17
Un comienzo
—¡Señorita Kelsey! —me saludó él con
cariño—. ¡Yo también me alegro de verla! Espero que los chicos
hayan cuidado bien de usted.
Ren bufó y se buscó un sitio a la sombra
para descansar.
—Sí, me cuidaron, estoy bien.
El señor Kadam me condujo hasta su
fogata.
—Ven, siéntate aquí y descansa mientras
desmonto el campamento.
Mordisqueé una galleta mientras el señor
Kadam arrastraba los pies por la zona guardando la tienda y sus
libros. El campamento estaba tan bien organizado como cabía esperar
de él. Había utilizado la parte de atrás del todoterreno para
almacenar los libros y el resto del material de estudio. La fogata
ardía alegremente y había leña de sobra apilada al lado. La tienda
debía de parecerse a las que usaba el ejército estadounidense para
alojar a sus generales si estaban dispuestos a pasar sin
comodidades. Tenía pinta de ser cara, pesada y mucho más complicada
de montar que la mía. Hasta tenía un elegante escritorio plegable
cubierto de papeles, y había puesto encima de ellos piedras lisas y
limpias del río para que no se volaran.
Me levanté y observé con curiosidad los
papeles.
—Señor Kadam, ¿son las traducciones de la
profecía de Durga?
Oí un gruñido y un ruidito cuando el señor
Kadam sacó pesada estaca de la tierra. La tienda, de repente, se
dobló sobre sí misma y cayó al suelo convertida en una montaña de
pesada lona verde. Él se levantó para responder a mi
pregunta.
—Sí, he empezado a trabajar en la traducción
del monolito. Estoy bastante seguro de que tenemos que ir a Hampi.
También me he hecho una idea de lo que estamos buscando.
—Hmmm —comenté, mirando sus notas.
La mayoría no estaban en inglés. Mientras
bebía agua, toqué el amuleto que me había dado Kishan.
—Señor Kadam, Kishan me ha dado este
fragmento del amuleto con la esperanza de que me proteja. ¿El suyo
lo protege? ¿Pueden hacerle daño?
Se acercó al todoterreno y echó la tienda
enrollada dentro. Después se apoyó en el parachoques.
—El amuleto me ayuda a protegerme de las
heridas más graves, pero puedo cortarme, o caerme y torcerme el
tobillo —me explicó; después se acarició la corta barba,
pensativo—. He enfermado, aunque no he padecido nada serio. Los
cortes y montones se me curan muy deprisa, aunque no tanto como a
Ren o Kishan.
Tomó el amuleto que me colgaba del cuello y
lo examinó con atención.
—Cada fragmento tiene unas propiedades
distintas. No sabemos realmente hasta dónde llega su poder en estos
momentos. Es un misterio que espero resolver algún día. Sin
embargo, lo más prudente es no correr riesgos. Si algo le parece
peligroso, evítelo. Si algo la persigue, corra. ¿Lo entiende?
—Lo pillo.
Dejó caer el amuleto y siguió metiendo cosas
en el todoterreno.
—Me alegro de que Kishan accediera a
dárselo.
—¿Accediera? Creí que esto había sido idea
de él.
—No, realidad por eso quiso Ren venir aquí,
para pedirle el amuleto. Su intención era quedarse aquí hasta
convencer a Kishan de que se lo diera a usted.
—¿En serio? —pregunté, perpleja—. Creía que
intentábamos convencer a Kishan para que se uniera a
nosotros.
El señor Kadam sacudió la cabeza con aire
melancólico.
—Sabíamos que había pocas esperanzas en ese
sentido. Kishan nunca ha prestado atención a mis anteriores
intentos de reclutarlo para nuestra causa. Me he pasado años
ideando estrategias para sacarlo de la jungla y ayudarlo a llevar
una vida más cómoda en la casa, pero él prefiere quedarse
allí.
—Se está castigando por la muerte de
Yesubai.
—¿Ha hablado de eso con usted? —me preguntó,
sorprendido.
—Sí, me dijo lo que pasó cuando murió
Yesubai. Todavía se culpa, y no solo por su muerte, sino también
por lo que les pasó a Ren y a él. Kishan me da mucha pena.
—Es usted una persona muy compasiva y
perspicaz para ser tan joven, señorita Kelsey —comentó el señor
Kadam—. Me alegro de que Kishan pudiera confiar en usted. Eso
quiere decir que todavía hay esperanza.
