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Su Majestad Católica Felipe II, en Madrid, a don Juan de Austria, en ruta.
26 octubre de 1576
Mi muy amado hermano, después de vuestra partida he meditado una vez más acerca de la empresa contra Inglaterra. Por una parte me parece que el momento es favorable para dar por sorpresa el golpe de mano y acabar con el cautiverio de la reina de Escocia, con lo que se conseguiría el restablecimiento de la fe católica en aquella nación y se haría a Dios un gran servicio. Pero por otra parte tengo que pensar en la responsabilidad que caería sobre nosotros si empezáramos esto sin tener todas las garantías de éxito. Por este motivo, mi última decisión consiste en que solo deis semejante paso cuando en los Países Bajos reine el orden más completo. Y también habrá que obtener la seguridad de si la ayuda de los católicos ingleses será una cosa cierta, pues ni siquiera el país más pequeño y débil puede ser conquistado sin el apoyo de una parte de su población.
Ramiro Ruiz de Urbina, en París, a Juana Ruiz de Urbina, en Madrid.
31 de octubre de 1576
Alma de mi alma, hemos llegado a París vestidos de mercaderes, después de haber sufrido mucha fatiga a causa del mal estado de los caminos y de la lluvia constante. Vamos a Flandes, como podéis ver, por la ruta más directa, cosa que a don Juan le ha aclarado el humor, pues no puede vivir feliz si no se expone a continuos riesgos.
¡Oh, mi señora, volver a veros una vez más! Aunque solo fuera un instante. ¡Qué no daría por mordisquear un instante vuestros labios! Es tormento estar despierto y no a vuestro lado. Es morir de hambre estar dormido y no junto a vos. Al atardecer he deambulado con Octavio Gonzaga por el barrio de los estudiantes. «Está decidido», me ha dicho. «Al alba saldremos para Luxemburgo. Su Alteza piensa que los criados del embajador le han reconocido y que no pasará mucho tiempo sin que el viento lleve algún informe al Louvre». Otro tormento, estar pensando en vos y no hablar de vos.
Es medianoche. He escrito y he vuelto a escribir y he roto lo que he escrito. ¡Oh, la dulzura, el salvajismo del amor! ¿Qué lengua podrá decirlo?
Ramiro Ruiz de Urbina, en Luxemburgo, a Juana Ruiz de Urbina, en Madrid.
10 de noviembre de 1576
Vuelve a ser medianoche, mi señora. Estoy sentado a mi ventana, deseando que diera sobre el jardín de vuestra casa y no sobre esta ciudad lluviosa y fría. Las sombras danzan en torno a la luz del velón. El río apenas refleja los rayos de la luna. He dejado a don Juan con Octavio y Escobedo, y he intentado aquietar mis pensamientos leyendo a Séneca.
Quizás hayáis tenido ya noticias de estas tierras y sepáis que los Tercios se han amotinado, cansados como siempre de que no se les pague, y han castigado Amberes con fuego, hierro y saco. Las historias que llegan de esta ciudad, la más rica de Flandes, hablan de matanzas por doquier. Un infierno, mi señora: cientos de casas incendiadas, más de ocho mil muertos, robos, violaciones… Dicen los testigos que las calles aún muestran las señales de la horda asesina: algunos cadáveres pudriéndose, esqueletos de desdichados entre los maderos humeantes, niños deambulando como espectros, trueques y compraventas del botín en medio de las plazas, vagabundos rastreando migajas entre los escombros.
El daño que ha hecho a nuestra causa esta devastación no hay lengua que lo pueda decir, ni pluma que lo pueda escribir, ni hay corazón que lo pueda pensar. Don Juan ha escrito al Consejo de Bruselas. Pero ignora lo que sus miembros contestarán, ni si le recibirán. Por primera vez en su vida, se siente inseguro. Las instrucciones del rey son tajantes. Restablecer las antiguas libertades. Suprimir el Tribunal de los Tumultos instaurado por Alba. Anunciar un perdón general salvo para Guillermo de Orange… Proceder, en fin, con mano de seda y llegar a una pacificación interior verdadera, estable y duradera. Pero esto, tan sencillo de escribir en El Escorial, no parece tan fácil de conseguir cuando los Tercios hacen el nombre de Su Majestad más y más odiado y la voz de Orange ha puesto a todos en guardia contra don Juan.
