3 El Tigre

 

Los niños salieron corriendo, convertidos en una turba chillona. Un autobús arrancó en el aparcamiento. Mientras el vehículo se despertaba, desperezándose ruidosamente entre silbidos, traqueteos y resoplidos por el tubo de escape, Matt se levantó y se estiró.
—¿Lista para el trabajo de verdad?
Gruñí porque ya tenía los músculos de los brazos doloridos.
—Claro, adelante.
Él empezó a limpiar los desperdicios de los asientos, y yo lo seguía empujándolos contra la pared. Cuando terminamos, me pasó una escoba.
—Tenemos que barrer toda la zona, empaquetarlo todo en sus cajas y guardarlo. Tú empiezas mientras yo llevo la caja al señor Maurizio.
—No hay problema.
Empecé por recorrer despacio el suelo, con la escoba por delante. Daba vueltas adelante y atrás, como una nadadora en una piscina, barriendo metódicamente la basura. En mi cabeza revivía las actuaciones que había visto. Lo que más me había gustado eran los perros, aunque el tigre tenía algo que me atraía. Al final, siempre acababa pensando en el gran felino.
«Me pregunto cómo será de cerca. ¿Y por qué huele a sándalo?»
No sabía nada sobre los tigres, salvo lo que había visto por la noche en el Nature Channel y en los números antiguos del National Geographic. Nunca había sentido interés por ellos, aunque, bien pensado, tampoco había trabajado nunca en un circo.
Cuando Matt regresó, yo ya casi había terminado de barrer. Se agachó para ayudarme a recoger el gigantesco montículo de basura, y después nos pasamos una hora entera empaquetando cajas y llevándolas al almacén.
Una vez hubimos acabado, Matt me dijo que tenía una hora o dos libres hasta que llegara el momento de ir a cenar con la troupe. Estaba deseando tener un poco de tiempo para mí, así que corrí de regreso a la tienda.
Me cambié de ropa, di unas cuantas vueltas en el catre hasta que encontré el punto menos incómodo y saqué mi diario. Mientras mordisqueaba el boli, reflexioné sobre lo interesantes que eran las personas que había conocido. Resultaba obvio que la gente del circo se consideraba una familia. Noté varias veces que siempre había alguien que se ofrecía a ayudarte, aunque no fuese su trabajo. También escribí un poco sobre el tigre. El tigre me interesaba mucho. «A lo mejor debería trabajar con animales y estudiar eso en la universidad», pensé. Entonces caí en lo poquísimo que me gustaba la biología y supe que nunca llegaría a nada en ese campo.
Ya era casi la hora de cenar. El apetitoso aroma que salía de la construcción principal me hizo la boca agua.
«Esto no tiene nada que ver con las galletas veganas de Sarah —pensé—. No, es como las galletas y la salsa que hacia la abuela.»
En el interior, Matt estaba colocando las sillas alrededor de ocho largas mesas plegables. Una de las meses estaba cubierta de comida italiana. Tenía una pinta fantástica. Le ofrecí ayuda pero el chico me apartó.
—Ya has trabajado lo suficiente por hoy, Kelsey. Relájate, yo me encargo.
Cathleen se acercó y me dijo:
—Ven a sentarte conmigo. No podemos empezar a comer hasta que el señor Maurizio haga los anuncios de la noche.
Efectivamente, en cuanto nos sentamos, el señor Maurizio hizo su entrada triunfal.
¡Favoloso! ¡Gran actuación, amigos! Y es un trabajo eccellente de nuestra nueva vendedora, ¿eh? ¡Esta noche toca celebrar! Mangiate. ¡Llenad los platos, mia famiglia!
Me reí entre dientes y pensé: «Representa su papel todo el rato, no solo en la pista».
—Supongo que eso quiere decir que lo hemos hecho bien, ¿no? —le pregunté a Cathleen.
—Pues sí. ¡A comer!
Hice cola con Cathleen, cogí uno de los platos de papel y lo llené de ensalada italiana, pasta rellena de espinacas y queso cubierta de salsa de tomate, pollo a la parmesana, y, como no me quedaba más espacio en el plato, me metí un palito de pan caliente en la boca, agarré una botella de agua y me senté. No pude evitar fijarme en la enorme tarta de queso y chocolate que había de postre, pero ni siquiera fui capaz de terminarme lo que tenía en el plato. Suspirando, dejé la tarta en paz.
Después de la cena me desplacé a una esquina tranquila del edificio y llamé a Sarah y Mike. Cuando colgué, me acerqué a Matt, que estaba guardando las sobras en el frigorífico.
—No he visto a tu padre en la mesa, ¿no come?
—Yo le llevé la comida, estaba ocupado con el tigre.
—¿Cuánto lleva trabajando con él? —pregunté, deseando saber más cosas del impresionante felino—. Según me dijeron, se supone que tengo que ayudar con el tigre.
Matt apartó una botella medio vacía de zumo de naranja, metió como pudo un contenedor con comida al lado y cerró el frigorífico.
—Unos cinco años. El señor Maurizio se lo compró a otro circo, que a su vez se lo había comprado a otro circo. La historia del tigre no está bien documentada. Mi padre dice que solo quiere hacer los trucos estándar y se niega a aprender nada nuevo, pero lo bueno es que nunca le ha dado ningún problema. Es bastante tranquilo, casi dócil, para ser un tigre.
—¿Y qué tengo que hacer con él? Quiero decir, ¿se supone que tengo que darle de comer?
—No te preocupes, no es tan difícil si no te acercas a los colmillos —se burló Matt—. Estoy de broma, solo tendrás que llevar la comida de un lado a otro. Mañana verás a mi padre y él te dará toda la información que necesites.
—¡Gracias, Matt!
Todavía quedaba una hora de luz, pero tendría que volver a levantarme temprano. Después de ducharme, lavarme los dientes y ponerme mi calentito pijama de franelas y las zapatillas de casa, me fui corriendo a mi tienda y me metí bajo la colcha de mi abuela. Me entró el sueño tras leer un capítulo del libro, así que me quedé profundamente dormida en un instante.

