19 Hampi

 

En el camino de vuelta a la ciudad, el señor Kadam escuchó con gran atención todos los detalles de nuestra experiencia en el templo de Durga. Me bombardeó con miles de preguntas. Me pidió datos a los que yo no había dado importancia antes. Por ejemplo, quería saber qué se veía en los otros tres pilares del templo, y yo ni siquiera los había examinado.
El señor Kadam estaba tan absorto en la historia que se fue directo al hotel y se le olvidó dejar a Ren en la jungla. Tuvimos que volver y yo acompañé a Ren al exterior. Al señor Kadam no le importaba en absoluto quedarse en el todoterreno para observar el gada con más detenimiento.
Caminé entre la alta hierba con Ren hasta los árboles, me agaché, lo abracé y susurré:
—Puedes quedarte otra vez en mi cuarto si quieres, te guardaré algo de cena.
Le di un beso en la cabeza y yo lo dejé allí, mirándome.
El señor Kadam usó la cocina del hotel para preparar una cena compuesta de tortillas de verduras con pan tostado en la sartén y zumo de papaya. Yo me moría de hambre y, al ver los otros platos que salían de la cocina, me alegré mucho de que al señor Kadam le gustara cocinar. Una de las mujeres, o puede que fuera otra huésped, estaba hirviendo algo en una gran olla, y el olor dejaba mucho que desear. Por lo que sabía, bien podría haber estado hirviendo la colada.
Me comí un plato entero y le pedí al señor Kadam que me preparara más para llevármelo a la habitación, por si me entraba hambre por la noche. Él aceptó encantado y, por suerte, no hizo preguntas.
Dejé el gada a su cuidado, pero descubrí que el brazalete de la serpiente no quería salir de mi brazo por mucho que empujara o tirara de él. Al señor Kadam le preocupaba que alguien intentara robarlo.
—Le juro que me encantaría quitarme a Fanindra —respondí—, pero si hubiera visto cómo llegó hasta mi brazo, a usted le parecería bien que siguiera como está.
Tras apartar rápidamente aquel pensamiento de mi cabeza, me regañé por olvidar que Fanindra era un regalo y una bendición divina, y susurré una rápida disculpa para la serpiente.
Cuando regresé al cuarto, me puse el pijama, cosa que me costó bastante. Por suerte para mí, era de manga corta. Metí la parte superior de la manga bajo el cuerpo de Fanindra, de modo que no tuviera tapada la cabeza, y fui a por mi cepillo de dientes. La miré en el espejo mientras me los cepillaba.
Después de darle una ligera palmadita en la cabeza, mascullé, sin sacarme el cepillo de la boca:
—Bueno, Fanindra, espero que te guste el agua, porque mañana pienso darme una ducha y, si sigues en mi brazo, te la vas a dar conmigo.
La serpiente siguió inmóvil, aunque sus duros ojos relucientes me miraron desde el espejo de la habitación en penumbra.
Tras cepillarme los dientes, encendí el ventilador del techo, coloqué la cena de Ren en la cómoda y me metí en la cama. El cuerpo de la serpiente se me clavaba en el costado, así que me resultó difícil ponerme cómoda. Creía que sería imposible dormir con aquella joya en el brazo, pero al final lo conseguí.

 

 

 

Me desperté en plena noche con la llamada de Ren a la puerta. Como estaba deseando estar cerca de mí, comió a toda velocidad, y después me envolvió en sus brazos y me subió a su regazo. Apretó su mejilla contra mi frente, y empezó a hablar sobre Durga y el gada. Parecía emocionado con las posibilidades del arma. Yo asentí, medio dormida, y me moví para apoyar la cabeza en su pecho.
Me sentía segura en sus brazos y me gustaba escuchar el cálido timbre de su voz. Al cabo de un rato empezó a canturrear en voz baja y noté el fuerte latido de su corazón contra mi mejilla.
Después se calló y se movió hasta que protesté débilmente. Me recolocó y me levantó en brazos. Medio dormida, murmuré que podía caminar sola, pero no me hizo caso, me llevó así a la cama y me tumbó. Antes de dormirme del todo, noté que me besaba en la frente y me tapaba con la colcha.
