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Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.
11 de febrero de 1698
Ayer, a las tres de la tarde, se comunicó al embajador, de parte de Su Majestad, habérsele concedido audiencia para las siete y media. Poco después me hacía llamar a sus aposentos.
—Mi querido amigo, esta tarde veré por fin a Su Majestad.
Firme, altanero, me alargó el billete del rey. Y con una flemática indiferencia que desmentían sus prisas, dijo:
—Acompañadme por si os necesito.
Y así partimos hacia el Real Alcázar en una carroza traqueteante, tirada por unas mulas imponentes y fogosas.
El día moría a saltos de gacela. Arreciaba el aire del Guadarrama dejando las calles vacías. En las fachadas de algunas casas se encendían unos faroles que ayudaban a los viandantes a encontrar el camino de sus hogares. Un postrer vuelo de vencejos animaba tímidamente los rincones del claustro de las iglesias, donde mendigos y lisiados se preparaban para pasar la noche. Mientras el viento golpeaba las portezuelas de la carroza, yo pensaba en lo que, días atrás, había oído decir al embajador inglés Stanhope en casa del marqués de Mondéjar:
—El mal del rey más que una enfermedad es un agotamiento general, y nadie al verlo le echaría menos de ochenta años.
Llegamos a Palacio a la hora indicada y se nos introdujo, en el acto, en una pequeña y lúgubre estancia. Estaba dicha cámara casi a oscuras. Su Majestad Carlos II se hallaba sentado en un grandísimo sillón, junto a un brasero encendido, y apoyaba los pies en un cojín de seda puesto encima de un escabel. La roja y escasa luz que las ascuas despedían esbozaba una silueta toda de negro vestida, de piernas delgadas como juncos y rostro alargado y estrecho, con la nariz colgante como una glándula carnosa entre la frente y la boca.
Fue la entrevista muy breve. Su Majestad permaneció inmóvil en todo momento y apenas pronunció los cumplidos que exige el protocolo. La oscuridad de la estancia, embozándole el rostro, favorecía el cuidado que ponía en ocultarse a nuestras miradas. Aunque el landgrave ya me había advertido sobre ello, me sorprendió el fuerte hedor a orines y a descomposición que despedía el rico hábito que vestía y más todavía que solo pareciera alentar un soplo de vida cuando el sumiller de corps, duque de Benavente, se le acercó al oído y le habló algunas palabras.
—Mi esposa y yo viajaremos en unos días a Toledo. Ambos nos sentiríamos muy dichosos de gozar de vuestra compañía en tan agradable entorno —musitó con gran esfuerzo, dando a entender que la audiencia había concluido.
Pasamos después a ver a Mariana de Neoburgo. Se hallaba la reina en un saloncito decorado con espléndidos tapices, sentada junto a una chimenea, entre enormes velones encendidos. La acompañaba su camarera mayor, la odiada condesa de Berlepsch, una mujerona entrada en carnes, rígida y seca.
Todo el mundo me había hablado del carácter petulante y caprichoso de Mariana de Neoburgo. De la codicia que anima su espíritu y la grande ambición que le impulsa a tener siempre parte en el manejo del gobierno. Nadie, de su mesurada belleza. Sus cabellos son de un cobre alegre, la tez de una blancura extraordinaria, su boca pequeña, carnosa y sensual. Mientras extendía una mano tibia y larga, que fue recogida y besada por el embajador con una rodilla en tierra, recordé fugazmente las histéricas pataletas y los embarazos simulados de los que habla el vulgo y me pregunté si serían ciertas las noticias que aseveran que el rey es impotente, aunque no inapetente de sus encantos.
No perdió el tiempo el embajador en vagos cumplimientos. Angustiado como estaba por la mala impresión que se había llevado del breve encuentro con el rey, apremió a Mariana para que solicitase ella misma a Su Majestad la venida a España del archiduque Carlos.
—… Se trata de asegurar los derechos de vuestro sobrino —enfatizó.
