13
Cascada
A la mañana siguiente me levanté y encontré
una mochila medio llena junto a la puerta, con una nota del señor
Kadam que decía que debía meter ropa para tres o cuatro días,
bañador incluido.
El bañador, que había dejado colgado, ya
estaba seco. Lo metí en la mochila, añadí una toalla por si acaso,
eché encima el resto de mis cosas y bajé las escaleras.
El señor Kadam y Ren ya estaban en el
todoterreno cuando subí. El señor Kadam me pasó una barrita de
desayuno y una botella de zumo, y arrancó en cuanto me abroché el
cinturón.
—¿Por qué tanta prisa? —pregunté.
—Ren ha añadido algo al viaje, así que
pararemos en un punto del camino. El plan es dejarlos unos días y
después recogerlos. Cuando terminen, iremos a Hampi.
—¿Qué ha añadido al viaje?
—Ren prefiere explicárselo él mismo
—Hmmm.
Por su expresión, sabía que, por mucho que
le insistiera, el señor Kadam no me daría más detalles. Decidí
dejar a un lado mi curiosidad sobre el futuro y centrarme en el
pasado.
—Como tenemos por delante un largo camino,
¿le importaría contarme más cosas sobre usted, señor Kadam? ¿Cómo
fue su infancia?
—De acuerdo, veamos... Nací veintidós años
antes que Ren, en junio de 1635. Era hijo único de una familia
militar de la casta chatria, así que lo natural era que me
entrenaran para formar parte del ejército.
—¿Qué es la casta chatria?
—La India tiene cuatro castas o varnas, similares a las distintas clases sociales.
Los brahmanes son profesores, sacerdotes y eruditos; los chatrias
son gobernantes y protectores; los vaisias son granjeros y
comerciantes; y los sudras son artesanos y esclavos. También hay
distintos niveles en casa casta.
»Las castas no se mezclan durante ningún
momento de la vida. Cada uno vive dentro de su grupo. Aunque,
oficialmente, lleva prohibido unos cincuenta años, el sistema de
castas sigue practicándose en varias zonas del país.
—¿Su esposa pertenecía a su misma
casta?
—Me resultaba más sencillo seguir con mi
trabajo de soldado retirado y querido por el rey, así que sí.
—Pero ¿fue un matrimonio concertado? Quiero
decir, la quería, ¿no?
—Sus padres lo organizaron, pero fuimos
felices juntos durante el tiempo del que dispusimos.
Me quedé mirando un momento la carretera y
después miré a Ren, que echaba la siesta atrás.
—Señor Kadam, ¿le molesta que le haga tantas
preguntas? No tiene por qué responderlas todas, sobre todo si le
resulta demasiado personales o dolorosas.
—No importa, señorita Kelsey. Disfruto
hablando con usted —respondió, sonriendo, mientras cambiaba de
carril.
—De acuerdo, pues cuéntame algo sobre su
carrera militar. Debe de haber luchado en batallas muy
interesantes.
—Empecé mi entrenamiento muy joven. Creo que
tenía cuatro años. No fuimos al colegio. Como futuros militares,
todos nuestros jóvenes se dedicaban a convertirse en buenos
soldados, y todos nuestros estudios trataban sobre el arte de la
guerra. En aquella época había decenas de reinos en la India, puede
que cien, pero yo tenía la suerte de vivir en uno de los más
poderosos, gobernado por un buen rey.
—¿Qué clase de armas usaba?
—Me entrenaron con todo tipo de armas,
aunque lo primero que nos enseñaban era el combate cuerpo a cuerpo.
¿Alguna vez ha visto películas de artes marciales?
—Si se refiere a Jet Li y Jackie Chan,
sí.
—Los guerreros hábiles en el combate cuerpo
a cuerpo eran muy codiciados. De joven subí rápidamente de rango
gracias a mi destreza en ese campo. Nadie me ganaba en los
entrenamientos. Bueno, casi nadie. Ren me ha ganado alguna
vez.
