17

No puedo moverme. No puedo pensar. Soy un montón de jirones envuelto en ropa de mujer. El brazo izquierdo quema hasta hacerme enloquecer en la muñeca. Estoy ya muerto. Frío. Mucho frío. En la boca. En los huesos.

—Antonio…

—Adiós, mi señora.

Los guardias no sospechan. Están comprados. Sí, están en el negocio. Se lo dije. Sí, yo se lo dije a Juana: «Una buena bolsa de doblones abrirá los cerrojos». Dios mío, me abandonan las fuerzas. A Aragón, lejos de este charco de sangre. En Aragón. Aquí estoy acabado. Su Majestad ha pedido mi cabeza, bien lo sé ya. Me colgarán de un palo en la plaza pública. Me rebanarán el pescuezo. O bien me agarrotarán en una oscura cárcel de mierda. Como al barón de Montigny.

—Aprisa, señor…

Pasos. Oigo pasos. ¿Risas? Sí, es día de fiesta. Miércoles Santo. Todo da vueltas a mi alrededor. Las casas. La luna. Siento que las calles se deslizan bajo mis pies. Son dos los que me arrastran. Santo Dios, me estoy muriendo. No me dejes morir aquí.

—¡Virgen del Pilar, pero si parece muerto!

Le he reconocido. Es el joven Gil Mesa. Mi buen criado. Levanto los ojos. Le miro. En el terror de mis ojos se refleja el suyo.

—¿Podéis montar, mi señor? ¿Señor, podéis?

—Ayudadme…

Madrid queda por fin atrás. Vastas llanuras. Páramos espaciosos, melancólicos.

—¡Os va la vida, señor!

Juana, mi fiel Juana. ¿Qué os pasará ahora? Pronto se sabrá que sin vuestra ayuda esta fuga no habría sido posible. Juana, mi señora. Cuantas, cuantas veces pensé que la tierra iba a abrirse y a tragarme. Si no hubiera sido por vos. Mi fiel, mi devota Juana. Os he arruinado moralmente. He borrado la juventud de vuestro cuerpo, ese cuerpo que nunca me atrajo y que a pesar de su aparente agostamiento —senos caídos, vientre arrugado, la piel dormida, abatida— me sigue dando hijos. Dios no podrá perdonarme. Bien lo sé. Y sin embargo, vos… Por vos estoy vivo. Dijisteis: «Mi esposo no morirá en esta celda si yo puedo evitarlo». Dijisteis: «El conde de Aranda ha prometido ayudaros a pasar a Aragón». Juana, ¿qué dirán mañana en la Corte? Seguramente se reirán. Sí, se reirán a costa del rey.

—¡Aprisa, señor!

Aragón, Aragón… Un reino donde el poder de Su Majestad se debilita. Allí los tribunales interponen el artificio de los Fueros entre la egregia voluntad y los delincuentes. Aragón. Y luego Francia. Tal vez Inglaterra. Un país sin papistas ni luteranos. Al final no importa el lugar. Pero lejos, muy lejos del rey y sus ministros.

—¡Por Dios vivo, señor, cabalgad!

Su Majestad… Sé cosas que quizá solo yo puedo contar aún. He visto lo que nadie ha visto. He quemado papeles que nadie ha leído y escuchado palabras que nadie ha escuchado. Poseo secretos que en manos enemigas harían temblar la tierra: la ejecución de Montigny, la muerte del príncipe don Carlos, el asesinato del marqués de Poza… Pero no quiero divulgarlos. Prefiero ahuyentarlos de mí para siempre y desaparecer en un agujero. Prefiero volverme invisible, vivir y morir en santa paz, si es que el Altísimo me concede alguna vez un instante de paz. Dios mío, me abandonan las fuerzas.

—¡Aguante, mi señor! ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Nos va la vida, mi señor! ¡Cabalgad, cabalgad!

De Antonio Pérez, en la cárcel de manifestados de Zaragoza, bajo el amparo del Justicia Mayor de Aragón, al Padre Fray Diego de Chaves, confesor de Su Majestad Católica Felipe II, en Madrid.

