11
La princesa arrojó airadamente el pasquín que Antonio Pérez le había entregado.
—Venía en un despacho para el rey. Estaba metido entre las cuerdas y abierto —comentó Pérez.
Aquella tarde Ana de Mendoza llevaba un crucifijo con una cadena de oro. Tirando con impaciencia de él, preguntó:
—¿Quién?
—Mateo Vázquez. Su estilo es inconfundible.
Vázquez… Vázquez…, se repitió en su interior. Y pensar que en tiempos esa serpiente estuvo en nuestro partido. Si llegó a arcediano de la colegiata de Pastrana. Pero después… Después el rey lo llamó a su lado. Y…
—Vázquez… —suspiró con rabia.
Y se abismó un instante en los rumores y las hablillas que corrían por Madrid. Toda la Corte comentaba en voz baja que Pérez había mandado asesinar a Escobedo para satisfacerla a ella. Y Vázquez, el perro moro, soplaba azufre en los oídos del rey, procurando abrirle los ojos acerca de los motivos que podían haber empujado a los instigadores del crimen.
—Ese engendro de Argel no descansará hasta colocar nuestras cabezas en la picota —exclamó pensativa para sí misma.
Pérez la miró fijamente. Tenía las mejillas chupadas; el ojo descubierto como abrasado por el orgullo que él siempre se esforzaba en templar. «Qué hermosa está», pensó. «Parece una de las diosas de Tiziano».
—Por supuesto, he exigido que se le castigue como es debido.
—¿Y…? ¿Cuál ha sido la respuesta de Felipe?
El secretario tendió a la princesa un billete escrito de mano de Su Majestad.
—Véalo, Vuestra Excelencia, por sí misma.
Ana de Mendoza estaba de pie junto a su escritorio y se puso a descifrar la difícil caligrafía del rey:
… La satisfacción que aquí decís no conviene de ninguna manera, y ya veis el daño que sería para cien mil cosas. Y para esto ha de bastar vuestra cordura y discreción. Cuanto más que se ha de dar de mi parte lo que es justo en el negocio.
—Sospecha… —musitó la princesa.
La nuez de Pérez subió y bajó rápidamente, tragando saliva.
—El rey no puede proceder contra nosotros sin que su conciencia se condene a sí misma. Además, he tomado precauciones.
Hizo una pausa. Y a continuación expuso serio y ponderado:
—Por una parte, guardo en mi casa papeles muy comprometedores. Tengo en mi poder billetes que pueden dar a entender al mundo entero que el rey estuvo al corriente del asesinato desde el principio. Por otro lado, ya me he ocupado de los dos matones más peligrosos. Los muertos no hablan, princesa: su discreción está lejos de toda sospecha.
Ana de Mendoza miró a Pérez con una sombra de desprecio.
—¿Y pensáis que cuatro papeles os mantendrán a salvo del peso de su cólera? Vos sabéis que el rey pasa de la sonrisa al cuchillo sin pestañear. Y también habéis visto que su mano apenas tiembla cuando la corona así se lo exige. Sus remedios son duros, como su mirada. Ordenó la prisión y provocó la muerte de su propio hijo cuando descubrió que don Carlos tenía trato secreto con los nobles de Flandes. Abandonó a don Juan a su propia suerte. Accedió a la muerte de Escobedo. Hace apenas unos días desterró a nuestro querido marqués de los Vélez.
Pérez no pudo dejar de estremecerse al recordar el destierro de su aliado el marqués.
—El rey no perdona —añadió la princesa con brutal elocuencia.
—Los papeles de Flandes no nos han hecho ningún bien, es cierto. Santoyo me ha confesado que Felipe se encierra durante horas en su gabinete, leyendo las cartas y documentos de don Juan. Al parecer, su humor se ha ensombrecido después de recibir a solas a Ruiz de Urbina. Desde entonces apenas come nada. Y por las tardes se hace escoltar al pudridero, donde reza y medita hasta que la noche desciende por la sierra y pone cerco a El Escorial.
Ana de Mendoza lo interrumpió, nerviosamente:
—Flandes, don Juan… Todo se desmorona y en la primera prueba seria nos vemos hundidos.
Seguía enojada, furiosa. Preguntó:
—Contestad: ¿Qué ocurrirá si ese perro moro descubre la verdadera razón por la que matamos a Escobedo? ¿Qué pasará si todo sale a la luz pública?
—Con Escobedo bajo tierra, no pueden demostrar nada, princesa —volvió a sonreír Pérez—. Mientras mantengamos el secreto prudentemente, nada debemos temer. Por otra parte, aunque me trate ahora de un modo extraño, como si por momentos alcanzara a ver el fondo del asunto, el rey no permitirá que nos echen los galgos. No le conviene —añadió seguro de sí mismo—. Yo soy el Estado.
Ana de Mendoza movió dubitativa la cabeza. Una sombra de cólera y temor oscurecía su rostro de marfil. Pérez insistió:
—No es hora de bajar los brazos, princesa, sino de ocuparse de los cabos que andan sueltos. Así el tal Ruiz Urbina, que por lo que dicen mis espías ayuda a la viuda a escribir memoriales al rey.
—¿Memoriales?
—Confiad en mí, señora. Tengo cien orejas y cien oídos. Creedme, la borrasca es pasajera. Dejadme obrar. Dejadme actuar. No habrá ninguna acusación formal en la mesa del rey.
De un informador anónimo a Antonio Pérez.
María Sierra, criada en casa del antiguo embajador Alonso Ruiz de Urbina, me ha contado muy en secreto:
—Grande es la fuerza del amor. Es capaz de abrir y allanar cualquier dificultad cuando echa raíces en los hombres y no digamos en las mujeres. Las enciende transformándolas en pura brasa, turbando su razón y haciéndolas olvidar el buen nombre y hasta la pura honestidad. Yo lo he visto en esta casa, pues así empezó el amor o el capricho de la ama por su primo. No es preciso conocer mucho la vida para notar lo que ocurre, solo tener los ojos abiertos y darse cuenta de que sus manos escondidas, sus cuerpos en la penumbra de los corredores, en cuanto pueden, se rozan.
De Bartolomé de Santoyo, de la Cámara Real del Rey Católico Felipe II, a Antonio Pérez.
Abril de 1579
Este billete es confidencial.
Me dijisteis que os tuviera al tanto de lo que pudiera hablarse cerca del rey respecto a vuestra persona. Supongo que algo sospechabais de lo que os voy a contar. Para ser escueto y bien concreto, ayer mismo oí al conde de Chinchón atribuiros la muerte de Escobedo en presencia de varios caballeros, agregando al rato que de esto más sabían Mateo Vázquez y Ramiro Ruiz de Urbina, porque tratan de ello. Hice por salir en vuestra defensa. Mas el conde me calló bruscamente pronunciando estas palabras:
—Tened cuidado, Santoyo, no vayáis a ahogaros en el mismo fango donde chapotea ese fatuo de sangre judía.
De Antonio Pérez a un informador anónimo.
No dejéis pasar esa historia adelante. Averiguad si el viejo está al tanto de lo que se cuece en su casa, aunque se me hace raro hallar quien no ponga el honor por encima de todo en una ciudad como esta.