—¡Señor Kadam! —lo miré, sorprendida—. ¿Me
está diciendo que es un maestro del kárate?
—Algo así —respondió, sonriendo—. Nunca
alcancé el nivel de los célebres maestros que iban a entrenarnos,
pero aprendí lo suficiente. Me gusta practicar el cuerpo a cuerpo,
aunque mi punto fuerte es la espada.
—Siempre he querido aprender kárate.
—Entonces no lo llamábamos kárate. Las artes
marciales que aprendíamos para la guerra eran menos espectaculares.
Se centraban en superar al enemigo lo antes posible, y eso a menudo
significaba matar o dar un golpe que dejara al otro inconsciente el
tiempo necesario para huir. No era tan estructurado como lo que se
ve hoy en día.
—Entiendo, menos Karate
Kid I y más Karate Kid II. Luchas a
muerte. Entonces, Ren y usted recibieron entrenamiento en artes
marciales.
—Sí, y él era muy bueno —respondió el señor
Kadam, sonriendo—. Como futuro rey, estudió ciencia, artesanía,
arte y filosofía, así como otras muchas ramas del conocimiento a
las que llamábamos las sesenta y cuatro artes. También lo
entrenaron en todo lo relacionado con el arte de la guerra, artes
marciales incluidas.
»La madre de Ren también estaba versada en
las artes marciales. Había aprendido en Asia e insistía en que sus
hijos debían ser capaces de protegerse. Mandó traer a expertos, y
nuestro reino se hizo famoso rápidamente por su destreza en ese
terreno.
Durante un minuto me permití perderme en la
imagen de Ren haciendo artes marciales. «Luchando sin camisa, con
la piel bronceada, los músculos tensos... —pensé, pero sacudí la
cabeza—. ¡Espabílate, nena!»
Me aclaré la garganta y pregunte:
—¿Qué me decía?
—Carros —siguió el señor Kadman, que no
había notado mi breve falta de atención—. La mayor parte de los
soldados estaban en la infantería, y ahí empecé yo. Aprendí a usar
la espada, la lanza, la maza y muchas otras armas antes de pasar a
los carros. A los veinticinco estaba a cargo del ejercicio del rey.
A los treinta y cinco enseñaba a otros, Ren incluido, y me
nombraron asesor militar especial y estratega militar del rey,
sobre todo en el uso de los elefantes de batalla.
—Me cuesta imaginar elefantes en una
batalla. Parecen tan amables... —reflexioné.
—Los elefantes eran formidables en la
batalla —explicó él—. Llevaban pesadas armaduras y una estructura
cerrada en el lomo para proteger a los arqueros. A veces poníamos
largas dagas mojadas en veneno en sus cuernos, lo que probó ser
eficaz en un ataque directo. Imagínese enfrentarse a un ejército
con veinte mil elefantes blindados. Creo que ya no quedan tantos
elefantes en toda la India.
Casi podía sentir el temblor del suelo bajo
los pies mientras imaginaba a miles de elefantes listos para la
batalla cayendo sobre un ejército.
—Debió de ser terrible participar en
aquellos baños de sangre y destrucción. Y pensar que esa era toda
su vida... La guerra es terrible.
—La guerra no era lo mismo que ahora
—respondió, encogiéndose de hombros—. Cumplíamos el código del
guerrero, algo similar al código de caballería europeo. Teníamos
cuatro reglas. La primera es que hay que luchar con alguien que
tenga una naturaleza parecida. No podíamos luchar contra un hombre
que no estuviera igual de protegido que nosotros. Es como el
concepto de no usar un arma contra un hombre desarmado.
»La regla número dos —continuó, levantando
un segundo dedo— consiste en que si el enemigo no puede seguir
luchando, la batalla se termina. Si has inutilizado a tu
contrincante y está indefenso, debes dejar de luchar. No puedes
matarlo.
»La tercera regla es que los soldados no
matan ni a mujeres ni a niños ni a ancianos ni a enfermos, y que no
herimos a los que se rinden.
