Ren, llevas demasiado tiempo con forma de
hombre, te está doliendo.
Sacudió la cabeza para negarlo, pero vi que
apretaba los dientes.
—No me pasará nada —insistí, apretándole el
brazo—. No es más que un chichón en la cabeza, no te preocupes por
mí. Seguro que el señor Kadam ha metido aspirinas en la mochila. Me
las tomaré y me pasaré un rato descansando. Estaré bien.
Él me pasó un dedo desde la sien hasta la
mejilla y sonrió. Cuando retiró la mano le tembló todo el brazo, y
vi cómo los temblores le recorrían la superficie de la piel.
—Kells...
Se le contrajo la cara, echó la cabeza a un
lado, rugió y se transformó en tigre de nuevo. Gruñó suavemente, se
calló y se acercó más a mí para tumbarse a mi lado y observarme con
sus ojos azules, siempre en guardia. Le acaricié el lomo, en parte
para tranquilizarlo y en parte porque también me tranquilizaba a
mí.
Levanté la vista hacia los árboles
salpicados de sol y deseé con todas mis fuerzas que se fuera el
dolor de cabeza. Sabía que, tarde o temprano, tendría que moverme,
pero la verdad era que no quería hacerlo. Ren ronroneó bajito, y,
curiosamente, el sonido me alivió un poco el dolor. Suspiré con
ganas y me levanté porque sabía que estaría más cómoda si me
cambiaba de ropa.
Me senté con cuidado, despacio, respirando
hondo, esperando que moverme con precaución sirviera para mitigar
las náuseas y conseguir que el mundo dejara de darme vueltas. Ren
levantó la cabeza, atento.
—Gracias por salvarme —susurré mientras le
acariciaba el lomo; le di un beso en la peluda cabeza—. ¿Qué haría
yo sin ti?
Abrí la cremallera de la mochila y encontré
una cajita con varias medicinas, aspirinas incluidas. Me metí un
par de pastillas en la boca y me las tragué con el agua
embotellada. Tras sacar ropa seca, me volví hacia Ren.
—Vale, este es el trato: me gustaría ponerme
mi ropa, así que te agradecería mucho que desaparecieras unos
cuantos minutos en la jungla, como antes.
Él me gruñó, un poco enfadado.
—Lo digo en serio.
Gruñó más fuerte.
Me puse la palma de la mano en la frente y
me agarré a un árbol cercano para guardar el equilibro.
—Tengo que cambiarme y tú no vas a quedarte
a mirar.
Resopló, se levantó, sacudió el cuerpo como
si de verdad dijera que no y no apartó la mirada de mis ojos.
Aguanté el desafío y señalé hacia la jungla. Al final se volvió,
pero se metió dentro de la tienda y se tumbó sobre la colcha, con
la cabeza hacia el interior y el rabo saliendo por la
entrada.
Suspiré e hice una mueca por haber movido la
cabeza demasiado deprisa.
—Supongo que no voy a sacarte nada más, ¿no?
Tigre cabezota...
Decidí que era aceptable, aunque no perdí de
vista su cola mientras me cambiaba de ropa.
Me sentía un poquito mejor con la ropa seca.
La aspirina había comenzado a funcionar y me palpitaba menos la
cabeza, pero todavía la tenía dolorida. Prefería dormir a comer,
así que me salté la cena, aunque me tomé un chocolate
caliente.
Moviéndome con cuidado por el campamento,
eché un par de troncos a la fogata y puse agua a hervir. Me agaché,
removí el fuego un rato con una rama larga para que crepitara de
nuevo y saqué un sobre de chocolate en polvo. Ren no me quitaba
ojo.
—Estoy bien, de verdad. Ve a seguir
explorando o lo que sea.
Él se quedó sentado, tozudo, meneando la
cola.
—En serio —insistí, trazando un círculo con
el dedo—, ve a rodear la zona, busca a tu hermano. Voy a juntar
algo más de leña y después me iré a la cama.