Vuestra Paternidad conocerá las detenciones que se han practicado al día siguiente de mi fuga. Se ha separado a mi mujer de mis hijos, siendo así que el más pequeño tiene que ser llevado en brazos. Por lo visto a ellos también se les considera criminales. Sí, Padre, de esta forma se ha metido en el calabozo a la madre y a los niños. Este parece que es el lugar adecuado para ellos, el lugar que les corresponde por su estirpe, por su edad, por su rango y principalmente por su crimen. Porque desde luego mi esposa ha cometido el más horrendo de los crímenes: ayudar a escapar a su marido inocente, perseguido y torturado injustamente por servir fielmente a Su Majestad. Los responsables de esta felonía debieran tener cuidado, pues estos prisioneros poseen los dos mejores abogados: la miseria y la inocencia.

En cuanto toca a Su Majestad, os ruego, Padre, le hagáis saber cuántos papeles tengo a buen recaudo. Vive Dios que en necesidad de llegar a descargos, por tratarse de la honra de mis padres e hijos y mía, no respetaré nada ni a nadie. Dicho esto, no sé yo qué pueda convenir más a Su Majestad: si ceder a las venenosas intrigas de mis perseguidores y aguantar por tanto todas las consecuencias, o bien mirar en el rincón más profundo de su alma y dejarse llevar por las virtudes cristianas de la generosidad y la compasión.

Os ruego, Padre, que deis a Su Majestad buena cuenta de lo que digo. ¿Lo haréis?

Sentencia del proceso y causa criminal de Antonio Pérez.

En Madrid, a 1 de julio de 1590.

Visto el proceso y causa de Antonio Pérez, secretario que fue del Despacho Universal de Su Majestad, estos jueces concluyen: que por la culpa que de todo ello resulta contra el dicho Antonio Pérez, lo deben condenar y condenan en pena de muerte natural de horca y a que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada. Y después de muerto le sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero y sea puesta en lugar público…

Aquella tarde la noticia se comentó en el jardín de don Alonso como en el resto de Madrid. El rey, cansado del largo y pesado modo de proceder de los tribunales de Aragón, que mareaban la sentencia de muerte dictada en Madrid, daba parte al Santo Oficio en la causa contra Antonio Pérez, a quien ahora se acusaba de contubernio con el príncipe calvinista de Bearn.

—Curioso desenlace —comentó Arias Girón.

—Más bien peligroso —suspiró Jerónimo de Narváez, cada día con más ganas de abandonar aquel Madrid de sopistas y limosneros para volverse con viento fresco a las Indias—. Los aragoneses no aman a Su Majestad como los castellanos, y aun diría yo que le odian un tanto. Y o mucho me equivoco o en esto de la Inquisición las gentes de aquel reino no van a ver más cosa que un ataque encubierto a las libertades que tan celosamente han guardado hasta hoy. Y a fe mía que estarán en lo cierto.

Rodríguez de Tejada replicó sin vacilar:

—La libertad que dignifica al hombre, mi buen amigo, es algo que tiene uno que conquistar primero internamente, en sí mismo, para después de ganada poder proclamarla. Es un saber humano extendido como conducta natural y no una bandera desplegada según el viento que la dirija. La libertad que dicen defender los aragoneses está sometida a demasiados vientos, y por eso no se ha visto tierra alguna donde se cometan más violencias y desafueros que en Aragón.

Pasaron los días y el pulso entre los ministros del rey y el antiguo secretario se prolongaba en tierras de Aragón, con los señores inquisidores tomando cartas en el asunto para castigar al escurridizo Antonio Pérez y este apelando al Justicia Mayor y dando a la imprenta los billetes del rey para ganarse la simpatía del pueblo llano.

Una tarde de mayo el presbítero Rodríguez de Tejada tardó en llegar más de lo que acostumbraba. Entró en el jardín embarullado por las nuevas que traía y derrengado por el calor, que no se iba con el sol, sino que persistía como un recuerdo de plomo.

—¡Por Dios vivo, ni que hayáis visto un espectro! —sonrió Arias Girón.

Rodríguez de Tejada se dejó caer en el banco de tablas y pidió agua y algo para abanicarse. El agua pareció despegar la lengua del paladar al que se había adherido.

—Esto va mal, amigos —dijo por fin, emitiendo un suspiro prolongado.