»Y la cuarta regla, que no destruimos
jardines, templos ni ningún lugar de culto.
—Parecen unas reglas bastantes buenas
—comenté.
—Nuestro rey seguía la ley de los reyes,
Kshatriadharma, lo que significa que solo
podíamos participar en batallas que considerábamos justas o
justificadas y que contaban con el apoyo del pueblo.
Los dos guardamos silencio un momento. El
señor Kadam parecía sumido en sus recuerdos del pasado, y yo estaba
intentando comprender la época en la que había vivido. Cuando
cambió de nuevo de carril, me sorprendió su facilidad para
manejarse por el denso tráfico a la vez que seguía reflexionando en
silencio. Las calles estaban abarrotadas y los conductores pasaban
a velocidades terroríficas, pero eso no alteraba al señor
Kadam.
Al cabo de un rato, se volvió hacia mí y
dijo:
—La he entristecido, señorita Kelsey. Me
disculpo. No quería disgustarla.
—Solo me entristece que haya visto tanta
guerra en su vida y que se haya perdido otras muchas cosas.
—No lo sienta por mí —repuso él, sonriendo—.
Recuerde que eso fue una parte muy pequeña de mi vida. He podido
ver y experimentar más cosas de lo que suele ser posible para un
hombre. He sido testigo de los cambios del mundo, siglo tras siglo.
He presenciado muchas cosas horribles, aunque también muchas cosas
maravillosas. Además, recuerde que, aunque era un militar, no
estábamos siempre en guerra. Nuestro reino era grande y tenía buena
reputación. Aunque nos entrenábamos para la batalla, no tuvimos que
guerrear en muchas ocasiones.
—A veces se me olvida lo mucho que Ren y
usted han vivido. Y no estoy diciendo que sea viejo ni nada de
eso.
—Claro que no —respondió él entre
risas.
Asentí con la cabeza y saqué un libro para
aprender más sobre Hanuman. Era fascinante leer las historias sobre
el dios mono. Estaba tan concentrada en mi estudio que me
sorprendió cuando el señor Kadam aparcó.
Tomamos una comida rápida durante la cual el
señor Kadam me animó a probar distintos tipos de curry. Descubrí que no soy una gran admiradora del
curry, y él se rio bastante con mi cara
cuando probaba los más picantes. Eso sí, me encantó el pan
naan.
Cuando volvimos al coche, saqué una copia de
la profecía de Durga y empecé a leerla. «Serpientes. Eso no puede
ser bueno. Me pregunto qué tipo de protección o bendición nos dará
Durga.»
—Señor Kadam, ¿hay un templo de Durga cerca
de las ruinas de Hampi?
—Excelente pregunta, señorita Kelsey. Yo
pensé lo mismo. Sí, hay templos en honor a Durga en casi todas las
ciudades de la India. Es una diosa muy popular. He encontrado un
templo cerca de Hampi y pasaremos por él. Con suerte, encontraremos
allí la siguiente pista del rompecabezas.
—Hmmm.
Seguí examinando la profecía. «El señor
Kadam ha dicho que un gada era como una
maza o una porra, así que eso significa que es un arma. El reino de
Hanuman. Se refiere a las ruinas de Hampi o Kishkindha. Y después
persigue la rama cargada. Quizá se refiera a la rama con el fruto.
¿Peligros espinosos y peligros deslumbrantes? Las espinas pueden
ser rosales o puede que algún tipo de enredadera.»
—Señor Kadam, ¿alguna idea de que pueden ser
los peligros deslumbrantes?
—No, lo siento, señorita Kelsey, no se me
ocurre nada. También he estado pensando en «morbosos fantasmas
entorpecerán vuestra ruta». No he encontrado información al
respecto, lo que me hace pensar que quizá haya que interpretarlo
literalmente. Puede que hay espíritus de algún tipo que intenten
detenerlos.
—¿Y qué me dice de las... serpientes?
—pregunté después de tragar saliva.
