1
Kelsey
Estaba al borde de un precipicio.
Técnicamente, estaba en la cola de una oficina de trabajo temporal
en Oregón, pero para mí era como un precipicio. Atrás dejaba la
infancia, el instituto, y la ilusión de que la vida era buena y
sencilla. Por delante tenía el futuro: universidad, varios trabajos
de verano para ayudar a pagar las matrículas y la probabilidad de
una edad adulta solitaria.
La cola avanzó. Era como si llevara horas
esperando a que dieran una pista sobre algún trabajo de verano.
Cuando por fin me tocó, me acerqué al escritorio de una empleada
aburrida y cansada que hablaba por teléfono. La mujer me hizo un
gesto para que me acercara y me sentara. Una vez hubo colgado, le
entregué algunos formularios y ella empezó la entrevista con aire
mecánico.
—Nombre, por favor.
—Kelsey. Kelsey Hayes.
—¿Edad?
—Diecisiete, casi dieciocho. Mi cumpleaños
es dentro de poco.
Ella selló los formularios.
—¿Ha terminado secundaria?
—Sí, terminé hace un par de semanas. Pienso
matricularme en Chemeketa este otoño.
—¿Nombre de los padres?
—Madison y Joshua Hayes, pero mis tutores
son Sarah y Michael Neilson.
—¿Tutores?
«Ya estamos otra vez», pensé. Por algún
motivo, explicar mi vida no se iba haciendo más fácil con el paso
del tiempo.
—Sí. Mis padres... fallecieron. Murieron en
un accidente de coche durante mi primer año de instituto.
Ella se inclinó sobre los papeles y estuvo
un buen rato garabateando. Hice una mueca y me pregunté qué estaría
escribiendo.
—Señorita Hayes, ¿le gustan los
animales?
—Claro. Bueno..., sé cómo darles de
comer...
«¿Se puede ser más tonta? —me regañé
mentalmente—. Así solo conseguiré que no me contrate nadie.»
—Quiero decir, claro, me encantan los
animales —afirmé después de aclararme la garganta.
La mujer no parecía muy interesada en mi
respuesta; me pasó un anuncio de empleo.
SE
NECESITA:
UN EMPLEADO
TEMPORAL PARA DOS SEMANAS
DE
TRABAJO.
ENTRE LAS
RESPONSABILIDADES SE INCLUYE:
VENDER ENTRADAS,
DAR DE COMER A LOS ANIMALES
Y LIMPIAR DESPUÉS
DEL ESPECTÁCULO.
Nota: como hay
que cuidar del tigre y los perros las 24 horas del
día, 7 días a la
semana, se ofrece alojamiento y comida.
El trabajo era para el Circo Maurizio, un
pequeño circo familiar que estaba en el recinto ferial. Recordé que
en la tienda me habían dado un cupón para ir y que incluso había
considerado la posibilidad de ofrecerme a llevar a los hijos de mis
padres de acogida: Rebecca, que tiene seis años, y Samuel, que
tiene cuatro. Así Sarah y Mike habrían tenido algo de tiempo para
estar solos. Sin embargo, después perdí el cupón y se me
olvidó.
—Bueno, ¿quieres el trabajo o no? —preguntó
la mujer, impaciente.
—Un tigre, ¿eh? ¡Suena interesante! ¿También
hay elefantes? Porque creo que recoger caca de elefante sería
demasiado para mí —dije, y me reí en silencio de mi broma, pero la
mujer ni siquiera sonrió.
Como no tenía otra opción, respondí que lo
haría, y ella me entregó una tarjeta con una dirección y me explicó
que tenía que estar allí a las seis de la mañana.
—¿Me necesitan a las seis de la mañana?
—pregunté, arrugando la nariz.
La empleada me miró, después miró hacia la
cola y gritó:
—¡Siguiente!
«¿En qué me he metido? —pensé mientras subía
al coche de Sarah, un híbrido, para volver a casa; suspiré—. Podría
ser peor. Podría haber tenido que hacer hamburguesas. Los circos
son divertidos, aunque espero que no haya elefantes.»
En general, vivir con Sarah y Mike no
estaba mal. Me daban mucha más libertad que los padres de la
mayoría de los niños y creo que mantenemos una relación respetuosa
y sana... Bueno, me respetan todo lo que pueden respetar los
adultos a una persona de diecisiete años, claro. Yo los ayudaba a
cuidar de sus hijos y procuraba no meterme en líos. No era lo mismo
que estar con mis padres, pero éramos una especie de familia.
Aparqué con precaución el coche en el garaje
y entré en la casa. Sarah estaba atacando a un cuenco con una
cuchara de madera. Dejé el bolso en una silla y fui a por un vaso
de agua.
—Veo que estás haciendo galletas veganas
otra vez. ¿Qué se celebra? —pregunté.
Sarah metió a presión la cuchara de madera
en la densa masa varias veces, como si la cuchara fuera un
picahielos.
—Le toca a Sammy llevar la merienda para sus
amigos.
Tosí para disimular la risa. Ella entrecerró
los ojos y me miró con aire astuto.
—Kelsey Hayes, que tu madre hiciera las
mejores galletas del mundo no quiere decir que yo no pueda hacer
una merienda decente.
—No dudo de tus habilidades, sino de tus
ingredientes —respondí mientras levantaba un tarro—. Sucedáneo de
mantequilla de nueces, semillas de lino, proteína en polvo, pita y
suero. Me sorprende que no le haya echado papel reciclado. ¿Dónde
está el chocolate?