Lo ayudé a recoger sus papeles, la silla
plegable y la mesa. Cuando terminamos, le di unas palmaditas a Ren
en el hombro para hacerle saber que estábamos listos. Se levantó
despacio, arqueó el lomo, agitó la cola y dobló la lengua en un
gigantesco bostezo. Tras restregarse la cabeza en mi mano, me
siguió al todoterreno. Subí al asiento del copiloto y dejé abierta
la parte de atrás para que Ren se tumbara dentro.
El señor Kadam condujo de vuelta a la
autopista, disfrutando de la carrera de obstáculos compuesta por
tocones de árbol, arbustos, rocas y baches. Los amortiguadores del
vehículo eran de lo mejor, pero tuve que agarrarme con fuerza al
asidero de la puerta y frenarme con el salpicadero para evitar
golpearme la cabeza contra el techo. Por fin llegamos de nuevo a la
lisa autopista y nos dirigimos al suroeste.
—Hábleme de su semana con los dos tigres —me
pidió el señor Kadam.
Eché un vistazo a Ren, que estaba atrás.
Parecía dormir, así que decidí empezar contándole primero lo de la
caza y retroceder en el tiempo desde ahí. Le conté todo..., bueno,
casi todo. No 1e hablé de lo del beso. No era porque pensara que el
señor Kadam no lo entendería; de hecho, creo que lo habría hecho.
El problema era que no estaba segura de que Ren estuviera de verdad
dormido, y todavía no quería compartir con él mis sentimientos, así
que me salté esa parte.
El señor Kadam estaba muy interesado en
saber de Kishan. Se quedó perplejo cuando el príncipe salió de la
jungla para que le diera más comida para mí. Dijo que Kishan no
había demostrado interés por nada ni nadie desde la muerte de sus
padres.
Le conté que se había quedado conmigo cinco
días, mientras Ren salía de caza, y que habíamos hablado sobre cómo
conoció a Yesubai. Intenté hablar en voz baja y susurrar su nombre
para no molestar a Ren. El señor Kadam parecía sorprendido por mi
necesidad de hablar en código, pero me siguió la corriente. Asentía
con la cabeza y escuchaba atentamente mis comentarios sobre «ya
sabe quién» y «lo que pasó en aquel palacio».
Me daba cuenta de que él sabía más cosas y
de que podría rellenar los espacios en blanco. Sin embargo, no me
daría la información sin más. El señor Kadam era de esas personas
que saben guardar secretos. Era una característica que jugaba tanto
en mi favor como en mi contra. Al final decidí que era buena idea
cambiar de tema y pasar a la niñez de Ren y Kishan.
—Ah, los chicos eran el orgullo y la alegría
de sus padres. Se trataba de unos príncipes muy dados a meterse en
líos y expertos en emplear todo su encanto para salir de ellos. Les
daban todo lo que deseaban, aunque tenían que trabajar con ahínco
para conseguirlo.
»Dreschen, su madre, era una mujer poco
convencional para la India. Los disfrazaba para que jugaran con los
niños pobres. Quería que sus hijos estuvieran abiertos a todas las
culturas y prácticas religiosas. Al casarse con el padre de los
niños, el rey Rajaram, había unido dos culturas. El rey la amaba y
le permitía hacer lo que quisiera sin hacer caso de lo que opinaran
los demás. Los chicos se criaron con lo mejor de ambos mundos.
Estudiaron de todo, desde política y artes bélicas hasta cómo
pastorear y cultivar. No solo conocían el manejo de las armas de la
India, sino que también tenían acceso a los mejores profesores de
toda Asia.
—¿Hacían otras cosas? ¿Cosas de adolescentes
normales?
—¿Qué clase de cosas quiere saber?
—Pues... ¿salían? —pregunté, nerviosa.
—No —respondió el señor Kadam, arqueando una
ceja—. En absoluto. La historia que me ha contado usted sobre
—añadió, guiñando un ojo—, «ya sabe quién» es la primera que oigo
al respecto. Sinceramente, no tenían tiempo para esas cosas, y, en
cualquier caso, los dos habrían tenido que pasar por un matrimonio
concertado.