—Hay muchas serpientes peligrosas en la
India: cobras, boas, pitones, serpientes de agua, víboras, cobras
reales e incluso algunas que vuelan.
Eso no sonaba nada bien.
—¿A qué se refiere con volar?
—Bueno, técnicamente no vuelan de verdad,
solo planean hacia otros árboles, como las ardillas
voladoras.
Me hundí más en el asiento y fruncí el
ceño.
—Pues sí que tienen una excepcional variedad
de reptiles venenosos.
—Sí, es cierto —respondió él, riéndose—. Es
algo con lo que aprendemos a vivir, aunque, en este caso, da la
impresión de que la serpiente o las serpientes le serán de
ayuda.
Leí de nuevo el verso: «Si las serpientes
encuentran el fruto prohibido y el hambre de la India sacian... O
todo su pueblo morirá sin remedio».
—¿Cree que lo que hagamos podría influir de
algún modo en todo el país?
—No estoy seguro, espero que no. A pesar de
mis siglos de estudio, sé muy poco de esta maldición y del Amuleto
de Damon. Tiene un gran poder, pero todavía no tengo ni idea de
cómo afectaría eso a la India.
Me dolía un poco la cabeza, así que la eché
atrás y cerré los ojos. Lo siguiente que supe fue que el señor
Kadam me daba con el codo para despertarme.
—Ya estamos aquí, señorita Kelsey.
—¿Donde? —pregunté, restregándome los
ojos.
—Estamos en el lugar en el que Ren deseaba
parar.
—Señor Kadam, estamos en medio de ninguna
parte, rodeados de jungla.
—Lo sé. No tema, estará a salvo, Ren la
protegerá.
—¿Por qué esas palabras siempre dan lugar a
que acabe dando vueltas por la jungla con un tigre?
Se rio un poco, sacó mi mochila y dio la
vuelta al coche para abrirme la puerta.
Salí y lo miré.
—Tendré que dormir otra vez en la jungla,
¿verdad? ¿Seguro que no puedo ir con usted mientras él hace lo que
tenga que hacer?
—Lo siento, pero en esta ocasión la
necesita. Es algo que no puede hacer sin usted, y quizá tampoco lo
logre con usted.
—De acuerdo —gruñí—. Y usted, por supuesto,
no puede decirme de qué se trata.
—No soy quién para contarlo, esta historia
pertenece a Ren.
—Vale —mascullé—. ¿Y cuándo volverá a por
nosotros?
—Iré a la ciudad y compraré unas cuantas
cosas. Después me reuniré con usted aquí dentro de tres o cuatro
días. Puede que tenga que esperar un poco. Es posible que Ren no
encuentre lo que busca hasta que pasen unas cuantas noches.
Suspiré y miré a Ren con odio.
—Genial, más jungla. Vale, vamos a ello. Tú
primero, por favor.
El señor Kadam me pasó un bote de spray antibichos con protector solar, metió algunas
cosas en mi mochila y me ayudó a echármela a la espalda. Suspiré
profundamente cuando lo vi alejarse en el todoterreno. Después me
volví para seguir a Ren.
—Oye, Ren, ¿cómo es que siempre estoy
siguiéndote al interior de una jungla? ¿Y si la próxima vez me
sigues a un bonito spa o quizá a la
plaza? ¿Qué te parece?
El resopló y siguió avanzando.
—Vale, pero me debes una.
Seguimos caminando el resto de la
tarde.
Algo más tarde oí un ruido sordo delante de
nosotros, aunque no lograba averiguar qué lo producía. Cuando más
caminábamos, más se oía. Atravesamos una arboleda y entramos en un
pequeño claro. Por fin vi la fuente del sonido: era una preciosa
cascada.
Una serie de piedras grises coronaban una
alta colina como si fueran escalones. El agua echaba espuma y fluía
sobre cada una de las piedras, caía a plomo y se extendía como una
abanico hasta llegar al amplio estanque de aguas turquesas. Árboles
y arbustitos con diminutas flores rojas rodeaban el estanque. Era
una maravilla.
