9
No he descrito a don Mateo Vargas Orozco. No he pensado en la imagen de Vargas Orozco porque Vargas Orozco era los versos de Vargas Orozco, o lo que es lo mismo, Madrid, aquella capital desmedida, insegura e incierta, aquella urbe licenciosa, hambrienta y desaforada en donde pululaban como piojos los viejos pícaros de todas las catervas y se agusanaba la clase parásita de los nobles eclesiásticos y oficiales, enriquecidos por las mercedes reales y los largos latrocinios que les deparaba el gobierno. Sí, don Mateo Vargas Orozco era la Villa y Corte. La llevaba escrita en su rostro, sonriera o no. Pues hay ciudades que son como una maldición; te agrietan la cara, te dibujan sus plazas, calles y tabernas, sus insidias y su tedio, te marcan las miserias, denuedos y porfías que llevan encima. Hasta que un día te contemplas en el espejo y no ves tu rostro sino la ciudad. Y esto era lo que le había ocurrido a Vargas Orozco.
A mi edad he visto mucho mundo y tratado con pequeños y grandes personajes, pero don Mateo Vargas Orozco es el único hombre que he conocido al que no puedo imaginármelo ciego. Tenía una mirada escrutadora, los ojos grandes y algo salientes, un bigote enérgico de laboriosas guías y un pelo níveo, escaso. Vestía de negro riguroso y siempre llevaba sobre los hombros una capa oscura cuyo paño se alzaba por detrás, sobre la vaina de la espada. Flaco y macilento, caminaba, sin embargo, pesadamente, muy lento, como un animal al acecho, siempre a punto de ver alguna cosa que los demás no podíamos ver.
Su vida, que en aquel tiempo ya llegaba a la sesentena, había sido interesantísima: estudiante en Alcalá, soldado en Flandes, erudito y teórico de la esgrima, poeta, cómico… Muy amante de los vinos y de la buena mesa, poseía una memoria precisa y extensa, una lengua de fuego, maldiciente y devastadora y, por encima de todo, un gran sentido práctico. De vez en cuando, con voz cortante, me brindaba consejos sobre cómo escribirle cartas a Elisa —«Sea tu razonamiento sencillo, tu estilo natural y a la vez insinuante, de modo que imagine verte y oírte al mismo tiempo»— o me advertía sobre la picaresca del mundo. Recuerdo una tarde en el Perro Rojo:
—Zagal, has de buscar la vida tan solo en la vida y no en las imaginaciones —me dijo—. Sé que gustas de Garcilaso, que fue un caballero tallado por el cincel de Baltasar Castiglione, experto en finos modales.
—No conozco a Castiglione.
—Mejor así, zagal, pues su lectura solo os hará bobo y desgraciado.
—¿Por qué?
—Castiglione, como Garcilaso, como muchos de los que llamamos espíritus nobles, era un ingenuo. Dado que él mismo era todo nobleza, pensaba que se puede vencer la vileza y la inmundicia del mundo en un abrir y cerrar de ojos. Fino, muy elegante, veía en la Corte lo que le dictaba su corazón: un teatro de brillantes virtudes patrias.
—Y vos, don Mateo, ¿qué veis?
—Una pocilga. Un criadero de odio, de ambición y de envidia. Lo que me dicen los ojos, zagal. La tumba de nuestra esperanza y nuestras honestas intenciones. Un mercado de mentiras. Un paraíso de vicios. El estercolero donde se pudren el talento y el mérito.
—Y entonces, ¿por qué no os mudáis a otro lugar?
—¡Que me parta un rayo si lo sé, zagal!
Así era don Mateo Vargas Orozco. Así lo recuerdo ahora. No tenía miedo a las palabras como los poetas de otros siglos. No era capaz de remordimientos ni de preocupaciones morales. No experimentaba ningún desdén hacia la vida, por muy miserable, violenta y sucia que esta pudiera llegar a ser. A él debo mi afición a los poetas latinos. A él y a mi tío, quien por indicación de Geraldo le convirtió en mi preceptor. Fue esa decisión —lo supe mucho más tarde, cuando quise reunir los fragmentos dispersos de la tragedia— un nuevo golpe de las Parcas que espiaban detrás de mí, por encima de mí. Las tres Parcas, prontas siempre a divertir su aburrimiento con temerarias combinaciones, prontas a construir y a destruir, porque son las diosas hilanderas, sí, el mejor dramaturgo y el comediante mejor y nunca descansan, y cuando la escena comienza a estabilizarse, a aletargarse en la quietud o en la dicha, ellas dan un golpe más y cambian velozmente la decoración para que el acto siguiente empiece.
Esta vez su jugada tuvo a mi tío como aliado. Acabábamos de cenar. Yo pensaba en la conversación que había tenido con mis dos amigos en el Perro Rojo y en cuáles serían los rumores que corrían sobre Elisa y sus hermanas. Mi tío, con una larga pipa de yeso encendida, fumaba apaciblemente y leía La Guerra de las Galias. De pronto —me acuerdo muy bien— apartó la mirada de la prosa sobria y cuidada de Julio César y, pronunciando mi nombre con voz sombría, me pidió que le leyera y tradujera el comienzo del libro primero.
