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—Tres años pasó preso en las cárceles secretas de Toledo don Jerónimo de Villanueva esperando a que el rey interviniera en su favor. No fue así, y a principios de 1647 el Tribunal dictó, por fin, la sentencia.
El marqués de Armillas se dio cuenta de que la condesa hablaba casi para sí misma, extraviada en el laberinto de San Plácido, reviviendo aquellos años turbulentos y florecidos de dolor en que la España de los Austrias y su imperio se resquebrajaban como se había resquebrajado el corazón de doña Teresa Valle de la Cerda, arrastrada por el lodazal de los acontecimientos en los que se vio envuelta desde que se aventurara a fundar el convento de la Encarnación Benita de Madrid. ¿Se había olvidado la condesa de que él estaba allí, escuchándola?
—La voz del secretario del Tribunal resonó en sus oídos, fría como el acero más templado. «Abjuraréis de vuestros pecados. Seréis gravemente reprendido y advertido. No hablaréis por escrito ni de palabra con las religiosas de San Plácido ni entraréis nunca más en el convento ni pisaréis por lo que os resta de vida las casas que hicisteis edificar junto al mismo. Saldréis desterrado de Toledo y por tiempo de tres años residiréis a no menos de veinte leguas de la Corte…».
El sol se estaba ocultando y había una suntuosa cola de pavo real en el cielo. La condesa calló un momento, se sirvió un poco de agua de una jarra que había sobre la mesa hermosamente dispuesta para tomar el chocolate en el jardín y bebió un sorbito.
—Don Jerónimo protestó dando grandes voces —prosiguió—. Y en vez de reconocer las faltas que con ímpetu siniestro y calculado se le atribuían, dijo que recusaba al gran inquisidor por ser su enemigo y a cualquier persona que hubiese sido juez en su causa. «¡Apelo al rey y al Papa!», gritó entre grandes aspavientos. «Vuestra Merced se confunde», replicó amenazador el presidente del Tribunal. Y a continuación ordenó que devolvieran al reo a su celda. Y allí le tuvieron hasta que, muy enfermo, escribió de su puño y letra: «… que venga el señor juez y me diga lo que tengo que hacer, que yo estoy presto a ejecutarlo». Aun así todavía le tuvieron encerrado en el calabozo un mes más.
La condesa hizo una pausa. Luego cerró los ojos y recordó muy despacio la carta que el gran inquisidor general enviara al rey Felipe IV el 21 de julio de 1647:
Majestad:
Hoy ha llegado aviso de que don Jerónimo de Villanueva, espontáneamente y con demostración de modestia y humildad, abjuró y detestó en la forma ordinaria toda especie de herejía y especialmente aquello de que había sido acusado y condenado…
Sobrevino un silencio absoluto, con apariencia de eternidad. El marqués pellizcó un poquito de tabaco y lo aspiró con un movimiento rápido. Después sacudió la cabeza y se limpió la nariz con un pañuelo.
—No sé quién me da más pena —comentó—, si el protonotario o la pobre monja.
La condesa pareció volver muy despacio en sí.
—Me avergüenzo un poco de entreteneros con historias de inquisidores, religiosas y frailes —dijo con una chispa de burla en los ojos. Y añadió—: ¿Estáis seguro de que no os aburrís escuchando mis relatos?
—¿Bromeáis? —se llevó el marqués el puño a la boca para ahogar una tosecita—. Vuestras historias son interesantes y muy instructivas. Por otra parte —confesó—, vuestras palabras abren una puerta, un cerrojo. De súbito estoy en Bagdad —bajó el tono—. Soy el sultán de Las mil y una noches y vos, mi querida amiga, Scheherezade.
La condesa echó hacia atrás la cabeza con inesperada alegría, como si fuese a lanzar una carcajada, pero se limitó a sonreír silenciosamente. Después lo miró con una mueca encantadora.
—¿Sugerís acaso que si quiero conservar la vida he de urdir para vuestra excelencia una historia sin fin?
El marqués pensó: «¿Qué quedará después de nosotros? Tan solo algunos vestigios derruidos, algún resto de palacete, habitado por quimeras de ojos alargados y soñadores, algún retazo de jardín donde músicos de piedra difunden músicas de piedra entre esqueletos de árboles».
—He de confesar —dijo venciendo aquel negro presentimiento— que no albergo otro deseo.
La condesa había puesto en su mano una taza de chocolate y él la espió con disimulo: su rostro de reminiscencias clásicas, la textura de su piel. Sí, un solo consuelo le quedaba, y era el deseo que sentía por ella, que en cierto modo mantenía el calor en su interior. Pensó: «Tenemos este jardín, esta hierba, deberíamos tumbarnos juntos, abrazados, antes de morir». Sintió casi en la piel, muy cerca, el suave aroma de bergamota y cedro que emanaba del cuerpo de la condesa. El perfume de María Antonieta, se dijo. Y comprendió que empezaba a perder la cabeza, y buscó desesperadamente algo que lo anclase a la realidad.