Al acercarme a uno de los arbustos vi que se
estaba moviendo. Di un paso más y cientos de mariposas salieron
volando. Había dos tipos: unas eran marrones con rayas de color
crema y las otras eran marrón negruzco con rayas y puntos azules.
Me reí y me puse a dar vueltas, rodeada de una nube de mariposas.
Cuando se posaron de nuevo, varias me aterrizaron en los brazos y
la camiseta.
Me subí a una roca que daba a la cascada y
examiné a una mariposa que se me había apoyado en el dedo. Cuando
se fue, me quedé inmóvil, observando el agua caer. Después oí una
voz detrás de mí.
—Es precioso, ¿a que sí? Es el sitio que más
me gusta de todo el mundo.
—Sí, nunca había visto nada parecido.
Ren se acercó y me quitó una mariposa del
brazo para ponérsela en el dedo.
—Estas se llaman mariposas cuervo y las
otras, tigres azules. Las tigres azules son más coloridas y más
fáciles de ver, así que viven con las cuervo para camuflarse.
—¿Camuflarse? ¿Por qué lo necesitan?
—Las mariposas cuervo no son comestibles. De
hecho, son venenosas, así que otras mariposas intentan imitarlas
para engañar a los depredadores.
Me tomó de la mano y me guio por un caminito
que llevaba a la catarata.
—Acamparemos aquí. Siéntate, tengo que
contarte algo.
Encontré un sitio plano y dejé en el suelo
la mochila. Saqué una botella de agua y me apoyé en una roca.
—Vale, adelante.
Ren empezó a dar vueltas mientras
hablaba.
—La razón por la que estamos aquí es que
tengo que encontrar a mi hermano.
Casi me ahogo con el agua.
—¿Tu hermano? Suponía que estaba muerto. No
lo has mencionado en ningún momento, salvo para decir que a él
también lo maldijeron. ¿Quieres decir que sigue vivo y está
aquí?
—Para serte sincero, no sé si está vivo o
no. Supongo que lo está porque yo lo estoy, y el señor Kadam cree
que sigue viviendo aquí, en esta jungla.
Se volvió y miró la cascada; después se
sentó a mi lado, estiró sus largas piernas y me tomó de nuevo de la
mano. Jugueteaba con mis dedos mientras hablaba.
—Creo que sigue vivo. Es una sensación que
tengo. Mi plan es buscar por la zona trazando círculos concéntricos
cada vez más amplios. Al final, uno de los dos encontrará el rastro
del otro. Si no aparece o no logro captar su rastro en unos días,
volveremos, nos reuniremos con el señor Kadam y seguiremos nuestro
viaje.
—¿Qué necesitas que haga yo?
—Que esperes aquí. La idea es que, si no me
escucha a mí, a lo mejor conocerte lo convence. Además, espero
que...
—¿Qué?
—Ya no tiene importancia —respondió,
sacudiendo la cabeza; me apretó la mano, distraído y se levantó de
un salto—. Deja que te ayude a acampar rápidamente, antes de
empezar a buscar.
Ren fue a por leña mientras yo desenrollaba
una tienda de campaña de dos personas, fácil de montar, que estaba
atada a la parte exterior de la mochila «¡Gracias, señor Kadam!»,
pensé.
Abrí la cremallera de la bolsa y extendí la
tienda sobre una zona llana. Al cabo de unos minutos, Ren se acercó
a ayudar. Ya había encendido la fogata y tenía una buena pila de
madera para mantenerla encendida.
—Qué rápido —murmuré, celosa, mientras
extendía la tela sobre un gancho.
El asomó la cabeza por el otro lado y
sonrió.
—Me entrenaron al fondo para vivir al aire
libre.
—Ya veo.
Él se rio.
—Kells, hay muchas cosas que tú saber hacer
y yo no. Como montar esta tienda, por lo que se ve.
—Tira de la tela sobre el gancho de la
estaca —expliqué, sonriendo.
Terminamos en un momento y él se limpió el
polvo de las manos.