Convenía también enviar cuanto antes a Barcelona los caudales prometidos al landgrave para el ejército de Cataluña y reorganizar el partido imperial a la mayor prontitud:
—Ni Vuestra Majestad ni Viena pueden depender del buen hacer del almirante o del consejo de Aguilar —dijo con recia y envarada gravedad—. Hay que prepararse para lo peor, señora. El rey de Francia ha puesto su pie en Madrid, y sin duda intentará que vuestro augusto esposo haga testamento en beneficio de algún miembro de su familia. He podido saber que varios nobles visitan la casa del marqués de Harcourt, cuya siembra de oro no tardará en dar cosecha. Hemos de adelantarnos, señora. Hemos de arroparos de servidores fieles y con cabeza.
Al llegar este punto, la reina le interrumpió, valiéndose de las reales prerrogativas, y, súbita y con voz trasmudada, preguntó:
—¿En quién pensáis?
—Serenísima señora, creo que Oropesa es el hombre indicado para defender la causa imperial. Si el rey le escribiera a Puebla de Montalbán, levantándole el destierro que pesa sobre sus hombros…
Interrumpió la reina nuevamente el razonamiento del embajador:
—¿Oropesa?
Fruncía el ceño Mariana, incomodada posiblemente por los recuerdos. Pues habéis de saber que la reina y el conde de Oropesa se odian a muerte, aunque los dos encubren el odio con maneras cortesanas. De su enconado enfrentamiento me ha hablado hoy el embajador Mocenigo, que me ha contado: «Oropesa es inteligente, astuto, intrigante y decidido. Un hombre de una enorme capacidad de trabajo y de unas relevantes dotes de organización. Un hombre de gobierno. El rey lo ama mucho y este cariño le convirtió en favorito y primer ministro. La reina le tiene ojeriza y miedo, pues, durante el tiempo que estuvo en el poder, Oropesa fue un obstáculo permanente a sus deseos».
A Mariana le ardía, pues, el reproche en los labios.
—¿Sabéis que el conde es ambicioso y altivo, y que en el pasado no se ha distinguido por sus buenas relaciones con Viena? —preguntó.
—Estoy al tanto. Pienso, no obstante, que escarmentado por el destierro, moderaría en lo sucesivo sus ambiciones, sirviendo a Vuestra Graciosa Majestad lealmente.
—No soy yo de esa creencia.
La cara pálida. El gesto hosco.
—De todos modos, lo consultaré con mi esposo.
Salió el embajador del Real Alcázar dando desembocadura a los peores presentimientos.
—Tiene el rey la mosca verde en la oreja —me confió mientras el carruaje enfilaba renqueante la calle Mayor. Quería decir la mosca funeraria que acude a visitar a los moribundos.
Yo, querido hermano, soy de la misma opinión. Pero pienso que el embajador ha cometido un gran error mostrándose tan poco sutil en sus consejos, pues el tono y el acento protector del que ha hecho gala equivalen a la frase: He dicho, señora. Y por lo que el landgrave y Mocenigo me han contado del carácter de Mariana de Neoburgo, no creo equivocarme si aventuro que ayer se dijo a sí misma:
—Siempre ofenden las maneras de Viena.
Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.
28 de febrero de 1698
Diez días hace ya que el rey está en cama, dando impulso a discursos melancólicos del embajador acerca de a lo que vendría a parar todo esto si muriera. Esta tarde el doctor Geleen, médico particular de la reina, me ha comentado:
—Hoy, hacia las nueve de la mañana, tuvo Su Majestad otro acceso de fiebre. Probablemente se disipará sin medicamento ninguno. Pero prueba cuán sensible es al menor soplo de aire. Por fortuna, la separación conyugal subsiste aún, pues, de lo contrario, se hubiese culpado, como siempre, a la reina de la enfermedad de su esposo.
He sabido también que Mariana vive inquieta y con el alma en un hilo, pues la convalecencia de Su Majestad da al cardenal Portocarrero frecuente acceso a sus habitaciones y demorada oportunidad de departir a solas con él.
Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.
14 de marzo de 1698
Anteayer murió en el convento del Rosario, apartado y solo, fray Pedro Matilla, quien hasta hace unos días fue confesor del rey, hechura primero de Oropesa, amigo cordial después de la reina y del almirante y, según Mocenigo, el eje y móvil principal de esta Monarquía durante los dos últimos lustros.