 

 

 

A la mañana siguiente, después del desayuno, corrí a la perrera y me encontré al padre de Matt jugando con los perros. Era como una versión adulta de Matt, con el mismo pelo y los mismos ojos castaños. Se volvió hacia mí cuando me acercaba y dijo:
—Hola. Kelsey, ¿no? Creo que hoy te toca ayudarme.
—Sí, señor.
—Llámame Andrew o señor Davis, si prefieres algo más formal —respondió, dándome la mano mientras esbozaba una cálida sonrisa—. Lo primero que tenemos que hacer es dar su paseo a estos animados bichejos.
—Parece fácil.
—Ya veremos —respondió entre risas.
El señor Davis me dio las correas suficientes para engancharlas a cinco collares. Los perros eran una interesante mezcla de chuchos, entre ellos un beagle, un cruce de galgo, un bulldog, un gran danés y un pequeño caniche negro. Los animales brincaban por todas partes y hacían que las correas se enrollasen entorno a ellos... y entorno a mí. El señor Davis se agachó para ayudarme y después salimos a la calle.
Era una mañana preciosa. El bosque desprendía un olor maravilloso y los perros estaban muy contentos, así que saltaban y tiraban de mí hacia uno y otro lado, menos hacia el que yo quería ir, claro. Se divertían haciendo crujir las agujas de pino y las hojas, y dejando al descubierto la tierra de abajo mientras olisqueaban cada centímetro cuadrado del terreno.
Mientras desenrollaba de un árbol la correa de un perro, dije al señor Davis:
—¿Le importa que le pregunte algunas cosas sobre el tigre?
—Claro que no, adelante.
—Matt me dijo que no sabían mucho de su historia. ¿Cómo llegó Dhiren al circo?
El padre de Matt se pasó una mano por la barba que empezaba a asomarle por la barbilla y respondió:
—El señor Maurizio lo compró a otro circo pequeño. Quería animar las actuaciones y supuso que si yo funcionaba bien con otros animales, ¿por qué no con los tigres? Éramos muy inocentes. Normalmente hace falta una formación exhaustiva para trabajar con los grandes felinos. El señor Maurizio insistió en que probara y, por suerte para mí, nuestro tigre es muy manejable.
»Aunque viajé con otro circo durante un tiempo, mi preparación era nula. Su adiestrador me enseñó a manejar un tigre y aprendí como cuidar de él. No sé si habría podido tratar con cualquiera de los otros felinos que vendían.
»Intentaron que me interesara por uno de sus siberianos, que eran muy agresivos, pero me di cuenta rápidamente de que no era adecuado para nosotros, así que negocié para quedarme con el blanco, ya que era más tranquilo y parecía gustarle trabajar conmigo. Si te digo la verdad, es como si nuestro tigre estuviese aburrido la mayor parte del tiempo.
Sopesé la información mientras caminábamos en silencio por el sendero. Mientras desenrollaba las correas de otro árbol, pregunté:
—¿Los tigres blancos vienen de la India? Creía que venían de Siberia.
—Mucha gente cree que son de Rusia porque la piel blanca los camufla en la nieve —respondió él, sonriendo—, pero los tigres siberianos son más grandes y naranja. Nuestro tigre es un tigre bengalí o indio —explicó; después me miró, pensativo, durante un instante y preguntó—: ¿Estás lista para ayudarme con el tigre hoy? Las jaulas tienen cierres de seguridad y yo te supervisaré en todo momento.
Sonreí al recordar el dulce aroma a jazmín que me llegó al final de la actuación del tigre. Uno de los peeros empezó a correr alrededor de mis piernas, despertándome de mi ensueño.
—¡Me encantaría, gracias! —contesté.
Después del paseo, devolvimos los perros a la perrera y les dimos de comer.
El señor Davis llenó el bebedero de agua con ayuda de una manguera. Después volvió la vista atrás y dijo:
—¿Sabes una cosa? Es posible que los tigres desaparezcan por completo en cuestión de diez años. La India ha aprobado varias leyes contra su caza. Los responsables son, principalmente, los cazadores furtivos y los aldeanos. Los tigres suelen evitar a los humanos, pero matan a muchas personas en la India todos los años y la gente, a veces, se toma la justicia por su mano.
El señor Davis me hizo un gesto para que lo siguiera. Rodeamos el edificio y llegamos a un enorme establo pintado de blanco con bordes azules. Abrió las anchas puertas y entramos.
La luz del sol se filtraba y calentaba la zona, sirviendo como foco para las partículas de polvo que volaban a nuestro alrededor cuando entramos. Me sorprendía la cantidad de luz que entraba en el edificio de dos plantas, a pesar de que solo había dos ventanas. Unas de grandes vigas subían desde el suelo y se arqueaban de un lado a otro del techo; las paredes estaban llenas de casillas vacías en las que había fardos de heno apilados hasta el techo. Seguí al señor Davis hasta el bello carromato para animales que había formado parte de la actuación del día anterior.
Una vez allí, recogió un gran jarro de vitaminas líquidas y dijo:
—Kelsey, te presento a Dhiren. Ven aquí, quiero enseñarte algo.
Nos acercamos a la jaula. El tigre, que había estado dormitando, levantó la cabeza y me observó, curioso, con sus relucientes ojos azules.
«Esos ojos... son hipnóticos. Me taladran, casi como si el tigre examinara mi alma.»
Me embargó una sensación de soledad, pero luché por mantenerla encerrada en el diminuto rinconcito en el que guardo esa clase de emociones. Tragué saliva rápidamente y dejé de mirar al tigre a los ojos.
El señor Davis tiró de una palanca del lateral, y un panel bajó y separó el lado de Dhiren del lateral que estaba junto a la puerta. El señor Davis abrió la puerta, llenó el plato de agua del tigre, añadió un cuarto de taza de vitaminas líquidas, cerró y echó la llave. Después empujó la palanca para elevar el panel de nuevo.
—Voy a hacer algo de papeleo. Quiero que traigas el desayuno del tigre —me indicó—. Vuelve al edificio principal y mira detrás de las cajas. Verás un frigorífico. Llévate esta carretilla roja para traer la carne hasta aquí. Después saca otro paquete del congelador y mételo en el frigorífico para que se descongele. Cuando vuelvas, mete la comida en la jaula de Dhiren como he hecho yo con las vitaminas. Asegúrate de cerrar primero el panel de seguridad. ¿Podrás hacerlo?
—No hay problema —respondí mientras agarraba la carretilla y me dirigía a la puerta.
Encontré la carne bastante deprisa y regresé en cuestión de minutos.
«Espero que la puerta de seguridad sea resistente y no acabe convertida yo en desayuno», pensé mientras tiraba de la palanca, colocaba la carne cruda en un gran cuenco y la metía con cuidado en la jaula. Mantuve la mirada fija en el tigre, pero él no se movió, se limitaba a mirarme.
—Señor Davis, ¿el tigre es hembra o macho?
De la jaula surgió un ruido: era el tigre, dejando escapar un profundo gruñido.
—¿Y tú por qué me gruñes? —le pregunté, volviéndome para mirarlo.
—Ah, lo has ofendido —comentó el padre de Matt, riéndose—. Es muy sensible, ¿sabes? En respuesta a tu pregunta, es macho.
—Hmmm.
Después de que el tigre comiera, el señor Davis sugirió que me quedara a ver cómo practicaban su actuación. Cerramos las puertas del establo y colocamos la viga de madera para bloquearlas y asegurarnos de que el tigre no pudiera escapar. Después subí al nivel superior por las escaleras para observar desde arriba. Si algo salía mal, el señor Davis me había dicho que saliera por la ventana y volviera con el señor Maurizio.
El padre de Matt se acercó a la jaula, abrió la puerta y llamó a Dhiren. El felino lo miró y volvió a meter la cabeza entre las patas, medio dormido. El señor Dhiren lo volvió a llamar:
—¡Ven!