—Hace cuatrocientos años no teníamos tiendas
como estas. Se parecen, pero estas son mucho más complicadas.
Nosotros usábamos postes de madera.
Se acercó a mí, me tiró de la trenza y,
siguiendo un impulso, me besó en la frente.
—Mantén el fuego encendido, eso asusta a los
animales. Voy a rodear la zona unas cuantas veces, pero volveré
antes de que oscurezca.
Ren se metió en la jungla, de nuevo
convertido en tigre. Me tiré de la trenza, pensé en él un minuto y
sonreí.
Mientras esperaba a que volviera, decidí
revisar la mochila para ver lo que el señor Kadam había metido de
cena. «Ah, se ha superado de nuevo: arroz con pollo liofilizado y
pudin de chocolate de postre.»
Eché parte del agua de la botella en un
cacito y lo coloqué sobre una roca plana que había puesto encima de
las brasas. Cuando el agua empezó a hervir, utilicé una camiseta
para no quemarme y eché el agua caliente en la bolsa de mi cena.
Esperé unos minutos a que se hidratara y después disfruté de mi
comida, que la verdad, no estaba nada mal. Sin duda, más sabrosa
que el pavo de tofu que Sarah ponía en Acción de Gracias.
El cielo se oscureció y decidí que estaba
más segura dentro de la tienda, así que me metí y doblé la colcha
para usarla de almohada.
Ren regresó poco después y lo oí echar más
leña a la fogata
—Todavía no hay ni rastro de él
—comentó.
Después se transformó en tigre y se acomodó
en la entrada de la tienda.
Abrí la cremallera de la lona y le pregunté
si le importaba que lo usara otra vez de almohada. Él se movió y se
estiró a modo de respuesta. Me acerqué más, apoyé la cabeza en su
suave pelaje y me envolví en la colcha. Su pecho se movía al ritmo
de un profundo ronroneo, y eso me ayudó a dormir.
Cuando me desperté, Ren no estaba; regresó
a la hora de la comida, mientras yo me cepillaba el pelo.
—Toma, Kells, te he traído una cosa —dijo
modestamente; llevaba tres mangos en las manos.
—Gracias. Hmmm, ¿me atrevo a preguntar de
dónde los has sacado?
—Monos.
—¿Monos? —pregunté, deteniendo el cepillo en
el aire—. ¿Qué quieres decir con monos?
—Bueno, a los monos no les gustan los tigres
porque los tigres comen monos. Así que, cuando aparece un tigre,
los monos saltan en los árboles y los acribillan con fruta o heces.
Por suerte para mí, hoy han tirado fruta.
—¿Alguna vez te has... comido un mono?
—pregunté, tragando saliva.
—Bueno, los tigres tenemos que comer
—respondió, sonriendo.
Saqué una cinta elástica de la mochila para
trenzarme el pelo.
—Puaj, qué asco.
—La verdad es que no como monos, Kells
—respondió entre risas—. Solo te tomaba el pelo. Los monos son
repulsivos. Saben cómo una pelota de tenis jugosa y huelen a pies
—aseguró, después hizo una pausa—. En cambio, un buen ciervo... eso
sí que es delicioso —dijo, relamiéndose de manera exagerada.
—Creo que no necesito oír nada más sobre tus
cacerías.
—¿De verdad? Porque me gusta bastante
cazar.
Ren se quedó inmóvil. De repente, de forma
casi imperceptible, se agachó poco a poco y se puso en equilibrio
sobre las puntas de los pies. Colocó una mano en la hierba delante
de él y empezó a acercarse a mí. Me estaba acechando, cazando. Me
miró a los ojos y me dejó clavada en el sitio. Estaba preparándose
para saltar. Separó los labios en una enorme mueca que dejaba al
aire sus dientes, blancos y brillantes.
—Cuando acechas a tu presa —dijo, con una
voz melosa e hipnótica—, debes quedarte quieto y esconderte, y
permanecer así durante un largo rato. Si fallas, la presa
escapará.
Recorrió en un segundo la distancia que nos
separaba.