Un rato después abrí los ojos, sobresaltada. ¡La serpiente dorada no estaba! Me apresuré a encender la luz y la vi descansando sobre la mesita de noche. Seguía paralizada, aunque enroscada con la cabeza sobre el cuerpo. La observé con suspicacia un instante, pero no se movió.
Estremecida, pensé en la serpiente deslizándose sobre mi cuerpo mientras dormía. Ren levantó la cabeza y me miró, preocupado. Le di unas palmaditas en la cabeza y le dije que no pasaba nada, que Fanindra se había movido durante la noche. Pensé en pedirle que durmiera entre las dos, pero decidí que tenía que ser valiente, así que me tumbé de lado y me enrollé bien en la manta para evitar que a mis extremidades les pasara algo raro sin que lo supiera.
También le mencioné a Fanindra que le agradecería que no volviera a deslizarse por mi cuerpo sin que yo me enterara y que preferiría que no lo hiciera en absoluto si podía evitarlo.
Ni se movió ni parpadeó.
«¿Parpadean las serpientes?»
Con aquella profunda reflexión en mi mente, me tumbé de nuevo de lado y me quedé dormida en un segundo.

 

 

 

A la mañana siguiente, Ren no estaba y Fanindra no se había movido, así que decidí que era el momento perfecto para una ducha. Estaba de vuelta en mi habitación, secándome el pelo con una toalla, cuando me di cuenta de que Fanindra había vuelto a cambiar de forma: esta vez había adoptado la forma de brazalete, lista para que me la colocara.
La recogí con delicadeza y me puse su rígido cuerpo en el brazo, donde encajó cómodamente. Cuando intenté quitármela, me lo permitió sin problemas.
—Gracias, Fanindra —dije tras volver a ponérmela—. Me resultará muy útil poder sacarte cuando lo necesite.
No había forma de estar segura, pero me pareció ver que sus ojos de esmeralda se ablandaban durante un segundo.
Estaba terminado de trenzarme el pelo y sujetarlo con una cinta verde a juego con los ojos de Fanindra cuando alguien llamó a la puerta. El señor Kadam estaba fuera, con el pelo recién lavado y la barba recortada.
—¿Lista, señorita Kelsey? —preguntó, levantando mi bolsa de viaje.
Salimos del hotel y nos dirigimos con el coche al área arbolada en la que habíamos dejado a Ren. Esperamos unos minutos hasta que por fin salió corriendo de entre la vegetación. Me reí, nerviosa.
—Hoy te has quedado dormido, ¿no?
Seguramente acababa de llegar corriendo del hotel. Le lancé una mirada muy significativa con la esperanza de que entendiera mi mensaje de: «Tendrías que haberte ido antes, ¿sabes?».
De camino a Hampi paramos en un puesto de fruta y compramos una especie de batido llamado lassi y una barrita de cereales para cada uno de nosotros. Cuando llevaba la mitad de la bebida, ofrecí el resto a Ren. Él metió la cabeza entre los asientos delanteros y lamió el resto del batido. Apuró con su larga lengua lo que quedaba y también se aseguró de lamerme la mano «accidentalmente» de vez en cuando.
—¡Ren! —exclamé entre risas—. Muchas gracias, ahora tengo las manos pegajosas.
Se inclinó sobre mí y empezó a lamerlas con más entusiasmo, incluso entre los dedos.
—¡Vale, vale! ¡Que me haces cosquillas! Gracias, pero ya está bien.
El señor Kadam se rio con ganas, abrió la guantera y me pasó un paquete de viaje de toallitas húmedas antibacterias.
—Como sigas así no pienso volver a compartir un batido contigo —amenacé a Ren mientras me limpiaba la saliva de tigre de las manos.
Oí un gruñido en la parte de atrás y, cuando lo miré un momento después, era la viva imagen de un tigre inocente, aunque ya lo conocía lo suficiente como para no fiarme.
El señor Kadam comentó que estábamos cerca de Hampi y señaló una gran estructura que se veía a lo lejos.
—Esa alta estructura cónica que ve ahí es el Templo de Virupaksha. Se trata del edificio más importante de Hampi, que se fundó hace dos mil años. Dentro de nada pasaremos por la cueva de Sugriva, donde se dice que escondieron las joyas de Sita.