Tal es la situación de los negocios aquí. Estoy con gran cuidado de saber noticias de casa, y lo que se dice en Madrid de todo esto, especialmente qué opina vuestro padre.
Os beso para esconder de vos mis ojos. Os estrecho. Os beso. Os beso. Os beso.
Ramiro Ruiz de Urbina, en Luxemburgo, a don Alonso Ruiz de Urbina, en Madrid.
10 febrero de 1577
Querido tío: los acontecimientos se precipitan cada vez más rápido. Hay un ir y venir frenético de emisarios, mil rumores y cien intrigas que anuncian nuevas convulsiones y altercados.
Don Juan solo se entrega al descanso después de la medianoche y se levanta al amanecer, a la luz de los velones. Está desesperado porque el rey se demora en enviarle dinero y los Estados Generales se niegan a recibirlo como gobernador si no aprueba las cláusulas de la Pacificación de Gante.
Hará una semana me llamó para tratar los puntos de dicha Pacificación. Se trata de un acuerdo que ha unido a las provincias protestantes con las católicas, muy espantadas estas últimas por el saco de Amberes. Entre otras cosas, establece la abolición de los edictos represivos contra los herejes, exige la marcha de las tropas españolas y nombra al príncipe de Orange vicealmirante y general de Su Majestad en Holanda y Zelanda.
Su Alteza estaba en su gabinete de trabajo, tras una mesa atestada de legajos. Acababa de recibir la visita del médico. Dos días de fiebre marcaban su paso por su rostro, que tenía algo de máscara frigia.
—Hablad, don Ramiro —me dijo—, ¿cuál es vuestra impresión de todo esto? —y subrayó estas palabras con un gesto de la mano.
Respondí que todavía me era difícil formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Pero su Alteza insistió:
—Vamos, vamos. No os calléis vuestro pensamiento.
Así pues, dije:
—Alteza, creo yo que no es hora de precipitarse. Aunque a primera vista no lo parezca, el tiempo corre ahora de nuestra parte. Los calvinistas son difíciles de apaciguar y Orange está tan pagado de sí mismo que ya no se preocupa de disimular sus ambiciones. Tarde o temprano los católicos se darán cuenta de quiénes son los enemigos de la paz en los Países Bajos.
—¿Y mientras tanto? —preguntó.
—Prestad juramento a los puntos de la Convención de Gante. Enviad los Tercios a casa. Dad muestras de que vuestro gobierno respetará los antiguos privilegios. Seguid el ejemplo de Su Majestad Imperial, ahora en gloria. Proceded con simpatía, benevolencia y piadosos discursos.
Don Juan se acercó a la ventana y observó los regueros de lluvia que se deslizaban por los gruesos cristales empañados. Por el rostro le cruzaban vagas sombras de escepticismo.
—En otras palabras… Atenerme al plan del rey, mi hermano.
Cerró los ojos. Y después de una pausa, rompió a hablar como si las palabras le arañasen la garganta.
—Mi hermano… El cielo me guarde de la caterva de leguleyos y habladores que le rodean y aconsejan. ¿Cómo no se da cuenta de que aquí la paz es imposible sin soldados ni doblones? Puedo habérmelas con los enemigos del orden, con las perturbaciones de los herejes, con el gruñón descontento de los Tercios, con las intrigas y la codicia de la gente de los Estados y los crímenes del príncipe de Orange. Pero ¿qué puedo hacer contra las demoras sin principio ni fin de mi hermano? ¿Por qué se empeña en mantenerme aquí sin dinero, a pesar de que esto es lo más urgente?
Era la primera vez que don Juan me hacía partícipe de lo que le preocupaba. De pronto hablaba con febril excitación.