Seguía sin moverse y, además, hizo un ruido
que sonaba a gemido de perro. Me reí y le di unas palmaditas en la
cabeza.
—A pesar de las apariencias, normalmente sé
cuidarme bastante bien.
El tigre gruñó y se sentó a mi lado. Me
apoyé en su hombro mientras removía el chocolate caliente.
Antes de que se pusiera el sol, reuní leña y
me bebí una botella de agua. Cuando me metí en la tienda, Ren me
siguió, estiró las patas, y yo coloqué con precaución la cabeza
encima de ellas, para que estuviera sobre algo blandito. Oí un
profundo suspiro de tigre cuando colocó su cabeza junto a la mía.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, seguía con la cabeza
apoyada en las suaves patas de Ren, pero me había dado la vuelta,
había enterrado la cabeza en su pecho y le había echado un brazo
sobre el cuello, abrazándolo como si fuera un animal de peluche
gigante.
Me aparté, algo incómoda. Cuando me levanté
para estirarme, me palpé con cuidado el chichón y me alegró
comprobar que se había reducido mucho. Me sentía mucho mejor.
Muerta de hambre, abrí algunas barritas de
muesli y un paquete de copos de avena, calenté otra vez el agua al
fuego, eché la avena dentro y me hice otra taza de chocolate
caliente. Después del desayuno, le dije a Ren que se fuera de
patrulla y que pensaba lavarme el pelo.
Él esperó un rato para observarme hasta
confirmar que todo iba bien y me dejó sola. Saqué un botecito de
champú biodegradable que el señor Kadam había metido en la mochila;
el jabón olía a fresa. Incluso había metido acondicionador.
Me puse el bañador, los pantalones cortos y
las zapatillas deportivas, y bajé hasta la roca donde había estado
tomando el sol. Me quedé al borde de la cascada, lejos del sitio
donde me había caído la piedra encima, y me mojé y enjaboné el
pelo. Me incliné un poco sobre el agua reluciente y dejé que se
enjuagara poco a poco. El agua fresca le sentaba bien a mi
magullada cabeza.
Tras pasar a la parte soleada de la roca, me
senté para cepillarte el pelo. Cuando terminé, cerré los ojos y
volví la cara hacia el sol de primera hora de la mañana para que me
calentara y secara la melena. Aquel lugar era el paraíso, no cabía
duda. A pesar del chichón y de lo poco que me gustaba acampar,
sabía apreciar la belleza de lo que me rodeaba.
No es que me disgustara la naturaleza. De
hecho, me gustaba pasar tiempo al aire libre con mis padres cuando
era pequeña. El problema era que, después de disfrutar de la
naturaleza, prefería dormir en mi cama.
Ren regresó sobre las doce y se sentó a
hacerme compañía mientras nos poníamos con nuestra comida
liofilizada. Es la primera vez que lo veía comer como hombre algo
que no fuese un mango. Después rebusqué en la mochila hasta
encontrar el libro de poesía y le pregunté si quería que le leyera
algo.
Él se transformó de nuevo en tigre y no oí
ningún gruñido ni otro sonido de protesta felina, así que me senté
con la espalda apoyada en una gran roca, él se acercó, me
sorprendió convirtiéndose en hombre de nuevo, se tumbó de espaldas
y apoyó la cabeza en mi regazo antes de que pudiera decirle nada.
Después suspiró profundamente y cerró los ojos.
—Supongo que eso quiere decir que sí, ¿no?
—pregunte, riéndome.
—Sí, por favor —masculló sin abrir los
ojos.
Hojeé el libro en busca de un poema.
—Ah, este parece apropiado. Creo que te
gustará. Es uno de mis preferidos y también es de Shakespeare, el
mismo tipo que escribió Romeo y
Julieta.
Empecé a leer, sosteniendo el libro con una
mano mientras con la otra, casi sin darme cuenta, acariciaba el
pelo de Ren.
«¿A UN DÍA DE VERANO COMPARARTE?
¿A un día de verano compararte?
Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el
viento
y el estío no dura casi nada.
A veces demasiado brilla el ojo
solar, y otras su tez de oro se
apaga;
toda la belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.
Pero eterno será el verano tuyo.
No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.
Vivirás mientras alguien vea y sienta
y esto pueda vivir y te de vida.»[2]
—Ha sido... maravilloso. Me gusta ese
Shakespeare —dijo con voz suave.
—Y a mí.
Estaba hojeando el libro en busca de otro
poema cuando Ren dijo:
—Kelsey, me encantaría recitarte un poema de
mi país.
Sorprendida, dejé el libro.
—Claro, me encantaría oír poesía
india.
Abrió los ojos y miró a los árboles que se
erguían sobre nosotros. Tras tomarme de la mano, entrelazó nuestros
dedos y se la llevó al pecho. Soplaba una leve brisa que hacía que
las hojas bailaran y giraran al sol, proyectando sombras y luz
sobre su atractivo rostro.
—Es un antiguo poema de la India, sacado de
una historia épica que se lleva contando desde que tengo memoria.
Se llama Sakuntala, de Kalidasa.
«Yo no conozco tu corazón;
pero al mío, oh, cruel,
el amor calienta noche y día
y todo mi ser gira en torno a ti.
A ti el amor te calienta,
joven delicada,
pero a mí me consume;
pues el sol ahoga la fragancia de la flor
nocturna,
pero es capaz de apagar el mismo orbe de la
luna.
Mi corazón,
tú que estas de él más cerca que
nadie,
no tendrá más razón de ser que la
tuya.»
—Es precioso, Ren.
Se volvió hacia mí, sonrió y me tocó la
mejilla. Se me aceleró el pulso y noté la piel caliente en el punto
que me había tocado. De repente fui muy consciente de que todavía
tenía los dedos enredados en su pelo y la mano sobre su pecho.
Aparté ambas manos rápidamente y las dejé sobre el regazo. Se
enderezó un poco, apoyándose en una mano, lo que dejó su cara a
pocos centímetros de la mía. Bajó los dedos hasta mi barbilla y,
con un ligerísimo toque, me ladeó la cara para mirarme a los
ojos.
—¿Kelsey?
—¿Sí? —susurré.
—Me gustaría pedirte permiso para...
besarte.
«¡Eh! ¡Alerta roja!»
La agradable sensación de la que había
disfrutado con mi tigre hacía pocos minutos había desaparecido. De
repente, estaba nerviosa e irritable. Mi perspectiva había dado un
giro de ciento ochenta grados. Obviamente, era consciente de que
dentro del tigre latía un corazón de hombre, pero, de algún modo,
había logrado esconder aquella información en un rinconcito de mi
cabeza.
Mi mente consciente reconocía por fin al
príncipe. Lo miré, pasmada. Era..., bueno, hablando claro, está
fuera de mi alcance. Nunca había considerado la posibilidad de
mantener con él una relación que fuera más allá de amistad.
Su pregunta me obligó a reconocer que mi
agradable mascota era en realidad un viril y robusto ejemplar
masculino. Noté que el corazón me latía con fuerza en el pecho. Se
me pasaron varias cosas a la vez por la cabeza, pero lo principal
era que estaba muy dispuesta a que Ren me besara.
Otras ideas se arrastraban también por el
límite de mi mente consciente, intentando cobrar protagonismo.
Ideas como que era demasiado pronto, que apenas nos conocíamos o
que, a lo mejor, Ren solo lo hacía porque se sentía solo. Sin
embargo, aparté aquellos pensamientos y dejé que se marcharan. Tras
pisotear bien la preocupación, decidí que sí quería que me
besara.
Ren se acercó un milímetro más a mí. Cerré
los ojos, respire hondo y... nada. Cuando los abrí, todavía me
miraba: estaba esperando de verdad a que le diera permiso. En algún
momento no había nada, repito, nada que deseara más que un beso de
aquel increíble hombre, pero lo fastidié. Por algún motivo, me
obsesioné con la palabra «permiso».
