6
Mumbai
Miré por la ventanilla mientras
sobrevolábamos el océano y entrábamos en la ciudad. Supongo que no
me esperaba una ciudad moderna, así que me asombraron los cientos
de altos edificios blancos y uniformes que se extendían ante mí. Al
rodear el gran aeropuerto con forma de media luna, las ruedas del
avión bajaron para preparar el aterrizaje.
El elegante avión rebotó dos veces y se posó
en la pista. Me giré en el asiento para ver qué tal iba Ren. El
tigre estaba de pie, expectante, pero, por lo demás, parecía
encontrarse bien. Noté un subidón de energía cuando avanzamos por
la pista y nos detuvimos en el borde.
—Señorita Kelsey, ¿está lista para
desembarcar? —me preguntó el señor Kadam.
—Sí, deje que recupere mi bolsa.
Me la colgué al hombro, salí del avión y
bajé rápidamente los escalones. Respiré hondo el aire húmedo y
bochornoso, y me sorprendió ver un cielo gris. Hacía calor y
humedad, pero era soportable.
—Señor Kadam, lo normal es que en la India
haga sol y calor, ¿no?
—Estamos en la estación de los monzones.
Aquí casi nunca hace frío, pero en julio y agosto llueve, e incluso
aparece algún que otro ciclón.
Le pasé mi bolsa y me acerqué a ver a los
trabajadores que intentaban cargar a Ren. La operación no tenía
mucho que ver con la que montamos en los Estados Unidos: dos
hombres le engancharon largas cadenas al collar, mientras otro
hombre unía una rampa a la parte de atrás de un camión. Sacaron
bien al tigre del avión, pero, entonces, el hombre que estaba más
cerca de él tiro con demasiada fuerza de la cadena. El tigre
reaccionó deprisa: rugió enfadado y, casi con desgana, le dio con
la pata al hombre.
Sabía que era peligroso que me acercara,
pero algo me empujó a hacerlo. Como lo único que me importaba era
la comodidad de Ren, me dirigí al hombre asustado, le quité la
cadena y le hice un gesto para que retrocediera. Él parecía
aliviado por poder quitarse esa responsabilidad. Empecé a hablar
con el tigre para tranquilizarlo, le di unas palmaditas en el lomo
y lo animé a caminar conmigo hacia el camión.
Él respondió de inmediato y me acompañó, tan
dócil como un corderito, arrastrado por el suelo detrás de él las
pesadas cadenas. En la rampa, se paró y se restregó contra mi
pierna. Después saltó al interior del camión, se volvió rápidamente
para mirarme y me lamió el brazo.
Le acaricié con afecto el hombro y le hablé
en voz baja, calmándolo, mientras pasaba la mano con cariño por el
collar para quitarle las cadenas. Ren miró a los hombres, que
seguían petrificados en el mismo lugar, perplejos, y resopló y
gruñó un poquito para dejar claro lo poco que le gustaban. Mientras
le daba de beber, el tigre me restregó la cabeza por el brazo sin
dejar de mirar a los trabajadores, como si fuera mi perro guardián.
Los hombres empezaron a hablar muy deprisa en hindi entre
ellos.
Cerré la jaula y vi que el señor Kadam se
dirigía a los hombres para hablar con ellos. No parecía sorprendido
por lo que había pasado. En cualquier caso, lo que le dijo debió de
tranquilizarlos, ya que empezaron a moverse de nuevo por la zona,
aunque procurando no acercarse demasiado al tigre. Reunieron
rápidamente todo el equipo y trasladaron el avión a un hangar
cercano.
Una vez estuvo Ren acomodado en el camión,
el señor Kadam me presentó al conductor, que parecía agradable,
aunque muy joven, incluso más que yo.
Tras enseñarme dónde estaba guardada mi
bolsa, el señor Kadam me señaló otra que había comprado para mí.