—Y esto, ¿qué es? —respondió Jerónimo de Narváez preguntando, porque en aquellos días, muchas preocupaciones podían señalarse con el mismo pronombre demostrativo. Mes a mes, día a día, España se consumía. Había que preparar la Armada que sustituyera a la perdida y no era posible dejar sin paga a los ejércitos, y a pesar de los arbitrios y expedientes ensayados por los ministros del rey, expertos en exprimir a los pueblos y quebrar el espinazo de las gentes bajo el fardo de los tributos, las deudas crecían y se enmarañaban como una inmensa madeja de pesadilla. La Real Hacienda jadeaba. Cada año se gastaban los ingresos de cinco años venideros. Y por si todo esto fuera poco, las cosechas de pan eran las peores del siglo. La pobreza y el hambre arreciaban como flagelos de Dios. Y muchos no sabían ya cómo ganarse el sustento y salían a hurtarlo donde lo hallasen.

—La cuestión se dice en pocas palabras —resumió el presbítero—: Zaragoza se ha amotinado.

—¿Qué decís?

—Lo que ya sabe todo el mundo en palacio; lo que empieza a saberse en la villa.

—¿Y el marqués de Almenara?

—Apaleado…

Don Alonso meneó la cabeza con gravedad. Aunque no había tratado al marqués, le tenía por uno de los necios más considerables de su siglo. Sin duda, el rey no podía haber elegido un ministro peor para ganar voluntades en Zaragoza.

—Solo el vulgo, que es bestia desenfrenada, puede dar un espectáculo tan lastimoso —añadió Rodríguez de Tejada, y después de refrescar el gaznate por segunda vez relató los hechos que un palaciego amigo suyo le había contado aquella misma tarde.

Todo había comenzado muy de mañana, cuando el secretario del Santo Oficio compareció ante el Justicia Mayor y sus lugartenientes para exigir la entrega de Antonio Pérez.

Unánimes y conformes respondieron y dijeron que obedecían y obedecieron el mandamiento inquisitorial. En consecuencia, el alguacil del Santo Oficio recibió al preso y lo llevó a la Aljafería, en cuyas cárceles secretas quedó encerrado Antonio Pérez. Todo lo cual —añadió después de una pausa— se hizo con mucha quietud y sosiego.

Arias Girón comentó con cierta solemnidad:

—Muchas veces las grandes algaradas empiezan con la misma corrección, de las que los cautos gobernantes no se deben fiar.

Rodríguez de Tejada hizo un gesto de fatiga y prosiguió:

—Mas estos se fiaron. Y Pérez, que según parece tiene espías en todas partes, y desde luego también en el Santo Oficio, presumía lo que iba a pasar y estaba preparado. Con toda urgencia envió a uno de sus criados a dar la voz de alarma y todos los amigos de su causa, que son muchos, acudieron a pedir explicaciones al Justicia y a los diputados. Alegaban que la entrega del preso, sin proceso previo, era contrafuero y atentado a las libertades aragonesas. Un confuso rumor empezó a llenar la ciudad. Y así, poco a poco, los gritos de los que se congregaban delante de las Casas de la Diputación, clamando «¡Traidores!» y señalando a Almenara y al Justicia, o voceando «¡Viva la libertad!», atrajeron al lugar una densa multitud. Fue entonces cuando, nadie sabe por qué mano, sonaron a rebato las campanas de La Seo, enardeciendo todavía más el clamor de la irritada muchedumbre, que era ya marea y que de pronto se dividió en dos grandes grupos: uno, atacó la casa de Almenara, y otro salió extramuros contra el palacio de la Aljafería. Al marqués lo lincharon en la calle y los inquisidores terminaron devolviendo a Pérez a la Cárcel de Manifestación para evitar una suerte parecida.

Quedaron todos en silencio.

—Nunca debió recurrir Su Majestad a la Inquisición en este asunto —dijo Jerónimo de Narváez—. Bien sabe Dios que Pérez no me es simpático. Probablemente nadie haya cometido más tropelías y cohechos en los últimos tiempos que él, mas hemos de reconocer que la acusación de hereje solo podía sostenerse con testigos sobornados por Vázquez y Almenara.

—No voy a decir a eso que no —arguyó Rodríguez de Tejada, que en aquellos días amaba más que nunca al monarca, sintiendo triunfar o sufrir en él su propio orgullo—. Los delitos contra la fe que se le imputan a Pérez son escandalosamente falsos. ¿Pero qué otro medio le quedaba a Su Majestad? Todos, allí, han puesto piedras para que tropiece su autoridad. Desde los caballeros y nobles de primera calidad que iban a hablar con Pérez a la cárcel, pasando por los hidalgos y malos frailes que le aseguran que en Aragón está tan a salvo como si estuviera metido en la caja del Santísimo Sacramento, hasta el Justicia Mayor y los diputados, que se ponen malos en cuanto tienen que sentenciar a gusto de Su Majestad.