—¿Qué... hmmm... qué quieres decir con
pedirme permiso? —farfullé nerviosa.
Me miró con curiosidad, lo que hizo que mi
pánico aumentara. Decir que no tenía experiencia besando era decir
poco. No solo no había besado nunca a un chico, sino que, además,
hasta entonces nunca había conocido a un chico al que quisiera
besar. Así que, en vez de besarlo como quería hacer, me aturullé y
empecé a inventarme razones para no hacerlo.
—Las chicas necesitamos romanticismo, y
pedir permiso es... es... anticuado —balbuceé—. No es lo bastante
espontáneo. No tiene pasión, es carca. Si tienes que preguntarlo,
la respuesta es... no.
«¡Qué idiota! —pensé—. Acabo de decirle a
este príncipe de ojos azules, guapo, amable y buenorro que es un
carca.»
Ren me miró un buen rato, lo bastante para
dejarme ver que estaba dolido, antes de borrar toda expresión de su
rostro se levantó de prisa, inclinó la cabeza con aire formal y
prometió en voz baja:
—No volveré a preguntártelo, Kelsey. Siento
haber sido tan directo.
Después se transformó en tigre y salió
corriendo hacia la jungla, dejándome sola, maldiciéndome por mi
estupidez.
—¡Espera, Ren! —grité, pero era demasiado
tarde, se había ido.
«¡No puedo creerme que lo haya insultado
así! ¡Seguro que me odia! ¿Cómo he podido hacerle eso? —Sabía que
lo había dicho porque estaba nerviosa, aunque eso no era excusa—.
¿Qué quiere decir con que no volverá a preguntarme? Espero que sí
lo haga...»
Reviví la conversación una y otra vez en mi
cabeza, y pensé en lo que podría haber dicho para obtener un
resultado mejor. Cosas como: «Ya creía que no me lo pedirías nunca»
o «Estaba a punto de preguntarte lo mismo».
Podría haberlo agarrado y haberle besado
primero. Incluso un simple «Sí» habría valido. Podría haber dicho,
con aire teatral: «Como desees», «Bésame, bésame como si fuese la
última vez» o «Me tenías con el hola». Él no había visto las
películas, así que ¿por qué no? Pero no, tenía que insistir en lo
del permiso...
Ren me dejó sola el resto del día, lo que me
dejó tiempo de sobra para darme de tortas.
Ya entrada la tarde, estaba sentada en mi
roca con el diario abierto y un boli en la mano mirando al espacio,
sintiéndome fatal, cuando oí un ruido en la jungla, cerca del
campamento.
Ahogué un grito de sorpresa cuando un enorme
felino negro salió de entre los árboles. Empezó a dar vueltas
alrededor de la tienda y se detuvo a oler mi colcha. Después se
acercó a la hoguera y se sentó allí un momento, sin miedo alguno.
Al cabo de unos minutos, se metió otra vez entre los árboles, pero
volvió al claro por el otro lado. Me quedé quieta con la esperanza
de que no me hubiera visto.
Era mucho más grande que la pantera que me
había atacado cerca de la Cueva de Kanheri. De hecho, cuando se
acercó, distinguí unas rayas negro azabache sobre un oscuro pelaje
de marta. Sus ojos, relucientes y dorados, examinaban el
campamento, como si calculara su siguiente paso. No sabía que
existieran los tigres negros, pero, sin duda, ¡era un tigre! No
debió de haberme visto porque, tras dar un par de vueltas y oler el
aire unas cuantas veces, desapareció de nuevo en la jungla.
De todos modos, por si acaso, me quedé en mi
roca un buen rato.
Después de unos minutos de silencio, con las
extremidades entumecidas, decidí que era seguro moverse. En el
mismo instante, un hombre salió de la jungla cercana, se acercó a
mí sin miedo, me miró de arribo abajo y dijo:
—Bueno, bueno, bueno. Estamos llenos de
sorpresas, ¿no?