Era una gran mochila negra con varios compartimentos. Abrió la
cremallera de unos cuantos para enseñarme las cosas que había
metido dentro. En el bolsillo de atrás había una buena cantidad de
dinero en moneda india. En otro bolsillo estaban los documentos de
viaje de Ren y míos. Cotilleé dentro de otra cremallera, y encontré
una brújula y un encendedor. El espacio principal de la mochila
contenía barritas energéticas, mapas y botellas de agua.
—Señor Kadam..., ¿por qué ha metido una
brújula y un encendedor en la mochila, por no hablar de lo
demás?
Él sonrió y se encogió de hombros mientras
cerraba las cremalleras y colocaba la mochila en el asiento
delantero.
—Nunca se sabe lo que te puede hacer falta
durante un viaje. Solo quería asegurarme de que esté preparada para
cualquier cosa, señorita Kelsey. También tiene un diccionario de
hindi. He dado instrucciones al conductor, pero solo habla bien ese
idioma. Ahora debo irme —concluyó, y se despidió dándome un apretón
en el hombro.
De repente, me sentí vulnerable. Seguir el
viaje sin el señor Kadam me ponía nerviosa, era como volver al
primer día de instituto..., si el instituto fuera uno de los países
más grandes del planeta y todo el mundo hablara otro idioma, claro.
«Bueno, ahora estoy sola, tengo que comportarme como un adulta»,
pensé, dándome ánimos, pero el miedo a lo desconocido me estaba
haciendo un nudo en el estómago.
—¿Seguro que no puede cambiar de planes y
venir con nosotros? —pregunté con aire de súplica.
—Por desgracia no podré asistirla en su
viaje —respondió, sonriendo para calmarme—. No se preocupe,
señorita Kelsey, es usted muy capaz de cuidar del tigre, y he
organizado meticulosamente todos los detalles de su ruta. Todo
saldrá bien.
Esbocé una sonrisa algo vacilante, y él me
tomó la mano y la envolvió con las suyas durante un momento antes
de decir:
—Confíe en mí, señorita Kelsey. Estará usted
perfectamente.
Después me guiñó un ojo y se fue.
—Bueno, amigo, supongo que estamos los dos
solos —dije, mirando a Ren.
Impaciente por empezar y terminar de una vez
el viaje, el conductor me llamó desde el asiento del
conductor:
—¿Ir?
—Sí, nos vamos —respondí, suspirando.
Cuando entré, el conductor pisó el
acelerador y ya no levantó el pie de allí ni una sola vez. Salió a
toda pastilla del aeropuerto y, en menos de dos minutos, ya
estábamos esquivando coches a velocidades terroríficas. Me agarré a
la puerta y al salpicadero. En cualquier caso, no era el único
conductor demente de la zona: todos los que iban por la calle
parecían pensar que ir a 130 kilómetros por hora por una ciudad
abarrotada de gente, llena de cientos de peatones, era ir despacio.
Montones de personas vestidas con ropa de vivos colores se movían
por todas partes.
En las calles había vehículos de todo tipo:
autobuses, monovolúmenes y una especie de cochecito cuadrado sin
puertas y con tres ruedas. Los cuadrados debían de ser los taxis
locales, ya que los había a cientos. También había innumerables
motos, bicicletas y peatones. Incluso vi animales tirando de carros
llenos de gente y mercancías.
Supuse que nos tocaba conducir por el lado
izquierdo, pero no parecía haber orden alguno, ni siquiera franjas
blancas para marcar cada sentido. Había pocos semáforos, señales o
carteles. Los coches se limitaban a torcer a la izquierda o a la
derecha cuando veían un hueco... y, a veces, cuando no lo veían. En
una ocasión, un coche fue directo hacia nosotros, pero giró en el
último segundo. El conductor del camión se reía de mí cada vez que
yo ahogaba un grito de terror.
Poco a poco fui acostumbrándome lo
suficiente como para disfrutar de las vistas; vi innumerables
mercados multicolores y vendedores con una eléctrica variedad de
productos. Los comerciantes vendían marionetas, joyas, alfombras,
souvenirs, especias, frutos secos, y todo
tipo de frutas y verduras en pequeños edificios o en carros
colocados en la calle.