El tigre dio un bostezo gigantesco y sus mandíbulas se abrieron de par en par. Me estremecí al ver sus enormes dientes. El animal se levantó, y estiró las patas delanteras y después las traseras, una a una. Me reí entre dientes por haber comparado mentalmente a aquel gran depredador con un gatito somnoliento. El tigre se volvió, trotó por la rampa y salió de la jaula.
El señor Davis colocó un taburete e hizo restallar el látigo, ordenando a Dhiren que saltara sobre el taburete. Sacó el aro y puso al tigre a saltar a través de él varias veces. El animal saltaba adelante y atrás, y realizaba con facilidad las distintas actividades. Sus movimientos eran relajados. Vi que los nervudos músculos se movían bajo su pelaje de rayas blancas y negras mientras repetía los ejercicios.
Parecía un buen adiestrado, aunque un par de veces noté que el tigre podría haberse aprovechado de él... y no lo había hecho. Una vez, la cara del señor Davis había estado muy cerca de las garras extendidas del tigre, y a este le habría resultado muy sencillo golpearlo, pero se había limitado a alejar la pata. Podría haber jurado que otra vez el señor Davis le había pisado la cola, pero, de nuevo, el tigre se había limitado a gruñir un poco y apartarla. Era muy extraño, y mi fascinación por aquel bello animal aumentaba; me preguntaba qué se sentiría al tocarlo.
El padre de Matt estaba sudando allí dentro. Animó al tigre para que regresara al taburete y colocó los otros tres taburetes cerca para que practicara saltando de uno a otro. Cuando terminó, condujo al tigre a su jaula, le dio una chuchería de cecina y me hizo un gesto para que bajara.
—Kelsey, será mejor que vuelvas al edificio principal y ayudes a Matt a prepararse para el espectáculo. Hoy vienen unos cuantos ancianos de un centro local.
Bajé las escaleras y pregunté:
—¿Le parece bien que venga de vez en cuando aquí para escribir en mi diario? Quiero hacer un dibujo del tigre.
—Claro, pero no te acerques demasiado.
Salí corriendo del establo, me despedí con la mano y grité:
—¡Gracias por dejarme mirar! ¡Ha sido emocionante!
Llegué para ayudar a Matt justo cuando el primer autobús entraba en el aparcamiento. Fue diametralmente opuesto a lo del día anterior. Primero, la mujer que estaba a cargo de los ancianos compró todas las entradas de una vez, lo que felicitó mucho el trabajo, y después todos los señores entraron lentamente en la pista, buscaron sus asientos y se quedaron dormidos de inmediato.
«¿Cómo pueden dormirse con este jaleo?»
En el intermedio no tuve mucho trabajo. La mitad de los asistentes seguía dormida y el resto estaba haciendo cola para entrar al servicio. En realidad, nadie compró nada.
Después del espectáculo, Matt y yo limpiamos rápidamente, lo que me dejó unas cuantas horas para mis cosas. Corrí de vuelta a mi catre, saqué el diario, un boli, un lápiz y mi colcha, y regresé al establo. Abrí la puerta y encendí la luz.
Caminé tranquilamente hasta la jaula del tigre y me lo encontré descansando con la cabeza sobre las patas. Usé dos fardos de heno a modo de silla, con respaldo y todo; me tapé el regazo con la colcha y abrí el diario. Después de escribir un par de párrafos empecé a dibujar.
Había asistido a un par de cursos de arte en el instituto y se me daba bastante bien dibujar si tenía un modelo delante. Levanté el lápiz y miré a mi objetivo. Él me miraba fijamente, no como si quisiera comerme, sino más bien... como si intentara decirme algo.
—Eh, chaval, ¿qué estás mirando? —pregunté, sonriendo.
Me puse a dibujar. Los redondos ojos del tigre estaban bastante separados y eran de un azul brillante. Tenía largas pestañas negras y hocico rosa. Su pelaje era de un suave blanco hueso con rayas negras que le salían de la frente y las mejillas, y le llegaban hasta la cola. Las cortas orejas peludas estaban inclinadas hacia mí y apoyaba la cabeza sobre las patas, con aire perezoso. Mientras me observaba, movía la cola adelante y atrás, muy relajado.