He de juraros, querido hermano, que todo me sorprende en este país, a pesar de que llevo ya un tiempo en él. Pero escuchad cómo se ha producido esta repentina mudanza, cuyos entresijos he podido saber por boca del clérigo Lorenzo Folch de Cardona:
«… La mañana del 1 o 2 de marzo entró el padre Matilla en la cámara regia como era su costumbre y se encontró a Su Majestad escuchando hablar al duque de Benavente y al marqués de Quintana de la arrogancia con que el landgrave habíase despedido de Madrid. Diole el dominico los buenos días a Su Majestad. Pero la respuesta del rey fue volverse del otro lado. No obstante el desdén, continuó el padre Matilla en preguntar a Su Majestad cómo había pasado la noche. Con los ojos entrecerrados, respondió el rey:
»—Como la pasada. Y dejadme.
»Hizo el padre Matilla su reverencia y saliose andando pesadamente. Entonces se volvió el rey del lado que antes estaba y prosiguió la plática con sibilante voz.
»Todo el mundo se hizo eco de la escena en los pasillos del Real Alcázar. Alarmó el síntoma al almirante y a la condesa de Berlepsch. Advertidos de que el cardenal Portocarrero aprovechaba la convalecencia de Su Majestad para departir a solas con él, dieron al padre Matilla por irremisiblemente perdido y trataron de conservar la posición del confesionario. Fue el empeño en vano, pues el cardenal ya había inclinado el ánimo de Su Majestad hacia fray Froilán Díaz de Llanos, catedrático de Alcalá y también dominico.
»Pese a los rumores que corrían por Palacio, no tuvo certeza el padre Matilla de su ruina hasta la tarde del 3 de marzo del presente. Esa tarde estaba fray Pedro conversando con el doctor Parra en la pieza contigua a los aposentos privados de Su Majestad cuando, de pronto, irrumpió el duque de Benavente en compañía del padre Froilán. Alterose al ver al catedrático de la Universidad de Alcalá entrar en la cámara regia, conducido del sumiller de corps. Todo sin esperarlo. Y como era un hombre perspicaz y versado en las intrigas de la Corte, al instante le concibió sucesor suyo y se consideró a sí propio caído y apartado de la gracia del rey. Meditabundo, encanecido y arrugado, se volvió al doctor Parra y le dijo:
»—Adiós, amigo, que esto empieza por donde había de acabar.
»Y, sin aguardar respuesta, se salió del cuarto y de Palacio y se retiró a su convento del Rosario.
»Al día siguiente, muy temprano, tuvo papel del secretario del Despacho en que se le avisaba, de orden del rey, que Su Majestad había ya elegido confesor y que lo tuviera así entendido para abstenerse de entrar en Palacio.
»Tenía fray Pedro plaza de número en el Consejo Supremo de la Inquisición, y se creyó en el deber de asistir, según costumbre, a la reunión del 5 de marzo. Así lo hizo con total normalidad, pero cuando volvió a su convento halló un segundo papel del secretario del Despacho en que se le avisaba que Su Majestad le había jubilado en la plaza de Consejero del Santo Oficio, y dejado los honores y dos mil ducados de sueldo para que los gozase en el convento que eligiese.
»Fue este segundo golpe el definitivo, pues al día siguiente enfermó de gravedad…».
No tengo, querido hermano, ninguna certeza de la exactitud de todos estos detalles. Es, en todo caso, claro que fray Froilán Díaz llega al confesionario del rey para secundar las intrigas del astuto cardenal Portocarrero, hombre de ambiciones anguileantes que sobrecoge a sus enemigos por la sequedad y el rigor de su voluntad.
La Villa y Corte está muy agitada. Por los mentideros circulan toda clase de rumores sobre la reacción de la reina cuando tuvo noticia de la destitución del padre Matilla. Algunos dicen que montó en cólera y que sus chillidos se oyeron en todo el vetusto y glaciar Alcázar:
—¡Me muero, me condeno, me voy al infierno por ese demonio de cardenal…!
Otros aseguran que, postrándose a los pies de su esposo, suplicó el regreso de Oropesa y que Su Majestad ha convenido en ello:
—Haz lo que te pareciere bien.
Yo, por boca de nuestro embajador, he podido saber que hace ya una semana que el rey se niega a ver a su esposa, temeroso de que resurja la disputa.