Estalló Arias Girón:

—Deme el rey tres o cuatro mil soldados de los que se preparan para ir a Francia y en una semana verán vuestras mercedes en qué quedan las libertades de Aragón.

—Temo, mi buen capitán, que esa que decís sea al final la respuesta del rey, pues don Felipe anda ya muy cansado del largo y pesado modo de proceder de los aragoneses y de sufrir tan malos términos y pesadumbres de aquel reino. Y esto último, tan grave, no ha de hacer sino encender su fuego y ánimo con vivo alquitrán —intervino don Alonso para asombro de sus amigos, pues ya se habían acostumbrado a sus imperturbables silencios—. Sí, todo esto acabará en cadalso. Y si no, al tiempo.

En el jardín callaron todos considerando el porvenir. Luego, con el sonar vago de las campanas, cada cual partió a su hogar.

Don Alonso quedó solo y, como cada atardecer, se dirigió a los aposentos de su hija. Un hilo de sol cruzaba la cámara que precedía a la alcoba. En su penumbra había dos figuras: la de la criada, de cuerpo ancho y acecinado; y la de Juana, allá en el fondo, esquelética, ojerosa, con la mirada perdida. Por aquellos días, había adquirido el hábito de hablar a solas, paseándose por sus aposentos sin hacer caso de nadie. No comía ya. No salía al jardín. No dormía. Tenía las mejillas hundidas y la piel tan pálida que se le veían las venillas en las sienes y párpados.

Viendo a su hija, don Alonso recordó la última misa que oyó con Virginia Lecari, su amada esposa, mientras ella agonizaba, y cómo después ella había querido que él le leyera los sonetos de Dante Alighieri. «No tan rápido», lo interrumpía con ojos ardientes de fiebre. Y él proseguía más despacio. Recordó con precisión cada detalle de aquel día, hasta cada verso. «En mi pecho sentí que despertaba… un amoroso espíritu dormido… y vi luego venir a Amor de lejos… tan alegre que no lo conocía…».

La voz de su hija le sacó de aquel ensimismamiento. Era una voz muy tenue, apenas un susurro.

—El amor que sentías por mí era tan fino como el dobladillo de este camisón…

—¿Qué decís, mi señora? —oyó don Alonso que preguntaba la criada.

—Si ahora me dijerais «Me voy para siempre» o «Creo que ya no os amo», no sentiría nada nuevo. Cada vez que os marcháis, cada instante que no estáis, no estáis para siempre y no me amáis.

—Mi señora, aquí no hay nadie. Solo vuestra merced y yo.

Don Alonso se apartó de la puerta, horrorizado, dejó atrás aquellos aposentos invadidos por la locura y se metió en su gabinete. Allí se sumergió en la lectura de Marco Aurelio, cuyas memorias tenían la virtud de serenar su espíritu dolorido.

Lo interrumpió su viejo criado italiano.

—Señor, ha llegado un correo de Francia. Es un joven caballero que está esperando abajo en el gabinetito que está a la entrada. Parece que os quiere ver personalmente.

—¿De Francia? —preguntó mientras se levantaba con una presteza inesperada para un hombre de su edad.

El joven mensajero, que parecía más bien un paje por su juventud, iba vestido de viaje, con jubón de talle fino, botas de cuero gruesas y espuelas doradas.

—¿Qué se ofrece?

—Perdone la hora que no es la más apropiada, pero lo que tengo que deciros no admite demora. Veréis, se trata de vuestro sobrino…

Don Alonso envolvió al joven en el clima vencido de su mirada.

—Hablad, no temáis —dijo, dejándose caer en un sillón de madera de Indias muy bien labrada.

—Siete días hace que lo mataron en las calles de París.

—Por todos los santos del paraíso…

El joven hizo un gesto de compunción y dijo quedamente:

—Es realmente una desgracia, señor. Un embozado lo atacó, a pleno día, en las escalinatas de la casa del embajador don Bernardino de Mendoza.

Don Alonso levantó vivamente su rostro amplio y preguntó conmocionado:

—¿Un embozado…?