Apoyé la cabeza en el asiento tras echarlo
un poco atrás. Intenté imaginar cómo habían sido sus vidas. Debía
de haber resultado difícil no tener elección, aunque, por otro
lado, contaban con privilegios de los que los demás no podían
disfrutar. Sin embargo, la libertad de elección era algo que me
parecía muy importante.
Tardé poco en perder el hilo de mis
pensamientos, y mi cuerpo, muy cansado, me obligó a dormir. Cuando
desperté, el señor Kadam me pasó un sándwich y un enorme zumo de
fruta.
—Adelante, coma algo. Pararemos a pasar la
noche en un hotel, así que podrá dormir tranquilamente en una buena
cama, para variar.
—¿Y Ren?
—Elegí un hotel cerca de una pequeña zona de
jungla. Podemos dejarlo allí y recogerlo cuando nos vayamos.
—¿Y las trampas para tigres?
—Se lo contó, ¿no? —preguntó riéndose en voz
baja—. No se preocupe, señorita Kelsey, no creo que cometa el mismo
error dos veces. En esa zona no hay animales grandes, así que la
gente del pueblo no espera que aparezca ninguno. Si se oculta bien,
no tendremos muchos problemas.
Una hora después, el señor Kadam aparcó
cerca de una densa área verde a las afueras de un pueblecito y dejó
que Ren saliera. Seguimos en coche hasta la población, que estaba
llena de casas y gente con ropa de vivos colores, y paramos delante
de nuestro hotel.
—No es de cinco estrellas —explicó el señor
Kadam—, pero tiene su encanto.
En el reluciente escaparate cuadrado de una
tienda vi algunos artículos en venta. Encima de la tienda había un
cartel gigantesco sujeto por una estructura de madera. Estaba
pintado de rosa y rojo, y anunciaba el nombre de la tienda, aunque
yo no podía leerlo, y en él se veía una anticuada botella de cola,
objeto reconocido a nivel internacional, fuera cual fuese el idioma
que lo acompañara.
El señor Kadam se acercó a la recepción del
hotel mientras yo daba una vuelta y examinaba los interesantes
productos que vendían. Encontré chocolatinas y refrescos
estadounidenses mezclados con caramelos desconocidos y polos de
sabores exóticos.
El señor Kadam recogió nuestras llaves, y
compró un par de colas y dos polos. Me pasó uno blanco y él se
quedó con el naranja. Le quité el envoltorio y olí con precaución
el dulce helado.
—No será de algo así como brotes de soja y
curry, ¿no?
—Pruébelo —respondió, sonriendo.
Lo hice y me sorprendió comprobar que sabía
a coco. «No está tan bueno como el helado de chocolate Tillamook,
pero no sabe nada mal», pensé.
El señor Kadam le dio un mordisco a su polo,
lo levantó esbozando una amplia sonrisa y dijo:
—Mango.
El hotel de color verde tenía dos plantas,
una puerta de hierro forjado, un patio de hormigón y adornos en
rosa estridente. En el centro de mi habitación había una cama de
matrimonio. Una colorida cortina ocultaba un armarito con unas
cuantas perchas de madera. Sobre una mesa encontré una palangana y
una jarra con agua fresca, además de un par de tazas de cerámica.
En vez de aire acondicionado, un ventilador de techo giraba con
pereza sobre mí, apenas capaz de mover el aire caliente. No había
baño. Todos los huéspedes compartían las instalaciones de la planta
baja. No era lujoso, pero, sin duda, ganaba a la jungla por
goleada.
Después de asegurarse de que estaba bien y
de entregarme la llave, el señor Kadam me dijo que se reuniría
conmigo tres horas después, para la cena, y se retiró para darme
algo de intimidad.
Apenas había salido por la puerta cuando una
mujer india bastante bajita y vestida con una vaporosa camisa
naranja y una falda blanca entró en el cuarto para llevarse mi ropa
sucia. Volvió en unos instantes con la ropa lavada para colgarla en
el tendedero que tenía al otro lado de mi puerta. La ropa se agitó
suavemente con la brisa, y yo me adormecí escuchando aquel
tranquilizador sonido doméstico.
Después de una siestecita y de esbozar unos
cuantos retratos del tigre Ren, me trencé el pelo y lo até con una
cinta roja, a juego con mi camiseta roja. Acababa de ponerme las
zapatillas de deporte cuando el señor Kadam llamó a la
puerta.