Todo el mundo parecía estar vendiendo algo.
En las vallas publicitarias se anunciaba gente que echaba las
cartas del tarot, que leía la palma de la mano, que hacía tatuajes,
que se dedicaba a los piercings, o
locales en los que te pintaban el cuerpo con henna. Toda la ciudad
era un panorama veloz, salvaje, vibrante y turístico de gente de
todas las clases y los colores. Era como si no quedara vacío ni un
centímetro cuadrado de la ciudad.
Después de un angustioso recorrido urbano,
por fin llegamos a la carretera y por fin pude relajarme un poco,
aunque no porque el conductor hubiese frenado (de hecho, había
acelerado), sino porque había bastante menos tráfico. Intenté
seguir nuestra ruta en un mapa, pero la falta de señales de tráfico
me lo ponía difícil. Lo que sí noté fue que el conductor se había
saltado un giro importante para entrar en otra autopista que nos
habría llevado hasta la reserva de tigres.
—Por ahí, ¡a la izquierda! —le señalé.
Él se encogió de hombros y no hizo caso de
mis sugerencias, así que me agarré el diccionario e intenté buscar
a toda prisa la palabra «izquierda» o «camino equivocado». Al final
encontré las palabras kharābi rāha, que
significaban «carretera equivocada» o «camino incorrecto». Él
apuntó con el dedo índice la carretera que teníamos delante y
dijo:
—Carretera rápida.
Me rendí y dejé que hiciera lo que quisiera.
Al fin y al cabo, estábamos en su país, no en el mío, y supuse que
sabría mucho más que yo sobre sus carreteras.
Al cabo de unas tres horas, paramos en un
pueblo diminuto llamado Ramkola. Llamarlo pueblo era exagerar
bastante el tamaño de aquel lugar, ya que solo tenía una tienda,
una gasolinera y cinco casas. Estaba al borde de una jungla, y allí
fue donde por fin encontré un cartel.
RESERVA NATURAL
YAWAL
PAKSIZAALAA YAWAL
4
KM
El conductor salió del camión y empezó a
llenar el depósito de gasolina. Mientras lo hacía, señaló la tienda
del otro lado de la calle y dijo:
—Comida buena.
Recogí la mochila y fui a la parte de atrás
del camión para ver cómo estaba Ren. El tigre se había tumbado cuan
largo era en el suelo de la jaula y abrió los ojos mientras
bostezaba cuando me acerqué, aunque siguió sin moverse.
Fui a la tienda y abrí la puerta
descascarillada, que rechinaba un poco. Sonó una campanita para
anunciar mi presencia.
Una mujer india vestida con un sari
tradicional surgió de una habitación trasera y me sonrió.
—Namaste. ¿Comida?
¿Comer algo?
—¡Oh! ¿Habla mi idioma? Sí, me encantaría
comer algo.
—Siente aquí, yo hago.
Aunque para mí era la comida de mediodía,
seguramente para ellos sería la cena, ya que el sol empezaba a
ponerse. Me señaló una mesita con dos sillas que estaba al lado de
la ventana y se metió de nuevo en el cuarto de atrás. La tienda era
una habitacioncita rectangular en la que había varios productos de
alimentación, souvenirs con fotos de la
reserva cercana, y cosas prácticas, como cerillas y
herramientas.
De fondo se oía una suave música india.
Reconocí el sonido de un sitar y oí unas campanillas, aunque no
logré identificar el resto de los instrumentos. Miré hacia la
puerta por la que había salido la mujer y oí ruido de sartenes en
la cocina. Al parecer, la tienda era la parte delantera de un
edificio mayor, y la familia vivía en la casa, en la parte de
atrás.
La mujer regresó con una rapidez
sorprendente y me llevó cuatro cuencos de comida. Una joven la
seguía, cargada con más cuencos todavía. Olía exótico y
picante.
—Por favor, come y disfruta.