—Así es, señor. Y lo más curioso es que no hizo por defenderse.

«Rodrigo, sin duda», pensó. «Y él no puso resistencia…». Don Alonso vio en la imaginación a su nieto aullando como un diablo con la hoja desenvainada. Vio a Ramiro reconociendo a su atacante. Vio el gesto fatal preparándose en la mirada de Rodrigo. Pero Ramiro no hace nada. La culebra de la espada le atraviesa el cuello. Mana la sangre…

—¿Y el asesino?

—Decapitado. La justicia lo apresó de inmediato.

—Decidme, ¿era joven?

—Sí.

—¿Español?

—Sí.

Don Alonso se echó a llorar de repente y se volvió de cara a la pared.

—¿Se sabe su nombre?

El joven correo negó con la cabeza.

—Se cree que venía de Flandes.

Don Alonso no dijo nada más. Aturdido por la noticia, permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción, hasta que el joven correo dijo respetuosamente:

—Excusadme, señor, mas he de daros este billete donde el embajador os explica el asunto más en detalle y expresa sus condolencias.

—Don Bernardino, claro…

Los ataques de gota se repetían, cada vez más frecuentes, el dolor y las fiebres recurrentes apenas le dejaban dormir, y cuando el sueño le llegaba, era un regalo que acababa de pronto, en infinitas pesadillas, como si el calor del sueño hiciera bullir en su cerebro las representaciones de su pasada existencia.

—Duermo en un lecho de fantasmas —le había confesado al padre Chaves.

Y en cierto modo, era verdad. La muerte se había ido llevando a todos los seres queridos. Deudos, amigos, servidores fieles habían ido desapareciendo. Y ahora —su cuerpo estaba tan consumido y débil que le era preciso pasar el día en una silla especial— era él quien sufría el asedio oscuro y lento.

Una mañana el rey preguntó a su confesor:

—Padre, todo camina, sin parar, hacia la nada. De tan formidable y tan crecido imperio como dejaré a mi heredero, ¿qué quedará en la sucesión de los siglos?

—Dios dará a Su Majestad la gloria, que es lo fijo y lo único que ha de desear un rey bueno.

El viento era un leve suspiro en la chimenea. Una ráfaga de lluvia golpeteaba la ventana como gravilla. Sentado en su silla de inválido, Felipe leía cartas de Aragón que encendían su real cólera.

«Ya me aconsejó mi padre el emperador que anduviese con el ojo muy abierto para prevenir los desórdenes que pudieran nacer de la insolencia de los hidalgos y grandes señores aragoneses… Me lo advirtió cuando yo era príncipe. Más presto, me dijo, podríais errar en esta gobernación que en la de Castilla».

Había hecho varias anotaciones al margen de una larguísima carta que el inquisidor Molina de Medrano le enviaba desde Zaragoza, y antes de volver a señalar los párrafos que juzgaba más reveladores, se dijo:

«No solo los herejes y moriscos son enemigos de la paz interior de mis estados. En lo que alcanza mi memoria, Aragón siempre ha sido como un montón de yesca, y Pérez ha entrado en ese reino de señores y diputados intransigentes como tizón, como centella de fuego que todo lo abrasa».

Y leyó:

Jamás hubo ciudad en el mundo con más inquietud y trabajo de justicia que hoy Zaragoza. Desde la mañana del motín hasta acá, ha venido aquí mucha gente de la montaña; y cuantos ladrones y facinerosos hay en estos reinos están aquí y pasean todo el día por sus calles, con sus pedreñales, echadas las ruedas y gatillos, que parece cosa de sueño. Y así están todas las casas, con gente de guarda, cada uno como puede, y con las ventanas llenas de cantos para poderse defender del saco que están esperando a cada momento…

El rey se dijo: «Este Molina de Medrano es un hombre sin cuajo». Después siguió leyendo:

… ¿Quién mueve y alimenta todo este tumulto? Desde luego, Antonio Pérez. Desde la cárcel está siempre escribiendo para acudir a los que entiende que se ablandan, indignándolos y fortificándolos, y sus agentes andan entre los oficiales, labradores y gente común contándoles las lástimas y trabajos que padece para moverlos a compasión. También gran número de sacerdotes y frailes, Dios los castigue, trabajan desde el púlpito a favor de su causa, y los señores e hidalgos que he nombrado tantas veces. En cuanto a los nobles de gran categoría que simpatizaron al principio con el secretario, todos le dan ahora la espalda, dando muestras públicas de lealtad a Vuestra Majestad. Si bien es muy probable que el duque de Villahermosa y el conde de Aranda sigan conspirando en la penumbra…

De pronto, la puertecita se abrió, y en el umbral apareció el ayuda de cámara. Santoyo se inclinó, y con voz opaca y confidencial, susurró:

—Majestad, ha mandado recado Su Excelencia el conde de Chinchón. Desea veros urgentemente.