—Pero decidme —dijo, llevándose la taza a los labios—, tengo curiosidad, ¿qué fue del protonotario?
Sobre la lengua el chocolate tenía un sabor levemente amargo.
—Murió unos años después de salir de las cárceles secretas de Toledo. —Hubo una breve vacilación en la voz de la condesa. Una pausa involuntaria que no hizo sino despertar nuevamente la atención del marqués—. Murió en Zaragoza, convicto y confeso de herejía, según sus jueces; preocupado por la salvación de su alma y la prosperidad de la Iglesia, según su testamento; abatido por el persistente silencio del rey, a quien dos días antes de pedir los santos sacramentos y mientras el aire mismo parecía negarse a penetrar en sus pulmones, escribió de su puño y letra: «¡Oh Majestad! ¡Cómo se arremolina todo y se desordena en mis ojos! Ya viejo en edad, la muerte no me asusta. Pero me atemoriza sentirme pluma en el viento de una intriga y un odio que no entiendo…».
Un rumor de pasos interrumpió el relato de la condesa. Por la avenida cubierta de gravilla se acercaba el abate Zayas.
La condesa saludó con una inclinación de cabeza al inoportuno visitante y, con voz ronca y maliciosa, destinada solo a él, pensó el marqués, preguntó:
—Mi querido abate, ¿os esperaba hoy?
El abate saludó con grandes cortesías a la condesa y al marqués. Pertenecía a la raza de los clérigos ilustrados e inquietos, de una incesante actividad llena de astucia. Tenía una increíble variedad de expresiones y unos ojos pequeños y grisáceos que miraban con una minuciosidad y una indiscreción escandalosa.
—¿Os habéis enterado de la noticia? —preguntó.
Su cara, muy pálida, de una impertinencia feudal, aunque bien proporcionada, desentonaba del negro del ropaje talar.
—¿Qué noticia? —preguntó la condesa.
El abate fingió sorprenderse.
—Pero ¿cómo, amigos míos? ¿Es que acaso ignoráis que Napoleón se ha escapado de su destierro? En Madrid no se habla de otra cosa. Aparte, naturalmente, de lo que hará Sombrerero en la próxima corrida de toros.
—¿Que Napoleón ha salido de Elba? —preguntó el marqués con voz ronca.
—Al parecer la noticia data ya de varios días —respondió el abate—. Pero no se había difundido. El duque de Alagón ha censurado muy duramente la negligencia del coronel Campbell, pero lord Cowley lo ha defendido diciendo que no podía obrar mejor y que, en cualquier caso, no habría tenido derecho a detener a Napoleón, titular de un estado pequeño, pero soberano, y por lo tanto libre de ir donde quisiera.
El marqués dijo entonces, sin que pudiera adivinarse si en su voz había pesar o cinismo:
—Ahora los monarcas y ministros reunidos en Viena tendrán que aplazar sus intrigas y jurar amistad eterna ante la amenaza del Ogro.
—No tardarán mucho en ello, ciertamente —convino el abate.
Cuando Zayas se fue, la condesa miró al marqués y dijo:
—¿Pensáis que llegará a París?
La noche había descendido de golpe.
—No lo sé, querida. No lo sé —se estremeció el marqués, y añadió con dolorosa convicción—: Luis XVIII ha cometido enormes errores. Y creo estar en lo cierto si digo que en estos momentos no podrá contar con consejeros de criterio sensato y fidelidad probada.
Sí, se dijo más tarde, mientras el carruaje esquivaba los charcos malolientes de las callejuelas de Madrid, los Borbones han recibido una terrible lección y se han apresurado a olvidarla. Y ahora su trono vuelve a tambalearse.
… A finales de febrero manda llamar a su tesorero: «Tome mis valijas, ponga en ellas el oro y cúbralo con libros de mi biblioteca que Marchand le entregará. Despida después a sus empleados, y páguelos. Creo inútil decirle que todo esto debe mantenerse en el más absoluto secreto». Asustado, el tesorero corre a casa del general Drouot. Sus miradas se cruzan, pero ninguno de los dos dice una palabra. Al día siguiente, una orden mantiene cerrado el puerto. Nadie puede llegar o partir, ni siquiera los pescadores. El emperador lo ha preparado todo…
De este modo contó el abate que Napoleón había salido de la isla de Elba.
—Es la aventura más arriesgada, más imprevisible. Lord Cowley dice que es como Egipto… —comentó el marqués.