Aunque lo había estado observando con
atención, me sorprendió lo deprisa que podía moverse. El pulso se
me aceleró, lo notaba en la garganta, que es donde estaba a punto
de colocar sus labios, como si fuera a por mí yugular.
Me echó el pelo hacia atrás y subió hasta mi
oreja, susurrando:
—Y te quedarías... hambriento.
Sus palabras eran un suspiro, su cálido
aliento me hacía cosquillas en la oreja y me ponía de gallina la
carne de todo el cuerpo.
Volví ligeramente la cabeza para mirarlo. Le
habían cambiado los ojos, eran más azules de lo normal y me
examinaban la cara. Todavía tenía una mano puesta sobre mi pelo, y
sus ojos descendieron hasta mi boca. De repente, tuve la impresión
de que así era como se sentían los ciervos.
Ren me estaba poniendo nerviosa. Parpadeé e
intenté tragar saliva, aunque tenía la boca seca. Sus ojos
volvieron como un rayo a los míos. Tuvo que darse cuenta de mi
incomodidad, porque su expresión cambió, apartó la mano de mi pelo
y se relajó.
—Siento haberte asustado, Kelsey. No volverá
a pasar.
Cuando dio un paso atrás, empecé a respirar
de nuevo.
—Bueno —respondí, temblorosa—, no quiero oír
nada más sobre la caza. Me pone mala. Es lo menos que puedes hacer
por mí, teniendo en cuenta que tengo que pasar bastante tiempo
contigo al aire libre, ¿vale?
—Kelsey —repuso, riéndose—, todos tenemos
tendencias animales. A mí me encantaba cazar, incluso de
joven.
—Vale, pero guárdate tus tendencias animales
para ti.
Se volvió a inclinar sobre mí y me tiró de
un mechón de pelo.
—Bueno, Kells, me parece que sí que te
gustan algunas de mis tendencias animales —contestó, y se puso a
hacer un ruido con el pecho; me di cuenta de que estaba
ronroneando.
—¡Para! —salté.
Él se rio, se acercó la mochila y recogió la
fruta.
—Entonces, ¿quieres mango o no? Te lo
lavaré.
—Teniendo en cuenta que me lo has traído en
la boca y teniendo el cuenta el origen de la fruta en cuestión, la
verdad es que no.
Se le hundieron los hombros, así que me
apresuró a añadir:
—Pero supongo que podría comerme la parte de
dentro.
Me miró y sonrió.
—No está liofilizado.
—Vale, lo probaré —respondí.
Lavó la fruta, la peló con un cuchillo de la
mochila y me cortó unos trozos. Nos sentamos el uno junto al otro y
disfrutamos de la comida. Eran jugosos y deliciosos, pero no quería
darle la satisfacción de saber lo mucho que me gustaban.
—¿Ren? —dije, lamiéndome el zumo de los
dedos antes de empezar con otro trozo.
—¿Si?
—¿Es seguro nadar junto a la cascada?
—Claro, no hay problema. Este lugar era muy
especial para mí, venía aquí para escapar de la presión de la vida
en palacio, para pasar un tiempo a solar y pensar. De hecho
—añadió, mirándome—, eres la primera persona a la que se lo enseño,
aparte de a mi familia y al señor Kadam, por supuesto.
Contemplé la bella cascada y empecé a hablar
en voz baja.
—En Oregón hay docenas de cascadas. A mis
padres les gustaba visitarlas y comer allí, al aire libre. Creo que
vimos casi todas las cascadas del estado. Recuerdo estar cerca de
una, observándola con mi padre, mientras la nube de agua nos
empapaba.
—¿Alguna se parecía a esta?
—Qué va —respondí, sonriendo—. Esta es
única. Yo prefería visitarlas en invierno, la verdad.
—Nunca he visto una cascada en
invierno.