—¿Siguen allí las joyas?
—Nunca las encontraron, y esa es una de las razones por las que los cazatesoros han saqueado tantas veces la ciudad —respondió el señor Kadam; después de paró en el arcén y dejó que Ren saliera—. Durante el día habrá demasiados turistas, así que será mejor que espere aquí mientras nosotros recorremos la zona en busca de pistas. Regresaremos a por él a primera hora de la noche.
Aparcamos delante de la puerta. El señor Kadam me llevó a la primera estructura, la más grande, que era el Templo de Virupaksha. Tenía unas diez plantas de altura y parecía un gigantesco cucurucho de helado al revés. Lo señaló y me fue explicando su arquitectura.
—Este templo tiene patios, altares y entradas en todos esos edificios. En el interior hay un sanctasanctórum con salones llenos de pilares y claustros, que son largos pasillos con arcos abiertos a un patio central. Venga, se lo enseñaré.
Mientras paseábamos por el templo, él me recordó que buscábamos una entrada a Kishkindha, un mundo gobernado por monos.
—No sé bien qué aspecto tendrá, aunque quizá haya otra huella de mano. La profecía de Durga también mencionaba serpientes.
«Más serpientes —pensé, encogiéndome—. ¿Una puerta a un mundo mítico? Cuando más avanza esta aventura, más rara se pone.»
A medida que avanzaba el día, estaba tan deslumbrada por las ruinas que se me olvidó por completo nuestro objetivo. Todo lo que veía me resultaba asombroso. Nos detuvimos en otra estructura llamada el Carro de Piedra. Era una talla en piedra de un templo en miniatura sobre ruedas. Las ruedas del carro tenían forma de flores de loto y podía girar como ruedas normales.
Otro edificio, el Templo de Vithala, tenías unas estatuas preciosas de mujeres bailando. Escuchamos que un guía turístico explicaba la importancia de los cincuenta y seis pilares del templo.
—Cuando se golpea los pilares, estos vibran y suenan como notas musicales. Un músico con talento podría llegar a tocar una canción con ellos —decía.
El guía dio unos golpecitos en la piedra, y nos quedamos quietos un momento para escuchar el zumbido y la vibración de las columnas. Los mágicos tonos musicales nos recorrieron el cuerpo, se elevaron y se desvanecieron poco a poco. El sonido desapareció mucho antes de que se detuvieran las vibraciones.
Pasamos por otro edificio, el Baño de la Reina. El señor Kadam me explicó sus características más importantes.
—El Baño de la Reina era el lugar en el que el rey y sus esposas se relajaba. Usaban los apartamentos que rodeaban el centro. De los edificios rectangulares salían balcones, y las mujeres se sentaban mirando a la piscina para descansar. Un acueducto bombeaba agua en la piscina de ladrillo, y antes había un jardincito de flores en el lateral, ahí, en el que las mujeres podían tumbarse y hacer picnics.
»La piscina tenía unos quince metros de largo y unos dos metros de profundidad. Echaban perfume en el agua para que oliera mejor y cubrían la superficie de pétalos de flores. Alrededor había fuentes con forma de loto, todavía se ven algunas. Un canal rodeaba la estructura, y el edificio estaba bastante protegido, de modo que solo el rey pudiera entrar y retozar con las mujeres. Cualquier otro posible pretendiente tenía prohibido el paso.
—Hmmm, si el rey era el único hombre que podía entrar, ¿cómo es que usted conoce tantos detalles sobre la piscina de las mujeres? —pregunté, frunciendo el ceño.
Él se acarició la barba y sonrió.
—¡Señor Kadam! —susurré, pasmada—. No entraría en el harén del rey, ¿no?
—Para los hombres jóvenes, entrar en el Baño de la Reina era un rito de iniciación, y muchos murieron en el intento. Resulta que soy uno de los pocos valientes que sobrevivieron a la experiencia.
—Bueno —dije, riéndome—, debo decir que eso hace que cambie mi opinión sobre usted. ¡Entrar en un harén! ¿Quién lo habría pensado? —Di unos pasos y me volví—. Un momento, ¿ha dicho que era un rito iniciático? ¿Y Ren y Kishan...?