El hombre llevaba una camisa y unos
pantalones negros. Era muy guapo, pero con un estilo más oscuro y
moreno que Ren. Tenía la piel de color bronce antiguo y el pelo,
negro azabache, más largo que el de Ren, aunque también apartado de
la cara y ligeramente rizado.
Sus ojos eran dorados con manchas bronce.
Intenté identificar el color. Nunca había visto nada igual. Eran
como de oro pirata, del color de los doblones. De hecho, «pirata»
era una buena forma de describirlo. Parecía la clase de tío que te
puedes encontrar en la portada de una novela romántica histórica
haciendo de un oscuro mujeriego. Al sonreírme se le arrugaban un
poquito los rabillos de los ojos.
Supe al instante de quién se trataba: era el
hermano de Ren. Los dos eran muy guapos y tenían el mismo porte
real. Eran más o menos de la misma altura, pero Ren era alto,
esbelto y musculoso, y aquel hombre era más pesado y fuerte, y
tenía unos brazos más robustos. Quizá se pareciera más a su padre,
mientras que Ren, que tenía unos rasgos asiáticos más prominentes
(los ojos azules ligeramente almendrados y la piel dorada) seguro
que se parecía más a su madre.
Lo más curioso es que no le tenía miedo,
aunque percibía un trasfondo de peligro. Era como si su parte de
tigre hubiese tomado el control.
—Antes de que digas nada, creo que sé quién
eres. Y sé lo que eres.
Dio un paso adelante y recorrió en un
segundo el espacio que nos separaba. Después me levantó la barbilla
con la mano para examinarme.
—¿Y quién o qué crees que soy,
preciosa?
Su voz era profunda, suave y sedosa... como
caramelo caliente. Su acento era más pronunciado que el de Ren, y
vacilaba, como si llevara mucho tiempo sin hablar.
—Eres el hermano de Ren, el que lo traicionó
y le robó a su prometida.
El joven entrecerró los ojos y yo noté una
punzada de miedo. Chasqueó los labios.
—Bueno, bueno, ¿dónde están tus modales? Ni
siquiera nos han presentado debidamente y ya estás haciendo
acusaciones disparatadas. Me llamo Kishan.
Tomó uno de mis rizos entre los dedos y lo
acarició antes de ladear la cabeza.
—Tengo que reconocerlo, Ren siempre consigue
rodearse de bellas mujeres.
Estaba a punto de alejarme de él cuando oí
un tremendo rugido que llegaba de los árboles y vi a Ren atravesar
al galope el campamento y dar un salto en el aire. Su hermano me
apartó rápidamente y también saltó, transformándose en el tigre
negro que había visto antes.
Ren estaba más que furioso. Rugió con tanta
fuerza que noté la vibración en el cuerpo. Los dos tigres chocaron
en el aire con un estruendo explosivo y cayeron al suelo, donde
rodaron sobre la hierba, y empezaron a arañarse y a morderse
siempre que se presentaba la ocasión.
Me alejé todo lo posible y acabé cerca de la
cascada, detrás de unos arbustos. Intenté gritar que pararan, pero
la pelea era tan ruidosa que ahogaba mi voz. Los dos felinos se
apartaron y se pusieron cara a cara. Estaban pegados al suelo, con
las colas en movimiento, listos para atacar. Empezaron a dar
vueltas alrededor de la fogata, manteniéndola entre ellos.
Se enzarzaron en una competición de gruñidos
y miradas, y yo decidí que había llegado el momento de intervenir,
aprovechando que las zarpas estaban en el suelo y no en el aire. Me
acerqué despacio a los dos, por el lado de Ren,
—Dejadlo ya, por favor —les pedí, para lo
cual tuve que reunir todo mi valor—. Los dos. Sois hermanos. Da
igual lo que ocurriera en el pasado. Tenéis que hablar. Tú eras el
que quería encontrarlo —supliqué a Ren—. Ahora es tu oportunidad
para hablar con él y decir lo que tengas que decirle. Y tú —añadí,
mirando a Kishan—... Ren ha estado preso durante muchos años, y
estamos buscando la forma de ayudaros a los dos. Deberías
escucharlo.