—Es precioso. El agua se congela al caer por
las escarpadas montañas. Las rocas pulidas que rodean la cascada se
cubren de hielo y, conforme les va cayendo agua encima, empiezan a
nacer los carámbanos. Los picos de hielo se ensanchan y se alargan
poco a poco por la colina, estirándose, crujiendo y rompiéndose
hasta que tocan el agua de abajo en forma de cuerdas largas,
gruesas y retorcidas. El agua que sigue moviéndose se filtra, gotea
sobre los carámbanos muy despacio y los cubre de capas relucientes.
En Oregón, las colinas cercanas a las cascadas están repletas de
árboles de hoja perenne y, a veces, se ve nieve en las cimas.
No respondió.
—¿Ren? —pregunté, volviéndome para ver si me
prestaba atención; lo descubrí mirándome fijamente.
—Eso suena precioso —comentó, y una lenta y
perezosa sonrisa le iluminó la cara.
Me ruboricé y aparté la mirada al
instante.
—Suena asombroso —añadió, y se aclaró la
garganta—, pero frío. Aquí el agua no se hiela. —Me tomó de la mano
y entrecruzó sus dedos con los míos—. Kelsey, siento que tus padres
ya no estén contigo.
—Y yo. Gracias por compartir tu cascada
conmigo. A mis padres también les habría encantado —dije,
sonriendo, y después miré hacia la jungla—. Si no te importa, me
gustaría tener algo de intimidad para ponerme el bañador.
Él se levantó y me hizo una reverencia
teatral.
—Que no se diga que el príncipe Alagan
Dhiren Rajaram no atiende a la petición de una bella dama.
Se lavó las pegajosas manos en el estanque,
se transformó en tigre y se alejó hacia la jungla.
Le di un tiempo para alejarse, me puse el
bañador y me metí en el agua.
Era cristalina y refrescó rápidamente mi
piel sudorosa. Era una sensación estupenda. Después de nadar y
explorar el estanque, nadé hacia la cascada y encontré una roca en
la que sentarme, justo bajo la nube de agua pulverizada. Dejé que
el agua me cayera encima en heladas ráfagas. Al cabo de un rato me
coloqué en la parte soleada de la roca y doblé las piernas,
sacándolas del agua. Me eché el pelo sobre el hombro y disfruté del
calor del sol.
Me sentí como una sirena contemplando sus
apacibles dominios. Era un lugar tranquilo y agradable. Con el agua
azul, los árboles verdes y las mariposas revoloteando de un lado a
otro, era como una escena sacada del El sueño
de una noche de verano. Incluso podía imaginarme a las hadas
volando de flor en flor.
Justo en ese momento, Ren salió al galope de
la jungla y dio un gran salto. Sus doscientos treinta kilos de
tigre blanco aterrizaron con estruendo en el centro del estanque,
levantando olas que dieron contra mi roca.
—Eh —dije cuando salió a la superficie—,
creía que los tigres odiaban el agua.
Él se acercó a mí y nadó en círculos para
demostrarme que los tigres sabían nadar. Metió su gran cabeza bajo
la cascada, nadó por detrás de ella y volvió a la roca. Tras
subirse detrás de mí, se sacudió con ganas el pelaje, como si fuera
un perro. El agua salió disparada en todas direcciones, incluida la
mía.
—¡Oye, que me estaba secando!
Se volvió a meter en el agua y nadó hasta el
centro del estanque. Después volvió a saltar dentro y a nadar en
círculos a mi alrededor mientras yo le salpicada, riéndome. Se
metió bajo mi roca y se quedó sumergido un buen rato. Al final,
salió a la superficie, aterrizó sobre una roca y saltó por los
aires para darse un panzazo contra el agua justo a mi lado. Jugamos
hasta que empecé a cansarme. Después nadé de vuelta a la cascada,
me puse debajo del chorro con los brazos en alto y dejé que el agua
me bañara.
Oí un golpe encima de mí y unas cuantas
rocas cayeron en el agua a pocos centímetros. Empecé a salir
rápidamente de allí, pero una roca me dio en la nuca. Los parpados
se me cerraron y mi cuerpo se hundió en el estanque.