—Será mejor que se lo pregunte usted misma —respondió, levantando las manos—. No quiero decir algo inapropiado.
—Hmmm, esa pregunta va a pasar a ser la primera de mi lista.
Fuimos a la Casa de la Victoria, el Lotus Mahal y la Mahanavami Dibba, pero no vimos nada especialmente interesante ni extraordinario. El Palacio de los Nobles era donde se celebraban las reuniones diplomáticas, y donde cenaban y bebían los oficiales de alto rango. La Balanza del Rey era un edificio que usaban los reyes para pesar el oro, las monedas y los granos con los que comerciaba, y también para distribuir bienes a los pobres.
Mi lugar favorito eran los Establos de los Elefantes, una estructura larga y oscura que, en sus tiempos, albergaba once elefantes. El señor Kadam me explicó que aquellos elefantes no se usaban en la batalla, sino para rituales. Eran propiedad privada del rey y estaban entrenados para distintas ceremonias. A menudo los vestían con ropajes dorados y joyas, y les pintaban la piel. El edificio tenía diez cúpulas de distintos tamaños y formas que descansaban sobre la residencia de cada elefante. Explicó también que a otros elefantes los usaban para hacer trabajo de baja categoría y para la construcción, pero que aquellos pocos escogidos eran especiales.
Lo último que vimos fue una enorme estatua de Ugra Narasimha. Cuando le pregunté al señor Kadam por lo que representaba, no me respondió. Rodeó la estructura y la observó desde distintos ángulos mientras mascullaba en silencio para sí.
Hice visera con una mano y examiné la parte superior.
—¿Quién es? —insistí, intentando llamar la atención de mi guía—. Es un tipo bastante feo.
—Ugra Narasimha es un dios mitad hombre, mitad león —respondió por fin—, aunque también puede adoptar otras formas. Se supone que debe dar miedo e impresionar. Su hazaña más famosa fue matar a un poderoso rey demonio. Lo más interesante es que el rey demonio no podía morir ni en la tierra ni en el espacio, ni durante el día ni por la noche, ni dentro ni fuera, y no podía matarlo ni un humano ni un animal, ni un objeto vivo ni uno muerto.
—Pues sí que tenéis demonios invencibles por la India. ¿Cómo consiguió matarlo?
—Ah, Ugra Narasimha era muy listo. Levantó al rey demonio, se lo colocó en el regazo, y lo mató en el crepúsculo, en un umbral y con las uñas.
—Es como en el Cluedo: la señorita Escarlata en el invernadero con un candelabro.
—Es cierto —respondió él entre risas.
—Hmmm, ni día ni noche, eso es el crepúsculo. Ni dentro ni fuera, en el umbral. Y era medio humano, medio león, así que cumple con el requisito de que no sea ni animal ni hombre. Ni en la tierra ni en el espacio era su regazo... ¿Qué queda?
—Que no podían matarlo ni con un objeto vivo ni con un objeto muerto, en concreto, ni animado ni inanimado, así que usó las uñas.
—Pues sí que era listo.
—Estoy impresionado, Kelsey. Lo has averiguado casi todo tú sola. Si miras con atención, verás que está sentado sobre el cuerpo de una serpiente de siete cabezas y que sus cabezas se arquean sobre él con las capuchas abiertas para darle sombra.
—Sí que son serpientes, sí —respondí, haciendo una mueca; moví el brazo, incómoda, y miré mi serpiente dorada, que seguía siendo un brazalete rígido.
El señor Kadam empezó de nuevo a murmurar par sí y se pasó un buen rato examinando la estatua de Ugra Narasimha.
—¿Qué está buscando?
—Parte de la profecía hablaba de que las serpientes nos ayudarían a encontrar el fruto. Antes creía que quizá solo hiciera referencia a Fanindra, pero quizá el plural tenga su importancia.
Me uní a él en la búsqueda de una puerta secreta o de una huella como la que había encontrado anteriormente, pero no vimos nada. Intentamos actuar con naturalidad, como los demás turistas que contemplaban la estatua.