—Palabras… Eso es lo único que puedo esperar de su Majestad, mi hermano. Palabras y agentes secretos que me vigilan día y noche.
Nos interrumpió el secretario Escobedo. Traía una carta grande, sellada y lacrada, que entregó a Su Alteza. Don Juan reconoció al instante la letra y el sello, y me explicó sonriente.
—Me vais a perdonar que lea estas letras ahora.
Me retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comenté con Escobedo la consigna que el príncipe de Orange había enviado a sus partidarios en el Consejo de Bruselas: «Acordaos de las manos ensangrentadas de Alba».
—Ese hijo de mala madre tiene más caras que Satanás —bufó el secretario.
Calló después. Y luego, como invocando a la Divinidad, añadió:
—Aquí todos le aman y le respetan y desean tenerlo por señor. Los Estados le tienen siempre al tanto de todos los asuntos, y no dan un paso sin consultarlo antes con él.
Cuando don Juan terminó de leer los pliegos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido. Suspiró hondamente.
—A fe mía que no todo está perdido —nos dijo.
¿Podéis creer de dónde procedía aquella carta que tan de repente había cambiado el humor de Su Alteza? De Roma. El Papa está dispuesto a enviar aquí al obispo de Riga para ayudar al proyecto de invasión de Inglaterra, que don Juan no ha abandonado pese a que el suelo de los Países Bajos sigue ardiendo bajo nuestros pies. He ahí por qué ahora se aferra a la idea de repatriar a los Tercios por mar y no por tierra, como desea el Consejo de Bruselas.
Dadme bien pronto noticias de la Corte. Os abraza, vuestro sobrino.
Antonio Pérez, en Madrid, a Juan de Escobedo, en Luxemburgo.
29 de marzo de 1577
¡Cuerpo de Dios con vuestra merced, señor Escobedo, y cómo diablos despacharon el correo a Roma sobre esto de Inglaterra sin prevenirme! Porque ha de saber vuestra merced que el nuncio Ornamento me envió a llamar hace ocho días. Fui. Y después de haber puesto los ojos en la puerta con mucho cuidado y recato, me dijo que había tenido un despacho del Papa, en el que Su Santidad decía haber recibido cartas de Su Alteza y de vuestra merced, en cifra, sobre lo de Inglaterra, pidiendo bulas, breves y dineros para la invasión. Ante mi sorpresa, el nuncio sonrió levemente. Después, con bien cortadas palabras y rostro impasible, añadió que, así las cosas, Su Santidad había despachado al obispo de Riga con todo ello y enviado ochenta mil ducados al señor don Juan para el negocio.
Don Juan de Austria, en Bruselas, a Su Majestad Felipe II, en El Escorial.
20 de mayo de 1577
Vuestra Majestad me hace mucha merced en entender que he de posponer siempre mi particular a su servicio. Y de nuevo puede estar seguro de que ni el reino de Inglaterra ni todos los del mundo me mudarán jamás de que con obras y con palabras ponga siempre en primer lugar la grandeza de su Real Corona, porque en esto, y en ser fiel y leal, consiste todo el bien que yo puedo pretender en esta vida. Y si bien la edad y lo poco que se vive me pueden convidar y tirar a que mire alguna hora para mi propio negocio, háceme Dios merced de tener por tal el de Vuestra Majestad y de ayudarme en todo lo demás. Y si trato y he tratado lo de Inglaterra, ha sido el principal fundamento ver que ninguna cosa conviene más al servicio de Vuestra Majestad como reducir dicho reino a la obediencia de la Iglesia y tenerlo puesto en persona como yo, porque si Vuestra Majestad tuviese tal ventura que Inglaterra se conquistase, con ella, sin duda, apagaría el fuego de los Países Bajos.
Ramiro Ruiz de Urbina, en Bruselas, a don Alonso Ruiz de Urbina, en Madrid.
5 de junio de 1577
Querido tío: un oficial está esperando a mi puerta para llevaros esta carta. Tengo que escribirla, pues, a paso de gacela.