—A veces uso algarroba.
—La algarroba no es chocolate. Sabe a tiza
marrón. Si vas a hacer galletas, tendrías que hacer...
—Lo sé, lo sé: galletas de chocolate y
calabaza o galletas de doble chocolate y mantequillas de cacahuete.
Son muy malas para la salud, Kelsey —respondió, suspirando.
—Pero están muy buenas.
Sarah se lamió un dedo y siguió moviendo la
cuchara.
—Por cierto, tengo trabajo —comenté—. Voy a
limpiar y alimentar a los animales en un circo. Está en el recinto
ferial.
—¡Bien por ti! Parece toda una experiencia
—respondió ella, más animada—. ¿Qué clase de animales?
—Perros, sobre todo. Y creo que hay un
tigre. Pero seguramente no tendré que hacer nada peligroso. Seguro
que tienen a expertos en tigres para esas cosas. Lo que sí tengo
que hacer es empezar muy temprano y dormir allí las próximas dos
semanas.
—Hmmm —meditó Sarah un momento—. Bueno, nos
tienes a una llamada de teléfono si nos necesitas. ¿Te importaría
sacar del horno el guiso de coles de Bruselas al «periódico
reciclado»?
Coloqué la apestosa cazuela en el centro de
la mesa mientras ella metía las bandejas de galletas en el horno y
llamaba a los niños para comer. Mike entró, dejó su maletín y le
dio un beso a su mujer en la mejilla.
—¿Qué... olor es ese? —preguntó,
suspicaz.
—Guiso de coles de Bruselas —respondí,
sorprendida de que de verdad quisiera conocer la fuente del
hedor.
—Y he hecho galletas para los amigos de
Sammy —anunció Sarah, orgullosa—. Te guardaré la mejor para
ti.
Mike me lanzó una mirada cómplice que su
mujer captó. Sarah le azotó el muslo con el paño de cocina.
—Si esa es la actitud que Kelsey y tú
pensáis tener esta noche, os va a tocar a los dos recoger
después.
—Venga, cielo, no te enfades.
Mike le dio otro beso a Sarah y la abrazó,
haciendo todo lo posible por librarse de la tarea.
Lo tomé como mi oportunidad para salir de la
cocina. Mientras lo hacía, oí a Sarah reírse.
«Algún día me gustaría que un chico
intentara librarse así de lavar los platos», pensé, y sonreí.
Al parecer, las negociaciones de Mike
salieron bien, ya que a él le tocó acostar a los críos en vez de
limpiar, mientras que yo me quedé lavando los platos sola. No me
importaba hacerlo, la verdad, aunque, en cuanto terminé, decidí que
yo también debía irme a la cama. Las seis de la mañana era muy, muy
temprano.
Subí las escaleras en silencio hasta mi
cuarto, que era pequeño y acogedor. Solo tenía una cama sencilla,
una cómoda con espejo, un escritorio para mi ordenador y hacer los
deberes, un armario, mi ropa, mis libros, una cesta de cintas de
colores para el pelo y la colcha de mi abuela.
Mi abuela hizo la colcha de retazos cuando
yo era pequeña. A pesar de mi edad, recuerdo perfectamente verla
coserlo todo, siempre con el mismo dedal metálico en el dedo.
Recorrí con los dedos una mariposa de la colcha, que ya estaba
desgastada y deshilachada por las esquinas, y recordé que una noche
saqué el dedal de su caja de costura para sentirla cerca de mí.
Aunque era algo mayor para eso, seguía durmiendo con la colcha
todas las noches.
Me puse el pijama, deshice la trenza y me
cepillé el pelo mientras rememoraba cómo me lo cepillaba mi madre
mientras hablábamos.
Después me metí bajo las sábanas calentitas,
puse el despertador a las cuatro y media de la mañana (ay) y me
pregunté qué narices se podía hacer con un tigre tan temprano y
cómo iba a sobrevivir al circo de tres pistas en que se estaba
convirtiendo mi vida. Me gruñó el estómago.
Miré hacia la mesita de noche, hacia las dos
fotos que tengo puestas. Una es de los tres juntos: mi madre, mi
padre y yo en una fiesta de Año Nuevo. Acababa de cumplir doce años
y me habían rizado el pelo para la foto, pero se veía mustio porque
me había dado una pataleta al intentar ponerme laca. En la
fotografía sonreía, a pesar de que tenía un reluciente aparato en
los dientes. Daba gracias por mis dientes blancos y rectos, pero
por aquel entonces odiaba a muerte el aparato.
Toqué el cristal y puse el pulgar brevemente
sobre la imagen de mi cara pálida. Siempre había deseado ser
esbelta, bronceada, rubia y de ojos azules. Sin embargo, tenía los
mismos ojos castaños que mi padre y la tendencia a los kilos de más
de mi madre.
La otra fotografía era de mis padres el día
de su boda. Había una fuente preciosa al fondo, y eran jóvenes,
estaban contentos y se sonreían. Es lo que yo quería para mí algún
día: quería a alguien que me mirase así.
Me puse boca abajo, me coloqué la almohada
bajo la mejilla y me dormí pensando en las galletas de mi
madre.
Aquella noche soñé que me perseguían por la
jungla y, cuando me volví para ver quién tenía detrás, me
sorprendió ver un tigre enorme. Mi representación en el sueño se
rio y sonrió, y después miró hacia delante y corrió más deprisa.
Oía el suave sonido de unas patas acolchadas que latían al mismo
ritmo que mi corazón.