Me llevó a comer a lo que él aseguraba que
era el mejor restaurante del lugar, The Mango
Flower. Nos subimos a una pequeña lancha-taxi que cruzaba el
río y entramos en un edificio que parecía la casa principal de una
hacienda, rodeado de plataneras palmeras y mangos.
Rodeamos la parte de atrás y recorrimos un
camino empedrado que llevaba hasta una asombrosa vista del río. Por
todo el patio había mesas de madera maciza con la parte superior
reluciente y bancos de piedra. En la esquina de cada una de las
mesas había unos ornados faroles de hierro que proporcionaban la
única iluminación. Un arco de ladrillo, a la derecha del patio,
estaba cubierto de blancos jazmines que perfumaban el aire de la
noche.
—¡Señor Kadam, es precioso!
—Sí, el hombre de la recepción me lo
recomendó. Me pareció que le vendría bien una buena comida, ya que
lleva una semana comiendo raciones militares.
Dejé que él pidiera por mí, dado que yo no
tenía ni idea de lo que decía el menú. Disfrutamos de una cena de
arroz basmati, verduras a la parrilla,
pollo saag (que resultó ser pollo
cocinado con crema de espinacas), un pescado blanco hojaldrado con
chutney de mango, buñuelos pakora de verdura, gambas con coco, pan naan y una especie de limonada con un toque de
comino y menta llamada jal jeera. Probé
la limonada, me pareció demasiado ácida para mi gusto, y acabé
dejándola a un lado y bebiendo mucha agua.
Cuando empezamos a comer, pregunté al señor
Kadam qué más había descubierto sobre la profecía.
Se limpió la boca con la servilleta, bebió
un poco de agua y respondió:
—Creo que lo que buscamos se llama el Fruto
Dorado de la India. La historia del Fruto Dorado es una leyenda muy
antigua, olvidada por casi todos los eruditos —explicó, acercándose
un poco más a mí y bajando la voz—. Se suponía que era un objeto de
origen divino entregado a Hanuman para que este lo vigilara y
protegiera. ¿Quiere que le cuente la historia?
Bebí un poco de agua y asentí con la
cabeza.
—Hace mucho tiempo, la India era un vasto
páramo completamente inhabitable. Estaba lleno de serpientes
venenosas, grandes desiertos y animales feroces. Entonces, los
dioses bajaron y el aspecto de la tierra cambió: crearon al hombre
y le dieron regalos especiales. El primero de ellos fue el Fruto
Dorado. Cuando lo plantaron, nació un fuerte árbol, y del fruto que
creció en el árbol se sacaron semillas que se esparcieron por toda
la India, convirtiéndola en una tierra fértil capaz de alimentar a
millones de personas.
—Pero, si plantaron el Fruto Dorado,
desaparecería o se convertiría en las raíces del árbol, ¿no?
—Un fruto de aquel primer árbol maduró
rápidamente y se hizo de oro, y ese Fruto Dorado fue el que
escondió Hanuman, el rey mitad hombre, mitad mono de Kishkindha.
Siempre que el fruto esté protegido, el pueblo de la India estará
alimentado.
—¿Y ese es el fruto que debemos encontrar?
¿Y si Hanuman sigue protegiéndolo y no podemos conseguirlo?
—Hanuman protegió el fruto guardándolo en su
fortaleza y rodeándolo de criados inmortales que lo vigilan. No sé
mucho de las barreras que colocaría. Supongo que habrá más de una
trampa diseñada para apartarlos de su objetivo. Por otro lado,
usted es la bendecida por Durga, y también cuenta con su
protección.
Me restregué la mano de manera inconsciente.
Me hacía cosquillas. El dibujo de henna estaba algo desteñido, pero
yo sabía que seguía allí. Bebí un poco más de agua.
—¿De verdad cree que encontraremos algo?
Quiero decir, ¿de verdad cree en todo esto?
—No lo sé. Espero que sea cierto y que
logremos liberar a los tigres. Intento mantener la mente abierta.
Sé que existen poderes que no soy capaz de comprender, y cosas que
nos moldean y que no podemos ver. Yo no debería seguir vivo, pero
lo estoy. Ren y Kishan fueron atrapados por algún tipo de magia que
no entiendo, y ayudarlos es mi deber.