La mujer se fue a la parte de atrás y la
joven se quedó para ordenar los estantes de la tienda mientras yo
comía. No me había llevado cubiertos, así que comí con los dedos,
recordando usar la mano derecha, como era tradicional en la India.
Menos mal que el señor Kadam lo había mencionado en el avión.
Reconocí el arroz basmati, el pan naan, y
el pollo tandoori, pero los otros tres
platos no los había visto nunca. Miré a la chica, saludé con la
cabeza y pregunté:
—¿Hablas mi idioma?
Ella asintió y se acercó.
—Poco —respondió, moviendo los dedos.
Señalé una pasta triangular llena de
verduras especiadas.
—¿Cómo se llama esto?
—Esto samosa.
—¿Y esto y esto?
—Ramalai y
baigan bhartha —respondió, ella señalando
los dos; después esbozó una sonrisa tímida y salió corriendo a sus
estantes.
Por lo que veía, el rasmalai eran bolas de queso de cabra bañadas en
una crema dulce y el baigan bhartha era
una receta de berenjena con guisantes, cebollas y tomates. Estaba
todo muy bueno, aunque la cantidad era algo excesiva. Cuando
terminé, la mujer me llevó un batido de mango, yogur y leche de
cabra.
Le di las gracias, probé el batido y me puse
a mirar el paisaje de fuera. No había gran cosa, tan solo la
gasolinera y dos hombres que hablaban junto al camión. Uno era un
joven muy guapo vestido de blanco. Estaba de cara a la tienda y
hablando con el otro hombre, que me daba la espalda. El segundo
hombre era mayor y se parecía al señor Kadam. Parecían discutir por
algo. Cuanto más los miraba, más me convencía de que el mayor era
el señor Kadam, pero estaba discutiendo airadamente con el joven, y
yo no podía imaginarme al señor Kadam tan enfadado.
«Qué raro», pensé, e intenté captar algunas
palabras a través de la ventana abierta. El hombre mayor decía
mucho nabi mahodaya, y el más joven no
dejaba de repetir avashyak o algo
similar. Busqué en mi diccionario y encontré lo primero fácilmente.
Significaba «de ningún modo» o «no, señor». La otra palabra me
costó más porque tuve que averiguar cómo se escribía, pero al final
la encontré. Quería decir «necesario» o «esencial», algo que hay
que hacer o que tiene que ocurrir.
Me acerqué a la ventana para ver mejor, y,
justo entonces, el joven de blanco levantó la mirada y me vio
observarlos. Dejó de hablar de inmediato y se apartó de mi línea de
visión, escondiéndose detrás del camión. Estaba avergonzada de que
me hubieran pillado, pero sentía muchísima curiosidad, así que me
abrí paso a través del laberinto de estanterías para salir de la
tienda. Necesitaba saber si el hombre mayor era de verdad el señor
Kadam.
Giré el pomo de la ruidosa puerta y abrí.
Caminé hacia la sucia carretera y el camión, pero seguía sin ver a
nadie. Rodeé el camión, me detuve en la parte de atrás y vi que Ren
estaba alerta, mirándome desde la jaula. Allí no había nadie.
Desconcertada, aunque consciente de que no
había pagado la comida, crucé la calle y regresé a la tienda. La
joven ya había recogido los platos. Saqué algunos billetes de la
mochila y pregunté:
—¿Cuánto?
—Cien rupias.
El señor Kadam me había enseñado a calcular
el equivalente en dólares dividiendo el total entre cuarenta. Hice
la división rápidamente y vi que me pedía dos dólares y cincuenta
centavos. Sonreí para mí al recordar a mi padre, que adoraba las
matemáticas y se dedicaba a jugar haciendo divisiones mentales
conmigo cuando era pequeña. Le di doscientas rupias a la chica, y
ella sonrió de oreja a oreja.
Tras darle las gracias, le dije que la
comida estaba deliciosa, recogí la mochila, abrí la puerta de
bisagras oxidadas y salí al exterior.
El camión no estaba.