Se sobresaltó el rey:

—Muy bien, Santoyo. Que pase.

Se retiró el ayuda de cámara después de una complicada reverencia. El rey volvió a sumergirse en la lectura soportando sus fiebres y su gota. Se daba cuenta de que, a pesar de todo, trabajar era lo que menos le fatigaba. Leyó:

… Mas el mayor daño a Vuestra Majestad y a cuantos aman el servicio de Vuestra Majestad viene dado por los pasquines que corren de mano en mano y de boca en boca por toda la ciudad. Uno de los que más ha corrido, que un labrador tuvo la osadía de arrojar a la misma sala de Diputados, dice:

«Cuando las leyes se tuercen y aquellos a quienes nuestra patria tiene por padres y jueces son malos padrastros y prevaricadores de ellas, es tiempo de resoluciones temerarias».

Otro, habilísimo, explica al vulgo que el Santo Oficio no puede sacar a un preso de la Cárcel de los Manifestados sino después de ser declarado hereje, tras un proceso, con acusaciones y defensa del reo. Y dice, además, que la Manifestación es un privilegio anterior al Santo Oficio.

Y los hay que atacan franca y enérgicamente a la Inquisición y a mí mismo, pidiendo al pueblo que no olvide a Antonio Pérez por honra propia de todos…

Entró en ese momento el conde de Chinchón. Era don Diego Cabrera y Bobadilla, tercer conde de Chinchón, un hombre huesudo, gallardo, muy arrogante y ambicioso de las cosas mayores, fiero en el hablar e implacable en el rencor y en el arte sutil de la intriga. Tesorero general de Castilla, miembro del Real Consejo y mayordomo del rey, el conde destacaba en la Corte por su elegancia de gran caballero, sus variados y ricos conocimientos en arquitectura y la firmeza de sus juicios, del mismo cuño que los del duque de Alba. Su Majestad lo quería y respetaba, y él aprovechaba el favor regio para engrandecer su patrimonio y eludir los azares de la guerra y los vaivenes de la política.

Iba aquella tarde el conde de Chinchón bien embutido en un traje de terciopelo negro, con encajes de Flandes al cuello, espada de gran ceremonial y las botas de cuero español.

—Mi querido conde, ¿sucede algo?

El conde contestó:

—Una desgracia inmensa, Majestad. Almenara ha muerto.

Felipe sabía que muchos de los desaciertos atribuidos en la Corte a las gestiones del marqués de Almenara en Aragón eran pura y simplemente del hombre que tenía delante, pues era el conde quien había movido al marqués desde Madrid y también era el conde quien había aconsejado poner a Pérez en manos del Santo Oficio. El rey recordaba sus palabras con exactitud: «¿Hay, por ventura, fuero más fuero que el de la Santa Inquisición?».

Preguntó:

—¿Tan graves eran las heridas?

—Eso parece, Majestad. Aunque conociendo como conozco al marqués, mucho me temo que el daño mayor le haya venido de las vejaciones de la plebe.

El rey quedó como ensimismado, y el conde respetó su silencio. Por fin, dijo:

—Que le hagan los funerales y lo entierren dignamente.

—En eso estamos, Majestad.

—¿Algo más, conde?

—Majestad, los partidarios de Pérez han celebrado la muerte de Almenara con merienda y baile.

Frunció el ceño el rey y se pasó tres veces la mano por la barba.