Pasé un buen rato intentando plasmar bien el patrón de las rayas, ya que el señor Davis me había dicho que no hay dos tigres que las tengan iguales. Me contó que sus rayas eran tan únicas como las huellas dactilares humanas.
Seguí hablándole mientras dibujaba.
—¿Cómo has dicho que te llamabas? Ah, Dhiren. Bueno, te llamaré simplemente Ren, espero que no te importe. ¿Cómo te ha ido el día? ¿Te ha gustado el desayuno? Para ser un bicho que podría comerme tienes una cara muy atractiva, ¿sabes?
Después de una silenciosa pausa en la que solo se oía el ruido del lápiz sobre el papel y la respiración del gran animal, pregunté:
—¿Te gusta ser tigre de circo? No me parece una vida muy emocionante lo de estar todo el día metido en una jaula. A mí no me gustaría nada.
Me callé un rato y me mordí el labio mientras daba sombra a las rayas de su cara.
—¿Te gusta la poesía? Me traeré mi libro de poemas y te leeré alguno. Creo que tengo uno sobre gatos que a lo mejor te gusta.
Levanté la mirada del dibujo y me sorprendió comprobar que el tigre se había movido. Estaba sentado, con la cabeza inclinada hacia mí, mirándome fijamente. Empecé a ponerme un poquito nerviosa. «Que un gato tan grande te mire con tanta intensidad no puede ser bueno.»
Justo entonces entró el padre de Matt. El tigre volvió a dejarse caer de lado, aunque mantuvo la cara vuelta hacia mí para observarme con aquellos profundos ojos azules.
—Hola, niña, ¿cómo lo llevas?
—Bien... Perdone, tengo otra pregunta: ¿el tigre no se sentirá solo? ¿No ha intentado, ya sabe, buscarle novia?
—No le va, prefiere estar solo —respondió, riéndose—. En el otro circo me dijeron que intentaron aparearlo con una hembra blanca del zoo, pero se negó. Dejó de comer, así que lo asaron de allí. Supongo que prefiere estar soltero.
—Ah. Bueno, será mejor que vuelva con Matt y lo ayude con los preparativos de la cena —respondí; cerré mi diario y recogí mis cosas.
De camino al edificio principal, no dejaba de pensar en el tigre. «Pobre criatura, solo, sin novia tigresa y sin cachorritos de tigre. Encerrado y sin ciervos que cazar», pensé. Sentía pena por él.
Después de la cena ayudé al padre de Matt a sacar otra vez los perros y me preparé para dormir. Coloqué las manos bajo la cabeza y me quedé mirando el techo de la tienda, pensando en el tigre. Empecé a dar vueltas en la cama y, al cabo de veinte minutos, decidí visitar de nuevo el establo. Mantuve todas las luces apagadas, salvo la que estaba cerca de la jaula, y regresé a mis fardos de heno con la colcha.
Como estaba un poco sensible, me había llevado mi ejemplar de Romeo y Julieta en formato bolsillo.
—Oye, Ren, ¿te gustaría que te leyera un rato? En Romeo y Julieta no salen tigres, pero Romeo trepa por un balcón, así que tú puedes imaginarte que estás trepando a un árbol, ¿vale? Espera un momento, deja que cree el ambiente adecuado.
La luna estaba llena, así que apagué la luz y decidí que los rayos de luna que entraban por las dos ventanas me bastaban para leer.
El tigre daba coletazos contra el suelo de madera del carromato. Me puse de lado, me hice una especie de almohada con el heno y empecé a leer en voz alta. Apenas distinguía su perfil, aunque veía sus ojos brillar a la pálida luz nocturna. Al poco rato ya me sentía cansada y suspiré.
—Ah, ya no hacen hombres como Romeo. Quizá nunca los haya habido. Mejorando lo presente, por supuesto, estoy segura de que eres un tigre muy romántico. Shakespeare sabía inventarse hombres de ensueño, ¿verdad?
Cerré los ojos para descansar un poquito y no me desperté hasta la mañana siguiente.