—Creo que lo mejor será que Ren y tú volváis aquí esta noche —dijo al final el señor Kadam—. Sospecho que la entrada a Kishkindha está aquí, junto a la estatua.
Le llevamos algo de comer a Ren. Yo le guardé unos trocitos de pollo tandoori, y él me los quitó de la mano con mucho cuidado mientras le hablaba de los distintos edificios que habíamos investigado en el templo.
El señor Kadam nos explicó que las ruinas se cerraban al público al caer el sol, a no ser que hubiera algún acontecimiento especial.
—Los guardas jurados vigilan casi todas las noches, por si aparecen cazatesoros. De hecho, la mayoría de los destrozos que se ven en las ruinas son por culpa de los cazatesoros. Buscan oro y piedras preciosas, pero esas cosas se las llevaron de Hampi hace mucho tiempo. En la actualidad los únicos tesoros que alberga son los que ellos mismos destrozan.
Al señor Kadam le pareció mejor dejarnos en un punto al otro lado de las colinas, ya que desde allí no había ninguna carretera que llevara a Hampi y, por tanto, no estaba tan bien vigilado.
—Pero si no hay carreteras, ¿cómo vamos a llegar? —pregunté, aunque me temía la respuesta.
—Esa es una de las razones por las que compré el todoterreno, señorita Kelsey —respondió, sonriendo y frotándose las manos, animado—. ¡Será emocionante!
—Fantástico —mascullé—. Ya empiezo a marearme.
—Tendrá que llevar el gada en la mochila, ¿cree que podrá?
—Claro, tampoco pesa tanto.
Se detuvo y me miró, asombrado.
—¿Qué quiere decir? Pesa bastante —repuso.
La sacó de su envoltorio y lo levantó con las dos manos; se le veía la tensión en los músculos.
—Qué raro, recuerdo que me pareció ligero para su tamaño.
Me acerqué y se lo quité; a los dos nos desconcertó lo fácil que me resultaba levantarlo con una sola mano, mientras que él apenas podía con su peso.
—A mí me pesa unos veinte kilos.
—Pues para mí es como si pesara de dos a cuatro.
—Asombroso —respondió, maravillado.
—No tenía ni idea de que en realidad pesara tanto —añadí.
El señor Kadam volvió a enrollar el arma en una manta suave y se la metió en la mochila. Subimos de nuevo al todoterreno, y fuimos por una carretera secundaria que se convirtió en carretera de tierra y después en un camino de grava, que después pasó a ser dos líneas en el polvo antes de desaparecer por completo.
Nos dejó salir y montó un campamento en miniatura, mientras me aseguraba que Ren sabría cómo volver hasta allí. También me dio una linterna, una copia de la profecía y una advertencia:
—No use la linterna a menos que sea estrictamente necesario. Tenga cuidado, los guardas de seguridad recorren las ruinas por la noche. Esté alerta. Ren los olerá antes de que lleguen, así que no debería pasar nada. Además, le sugiero que Ren permanezca en su forma de tigre todo lo posible, por si lo necesita para algo después. Buena suerte, señorita Kelsey —concluyó, dándome un apretón en los hombros y sonriendo—. Recuerde que quizá no encuentre nada. Puede que tengamos que empezar desde el principio mañana por la noche, pero tenemos mucho tiempo. No desespere. No hay presión.
—Vale. Bueno, ¡habrá que intentarlo!
Me puse a caminar detrás de Ren. La noche sin luna hacía que las estrellas brillaran más de lo normal en el cielo negro aterciopelado. Aunque fuera precioso, me habría gustado tener luna. Por suerte, no me costaba seguir la piel blanca de Ren. El camino estaba lleno de agujeros y fosos, así que había que andar con sumo cuidado. Mal momento para caerse y romperse un tobillo. Ni siquiera quería pensar en las criaturas que habían hecho aquellos agujeros.
Al cabo de unos minutos dando traspiés, una luz verdosa empezó a brillar delante de mí. Miré a mi alrededor hasta que por fin descubrí que la luz procedía de los ojos de Fanindra. Ella me iluminaba el camino con una especie de visión nocturna especial. Todo quedaba bien delineado, aunque seguía resultando espeluznante, como si caminara por el terreno alienígena de un extraño planeta verde.