La noticia de que Bonaparte y sus hombres de confianza habían desembarcado felizmente en el Golfo de Juan después de tres días de navegación y de que se dirigían a marchas forzadas a París sin disparar ni un solo tiro de mosquete dejó sin aliento Madrid. Por las calles se veían más policías y soldados que nunca, y según el abate Zayas se habían dado órdenes de doblar las patrullas como medida de precaución. Todo el mundo hablaba del Ogro y corrían rumores de que los esbirros del secretario de Guerra Eguía se mostraban también muy activos, y que perseguían con verdadera saña hasta la menor sombra de conspiración. El recuerdo de la conjura de Cádiz para proclamar la Constitución de 1812 y del posterior pronunciamiento de Espoz y Mina en Navarra aún estaba fresco, y en palacio se temía que «los infames liberales» aprovecharan el regreso del Gran Corso para urdir un nuevo complot revolucionario.
—Dicen que el rey ha encontrado sobre su mesa de trabajo una esquela que con grandes letras torpes le advertía: «O la Constitución o la cabeza».
Acababan de merendar en el jardín y el abate no paraba de contar chismes con una ironía casi siempre benévola y solo en ocasiones ácida. Ahora pasaba la mayoría de las tardes en el palacio de la condesa, que se mostraba muy excitada por los rumores y noticias que Zayas recogía de cien lugares diferentes, sobre todo si esos rumores y noticias hablaban de lo que ocurría en Francia.
—Madrid —dijo el marqués entre serio y burlón— está infectado de jacobinismo. Las sociedades secretas bullen por todos lados.
—Eso mismo —sonrió el abate con una mezcla de astucia, sagacidad y malicia—, eso mismo le dijo ayer el duque de Alagón al rey. «Majestad, en toda España se conspira», le dijo. «La fuga de Napoleón ha dado aliento y esperanza a la hidra venenosa de la revolución. ¿No está el gobierno mismo infeccionado de liberalismo? Majestad, Ceballos es masón, Villamil y Moyano no ocultan sus ideas favorables a un sistema templado, Ballesteros quiere que se apruebe una especie de amnistía…».
—Un hombre de ideas tajantes, ese duque —dijo la condesa con desprecio.
—Como todos los necios —apostilló el marqués.
—Excelencia, esta es una época de grandes principios.
—¡Ay, los principios! No se apoye mucho en ellos, querido abate, porque a la larga acaban por romperse, y mientras, nos hacen cometer un sinfín de tonterías.
—¿Y qué dijo el rey? —preguntó la condesa.
—¿El rey? —repitió Zayas alcanzado la taza de chocolate—… Su Majestad Fernando VII refunfuñó envuelto en el humo de un cigarro, abrazó al duque con rotunda familiaridad de arriero y musitó: «Pues se cerrará la mano, se cerrará la mano».
Pasaron los días, las semanas, y no ocurrió nada. No se produjo la conjuración tan temida y la calma volvió a instalarse en Madrid. Los periódicos traían malas noticias de Francia para Fernando VII y sus ministros, pero tan bien envueltas por la cautelosa retórica de la censura que no alarmaban a sus lectores: Napoleón era dueño de Francia, Luis XVIII había huido a Inglaterra, José Bonaparte estaba en París y hablaba con «los jurados» refugiados en Francia, el peligro era inminente, no obstante, las potencias aliadas ya habían capeado muchos temporales, y aquel iba a ser uno más, el Ogro sería aplastado…
Poco a poco, sí, los días volvieron a sucederse y a rodar para fundirse en una masa tediosa, triste, agobiante. El abate empezó a aparecer cada vez con menos asiduidad, ocupado en actividades misteriosas de las que no decía nada. El marqués cayó enfermo y envió a la condesa varios billetes exquisitamente redactados, lamentando que su precaria salud le impidiese visitarla. La condesa también lo lamentó. Y no tardó en darse cuenta de que lo echaba de menos. La memoria le devolvía las largas veladas de Roma. Las estancias del palacio de la Piazza Navona, donde a veces pasaba la noche con el marqués, renacían como por obra de excavadoras, como las ruinas de siglos atrás, para recordarle lo que había sido, cómo había sido ella, antes de convertirse en lo que era en aquellos momentos. ¿Otro síntoma de decadencia? Un escalofrío la recorría de la cabeza a los pies cuando se paraba a pensar en el marqués. ¿Y si después de todo le gustaba ser su Scheherezade? ¿Y si detrás de aquella fortaleza que todos habían admirado y envidiado tanto, si detrás de la amante que eludía la intimidad y dejaba a su paso el caos, como los soldados que dejan a su espalda campos, aldeas y ciudades devastadas, si detrás de la mujer que le había dicho al conde de Montijo: «Me gusta romper antes de que el amor pierda su frescura, antes de que el aburrimiento se instale en el dormitorio», había una mujer asustadiza, tierna, sentimental…?