Todo lo pasado estos días es extremoso. Por los correos que habréis recibido conoceréis que, a pesar de las apariencias de paz, los peores augurios se van cumpliendo uno a uno. Su Alteza ha seguido las instrucciones bien sabidas de Su Majestad. Ha medido cada paso para conseguir entrar en Bruselas. Ha aceptado todas las condiciones de la Convención de Gante. Ha cedido, con gran desolación del alma, a la marcha de los Tercios por tierra, que como sabéis era el nudo y la clave para la aventura de Inglaterra. Y sin embargo, los Estados siguen tan agitados y convulsos como los encontramos a nuestra llegada, las intrigas crecen como la mala hierba, los rebeldes holandeses capturan fortalezas y los agentes del príncipe de Orange llevan a todas partes un mensaje que no cesa de multiplicarse en las tabernas y plazas de las diecisiete provincias:
—¡Afuera los españoles!
Todas las noticias que llegan aquí han echado por tierra mis primeras impresiones de que la templanza y el perdón apagarían estos fuegos. Los partidarios del de Orange pululan por la ciudad echando pestes del yugo español y no hay día que no descubramos nuevas intrigas contra el Gobierno de Su Majestad, de suerte que el ánimo del señor don Juan anda cada día más oscuro. Anteayer, tras despedir al sibilino duque de Arschot, nos dijo a Octavio y a mí:
—Me pregunto para qué estoy aquí, por qué no estoy en Italia o en España. Qué estoy haciendo en Bruselas. Todo el mundo me odia, incluidos los que se dicen nuestros amigos. Se inventan historias terribles y a mis oídos ha llegado el rumor de que el rey de Francia anda conspirando para levantar la candidatura a gobernador de su hermano el duque de Anjou.
Y esta tarde, a mí:
—Decidme, don Ramiro, ¿qué puedo avanzar, qué puedo conseguir quedándome aquí? Sin capitanes, sin soldados, sin doblones. ¿Qué se saca de esta paz? ¿Alguna gloria? Estoy asediado por la traición y la artimaña. ¿Acaso debiera convertirme en su víctima?
La fiebre le hacía temblar levemente.
—Todo esto es un pantano, mi buen amigo, un enorme pantano lleno de serpientes. Vos, al igual que mi hermano el rey, os equivocáis al pensar que las cosas pueden componerse siguiendo el ejemplo de mi padre el emperador. Aquel tiempo ya no puede volver. Ha corrido mucha sangre desde entonces. La mayoría de los católicos de estas tierras odia o no traga a Su Majestad, y esos herejes de Holanda y Zelanda no cejarán jamás en su empresa.
Cerró los ojos. Se quedó un rato en silencio.
—¿Sabéis? —comentó al fin, concediéndome una mirada vacía—, algunas veces envidio al de Orange. Se ha hecho fuerte en sus feudos. Tiene dinero, predicadores y barcos. No es un buen soldado. Tampoco es un buen cristiano. Bien sabe Dios que no lo es. Pero cree en lo que hace, se maneja perfectamente en el laberinto de la política y nunca improvisa. Hace lo que quiere con los consejos de los Estados. Y recibe de las ciudades y de la astuta reina Isabel la ayuda que necesita para mantener vivas sus quimeras. Sí, mi buen amigo, también yo sería a gusto un rebelde como Orange…
Sus ojos inmensamente abiertos miraban fijamente al vacío. Su voz, perdida en las brumas de la fiebre, sonaba lejana.
—A menudo —murmuró—, cuando tengo que mendigar en Madrid ducado a ducado…
Me atreví a sugerirle descanso y que tratara de hacer de la necesidad virtud.
—No hay más remedio, Alteza, que echar por esos trigos de Dios —dije.
Se quedó pensativo un momento.
—Lo haré, mi buen amigo. Cumpliré con mi deber hasta el último suspiro.