 

 

 

A partir de aquel momento, pasé todo mi tiempo libre en el establo con Ren, el tigre A él parecía gustarle que estuviera allí y siempre ponía las orejas de punta cuando le leía. Yo no dejaba de molestar al padre de Matt con miles de preguntas sobre tigres, hasta tal punto que el hombre estaba deseando evitarme. Eso sí, apreciaba mucho mi trabajo.
Todos los días me levantaba temprano para cuidar del tigre y de los perros, y todas las tardes me sentaba cerca de la jaula de Ren y escribía en mi diario. Por las noches, me llevaba allí mi colcha y un libro para leer. A veces seleccionaba un poema y se lo leía en voz alta. Otras veces, simplemente hablaba con él.

 

 

 

Aproximadamente una semana después de mi llegada al circo, Matt y yo estábamos viendo uno de los espectáculos, como siempre. Cuando llegó el momento de la actuación de Ren, el tigre actuó de forma distinta. Después de bajar trotando el túnel y entrar en la jaula, empezó a correr en círculos y a dar vueltas de un lado a otro. Miraba al público como si buscara algo.
Finalmente, se quedó inmóvil como una estatua y me miró. Sus ojos de tigre se clavaron en los míos, y yo fui incapaz de apartar la mirada. Oí que el látigo sonaba varias veces, pero el tigre siguió concentrado en mí. Matt me dio un codazo y yo dejé de mirarlo.
—Qué raro —comentó Matt.
—¿Qué ha salido mal? ¿Qué está pasando? ¿Por qué nos mira?
—No había pasado nunca —respondió él, encogiéndose de hombros—. No lo sé.
Al final, Ren se volvió y comenzó su rutina normal.