Tras casi una hora de caminata llegamos a las afueras de las ruinas. Ren frenó y olió el aire. Una suave brisa soplaba sobre las colinas y refrescaba la cálida noche. Debió de decidir que no había moros en la costa, porque siguió adelante a toda velocidad.
Atravesamos las ruinas hacia la estatua de Ugra Narasimha. Aunque durante el día me había parecido un sitio impresionante, en aquellos momentos se cernía sobre mí y proyectaba oscuras sombras. Los bellos arcos y pilares que había admirado antes se habían convertido en negras bocas abiertas dispuestas a devorarme. La suave brisa que tan bien me había venido silbaba y gemía al introducirse en pasadizos y puertas, como si unos antiguos fantasmas nos anunciaran su presencia.
Se me puso de punta el vello de la nuca al imaginar ojos que nos observaban y demonios que acechaban en pasillos brumosos. Cuando por fin nos acercamos a la estatua, Ren empezó a investigar, olisqueando y registrando hendiduras ocultas.
Tras una hora de búsqueda infructuosa estaba dispuesta a rendirme, volver con el señor Kadam y dormir un poco.
—Ren, estoy agotada. Es una pena que no tengamos una ofrenda y una campana. A lo mejor la estatua cobraría vida. ¿Qué me dices?
Se sentó a mi lado y le di unas palmaditas en la cabeza. Levanté la mirada hacia la estatua y se me ocurrió una idea.
—Una campana —susurré—. Me pregunto...
Me levanté y corrí al templo de Vithala, el de las columnas musicales. Suponiendo qué era lo que debía hacer, di tres golpes en una de ellas con la esperanza de que no la oyera ningún guardia y corrí de vuelta a la estatua. Los ojos de la serpiente de siete cabezas habían empezado a emitir un brillo rojo, y una pequeña talla de Durga había aparecido en el lateral de la estatua.
—¡Eso es! ¡El símbolo de Durga! Vale, estamos haciendo algo bien. ¿Y ahora qué? ¿Una ofrenda? —pregunté, y gemí de frustración—. ¡Pero no tenemos nada que ofrecer!
La boca de la estatua del medio hombre, medio león se abrió, y una nieblecilla gris salió de ella. Las volutas de aquel humo frío bajaron por el cuerpo de la estatua, se derramaron por el suelo y se extendieron por todas partes. Los ojos de la serpiente acabaron siendo lo único que se veía. Mantuve la mano sobre la cabeza de Ren para tranquilizarme.
Decidí trepar a la talla de piedra y mirar en la cabeza de la estatua. Ren gruñó para mostrarme que no le gustaba la idea, pero no hice caso y empecé a trepar. Dio igual, ya que no encontré ninguna pista. Al saltar desde arriba, calculé mal la distancia y tropecé. Ren apareció a mi lado al instante. No me había hecho daño, salvo por una uña rota, pero estar dentro de la niebla me helaba los huesos.
Justo entonces, al mirarme la uña, recordé la historia del señor Kadam sobre Ugra Narasimha. Medité durante un minuto.
—Ren, a lo mejor si repetimos las acciones de Ugra Narasimha, la estatua nos lleva al siguiente paso. Vamos a intentarlo.
A oscuras, noté que se rozaba con mi mano.
—Vale, hay cinco partes. Lo primero que necesitamos es alguien mitad animal, mitad humano, y ese eres tú. Ven, ponte a mi lado. Tú serás Ugra Narasimha y yo, el rey demonio. Después necesitamos ponernos en un sitio que no esté ni dentro ni fuera, así que vamos a buscar unos pasos o un umbral.
Palpé la estatua.
—Creo que aquí había una puertecita, al lado de la estatua.
Alargué la mano y encontré el marco de la piedra. Los dos nos pusimos debajo.
—Lo tercero es que no sea ni de día ni de noche. Es demasiado tarde para el alba y para el crepúsculo. Supongo que podemos intentar usar mi linterna —sugerí, y la encendí y apagué con la esperanza de que bastara—. Después está lo de las uñas, y las tuyas son bien grandes. Creo que tienes que arañarme. La historia dice que deberías matarme, pero creo que bastará con el arañazo, aunque es probable que tengas que hacerme sangre —añadí estremeciéndome.
