Prólogo La maldición

 

El prisionero estaba de pie, con las manos atadas delante de él, cansado, vencido y sucio, aunque mantenía la espalda erguida y orgullosa, como correspondía a alguien de su linaje real. Su captor, Lokesh, miraba al frente con arrogancia desde un espléndido trono dorado. Unos altos pilares blancos rodeaban la sala a modo de centinelas. Ni un susurro de la brisa de la jungla agitaba los finos cortinajes; lo único que podía oír el prisionero eran los rítmicos golpecitos de los enjoyados anillos de Lokesh en el lateral de la silla dorada. Lokesh bajó la mirada entrecerró los ojos hasta convertirlos en unas rendijas que rezumaban desprecio y victoria.
El prisionero era el príncipe de un reino indio llamado Mujulaain. Técnicamente, su título completo era de príncipe y sumo protector del Imperio de Mujulaain, pero él seguía prefiriendo considerarse el hijo de su padre, nada más.
Que Lokesh, el rajá de un pequeño reino vecino llamado Bhreenam, hubiera logrado secuestrar al príncipe no era tan sorprendente como descubrir quién se sentaba a su lado: Yesubai, la hija del rajá y prometida del prisionero, y el hermano menor del príncipe, Kishan. El cautivo los examinó a los tres, aunque solo Lokesh devolvió su resuelta mirada. Bajo la camisa, el amuleto de piedra del príncipe estaba frío, todo lo contrario que la rabia que le corría por las venas.
El prisionero habló primero, obligándole a que su voz no delatara la traición de la que se sentía objeto.
—¿Por qué mi futuro padre me trata con tan poca... hospitalidad?
Muy tranquilo, Lokesh esbozó una estudiada sonrisa.
—Mi querido príncipe, tienes algo que deseo.
—Nada de lo que puedas desear justifica esto. ¿Acaso no van a unirse nuestros reinos? Todo lo que tengo ha estado a tu disposición. Solo tenías que pedirlo. ¿Por qué has hecho esto?
Lokesh se restregó la mandíbula; le brillaban los ojos.
—Los planes cambian. Al parecer, a tu hermano le gustaría tomar a mi hija por esposa. Me ha prometido cierta remuneración si lo ayudo a conseguirlo.
El príncipe centró su atención en Yesubai, quien, con las mejillas ardiendo, adoptó una postura recatada y sumisa, y agachó la cabeza. Se suponía que su matrimonio concertado con Yesubai daría paso a una era de paz entre los dos reinos. Llevaba cuatro meses fuera, supervisando operaciones militares en el extremo más alejado del imperio, y había dejado a su hermano al cuidado del reino.
«Supongo que Kishan ha estado cuidando algo más que el reino.»
El prisionero caminó sin miedo hacia Lokesh, lo miró y gritó:
—¡Nos has engañados a todos! Eres como la cobra que se oculta en su cesta, a la espera del mejor momento para atacar.
Miró también a su hermano y su prometida.
—¿Es que no lo veis? —les preguntó—. Vuestras acciones han liberado a la víbora, y la víbora nos ha mordido. Su veneno correrá por nuestra sangre y lo destruirá todo.
Lokesh se rio con desdén y respondió:
—Si aceptas entregarme tu fragmento del Amuleto de Damon, quizá pueda perdonarte la vida.
—¿La vida? Creía que lo que estaba en juego era mi prometida.
—Me temo que tus derechos como futuro esposo han sido usurpados. Puede que no me haya expresado con claridad: tu hermano tendrá a Yesubai.
El prisionero apretó la mandíbula y respondió simplemente:
—Los ejércitos de mi padre te destrozarán si me matas.
—Seguro que no destruiría a la nueva familia de Kishan —repuso él, riéndose—. Apaciguaremos la cólera de tu querido padre diciéndole que fuiste víctima de un desafortunado accidente —afirmó; después se acarició la barbita acabada en punta y aclaró, sonriente—: Por supuesto, entenderás que, aunque te permita vivir, yo dirigiré ambos reinos. Si me desafías, te quitaré tu parte del amuleto a la fuerza.
—Creía que teníamos un acuerdo —protestó Kishan, muy tenso, inclinándose sobre Lokesh—. ¡Solo te traje a mi hermano porque me juraste que no lo matarías! Me dijiste que solo te quedarías con el amuleto.
Tan veloz como una serpiente, Lokesh agarró la muñeca de Kishan.
—Ya deberías saber que yo me quedo con lo que quiero. Si prefieres las vistas desde la posición de tu hermano, no tengo problema en concedértelo.
Kishan se revolvió en su asiento, pero guardó silencio.
—¿No? —siguió diciendo Lokesh—. Muy bien, ya he modificado nuestro acuerdo previo. Tu hermano morirá si no satisface mis deseos y tú no te casarás con mi hija si no me entregas también tu fragmento del amuleto. Este acuerdo privado nuestro puede romperse fácilmente, y también puedo casar a Yesubai con otro hombre, el hombre que yo elija. Quizá un viejo sultán que le enfríe la sangre. Si quieres permanecer junto a Yesubai, debes aprender a ser sumiso.
Lokesh apretó la muñeca de Kishan hasta que se oyó un fuete crujido. Kishan no reaccionó; después flexionó los dedos y, haciendo girar un poco la muñeca, se volvió a acomodar en su asiento y se llevó una mano al fragmento de amuleto grabado que llevaba oculto bajo la camisa. Miró a su hermano; un mensaje silencioso pasó entre ellos.
Los hermanos resolverían sus asuntos después, pero las acciones de Lokesh llevarían a una guerra, y las necesidades del reino eran una prioridad para los dos.
La obsesión hacia que el cuello de Lokesh se hinchara, que le palpitaran las sienes y que le brillaran los negros ojos de serpiente. Aquellos mismos ojos analizaron la cara del prisionero, evaluándola, buscando puntos débiles. Tal era su enfado que acabó poniéndose en pie de un salto.
—¡Que así sea!
El rajá sacó de su túnica un reluciente cuchillo de mango enjoyado y levantó con violencia la manga de la sucia chaqueta jodhpuri del prisionero, que antes era blanca. Las cuerdas del príncipe se retorcieron en sus muñecas, y este gruñó de dolor cuando Lokesh le hizo un corte en el brazo. El corte era bastante profundo, y la sangre brotó, se derramó por el borde de la herida y goteó sobre las baldosas del suelo.
Lokesh se arrancó del cuello un talismán de madera y lo colocó bajo el brazo del prisionero. La sangre pasó del cuchillo al talismán, y el símbolo grabado se iluminó con un intenso brillo rojo antes de empezar a parpadear con una luz blanca antinatural.
La luz se lanzó sobre el príncipe con unos dedos que le agujerearon el pecho y se abrieron paso a través de su cuerpo. Aunque fuerte, no estaba preparado para algo tan intenso. El ardiente dolor que se apoderó de su cuerpo lo hizo gritar y caer al suelo.
Levantó las manos para protegerse, pero solo logró arañar débilmente el frío suelo de baldosas blancas. El príncipe vio, impotente, que Yesubai y su hermano atacaban a Lokesh, y que este los apartaba de un empujón. Yesubai cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra el escalón del trono. El príncipe era consciente de que su hermano estaba cerca, abrumado por la pena, presenciando cómo el cuerpo inconsciente de Yesubai se quedaba sin vida. Después no fue consciente de nada más, salvo del dolor.