 

 

 

Cuando terminó el espectáculo y acabamos con la limpieza, fui a visitar a Ren, que se paseaba por su jaula. Al verme, se sentó, se acomodó y colocó la cabeza sobre las patas. Me acerqué a la jaula.
—Oye, Ren, ¿qué te pasa hoy, chaval? Me preocupas. Espero que no te estés poniendo enfermo ni nada.
Él siguió en la misma postura, aunque tenía los ojos clavado en mí y seguía cada uno de mis movimientos. Me acerqué despacio a la jaula. Me sentía atraída por el animal, no conseguía frenar un impulso fuerte y peligroso; era casi como si tiraran de mí. Quizá fuera porque me daba la impresión de que los dos nos sentíamos solos o quizá fuera porque era una criatura hermosa. E cualquier caso, quería..., no, necesitaba tocarlo.
Sabía que era arriesgado, pero no tenía miedo. De algún modo, estaba segura de que no me haría daño, así que hice caso omiso de las alarmas que me sonaban en la cabeza. El corazón empezó a latirme muy deprisa. Di otro paso hacia la jaula y me quedé allí un momento, temblando. Ren no se movió, siguió mirándome con calma.
Acerqué la mano lentamente a la jaula, alargando los dedos hacia su cara. Le toqué la suave piel blanca con la punta de los dedos. Él dejó escapar un largo suspiro, aunque, aparte de eso, no se movió. Eso me dio valor para colocar toda la mano sobre su pata, darle unas palmaditas y recorrer con un dedo una de sus rayas. De repente, su cabeza se movió hacia mi mano y, antes de poder apartarla, me la lamió. Hacía cosquillas.
—¡Ren! —exclamé, sacándola rápidamente—. ¡Me has asustado! ¡Creía que me ibas a arrancar los dedos de un mordisco!
Con cautela, volví a acercar la mano a la jaula y su rosada lengua salió veloz entre las barras para lamérmelas. Dejé que lo hiciera unas cuantas veces antes de ir al fregadero y lavarme la saliva del tigre.
Después regresé a mi sitio favorito, junto al heno, y dije:
—Gracias por no comerme.
Él resopló a modo de respuesta.
—¿Qué te gustaría leer hoy? ¿Qué te parece el poema del gato del que te hablé?
Me senté, abrí el libro de poesía y encontré la página.
—Vale, allá voy.

 

Yo soy el gato
Leila Usher

 

 

 

En Egipto me veneraban, yo soy el Gato. Como no me someto a su voluntad, hablan de mi misterio. Cuando capturo y juego con un ratón, hablan de mi crueldad, mientras ellos encierran animales

 

En parques y zoos para contemplarlos embobados. Creen que los animales existen para su disfrute, para ser sus esclavos. Y mientras que yo solo mato por necesidad, ellos matan por placer, poder y oro, ¡y después fingen superioridad! ¿Por qué debería amarlos? Yo, el Gato, cuyos antepasados trotaron orgullosos por la jungla, sin permitir que el hombre los domara. Ah, ¿acaso saben que la misma mano inmortal que les dio el aliento, también me lo dio a mí? Pero solo yo soy libre. Yo soy el gato.

 

Cerré el libro y contemplé al tigre. Me lo imaginé orgulloso y noble, corriendo por la jungla en plena caza. De repente, me dio mucha pena su situación. «Actuar en el circo no puede ser una buena vida, aunque tengas un buen adiestrador. Un tigre no es un perro ni un gato, no es una mascota. Tendría que ser libre.»
Me levanté y me acerqué a él. Vacilante, metí la mano en su jaula para tocarle la pata y, sin esperar un segundo, el tigre me lamió la mano. Primero me reí, aunque después me puse seria y, muy despacio, acerqué la mano a su mejilla y le acaricié el suave pelaje. En un arranque de valentía, le rasqué detrás de la oreja. Noté que su garganta vibraba y me di cuenta de que estaba ronroneando, así que sonreí y le rasqué un poquito más la oreja.
—Te gusta, ¿eh?
Saqué la mano de la jaula, de nuevo muy despacio, y me quedé mirándolo un minuto, meditando sobre lo ocurrido. Tenía una expresión de melancolía casi humana.
«Si los tigres tienen alma, y creo que sí la tienen, me imagino que la tuya debe sentirse triste y sola.»
Miré dentro de aquellos grandes ojos azules y susurré:
—Ojalá fueras libre.