Ren se transformó en hombre y dijo en tono
brusco:
—Tienes razón, Kelsey. Vine aquí para hablar
con él, pero veo que sigue sin ser una persona de confianza. No
tienen ni un... ápice de consideración. No tendría que haber
venido.
—Pero, Ren...
Ren se puso delante de mí y le gritó al
tigre negro, enfadado:
—¡Vasiyata karanā!
¡Badamāśa! ¡Llevo buscándote dos días! ¡No tenías ningún
derecho a aparecer por aquí cuando sabías que yo no estaba! ¡Y, por
tu bien, no vuelvas a tocar a Kelsey!
El hermano de Ren se transformó también en
hombre, se encogió de hombros y dijo, como si nada:
—Quería ver qué era lo que protegías con
tanta pasión. Es cierto, llevo dos días siguiéndote, acercándome
para ver qué pretendías, pero manteniéndome lo bastante lejos como
para acercarme a mi manera. En cuanto a quedarme a escucharte, nada
de lo que puedas decir me interesa, Murkha.
Kishan se restregó la barbilla y sonrió
mientras se acariciaba los largos arañazos fruto de la pelea con
Ren. Me miró y, tras una mirada de soslayo a su hermano,
añadió:
—A no ser, por supuesto, que quieras hablar
de ella. Tus mujeres siempre me interesan.
Ren me hizo retroceder y respondió con un
rugido de furia. Se transformó en el aire y atacó de nuevo a su
hermano. Los dos rodaron por el campamento dándose mordiscos y
arañazos, golpeándose contra los árboles y cayendo sobre rocas
afiladas. Ren intentó dar un zarpazo a su hermano, pero acertó en
un árbol, dejando unas profundas marcas irregulares en el grueso
tronco.
El tigre negro echó a correr hacia la jungla
con Ren detrás. Sus rugidos de ira rebotaban en los árboles y
asustaron a una bandada de pájaros que salió volando entre
graznidos. La lucha continuó en otra parte de la jungla y después
en otra. Podía seguir su rastro desde mi roca, viendo por dónde se
movían los árboles y observando el desfile de pájaros enfadados que
tenían que abandonar sus cómodas ramas.
Finalmente, Ren volvió al campamento con su
hermano sobre el lomo, hincándole las uñas mientras le mordía el
cuello. Ren se levantó sobre las patas traseras y se lo sacudió de
encima. Después saltó sobre una gran roca que daba al estanque y se
volvió para enfrentarse a él.
El tigre negro se recuperó y saltó sobre
Ren, que saltó a su vez para bloquearlo. Aquel movimiento acabó con
los dos en el agua.
Me quedé en la orilla, observando la pelea.
Un tigre salía del agua y caía sobre el otro para hundirlo. Se
arañaban en la cara, el lomo y el sensible vientre sin dejar de
machacarse. Ninguno parecía capaz de superar al otro.
Justo cuando creía que no pararían nunca, la
pelea fue perdiendo fuelle. Kishan salió a rastras del agua, dio
unos pasos y se dejó caer en la hierba. Jadeando, descansó un
minuto antes de lamerse las patas.
Ren salió después del agua, se colocó entre
su hermano y yo, y cayó a mis pies. Tenía el cuerpo lleno de
profundos arañazos y le salía sangre de varios cortes que
destacaban vivamente en su piel blanca. Una raja bastante fea le
iba desde la frente a la barbilla, pasando por encima del ojo
derecho y de la nariz. También sangraba por una gran herida
punzante en el cuello.
Le rodeé y fui a por la mochila. Rebusqué en
la bolsa hasta encontrar el kit de primeros auxilios, lo abrí y
saqué una botellita de alcohol y un buen rollo de gasa. Mi miedo
innato a la sangre y las heridas dejó paso a un instinto protector
natural. Estaba más asustada por ellos que de ellos y sabía que
necesitaban mi ayuda. De algún modo, encontré el valor
necesario.