—Con que se envanecen de haber matado al marqués…

Tras el nuevo silencio, un tanto intencionado, del rey, se permitió el conde opinar:

—Se engaña Vuestra Majestad y nos engañamos vuestros ministros pensando que con cartas puede remediarse aquello. El brazo de Pérez es muy largo, y su prestigio ha llegado al extremo de que a los aragoneses no les falta ya sino alzarle rey. Por otra parte, bien sabe Vuestra Majestad que en pocas ciudades ha dejado de haber quejas en sus cabildos. Los campos están pobres y agotados, las gentes hambrientas por las pésimas cosechas y muy quejosas de las cargas y pechos que se les han impuesto estos últimos años. Temo, os lo confieso, que si no castigamos con la debida severidad lo de Zaragoza, el mal ejemplo pueda extenderse a las tierras de Castilla. Hace unos días tuve conocimiento de que en Toledo se oyen por las noches ciertas voces clamando «¡No hay cabezas! ¡No hay cabezas!». Y ayer tarde llegó a mis manos este cartel sedicioso que apareció clavado en los muros y las puertas de la iglesia mayor de Ávila.

El conde hizo ademán de entregar el papel al rey, pero la mano larga y pálida de este le atajó. El conde leyó entonces el sedicioso pasquín:

… Si alguna nación en el mundo debía por muchas razones y buenos respetos ser de su rey y señor favorecida, estimada y libertada, es solo la nuestra; mas la codicia y tiranía con que hoy se procede no da lugar a que esto se considere. ¡Oh, España, España, qué bien te agradecen tus servicios esmaltándolos con tanta sangre noble y plebeya; pues en pago de ellos intenta el rey que la nobleza sea repartida como pechera! ¡Vuelve sobre tu derecho y defiende tu libertad, pues con la justicia que tienes te será tan fácil; y tú, Felipe, conténtate con lo que es tuyo y no pretendas lo ajeno y dudoso, ni des lugar y ocasión a que aquellos por quienes tienes la honra que posees defiendan la suya, tan de atrás conservada y por las leyes de estos reinos defendida…

Alzó las cejas terribles el rey.

—Ávila… —se dijo.

Luego decidió que pensaría en aquello más tarde y preguntó concretamente:

—Y bien, conde, ¿qué remedio proponéis?

El conde respiró hondo y presentó el asunto con voz firme y seca, no sin cierta rigidez:

—Primero es preciso volver a Pérez a la cárcel de la Inquisición a fin de reparar el daño que la autoridad del Santo Tribunal ha sufrido estos días.

El rey pensó: «Esto se ha de hacer con blandura y lentitud para dar lugar a que el pueblo se convenza de la legalidad del traslado y para que, entre tanto, pueda planearse otra cosa».

—Los agentes de Pérez se huelgan en estos momentos con el amor del vulgo y es muy probable que intenten explotar los ánimos de la calle y evitar así el traslado por segunda vez. También es posible que se propongan liberarlo. Por ello creo conveniente tener preparados tres o cuatro hombres de hecho y de confianza para que, llegado el caso, y si fuera necesario, lo acaben a trabucazos.

El conde se interrumpió para ver qué decía el rey, pero no dijo más que:

—¿Y después?

—Después, hay que castigar a los responsables del motín y de la muerte de Almenara de tal modo y manera que nadie olvide jamás hacia dónde camina quien ofende de tal grado a Vuestra Majestad.

Impasible, pensó el rey: «Ni trabucazos ni veneno. Todo se hará guardando las formas de la ley. Mas si los revoltosos no se pliegan a esto, seguiré el consejo que Benavente dio a mi padre: allanaré Aragón con picas y soldados. En cuanto al castigo… habrá que tener mano dura con esa gente, como dice el conde. Mis palabras serán de la mayor dulzura. Ni una amenaza ni un gesto de mal humor. Pero cuando todo termine y los señores rebeldes pierdan el recelo…».

Dijo:

—Muy bien conde, podéis retiraros.

El conde hizo las naturales genuflexiones y se retiró.

Su Majestad llamó entonces al ayuda de cámara y a un secretario y, al punto, empezó a dictar billetes y cartas, y a despacharlos.

Aquella misma tarde, los caminos que enlazaban Aragón y Castilla fueron pisados, con afanosa prisa, por los correos reales.

—¡Ya se lo llevan, ya se lo llevan, cuerpo de Dios, ahora se verá si se lo llevan!

La campana de San Pablo toca a rebato. Un mosquetazo, dos. Gritos en los oídos. Que hay que dar garrote al Justicia y al gobernador. Que los castellanos han de ser exterminados. Que el rey ha muerto ya. Un arcabuzazo ha dado de lleno a una de las mulas; agoniza en el suelo. De súbito una marejada humana se abalanza sobre las otras tres para descuartizarlas a navajazos. Un cura vociferante se vuelve hacia su gente y grita:

—¡Mueran los traidores! ¡Viva la libertad!