—Veamos qué diablos te han enseñado en el Perú.
Sorprendido, tomé el volumen y leí:
Toda la Galia está dividida en tres partes, de las cuales habitan una los belgas, otra los aquitanos y la tercera los que en su lengua se llaman celtas y en la nuestra galos…
Pero al cabo de un rato no me dejó seguir.
—Pronuncias el latín como si relincharas —dijo.
Allí terminó mi lectura. Sin embargo, a la noche siguiente encontré en mis aposentos las dos obras maestras de Julio César: La Guerra de las Galias y La Guerra civil. Una nota exigía que los leyera antes de una semana, y el mensaje terminaba con estas palabras: «La fama no se gana persiguiendo quimeras; se gana con un espíritu alerta, cultivado en la sabiduría de los antiguos, y un arma buena».
Dos días después se presentó en este palacio Vargas Orozco.
—Ya sabéis el dicho, zagal —me saludó—. Los aventureros de España son seis: uno va a las Indias y el otro a Italia y el otro a Flandes y el otro está preso y el otro en pleito y el otro entra en la religión.
Se echó a reír, enarcando las cejas pobladas, y continuó:
—A lo que se ve, a vuestro tío le espantan los dislates de este país de locos y por eso ha resuelto que yo guíe tus estudios de letras.
Yo no salía de mi asombro.
—¿Y desde cuándo…?
—¡Por los clavos de Cristo! —me interrumpió con la vista puesta en el libro que yo tenía entre las manos—. No sé, zagal, qué piensas de Julio César , pero yo quisiera estar cien años cautivo en Argel antes que verme obligado a estudiar esa prosa inmortal. Una vez leí minuciosa y detalladamente los primeros capítulos de sus historias. No hay una sola mentira, eso no. Pero a cada diez líneas, el sentido común empieza a dar gritos.
Yo entendía a medias, así que pregunté con ingenuidad:
—¿Por qué lo decís?
Sonrió indulgente Vargas Orozco:
—César conquistó las Galias, ¿no es cierto? —preguntó, e irónicamente añadió—: Ahora bien, ¿lo hizo él solo? ¿No llevaba siquiera un cocinero? ¿Quién pagaba los gastos de sus victoriosas campañas?
Suspiró, socarrón.
—La historia, zagal, es una impostura. Si cada hombre escribiera su historia, si el cocinero o los esclavos de César escribieran la suya, entonces, diríamos: ah, sí, la historia… ¿Pero es que acaso Roma solo tenía palacios para sus habitantes? ¿Quién erigió sus arcos de triunfo? ¿En qué casas vivía la plebe?
Hizo una mueca.
—Sé que vuestro tío ahuyenta su desesperanza con relatos así. César. Plutarco. Suetonio… Yo —su voz adquirió un tono más confidencial— te instruiré en otras lecturas. Juvenal, Catulo, Marcial…
Puedo ver ahora la risa alegre y cínica de Vargas Orozco al mencionar estos nombres. Puedo verle curiosear con manos de experto entre los estantes de la biblioteca de mi tío. Después de unos minutos de búsqueda, le veo extraer un poemario de Marcial como ahora veo, sobre el papel, las líneas que mi mano traza. Era el mes de agosto. El calor agobiante y la falta de higiene convertían Madrid en una pocilga. Oropesa había regresado por fin de su destierro y parecía muy reconciliado con la reina Mariana. El almirante de Castilla vivía temeroso de la venganza de Cifuentes. Juan Guillermo de Lanscron acudía con inalterable alegría al estrado de las hermanas Cataño y enviaba a Viena las más variadas, estupendas y sorprendentes noticias… Y yo iba a incorporar un nuevo ritual a mi vida dispersa y ociosa, un ritual, que a la postre, siguiendo el capricho de las Parcas, desencadenaría la tragedia que habría de alejarme de Elisa, de Madrid, de todo.
—Toma, zagal. Veamos cómo traduces.
Sí, me acuerdo. Recuerdo aquel día. Julio César. La Guerra de las Galias. Marcial. Recuerdo aquel epigrama, que hablando de Roma hablaba de Madrid, de Vargas Orozco, de la historia jamás escrita por ningún historiador…
¿Qué razón o qué expectativas te traen a Roma,
Sexto? ¿Qué esperas o buscas en ella? Cuéntame.
Me dices: «Como soy más elocuente que el propio Cicerón defenderé pleitos
y nadie estará a mi altura en foro alguno».
Atestino y Cive —a los dos conocías— defendían pleitos,
pero a ninguno les alcanzaba para el alquiler.
«Si no saco nada de ahí, me pondré a componer versos:
escúchalos y dirás que son obra de Marón».
Estás loco: todos esos que ves allí con capas que no abrigan
nada son Nasones y Virgilios.
«Frecuentaré las casas de los poderosos». Ese menester apenas si ha dado
de comer a tres o cuatro; los demás están demacrados por el hambre.
«Aconséjame qué hacer: pues estoy resuelto a vivir en Roma».
Si eres una buena persona, Sexto, podrás vivir de milagro.