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¡Qué días extraños aquellos! Leo las cartas de Juan Guillermo y compruebo que todos mis recuerdos, todas las imágenes y las escenas que conservé mientras estuve lejos, pertenecen definitivamente a un tiempo abolido. Sí, un tiempo, un mundo, que huyó mientras Carlos II agonizaba rodeado de confesores, exorcistas, cortesanos y embajadores que disputaban el trono, mientras huía el siglo y se consumía la dinastía que hizo la conquista de América, un tiempo, un mundo, que acabaría con una guerra que se prolongó durante catorce años, y dejó en la memoria un tenaz reguero de muerte y destrucción en Europa y España.

¡Qué días, qué extraños días! La noticia de que el rey estaba hechizado circuló por los mentideros y palacios de Madrid y produjo sensación. Los dos bandos rivales que pugnaban por inclinar la balanza testamentaria, bien a favor de París bien en beneficio de Viena, comprendieron que en aquel hecho había alguna posibilidad de ventaja y trataron de manipular exorcistas y endemoniados a su conveniencia. Fue así como cada día brotaba un nuevo rumor.

… Por Madrid —escribe Juan Guillermo— corren toda clase de chismes en torno al supuesto maleficio que sufre el rey. Hay quien dice que el monarca fue hechizado por su primera esposa, con una taza de chocolate con polvos de testículos de ahorcado. Otros afirman que procede del talismán que el rey llevaba colgado al cuello, regalo, según algunos, de su madre Mariana de Austria. Se dice también que el monarca fue hechizado por la Berlepsch y la reina Mariana de Neoburgo, con tabaco de América o pastillas de benjuí. Y hasta se rumorea que el maestresala, hechura del cardenal primado de Toledo, había servido a la mesa real perdices asadas con salsa de limones y uñas de mujer mora o judía quemada por la Inquisición…

Pasó así el otoño, entre dichos y coplas sobre los hechizos del rey. Tardó aquel año en llegar el invierno, pero cuando hubo entrado, el aire frío que sopla del Guadarrama se excedió de su fama y nos convirtió en estatuas de hielo para las que pasear, a pie o en coche, antes del mediodía o a partir del atardecer, equivalía al suicidio.

—Aseguro a vuestras mercedes que, después de estos fríos —recuerdo que bromeaba el conde de Clavijo en casa de don Mercurio—, no me importará pasar el resto de la eternidad en el fuego del infierno.

Todo Madrid, temeroso de lo porvenir, rezó aquel invierno por el rey, y en Palacio intentaban que no sufriera sobresaltos aquel viejito sin herederos que cada mañana, al despertar, bebía su pócima de polvo de víbora, infalible para dar fuerzas. Pero era en vano. Apenas inició su andadura el año 1700 de Nuestro Señor, tras una leve mejoría que le permitió visitar la halconería real en varias ocasiones y salir a paseo casi a diario en una carroza durísima de muelles y a galope tendido, Su Majestad recayó, y su estado fue agravándose poco a poco hasta hacer temer que su muerte era, definitivamente, cuestión de días.

… Ha venido el embajador de Palacio para informarse del estado del rey —escribe Juan Guillermo el 10 de febrero—. Me dice haberle impresionado su gran hinchazón en cara y ojos, y una tos seca, con expectoración difícil. Le sospecha febril. Pero la dolencia no le alarma tanto como la debilidad, que aumenta de día en día…

Así se hallaba el rey cuando llegó a Madrid el aviso de un nuevo tratado de reparto. La noticia voló en todas direcciones, levantó la ira popular y desbordó al gobierno. Recuerdo que en aquellos días Folch de Cardona llevaba rumores frescos a casa de don Mercurio y que en el estrado se multiplicaban las conversaciones ante la sonrisa de esfinge de María Mancini, quien solía intercambiar miradas de complicidad con el marqués de Villena.

—Dicen que la ira de la reina ha sido tal que rompió todos los cachivaches de su cuarto —comentó el marqués visiblemente encantado con el curso de los acontecimientos.

—Yo estaba en Palacio —proclamó teatral Folch de Cardona— y os aseguro que ese rumor procede de lenguas envenenadas.

—¡Oh, nuestra pobre reina! —exclamó también teatral la hija del conde Clavijo.

—Los consejeros de Estado tienen orden de reunirse mañana, viernes —continuó Folch de Cardona.

—¿Es cierto que Su Majestad ha mandado pedir sus votos al almirante y a Oropesa? —preguntó don Mercurio.

—Cierto es.

—¿Y que Monterrey ha pedido que se reúnan Cortes?

—Eso he oído. También se rumorea que el cardenal primado está resuelto a no concurrir al Consejo.

—Un caso inaudito.

—Bien podéis afirmarlo.