Primero me acerqué a Ren, le limpié las
piedrecitas y la tierra de las heridas con agua limpia embotellada,
y después eché alcohol en la gasa y la apreté contra las peores
heridas. Ninguna parecía mortal siempre que detuviera la
hemorragia, aunque había varios cortes profundos. En el costado, la
piel estaba tan desgarrada que era como si hubiese pasado por una
picadora.
Dejó escapar un suave gruñido cuando pasé de
la espalda al cuello y le limpié la herida punzante. Saqué una gran
venda acolchada del kit, la humedecí con alcohol y se la apreté
contra la parte desgarrada del costado para detener la hemorragia.
Ren rugió un poco por el picor y yo sonreí para animarlo. Dejé la
venda puesta y pasé a limpiarle la cara: murmuraba palabras
tranquilizadoras mientras le limpiaba la frente y la nariz,
procurando evitar el ojo. No tenía tan mal aspecto como la primera
vez que lo había visto. Quizá no fuera tan grave como me había
imaginado.
Hice lo mejor que pude, pero me preocupaban
la infección, y las heridas del costado y el ojo de Ren. Le apreté
una gasa contra la frente y una lágrima me bajó por la
mejilla.
Él me lamía la muñeca mientras lo limpiaba.
Le acaricié la mejilla.
—Ren, esto es horrible. Ojalá no hubiera
pasado. Lo siento mucho. Debe dolerte una barbaridad —susurré, y
otra lágrima cayó sobre su nariz—. Ahora voy a encargarme de tu
hermano.
Me sequé los ojos, saqué otro rollo de gasa
y seguí el mismo proceso con el tigre negro, que tenía un desgarro
muy feo desde el cuello hasta el pecho, así que me pasé un buen
rato en aquella zona. En el lomo tenía un mordisco profundo lleno
de tierra y gravilla. Al principio sangraba con ganas, lo que
tampoco era mala cosa, ya que la sangre ayudaba a limpiar la
herida. Apliqué presión unos minutos hasta que la sangre paró lo
suficiente como para terminar de limpiar el mordisco. Le temblaba
el lomo y gruñó cuando le puse alcohol.
Mantuve la gasa sobre la herida y seguí
llorando.
—No te vendrían mal unos puntos ahí —dije,
sorbiéndome los mocos—. Seguramente os dará una infección a los dos
y se os caerá la cola —añadí, regañándolos.
Kishan resopló de una forma sospechosamente
parecida a la risa, y eso hizo que me tensara y me enfadara un
poco.
—Espero que los dos tengáis en cuenta que
limpiaros las heridas me pone mala. Odio la sangre. Además, para
vuestra información, yo decidiré quién me toca y quién no. No soy
un ovillo de lana para que juguéis conmigo como dos gatitos. Y
tampoco soy la persona por la que, en realidad, estáis luchando. Lo
que pasó entre vosotros está pasado y acabado, y espero de verdad
que podáis perdonaros.
Los ojos dorados se clavaron en los míos,
así que me expliqué.
—Hemos venido porque Ren y yo intentamos
encontrar la forma de romper la maldición. El señor Kadam nos ha
estado ayudando, y sabemos por dónde empezar. Vamos a buscar cuatro
regalos que debemos ofrecer a Durga y, a cambio, los dos volveréis
a ser hombres. Ahora que sabes por qué estamos aquí, regresaremos
con el señor Kadam y seguiremos con el viaje. Creo que los dos
necesitáis un hospital.
Ren gruñó y empezó a lamerse las patas. El
tigre negro se tumbó de lado para enseñarme un largo arañazo que
iba desde el cuello hasta el vientre. Se lo limpié también. Cuando
terminé, fui a mi mochila y metí dentro la botella de alcohol. Me
sequé los ojos con la manga y, cuando me volví, me di un susto al
ver al hermano de Ren detrás de mí, convertido en hombre.