Lo dejé solo con su angustia, royendo palabras que no encontrarán quien las escuche…
El oficial que tiene que llevaros esta carta me manda aviso por cuarta vez de que se tiene que ir. Concluyo con esto, pues. Vuestro sobrino, que os abraza.
Juana Ruiz de Urbina, en Madrid, a Ramiro Ruiz de Urbina, en Bruselas.
15 de junio de 1577
Ramiro, mi Ramiro, esta tarde, cuando mi padre leyó vuestra última carta, lloré. Temo por don Juan. Temo por vos. ¿Es cierto que Su Alteza no tiene más guardia que la flamenca del duque de Arschot y que este ya ha dado pruebas de su escasa lealtad? ¿Es verdad que ha escrito a Su Majestad diciéndole que quiere retirarse a una ermita? Aquí, en la Corte, se dice que el señor don Juan ha pedido al rey que le deje salir para Italia con sus tropas y se rumorea que ha propuesto el nombre de Margarita de Parma para sustituirle en las tareas de gobernador. ¿No es esta una historia que desgarra el corazón? ¡Hasta qué punto la vida puede ser aterradora! Le recuerdo tan bien en la fiesta de La Casilla. El héroe de Lepanto, el enviado de Dios…
Y vos, ¿aún os acordáis de aquella noche? Mi cuello, mis labios, mis mejillas, mis cabellos, mis pechos… Todo os lo di y aún más: el alma que os llevasteis con vos a esas lluviosas tierras que os alejan de mi lecho. Ay, mi señor, la separación es cruel, la separación es el desierto.
Ramiro Ruiz de Urbina, en Bruselas, a Juana Ruiz de Urbina, en Madrid.
26 de junio de 1577
Sí, la vida es breve, la separación es locura.
Nuestra estancia en los Países Bajos es una pesadilla de la que intento despertar. Esta tarde di un paseo con Escobedo. Don Juan lo envía a Madrid con la intención de impulsar al rey a la guerra, pues no ve ya la manera de mantener la paz sin perjuicio de la honra y autoridad de Su Majestad.
Debo reconocer que el secretario de Su Alteza no es persona de mi devoción. Escobedo es un hombre soberbio y jactancioso, y tal buen montañés está convencido de que desciende de la parentela de Dios. Tiene una mirada como de mastín, la lengua de pedernal, y la costumbre de quejarse públicamente de la soledad y abandono en que se ha dejado aquí al señor don Juan. Sostiene que no se han reconocido sus servicios y guarda una amargura llameante contra el rey, a quien culpa no solo de que se hayan ido a pique los planes para invadir Inglaterra, y con ellos la corona de su dueño y señor, sino también del desorden, la mezquindad y la desvergüenza que, a su juicio, reina en los Países Bajos.
Esta tarde me dijo:
—Si el gobierno de Su Majestad se descuida como hasta aquí, lo ha de perder todo sin remedio. Y las cosas se van encaminando y disponiendo, por nuestras flojedades y descuidos, a este fin, como el diablo lo puede desear.
Mientras recorríamos los pasillos y antecámaras del vetusto y glacial palacio que sirve de residencia al gobernador, tuvo a bien confiarme ciertos detalles sobre las negociaciones para la evacuación de los Tercios. Según él, ha sido el embajador de Inglaterra quien ha intrigado con el de Orange y los Estados para exigir que las tropas salieran por tierra y no por mar. Don Juan se opuso fervientemente a ceder en esto, pero el rey, empeñado en su política de transigencia, dio la orden de acceder a las exigencias de los Estados.
—Ninguna de las solicitudes de Su Alteza ha sido escuchada. Es siempre el mismo juego: palabras afables de Madrid, repletas de elogios y promesas. Por lo demás, nada. Su Majestad ni siquiera ha permitido que nuestra infantería siguiera algún tiempo más en el país para ocultar la debilidad de Su Alteza —se quejó.