Fueron días de continuos sobresaltos, sí. Luis XIV y las Potencias Marítimas exigían una respuesta a Leopoldo de Austria sobre el nuevo tratado, pero el emperador guardaba silencio y la tensión subía más y más a medida que pasaban las horas. Se hablaba de movimientos de tropas. Se decía que el rey había dado palabra al cardenal primado de Toledo de nombrar sucesor a un príncipe francés, pues este era el único modo de mantener intacta la unidad territorial de la monarquía; que el landgrave Jorge de Hesse-Darmstadt estaba dispuesto a entrar en Madrid con las tropas alemanas acantonadas en Cataluña y pasar a cuchillo al cardenal y sus amigos; que el embajador imperial conde Harrach había llamado a conferenciar a Leganés, y entre ambos habían acordado dar un ultimátum a la reina para que forzara al rey a testar a favor del archiduque; que el cardenal primado de Toledo ya tenía previsto el convento donde se recluiría a la reina en cuanto muriese el rey; que el almirante de Castilla había enviado a Mariana de Neoburgo un papagayo de oro, con muchos diamantes y piedras de color, que hablaba y repetía: «Señora: al monasterio de Guadalupe».

Eso y cosas parecidas se decían en Madrid, donde corrían los rumores más disparatados. Desde Nápoles, el virrey duque de Medinaceli envió una celebridad médica, el doctor Donzelli, con objeto de someter al rey a un nuevo tratamiento. Y como en otras ocasiones, corrió la especie de que el monarca recobraba fuerza y ánimo. Y como no podía ser de otra forma, también voló la noticia de que volvía a visitar el lecho de la reina. Se dijo, incluso, que Mariana estaba embarazada. Patrañas, infundios completamente fabulosos. El rey era ya un muerto viviente, y ni siquiera las jornadas primaverales de El Escorial consiguieron obrar el milagro de otras veces. Juan Guillermo, que se desplazó allí con el embajador imperial, escribe el 22 de abril:

… Parece ser que, hace unos días, dijo el rey a su ayuda de cámara el duque de Medina de Rioseco que mandase enganchar las carrozas, porque quería ir a Atocha. El duque respondió, sorprendido:

—Señor, estamos en El Escorial.

Súbitamente agitado, el rey dio unos pasos hacia la ventana. Afuera rompía a llover otra vez. Abriendo sus entrañas, el cielo dejaba caer un violento aguacero.

—Majestad, ¿me escucha? —insistió el duque—. Estamos en El Escorial.

Arrugada la frente, el rey movió lentamente los ojos en dirección a su interlocutor, esforzándose por reconocer al que le hablaba.

—Por eso lo ordeno —dijo por fin, en un susurro.

Su voz, según ha contado el duque de Medina de Rioseco a nuestro embajador, sonó como enredada en líquenes, estrangulada por el horror…

¿Y yo…? ¿Qué hacía yo mientras tanto? Vivir en el aire, a leguas y leguas del suelo, suspendido de Elisa como los querubines de los cuadros, ajeno a los nubarrones de sangre que se cernían sobre España, ignorante del destino atroz que las caprichosas Parcas habían tejido ya para mí. Leo ahora otra carta de Juan Guillermo, escrita un mes después de la breve jornada de El Escorial, y tiemblo de espanto:

… Helena —escribe— me miró con sus ojos aterciopelados y audaces, y con una triste sonrisa me dijo:

—Me preocupan nuestros pequeños enamorados. Úrsula piensa que Elisa merece algo más. No aprueba al muchacho. Es retorcida, puntillosa, muy celosa de nuestra casta. Ayer la sorprendí en los aposentos de Elisa. No quiso explicarme qué hacía allí, pero intuyo que nada bueno…

¡Úrsula! Pronuncio su nombre en alta voz y siento helárseme la sangre. ¡Úrsula! ¿Pero acaso tenía yo olfato para sospechar que Úrsula me miraba con malos ojos? La vida era bella otra vez. Muy bella. Sucio, absurdo y hambriento, Madrid me sonreía cuando iba por sus calles. Y yo también sonreía, pues era feliz. Feliz a pesar de los desengaños, las heridas. Por esos días, supe que Vargas Orozco se dejaba ver otra vez por el Perro Rojo y deduje que aquella reaparición se debía a sus influyentes protectores. Aurora Salcedo seguía apareciéndoseme reiteradamente en sueños, desnuda en brazos del conde de Cifuentes, a quien intuía su asesino. Pero Elisa, sus labios gruesos, bermejos, ricos, su cuello, su voz en mi oído, su risa, su modo de hablar y de pensar, ahuyentaban de mi magullado espíritu aquellas sombras. Por entonces, además, saliendo de su acostumbrada frialdad, mi tío me había revelado los planes que había elaborado para mí: iría a Nápoles, con el virrey, antiguo compañero suyo de armas.