Debí poner cara de preocupación, porque me
dio unas palmaditas en la mano y dijo:
—No tema, tengo la sensación de que todo
saldrá bien. Esa fe me mantiene centrado en nuestro objetivo.
Confío plenamente en Ren y en usted, y, por primera vez en siglos,
creo que hay esperanza.
Dio una palmada y se frotó las manos.
—Bueno, ¿nos concentramos en el postre?
—preguntó.
Pidió kulfi para
los dos, y me explicó que era un helado indio hecho con nata fresca
y frutos secos. Ayudaba a refrescarnos del calor de la noche,
aunque no era tan dulce ni tan cremoso como el helado
estadounidense.
Después de la cena, paseamos de vuelta al
barco y hablamos sobre Hampi. El señor Kadam me aconsejo que
visitáramos un templo local de Durga antes de entrar en las ruinas
para buscar la entrada a Kishkindha.
Mientras paseábamos tranquilamente por el
pueblo en dirección al mercado, vimos de lejos nuestro hotel de
color verde. El señor Kadam se volvió hacia mí con expresión
avergonzada y me dijo:
—Espero que me perdone por haber elegido un
hotel tan modesto. Quería estar lo más cerca posible de la jungla
por si Ren me necesitaba. Aquí puede encontrarnos en un momento si
quiere algo, y me siento más seguro cuando estoy cerca de él.
—No pasa nada, señor Kadam. Después de pasar
una semana en la jungla, el hotel me parece lujoso.
Se río y asintió con la cabeza. Recorrimos
los puestos del mercado, y el señor Kadam compró algo de fruta para
el desayuno y una especie de pasteles de arroz envueltos en hojas
de plátano. Eran similares a las que me preparó Phet, aunque el
señor Kadam me aseguró que estos eran dulces, no picantes.
Tras prepararme para ir a la cama, ahuequé
la almohada y me la puse detrás de la espalda, me coloqué la colcha
recién lavada y seca en el regazo, y pensé en Ren, solo en la
jungla. Me sentí culpable por estar allí dentro mientras el pasaba
la noche fuera. También lo echaba de menos y me sentía sola. Me
gustaba tenerlo cerca. Dejé escapar un profundo suspiro, deshice la
trenza, me metí bajo las sábanas y me dormí.
Más o menos a medianoche, alguien llamo con
timidez a la puerta. Yo no sabía si abrirla; era tarde y no podía
ser el señor Kadam. Me acerqué, puse la mano encima de la madera
sin hacer ruido y escuché.
Oí que llamaban otra vez y una voz familiar
que susurraba:
—Kelsey, soy yo.
Abrí el pestillo de la puerta y me asomé.
Ren estaba allí de pie, vestido con su ropa blanca, descalzo y con
una sonrisa triunfal en la cara. Lo metí dentro y siseé:
—¿Qué haces aquí? ¡Es peligroso que entres
en el pueblo! ¡Si te ven enviarán a alguien a cazarte!
—Te echaba de menos —respondió, encogiéndose
de hombros.
—Y yo a ti —dije, esbozando una
sonrisa.
Él apoyó un hombro en el marco de la puerta,
como si nada.
—¿Quiere eso decir que puedo quedarme?
Dormiré en el suelo y me iré antes de que se haga de día. No me
verá nadie, lo prometo.
—Vale —contesté, suspirando—, pero prométeme
que te irás temprano. No me gusta que te arriesgues así.
—Lo prometo —me aseguró; se sentó en la
cama, me tomó de la mano y tiró de mí para que me sentara junto a
él—. No me gusta dormir a oscuras, en la jungla, solo.
—A mí tampoco me gustaría.
Bajó la mirada hacia nuestras manos
entrelazadas.
—Cuando estoy contigo, vuelvo a sentirme un
hombre. Cuando estoy ahí afuera, solo, me siento como una bestia,
como un animal —dijo, y levantó la cabeza para mirarme a los
ojos.
—Lo entiendo —respondí, apretándole la
mano—. No pasa nada, de verdad.
—Ha sido difícil encontrar tu rastro —repuso
con una sonrisa—. Por suerte para mí, decidisteis ir andando a
cenar, así que pude seguir tu olor hasta esta puerta.