De ahí, pienso, las súplicas que el señor don Juan ha hecho llegar a El Escorial, que vos comentáis en vuestra carta y, aunque yo no conozco de su boca, sospecho que sean bien ciertas. Pues como ya os he contado por largo, la desesperación de verse comprometido en este nido de víboras en el que toda su gloria parece petrificarse perturba los nervios de Su Alteza y poco a poco van convirtiendo sus ansias de grandeza en un verdadero delirio. Recuerdo, ahora, una frase que le escuché en días pasados:
—Todas mis heridas están en la espalda.
Debo dejaros, diosa mía. El soldado a quien confío esta carta me ha dado aviso de que ha de partir sin más demora.
Adiós, mi señora. Mientras os escribo, me parece veros por mis ojos. Mientras os hablo, mis oídos no pueden oír las vulgares y borrascosas lenguas del mundo.
Adiós de nuevo. El amor es nuestra eternidad. El amor es todo el tiempo.
Adiós… Adiós. Os amo mil veces más que a mi vida, mil veces más de lo que imaginaba.
Ramiro Ruiz de Urbina, en Bruselas, a Juana Ruiz de Urbina, en Madrid.
2 de julio de 1577
Alma de mi alma, nos vamos de Bruselas. La ciudad es una ratonera. Los agentes de Orange y el embajador de Inglaterra traman una acción para prender a don Juan y asesinarle si se resiste. Según nuestros espías, hay varios nobles flamencos implicados en este complot sangriento, ardiente y tremendo, y más de quinientos mercenarios dispuestos a llevarlo a cabo en la primera ocasión que se presente.
Ayer, don Juan nos habló a Octavio y a mí.
—Lo he decidido. Dejo Bruselas. Las serpientes que gobiernan esta ciudad no me morderán más.
Un segundo de pánico cruzó el rostro de Octavio.
—¿Estáis seguro de que es lo que Su Majestad desearía?
—No, pero estoy convencido de que lo más adecuado es no seguir aquí. He esperado demasiado.
—¿Por qué no aguardamos al correo de Escobedo? —preguntó Octavio—. ¿Acaso tan necesario es partir?
—Sí, Octavio. Aquí no estamos seguros. Ya no. Y creedme que holgaría con la perfidia de los conspiradores si sus planes no trajesen otros peligros que los de la vida. Pero la cristiandad y la autoridad de Su Majestad andan colgados de tal modo de mi persona que no puedo arriesgarme a ser preso o muerto por nuestros enemigos.
Octavio calló. Aproveché entonces el silencio para intervenir.
—Imagino que Su Alteza tiene ya alguna idea para que nuestra marcha no sea vista como una espantada.
Sonrió.
—La reina de Navarra va a tomar las aguas medicinales a Spa. He pensado salir para Malinas con el pretexto de liquidar las cuentas de los mercenarios alemanes que aún esperan allí su paga. Después, bien escoltado por estos duros soldados, marcharé con gran calma y sosiego a Namur y obsequiaré allí a Margarita con espléndidos festejos.
Octavio me miró espantado. ¡Margarita de Valois! La esposa de Enrique, el paladín de los herejes hugonotes, la hermosa marioneta de la vieja bruja, Catalina de Medici. ¡Margarita!, la puta de Francia. Sin duda, una espía enviada por el rey Enrique de Francia para sondear entre los católicos flamencos las opciones para gobernador de su hermano el duque de Anjou.
Después, ya solos, Octavio me dijo:
—Por Dios, Ramiro. ¿Por qué no dijisteis nada? ¡La reina de Navarra! Una Valois. Don Juan está pisando arenas movedizas.
Yo también lo creo. Pero si nada dije fue porque don Juan ya solo escucha la voz del sangriento Marte. Para él, en estos momentos, lo importante es dejar Bruselas y salir de la paz a que le ha condenado el rey.
Mañana, pues, partiremos.
¡Oh, miserables hados! ¡Oh, mezquina suerte! ¡Ojalá estuviera yo en Madrid, con vos, y no aquí, viendo cómo se violenta el orgullo del señor don Juan!