Elisa… Elisa… No sé el tiempo que duraban nuestros besos y abrazos aquellas tardes entre las sombras de aquel claustro de la iglesia de la Victoria, pero ese tiempo fue el más largo de mi vida y a la vez el más fugaz.

—¿Sabéis que dicen que habrá guerra?

Era una tarde calurosa de junio. Estábamos en el claustro de la iglesia de la Victoria. Anochecía.

—Lo he olvidado —dije.

—Prométeme que si hay otra guerra con Francia no lucharás.

—Mi padre fue soldado. Mi tío combatió en Italia y Flandes.

—Júrame entonces que nos casaremos antes y me llevarás contigo a Nápoles…

Recuerdo que asentí con la cabeza. No podía hacer otra cosa que asentir con la cabeza.

—… Júralo —susurró acercando sus labios a mi boca.

Y entonces noté un ruido de pasos y sentí que alguien nos miraba. Me desenredé de los labios de Elisa. Abrí los ojos. Y vi una sombra que se alejaba.

Debo hablar ahora del día más infausto de mi vida. Debo contar lo que sucedió. Suspendo la pluma en el aire mientras los recuerdos me asaltan, incólumes, mientras revivo las imágenes cuyo intenso vigor me perseguirá en tanto respire.

Fue una semana después de aquella tarde calurosa de junio en que yo sentí que alguien nos vigilaba a Elisa y a mí entre las sombras del crepúsculo. Yo me hallaba cerca de la calle Toledo, aprendiendo las astucias de la esgrima italiana en casa del famoso maestro don Urbano Sabatini, a quien mi tío había pagado una suculenta bolsa para que me instruyera en el ejercicio de la hoja, único arte comparable al ajedrez y a las letras, y tan necesario en el mundo como el respirar.

—En el amor y en la esgrima, se debe usar el ritmo preciso, una espaciosa y templada lentitud. El ímpetu puede ser virtud del soldado, pero un verdadero diestro con las armas, un artista, ha de ser sereno. ¿Entendéis la diferencia? Un buen esgrimista ha de manejar su espada como un poeta las palabras.

Acababa de decir estas frases sentenciosas don Urbano cuando Geraldo entró en el vetusto y abovedado salón lleno de panoplias.

—Ha sucedido algo espantoso en casa de don Mercurio —dijo.

Recuerdo que di un brinco.

—¿Qué? ¿Qué? —pregunté.

—Un incendio. Se dice que empezó en la segunda planta, en los aposentos de una de las hermanas. Todo Madrid habla del caso ya, y es verdad como el Evangelio.

¡Dios mío! Recuerdo que me puse a rezar. Recé, mientras abandonaba el salón de armas como un sonámbulo y echaba a correr escaleras abajo. ¡Qué carrera aquella! ¡Qué carrera infernal! Volaba por el camino. ¡Qué desesperación! Elisa… Elisa… Pronunciaba su nombre una y otra vez mientras continuaba la ruta a cuyo término ignoraba lo que me aguardaba. ¡Elisa! ¡Elisa! Tras un violento aguacero, las nubes habían despoblado el cielo, dando paso a un ocaso escarlata e intenso. Soplos de sombra cenicienta se posaban en las calles, bajo los aleros de las casas. Un aire abrasador calcinaba el barro y las basuras. Y en mitad de mi aflicción, los versos de Garcilaso que se vinculaban tan estrechamente con mi querida, mi amada Elisa, los versos hermosos, apesadumbrados, que tan hondo habían calado en mi espíritu después de verla por primera vez en el estrado, tornaron a modular su queja en mis oídos, pero con una inteligencia distinta, pues lo que yo sentía en aquel momento no era aquella música que despertaba ecos muy delgados, muy sutiles, sino una pesadilla desgarradora:

…Y en este mismo valle, donde agora

me entristezco y me canso, en el reposo

estuve ya contento y descansado.

¡Oh bien caduco, vano y presuroso!

Acuérdome durmiendo aquí algún hora,

que despertando a Elisa vi a mi lado.

¡Oh miserable hado!

¡Oh tela delicada,

antes de tiempo dada

a los agudos filos de la muerte…!

Eso era lo horrendo. Esa era, de todas las ideas que me acuciaban, la más horrible. Que el día pudiera recomenzar y que el día pudiera tener fin, sin que jamás, jamás, ¡oh, Señor!, volviera a ver a Elisa. Así que, para espantar la conjetura, corría más y más. Nunca las calles de Madrid fueron para mí un escenario tan oscuro y vacío como aquella tarde. Un laberinto de calles anónimas, sin gente. Nunca.

Y entonces llegué a la calle de Santa Ana. Recuerdo que más de un centenar de personas se arremolinaban frente a la puerta de la casa, custodiada por varios alguaciles.