Algo en la mesita de noche le llamo la
atención. Se inclinó sobre mí para recoger mi diario, que estaba
abierto. Había hecho un dibujo de un tigre..., de mi tigre. Los
dibujos del circo no estaban mal, pero aquel último era más
personal y estaba lleno de vida. Ren se quedó mirándolo un momento,
mientras yo me ponía cada vez más roja.
Recorrió con un dedo los rasgos del tigre y
susurro con cariño:
—Algún día te daré un retrato de mi
verdadero yo.
Dejó el diario en la mesita, pensativo, me
tomó ambas manos y se volvió hacia mí con una mirada intensa.
—No quiero que solo veas un tigre cuando me
miras. Quiero que me veas a mí, al hombre —afirmó; justo cuando
parecía a punto de tocarme la mejilla, se detuvo y retiró la mano—.
Llevo demasiados años con la máscara de tigre puesta. Me ha robado
la humanidad. —Asentí con la cabeza, y él me apretó las manos y
susurró—: Kells, no quiero seguir siendo él, quiero ser yo. Quiero
tener una vida.
—Lo sé —respondí en voz baja, y le acaricie
la mejilla—. Ren...
Me quedé paralizada cuando él se llevó mi
mano a los labios y me besó la palma. Noté un cosquilleo. Sus ojos
azules me examinaban, desesperados, deseosos, queriendo algo de
mí.
Yo quería decir algo para tranquilizarlo,
algo que lo consolara, pero no me salían las palabras. Su súplica
me alteraba. Me sentía muy unida a él, notaba una conexión muy
fuerte. Quería ayudarlo, quería ser su amiga y quería..., puede que
quisiera algo más. Intenté identificar y poner nombre a mis
reacciones. Lo que sentía por él parecía demasiado complicado para
definirlo, aunque pronto me resultó obvio que la emoción más
fuerte, la que alteraba mi corazón... era amor.
Había construido una presa alrededor de mi
corazón después de la muerte de mi familia. En realidad no me había
permitido amar a nadie porque temía que me lo quitaran. Evitaba a
posta la intimidad con los demás. Me gustaba la gente y tenía
muchos amigos, pero no me arriesgaba a querer, no de aquella
manera.
La vulnerabilidad de Ren me había permitido
bajar la guardia, y, poco a poco, él había derribado mi presa. Olas
de tiernos sentimientos saltaban por encima de ella y se metían por
las grietas. Los sentimientos me inundaron y se derramaron dentro
de mí. Me daba miedo abrirme y volver a querer a alguien. El
corazón me palpitaba con fuerza y oía los latidos en el pecho.
Estaba segura de que él también los oía.
La expresión de Ren cambió al verme la cara,
pasando de la tristeza a la preocupación.
«¿Cuál es el siguiente paso? ¿Qué debo
hacer? ¿Qué digo? ¿Cómo comparto lo que siento?»
Recordaba haber visto películas románticas
con mi madre, y nuestro dicho favorito era: «¡Cállate y bésala de
una vez!». A las dos nos frustraba que el héroe o la heroína no
hiciera lo que nos parecía obvio y, en cuanto aparecía un momento
tenso y romántico, las dos repetíamos nuestro mantra. Podía oír la
voz de guasa de mi madre dándome el mismo consejo: «Kells, ¡cállate
y bésalo ya!».
Así que me controlé y, antes de cambiar de
idea, me incliné sobre él para besarlo.
Se quedó helado y no siguió con el beso,
aunque tampoco me apartó. Simplemente dejó de... moverse. Me
aparté, vi su cara de sorpresa y me arrepentí de inmediato de mi
atrevimiento. Me levanté y me alejé, avergonzada. Quería poner
distancia entre nosotros mientras intentaba volver a levantar a
toda prisa los muros que rodeaban mi corazón.
Lo oí moverse. Me pasó una mano bajo el codo
para volverme hacia él. Él me puso un dedo bajo la barbilla e
intentó levantarme la cabeza, pero me negaba a mirarlo a los
ojos.
—Kelsey, mírame —me pidió; levanté la
mirada, que fue desde sus pies hasta el botón del centro de su
camisa—. Mírame.
Mis ojos siguieron subiendo. Pasaron por
encima de la piel dorada del pecho, del cuello y pararon en su
bello rostro. Sus ojos azul cobalto examinaron los míos,
inquisitivos. Dio un paso adelante. La respiración se me atragantó.