Adiós, mi señora. Os beso en los dos rinconcitos de cada uno de vuestros hermosos ojos. Os beso. Adiós.
Ramiro Ruiz de Urbina, en Namur, a don Alonso Ruiz de Urbina, en Madrid.
1 de agosto de 1577
Unas palabras a toda prisa, tío querido: Los Países Bajos están patas arriba. Nunca, desde el saco de Amberes, he visto tanto alboroto. Ya habréis oído hablar de ello. Todo ha sucedido en cuestión de horas. La reina de Navarra se fue de Namur la mañana del 23 de julio, después de cuatro días de bailes y festejos sin fin, y al día siguiente arrojamos de la ciudadela a las tropas de los Estados.
Escribo estas palabras y me parece ver al señor don Juan arengándonos: «Recordad que vais a combatir a mayor gloria de Dios y de Su Majestad. Ningún cobarde ganará el cielo». Pronunció estas palabras de aliento, sonoras, viriles, pero se advertía que temblaba de emoción. Luego nos desparramamos como demonios por el baluarte dando cuchilladas y pistoletazos a los valientes que se nos opusieron. La defensa no fue larga. La sorpresa y el pánico de nuestro enemigo fueron nuestros mejores aliados, y no tuvimos ninguna baja.
—Ahora convendría que el rey acudiese presto con doblones —dijo Su Alteza cuando todo hubo concluido conforme al plan.
Y con esa mirada que nos queda impresa a los soldados después de un combate, pidió pluma, tinta y papel, y escribió de su propio puño a Su Majestad, dándole noticia de la empresa, y al rato a los Estados Generales, advirtiendo que no se moverá de la fortaleza de Namur en tanto no se le garantice lealtad y se abandone todo contacto con el de Orange.
Esto, querido tío, es el fin de la paz. Todo el mundo lo dice. Esto es el fin. Los rumores de guerra vuelan por todas partes. El vulgo aclama al príncipe de Orange y se levanta en armas como perro enloquecido. Los agentes de Holanda y Zelanda animan la tempestad que reina en Bruselas y estrechan alianzas con la reina de Inglaterra y el duque de Anjou. El horizonte se precipita hacia nosotros cada vez más rápido.
Escribidme bien pronto dándome noticias de lo que se dice en la Corte. Os abraza, vuestro sobrino.
Don Alonso Ruiz de Urbina, en Madrid, a don Ramiro Ruiz de Urbina, en Namur.
13 de agosto de 1577
Querido sobrino, no digo nada nuevo si os explico que la toma de Namur ha producido una verdadera conmoción en la Corte. Y digo conmoción, por no decir indignación. El duque de Alba y sus amigos, que pusieron el grito en el cielo cuando conocieron las duras condiciones de la paz, ríen por debajo del bigote, esperando que ahora se ponga fin a la política apaciguadora de los ebolistas. Pero ni Su Majestad ni el Consejo de Estado están de acuerdo con el rompimiento. El rey está muy descontento de su hermano. Y los modales bestiales de Escobedo, que anda perdido en conversaciones con el nuncio para resucitar lo de Inglaterra y tronando barbaridades contra Su Majestad, no ayudan en lo más mínimo.
Decís, en vuestra carta: la paz está rota. Mucho me temo que así sea. Y más temo aún que esta aventura haga más fuerte la causa del de Orange en el pueblo y allane el camino para una intervención del rey de Francia, cuyas relaciones con Isabel de Inglaterra parece que mejoran a pesar de la firme oposición de los Guisa y del partido católico.
Don Juan de Austria, en Namur, a Los Tercios se Su Majestad Felipe II, en Italia.
15 de agosto de 1577
Venid, pues, amigos míos. Mirad cuán solos os aguardamos yo y las iglesias, monasterios y religiosos católicos de los Países Bajos, que tienen a su enemigo a las puertas y con el cuchillo en la mano. Y no os detenga el interés de lo mucho o poco que se os dejase de pagar. Hagamos algunos servicios señalados a Dios y a Su Majestad.
Esta carta pase de mano en mano.