Oí que dejaba escapar un gruñido de protesta.
—No pasa nada, solo uno pequeñito, no es gran cosa.
Volvió a gruñir bajito, levantó una pata y me la puso con cuidado en el brazo. Yo lo había visto cazar de lejos y también sus zarpas durante la pelea con Kishan. Cuando la linterna le iluminó las uñas, no pude evitar asustarme un poco. Cerré los ojos y oí un débil gruñido cuando se movió, pero no noté nada.
Me iluminé las piernas con la linterna y no vi sangre. Sin embargo, sabía que había hecho algo, porque había oído el arañazo. De inmediato tuve una intuición y lo apunté con la linterna para ver dónde se había hecho daño.
—¡Ren! Deja que lo vea. ¿Es muy grave?
Levantó una pata y vi unos feos desgarros que le habían atravesado pelaje y carne. La sangre salpicaba el suelo.
—Ya sé que te curas de prisa, Ren, pero, de verdad, ¿era necesario cortar tanto? —dije, enfadada—. Sabes que puede que no funcione de todos modos si la sangre no es mía. Agradezco tu sacrificio, pero sigo queriendo que me hagas un arañazo. Yo soy la que representa al rey demonio, así que córtame... A ser posible, no tanto.
No quería levantar la pata, así que tuve que agacharme y levantársela yo. Cuando por fin me la puse sobre el brazo, él metió la uñas.
—Ren, por favor —le supliqué—, coopera. No lo pongamos más difícil de lo que ya es.
Por fin sacó un poquito las uñas y me araño débilmente el brazo, dejando apenas marca.
—¡Ren! Hazlo ya, por favor.
Gruñó un poco, enfadado, y me arañó con más fuerza. Aparecieron unos verdugones rojos que me recorrían el antebrazo, y dos de ellos sangraban un poco.
—Gracias —respondí, dolorida.
Apunté con la linterna de nuevo a sus arañazos, que ya casi estaban curados, y, satisfecha, pasé al último punto.
—Bueno, lo último era que el rey demonio no podía estar ni en el cielo ni en la tierra, así que Ugra lo colocó en su regazo, lo que supongo que significa que tengo que... sentarme en tu lomo.
«Qué incómodo.»
Aunque Ren era un tigre grande y era como montar un poni, seguía siendo consciente de que en realidad era un hombre y no me parecía bien convertirlo en una bestia de carga. Me quité la mochila y la dejé en el suelo preguntándome qué hacer para que la situación resultara menos ridícula. Tras reunir el valor necesario y decidir que no sería tan malo si me montaba en plan amazona, de repente, noté que volaba.
Ren se había transformado en hombre y me había levantado en brazos. Forcejeé un minuto en señal de protesta, pero se limitó a lanzarme una mirada tipo: «Ni te molestes en discutírmelo». Cerré la boca. Se inclinó para recoger la mochila, se la colgó de los dedos y preguntó:
—¿Qué más?
—No lo sé. El señor Kadam no me contó nada más.
Él me cambió de posición, se acercó de nuevo al umbral y miró desde allí la parte superior de la estatua.
—No veo ningún cambio —murmuró.
Me mantenía bien agarrada mientras miraba la estatua, y debo reconocer que dejó de importarme lo que estábamos haciendo. Los arañazos del brazo, los que hacía unos segundos me dolían, ya no me molestaban. Me dediqué a disfrutar de la sensación de estar acurrucada tan cerca de su musculoso pecho. «¿A qué chica no le gustaría estar en brazos de un hombre tan espectacular?»
Levanté la mirada para verle la cara. Se me ocurrió que, si yo deseara esculpir un dios de piedra, elegiría de modelo a Ren. Aquel tipo medio león, medio hombre no era comparable.
Al final se dio cuenta de que lo miraba y dijo:
—¿Hola? ¿Kells? Estamos aquí para romper una maldición, ¿recuerdas?
A lo cual respondí con una sonrisa tonta. Él arqueó una ceja.
—¿En qué estabas pensando ahora mismo?
—En nada importante —respondí.