Levantó una mano y me rodeó lentamente la cintura. Con la otra, me
levantó la barbilla. Sin dejar de mirarme a la cara, me puso la
palma un segundo sobre la mejilla y recorrió el arco de mi pómulo
con el pulgar.
Su caricia era dulce, vacilante y cuidadosa,
como se tocaría a una paloma asustada. Su expresión era una mezcla
de asombro y alerta. Me estremecí. Se detuvo un instante más,
sonrió con ternura, inclinó la cabeza y rozó ligeramente mis labios
con los suyos.
El beso fue suave, indeciso, solo el leve
suspiro de un beso. La otra mano también me rodeó la cintura. Le
toqué tímidamente los brazos con la punta de los dedos. Estaban
calientes, y su beso era dulce. Me acercó más a él y me apretó un
poco contra su pecho. Yo me aferré a sus brazos.
Ren suspiró de placer y aumentó la
intensidad del beso. Me fundí dentro de él.
«¿Cómo puedo seguir respirando?»
Su perfume veraniego a sándalo me rodeaba.
Notaba cosquillas y vida en cada punto de mi cuerpo que
tocaba.
Me agarré con fervor a sus brazos. Sin
despegarse ni un momento de sus labios, Ren me tomó ambos brazos y
me los colocó alrededor de su cuello. Después bajó una de sus manos
por mi brazo desnudo hasta llegar a la cintura, mientras que con la
otra me acariciaba el pelo. Antes de darme cuenta de lo que
pretendía, ya me había levantado con un brazo y estrujado contra su
pecho.
No tengo ni idea de cuánto tiempo duró el
beso. Duró un segundo y una eternidad, todo a la vez. Mis pies
descalzos estaban a varios centímetros del suelo. Él sostenía todo
mi cuerpo con un brazo como si no le costara nada. Enterré los
dedos en su pelo y noté un ruido en su pecho; era como el ronroneo
del tigre. Después de aquello, perdí la capacidad de pensar con
coherencia y el tiempo se detuvo.
Todas las neuronas se disparaban a la vez en
mi cerebro, haciendo que mi sistema se colapsara y dejara de
funcionar. Nunca había imaginado que besar fuera así: sobrecarga
sensorial.
En algún momento, Ren me soltó a
regañadientes. Todavía me sostenía, lo que estaba bien porque, si
no, me habría caído. Me tocó la mejilla y me paso el pulgar muy
despacio por el labio inferior. Se quedó cerca de mí, con un brazo
en torno a mi cintura. La otra mano pasó a mi pelo, y sus dedos
empezaron a juguetear con mis rizos sueltos.
Tuve que parpadear unas cuantas veces para
aclararme la vista.
—Respira, Kelsey —dijo, riéndose en
silencio; tenía cara de sentirse muy satisfecho, y eso, por algún
motivo, me enfureció.
—Pareces muy contento.
—Lo estoy —respondió arqueando una
ceja.
—Bueno, no me has pedido permiso —repuse,
sonriendo.
—Hmmm, a lo mejor deberíamos arreglarlo
—dijo, acariciándome el brazo, dibujando circulitos con los dedos—.
¿Kelsey?
—¿Sí? —mascullé, distraída por su
avance.
—¿Me das...? —empezó a preguntar,
acercándose.
—¿Hmmm?
—¿Tu...?
Empezó a acariciarme el cuello con los
labios, para después pasar a la oreja. Me hacía cosquillas con sus
susurros, y noté que sonreía.
—¿Permiso...?
La piel de los brazos se me puso de gallina,
y me estremecí.
—¿Para besarte?
Asentí débilmente con la cabeza y,
poniéndome de puntillas, le pase los brazos alrededor del cuello
para demostrarle que, sin duda, le daba permiso. Empezó a trazar su
propio camino descendente desde mi oreja a mi mejilla, muy, muy
despacio, dejando a su paso un reguero de besos. Se detuvo justo a
la altura de mis labios y esperó.
Yo sabía por qué esperaba, así que solo
tardé un segundo en susurrar, casi sin fuerzas:
—Sí.
Con una sonrisa triunfal, me aplastó contra
si pecho y me besó de nuevo. Esta vez, el beso fue más audaz y
juguetón. Acaricié sus fuertes hombros hasta llegar al cuello y lo
acerqué más a mí.