Ren se levantó, alerta, y lo observó
atentamente, sin fiarse de él. Movía la cola adelante y atrás, sin
dejar de gruñir con aire amenazador.
—Permíteme esta oportunidad para presentarme
como es debido. Me llamo Kishan, el desventurado hermano menor de
ese.
Miró a Ren, que se había acercado más para
no quitarle ojo de encima, y después volvió a mirarme. Kishan me
ofreció la mano y, cuando la acepté, se la llevó a los labios y la
besó. A continuación me hizo una profunda referencia con gran
aplomo.
—¿Puedo saber tu nombre?
—Me llamo Kelsey. Kelsey Hayes.
—Kelsey. Bueno, en primer lugar, te
agradezco todo lo que has hecho por nosotros. Me disculpo si te he
asustado antes. He perdido práctica, ya no estoy acostumbrado a
conversar con jóvenes damas —dijo, sonriendo—. ¿Serías tan amable
de hablarme un poco más sobre esos regalos que pensáis ofrecer a
Durga?
Ren gruñó, no muy contento.
Acepté sus disculpas y respondí:
—Kishan. ¿Es tu nombre real?
—En realidad, mi nombre completo es Sohan
Kishan Rajaram, pero puedes llamarme Kishan, si quieres. —Esbozó
una sonrisa resplandeciente, que resultaba incluso más brillante
por el contrate con su piel morena, y me ofreció un bazo—. ¿Te
importaría sentarte a hablar conmigo un rato, Kelsey?
Kishan tenía mucho encanto. Me sorprendió
comprobar que ya confiaba en él y me caía bien. Era muy parecido a
su hermano; como él, sabía hacer que los demás se sintieran
cómodos. Quizá fuera por su formación diplomática o por la
educación que les dio su madre. En cualquier caso, hacía que
respondiera positivamente ante él. Sonreí.
—Me encantaría.
Puso mi brazo bajo el suyo y se acercó
conmigo al fuego. Ren gruñó otra vez, y Kishan sonrió satisfecho al
mirarlo. Me di cuenta de que hacía una mueca al sentarse, así que
le ofrecí aspirina.
—¿No sería mejor llevaros al médico? Creo
que podrías necesitar puntos, y Ren...
—Gracias, pero no. No tienes por qué
preocuparte por nuestras heriditas.
—Yo no las llamaría heriditas, Kishan.
—La maldición nos ayuda a curarnos
rápidamente. Ya lo verás, los dos nos recuperaremos bastante
deprisa sin ayuda. De todos modos, ha sido agradable que una joven
tan encantadora me curara las heridas.
Ren se puso delante de nosotros con pinta de
tigre con apoplejía.
—Ren, compórtate —lo regañé.
Kishan esbozó una amplia sonrisa y esperó a
que me acomodara. Después se puso más cerca de mí y apoyó el brazo
en el tronco que había detrás de mis hombros. Ren se puso justo
entre los dos, apartando bruscamente a su hermano con la peluda
cabeza para crear un espacio vacío más amplio; a continuación,
maniobró para colocarse en medio. Se dejó caer en el suelo y apoyó
la cabeza en mi regazo.
Kishan frunció el ceño, pero yo empecé a
hablar para contarle la historia de lo que nos había pasado a Ren y
a mí hasta el momento. Le conté que había conocido a Ren en el
circo y que me había engañado para llevarme a la India. Le hablé de
Phet, de la Cueva de Kanheri y de cómo habíamos encontrado la
profecía, y también que íbamos de camino a Hampi.
Concentrada en nuestra historia, me puse a
acariciar la cabeza de Ren. Él cerró los ojos, ronroneó y se quedó
dormido. Hablé durante casi una hora, sin apenas darme cuenta de
que Kishan arqueaba las cejas y se ponía pensativo al vernos a los
dos juntos. Ni siquiera me percaté de que, llegado cierto punto, se
había transformado en tigre.