Desde la puerta de Toledo sale el leal Gil de Mesa con espada y rodela, impetuoso, enardecido, seguido de unos cuantos hidalgos y lacayos que vitorean ¡libertad! y acometen a la tropa del gobernador. De las calles que dan a la plaza del Mercado salen más hombres y mujeres del pueblo armados de cuanto puede cortar, herir, hacer daño. Algunos soldados huyen despavoridos. Otros se unen al tumulto y gritan:

—¡Libertad! ¡Libertad!

A todo correr volvemos a la cárcel. Los portones. El primero, el segundo, el tercero… se cierra. Los ministros del Justicia se miran entre sí. No saben qué hacer. Hay pánico en sus miradas. Puedo verlo. Puedo incluso olerlo.

—¿Y el gobernador?

—¿Y el virrey?

Uno me ruega que me asome a una ventana y tranquilice al pueblo. Los gritos se oyen ahora como llegados desde las mismas entrañas de la tierra. La muchedumbre se lanza ya contra las puertas de la prisión. Tratan de echarlas abajo a patadas y hachazos. Mi libertad o el vulgo. La duda atenaza sus rostros.

—Están al caer.

—¡Por Dios, Pérez, apaciguadlos!

Más golpes. Las puertas se vienen abajo. Al fin, se deciden. Me quitan los grillos.

—Iros con Dios.

Estoy libre. Sí, ¡libre! ¡Por fin libre! Me duelen las piernas. El solo hecho de andar me supone un ímprobo esfuerzo. Gil de Mesa viene a mi encuentro. Se abre paso a empujones entre la multitud enorme.

Le digo:

—Aquí no estoy seguro…

Aplausos. Gritos. Miro a un lado y a otro del Mercado. Ni rastro de los grandes señores y caballeros que esta mañana le lamían el culo al virrey. Los guardias del gobernador están despedazados en medio de la plaza. Le han sacado las tripas a uno de ellos. Otro aferra aún la empuñadura de la espada como si continuara lanzando mandobles desde el caballo. Un perro le arranca un ojo de un bocado.

—No se inquiete, mi señor —ríe con voz gruesa Gil de Mesa—. Esta tarde a lo más tardar salimos de Zaragoza.

La multitud me aclama. Una mujer dice:

—Es un saco de huesos.

Me vuelvo y veo sus ojos arrasados en lágrimas. Digo en voz alta:

—¡Oh!, llorad, pueblo mío, llorad, llorad la falta que os hará a la conservación de vuestros Fueros vuestro Antonio Pérez, que ha padecido y padece por defenderos, siendo tan viejo.

Más gritos.

—¡Viva la libertad!

Huir, sí. Esta tarde. Esta noche. Cruzar a Francia. Aquí todo está perdido. Todos mis amigos están muertos. Vocean, sonríen. Pero están muertos. Ellos no lo saben, mas yo sí. Conozco al rey. Huir como perro que lleva el diablo, e intentar luego llegar a un acuerdo para que liberen a Juana y a los niños a cambio de los papeles que tanto preocupan en Madrid. Escribir a Enrique IV. A su hermana Catalina. Marchar a Pau. Escribir al rey de Francia. Escribirle ya, cuanto antes…

—¡Viva Antonio Pérez!

Para más animarlos, grito:

—¡Decid, decid, hermanos, y apellidad libertad!, que con este apellido sacaréis de su silla y reino al rey don Felipe.

Y alzando el brazo, voceo la mágica palabra, la divisa que ahora me protege:

—¡Viva la libertad!

Más gritos.

—Vamos, vamos —me dice Gil de Mesa.

Un callejón a la derecha. Un caserón vasto y destartalado. Entro. Cerramos el portón tras nosotros. El vocerío en la calle no desciende. Un clamor áspero y bronco hace retemblar las vidrieras. Minutos después entra el dueño, don Diego de Heredia. A este hidalgo bárbaro y feudal debo en buena parte mi libertad. Es largo y cenceño, airado e insufrible. Desde lejos, se le adivina la cólera fácil. Me mira, deja el arcabuz corto sobre la mesa y ríe con un estrépito cordial.

—¡Jamás he visto cobardes más grandes!