Cuando se retiró, una sonrisa de entusiasmo
le iluminaba la cara. Me levantó en volandas y dio vueltas conmigo
por la habitación, riéndose. Yo ya estaba del todo mareada cuando
se paró y apoyó su frente en la mía. Le toqué la cara tímidamente,
explorando los ángulos de su mejilla y labios con las puntas de los
dedos. Él se acercó más a ellos como solía hacer el tigre. Me reí
bajito y le acaricié el pelo, apartándoselo de la frente,
disfrutando de su sedosa textura.
Me sentía abrumada. No esperaba que mi
primer beso fuese tan... impactante. En unos instantes habíamos
reescrito el manual de mí universo. De repente, era una nueva
persona, tan frágil como una recién nacida, y me preocupaba que,
cuanto más profundizáramos en la relación, peor me sentiría si Ren
me dejaba. «¿Qué será de nosotros?» No había forma de saberlo, y me
di cuenta de que el corazón era un órgano delicado. «Con razón
había guardado el mío bajo llave.»
Él no sabía nada de mis pensamientos
negativos, así que intenté olvidarme de ellos y disfrutar del
momento. Tras dejarme en el suelo, me besó de nuevo brevemente y
siguió dándome besitos en el nacimiento del cabello y en el cuello.
Después me dio un cálido abrazo y se limitó a estrecharme contra
él. Me acarició el pelo y el cuello mientras susurraba dulces
palabras en su idioma materno. Al cabo de unos segundos, suspiró,
me besó en la mejilla y me dio un empujoncito hacia la cama.
—Duerme un poco, Kelsey. Los dos lo
necesitamos.
Después de una última caricia en la mejilla
con el dorso de la mano, se transformó en tigre y se tumbó en la
esterilla, al lado de mi cama. Me metí en la cama, bajo la colcha,
y me asomé para acariciarle la cabeza.
Tras poner el otro brazo bajo mi mejilla,
dije en voz baja:
—Buenas noches, Ren.
Él me restregó la mano con la cabeza, se
apoyó en ella y ronroneó. Después puso la cabeza sobre las patas y
cerró los ojos.
Mae West, la famosa actriz de vodevil, dijo
una vez que el beso de un hombre era su firma. Sonreí para mis
adentros: si era cierto, el beso de Ren era equivalente a la firma
de la Declaración de Independencia estadounidense.
Al día siguiente, Ren ya no estaba. Me
vestí y llamé a la puerta del señor Kadam.
La puerta se abrió y él me sonrió.
—¡Señorita Kelsey! ¿Ha dormido bien?
No detecté ningún sarcasmo, así que supuse
que Ren había decidido no contar su escapada nocturna al señor
Kadam.
—Sí, perfectamente. Quizá demasiado. Lo
siento.
Él hizo un gesto para quitarle importancia y
me pasó un pastel de arroz envuelto en hoja de plátano, fruta y una
botella de agua.
—No se preocupe, iremos a por Ren y nos
dirigiremos al templo de Durga. No hay prisa.
Volví a mi cuarto y me puse a desayunar.
Tras reunir lentamente mis escasas pertenencias, las metí en mi
bolsa de viaje pequeña. No hacía más que soñar despierta. Me miraba
en el espejo, y me tocaba el brazo, el pelo y los labios mientras
recordaba los besos de Ren. Tenía que espabilarme constantemente
para intentar centrarme en lo que hacía. Tardé una hora y media en
terminar lo que en otras circunstancias me habría llevado diez
minutos.
En la parte superior de la bolsa de viaje
puse mi diario. Encima coloqué mi colcha doblada y cerré la bolsa
para ir en busca del señor Kadam. Estaba esperándome en el
todoterreno, mirando unos mapas. Me sonrío y, a pesar del rato que
lo había hecho esperar, parecía de buen humor.
Recogimos a Ren, que salió de un salto entre
los árboles como si se tratara de un cachorrito juguetón. Cuando
llegó al todoterreno, me asomé para acariciarlo y él se sentó sobre
las patas traseras para darme con el hocico en la mano y lamerme el
brazo a través de la ventanilla abierta. Saltó al asiento trasero,
y el señor Kadam se puso en marcha.
Siguió con precaución las rutas del mapa y
se metió por una carretera de tierra que atravesaba la jungla hasta
que paramos delante del templo de piedra de Durga.