—¿Tengo que recordarte que estás en una posición muy vulnerable a las cosquillas y que no hay escapatoria? Dímelo.
«Madre mía, tiene una sonrisa resplandeciente, incluso con niebla.»
Dejé escapar una sonrisa nerviosa.
—Si me haces cosquillas, protestaré y forcejearé con ganas, y eso hará que me sueltes y fastidies lo que estamos intentando conseguir.
—Pero un reto interesante, rajkumari —me susurró al oído—. Puede que lo probemos después. Y, para que conste en acta, Kelsey, no te soltaría.
Dijo mi nombre de tal forma que se me puso toda la piel de gallina. Cuando me miré los brazos para restregármelos rápidamente y disimularlo, me di cuenta de que la linterna estaba apagada. La encendí, pero la estatua siguió igual.
—No está pasando nada —comenté después de rendirme—, a lo mejor tenemos que esperar al alba.
—Diría que sí que está pasando algo, aunque no tenga nada que ver con abrir una entrada —repuso él mientras se reía con ganas y me acariciaba la oreja con la nariz.
Empezó a recorrerme, beso a beso, la distancia entre la oreja y el cuello. Suspiré y arqueé el cuello para que llegara con más facilidad. Con un último beso, gruñó y levantó la cabeza a regañadientes.
Me decepcionó que parara, pero pregunté:
—¿Qué quiere decir rajkumari?
Se rio en voz baja, me dejó con cuidado en el suelo y contestó:
—Quiere decir princesa. Vamos a buscar un sitio en el que dormir un par de horas, ¿vale? Volveré corriendo al todoterreno para decirle al señor Kadam que pensamos esperar al alba para volver a intentarlo.
Me tomó de la mano y me llevó a una zona de hierba algo oculta. Una vez acomodada, se fue. Hice una almohada con la colcha e intenté dormir, pero no logré tranquilizarme y conseguirlo hasta que regresó Ren y dejó que me acurrucara contra su espalda de tigre.

 

 

 

Cuando me desperté, me movía en brazos de Ren; me estaba llevando de vuelta al umbral.
—No tienes que llevarme en brazos, puedo andar.
—Estabas cansada y no quería despertarte —respondió, sonriendo—. Además, ya hemos llegado.
Todavía era de noche en el exterior, pero el horizonte comenzaba a iluminarse por el este. La estatua seguía igual que antes, con los ojos rojos de la serpiente encendidos y niebla saliéndole por la boca. Nos pusimos en el umbral un momento y, al instante, noté que algo se retorcía y se movía: era Fanindra. De repente cobró vida, recuperó su tamaño normal y se me desenroscó del brazo.
Ren me bajó un poco al suelo para que la serpiente pudiera descender con delicadeza. Ella se dirigió a la estatua y encontró una forma de subir hasta arriba, donde descansaban las cabezas de la otra serpiente.
Desde los escalones la vimos pasar por encima y por debajo de ellas. Al hacerlo, cobraron vida y empezaron a retorcerse. El resto del cuerpo del animal también empezó a convertirse en carne escamada.
Fanindra volvió reptando hacia nosotros hasta detenerse, adoptar la forma de brazalete y encogerse de nuevo. Ren me bajó al suelo y se acercó a recogerla. Me la puso en el brazo, sonrió, y entonces recorrió con los dedos los arañazos de mi brazo y frunció el ceño. Me dio un besito en la zona, todavía algo dolorida, y se transformó de nuevo en tigre.
Nos acercamos a la estatua, donde el torso de la serpiente se movía de un lado a otro. La parte de abajo se elevaba y levantaba poco a poco la estatua en el aire, hasta que bajo ella apareció un agujero negro. Estaba lo bastante alta como para que Ren y yo entráramos por la abertura.
Al asomarse al agujero vi unos escalones de piedra que se perdían en la oscuridad. La boca de la estatua dejó de echar niebla y empezó a absorberla. Las volutas de humo iban hacia nosotros, entraban por la boca de la estatua y caían al pozo de abajo. Tragué saliva e iluminé los escalones con la linterna. Pasamos entre los gruesos cuerpos de la serpiente y nos internamos en la niebla de sombras nebulosas.
Habíamos encontrado a Kishkindha.