—¡Qué terrible tragedia! –—murmuraba un hidalgo de rostro redondo y mirada fatigada.

Se abanicaba una señora de cara muy blanca, como enharinada, con gesto de enterada.

—Fue durante la tormenta. Acaba de llegar el alcalde de Casa y Corte.

—¿Se sabe cómo se inició el fuego?

—Dicen que un velón prendió en el guardainfante de una de las hijas.

Un velón. El guardainfante. Una de las hijas. Recuerdo que estas palabras giraban en mi cabeza como murciélagos. Recuerdo también que, con la muerte en el alma, llegué hasta uno de los alguaciles que montaban guardia en la puerta.

—Soy amigo de la familia —musité—. Soy…

Adusto, con un parpadeo serio, el alguacil movió gravemente la cabeza.

—No se puede pasar.

Recuerdo su boca mellada, patética. Y recuerdo al marqués de Villena. Recuerdo que salía entonces de la casa y me aconsejó que me marchara enseguida. Recuerdo sus ojos. Puedo verlos ahora mismo. ¡Y qué expresión en ellos, qué expresión…!

Supe qué había sucedido a la mañana siguiente, gracias a Juan Guillermo.

—Vengo por expreso deseo de Helena —me dijo—. Ni ella ni don Mercurio se encuentran en condiciones de recibir a nadie.

Trató Juan Guillermo de mantener un tono frío, de censura, pero su voz sonaba velada y triste, igual que en la carta que aquella misma noche escribió a Viena, contando la desgracia.

… Pensar que hace tan cortas horas esa casa, con su estrado, sus conversaciones, sus sedas y sus mármoles, era para mí una gracia estática, una sinfonía serena. Nada es permanente, querido hermano. Vivir es caminar breve jornada. Muerte viva es nuestra vida…

He leído cientos de veces esa carta. He dado mil vueltas a lo sucedido aquella tarde. He imaginado los hechos infinitas ocasiones, añadiendo detalles, preguntas. Juan Guillermo cuenta y me contó que, no bien partió Elisa para dar un paseo en coche por la calle Mayor, Úrsula resolvió entrar en sus aposentos y realizar una inspección cuidadosa. Revisó los cajones del tocador sin hallar nada. Lo mismo sucedió con el arcón. Pero al revés de lo que podría esperarse, la falta de inmediato éxito le dio ánimos.

A la vista de lo que ocurrió más tarde, sospecho que buscaba cartas, versos, cualquier prueba que la ayudara a alejarme de Elisa para siempre. Entre tanto la tormenta comenzó a bramar su cólera. Súbitamente cayó sobre el aposento una sombra enorme. Fieros nubarrones cubrían ya Madrid entero. Úrsula aseguró las ventanas y encendió la palmatoria. Alzó la vela y volvió a recorrer el aposento palmo a palmo. Husmeó nuevamente en el tocador y en el arcón. Miró bajo el lecho. Palpó en el hueco de la chimenea. ¡El suelo! Sí, en algún momento, mientras un viento tempestuoso sacudía los postigos, pensó en el suelo. De rodillas, empezó a golpear los tablones. Uno cedió. Adentro, en un cuidado estuche de madera…

Puso su hallazgo sobre el tocador. Allí estaban los versos, las cartas, el drama de Lesbia y Catulo… Sus dedos arrugaban las hojas al pasar de una a otra. A la luz oscilante de la palmatoria, el amor, mi amor por Elisa, cobraba relieve, forma, intensidad. Y entonces… entonces…

… Huyendo de la tormenta —escribe Juan Guillermo—, Elisa regresó antes de lo previsto por su hermana. Resoplando, entró en el cuarto en compañía de la dueña…

Úrsula se puso de pie y gritó:

—¡Arderás en el infierno! ¡Mujerzuela! ¡Mujerzuela!

Luego, incapaz de contenerse, empezó a desgarrar las cartas y billetes, sin cesar de mascullar improperios y de repetir:

—¡Irás a un convento! ¡A un convento!

Elisa se precipitó entonces sobre ella. Forcejearon, un codo, un brazo, inclinó la palmatoria y el fuego hizo presa de los papeles y se adhirió con uñas incandescentes en el vestido de Elisa. Aterrorizada, mi pobre, mi amada Elisa, se puso de hinojos y manoteó torpemente. Úrsula se apresuró a socorrerla, pero en sus afanes, uno de los fragmentos chamuscados de las cartas, como si tuviera vida propia, saltó sobre el guardainfante y abrió en él sus alas multicolores. De nada sirvió que la dueña pidiera ayuda a voz en grito. Para cuando llegaron los primeros criados, los vestidos de ambas hermanas eran ya una jaula mortal de llamas rojas.

… Fue imposible salvarlas… —escribe Juan Guillermo—Imposible.