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Don Álvaro Vázquez de Losada, marqués de Armillas, en Madrid, a Leandro Fernández de Moratín, en Barcelona.

17 de octubre de 1814

Querido Leandro:

Ha ya unas cuantas semanas que recibí carta suya, pero no conozco al que la trajo, y no quise fiarme de él para entregarle una mía. Esto de mantener correspondencia con «afrancesados», «indignos», «traidores», es cosa delicada: la delación y la calumnia andan muy listas por aquí, y hay muchos señores de bien, buenos cristianos y temerosos de Dios, que pondrán a su padre en la horca por menos de dos monedas.

Mucho me entristece su odisea, que es cosa muy lastimosa. Yo llegué a Madrid desde París. Allí presencié la abdicación de Napoleón y la entrada solemne de Luis XVIII. Y de allí salí para esta Villa y Corte a mediados de agosto. Tenía frescas las noticias que da Mungo Park de su expedición al centro del África para resolver el misterio del río Níger, y las de James Bruce sobre los delirantes territorios de Etiopía, y le aseguro a usted que preferiría hacer aquellos viajes a repetir el que he practicado por tierras de España, país que por sátira llaman civilizado.

En fin, llegué acá sano y salvo, que ya es decir mucho en los tiempos que corren. Pero se equivoca si piensa usted que mi regreso ha servido para curarme de esa enfermedad que padezco desde ya no recuerdo los años y que pienso se ha de llamar nostalgia. Madrid, nuestro Madrid, no parece sino el fantasma de una ciudad. Los palacios, las iglesias, los paseos y arboledas, son los mismos de hace veinte años, pero sobre ellos pesa una luz fría y vacía. La vida se ha apagado bajo la luna grande del miedo. Y mucho me temo que entre los que se han visto empujados a huir y los que el mariscal de campo Echavarri, ministro de Policía y Seguridad Pública, se empeña en escarmentar, muy pronto quedarán vacías las calles.

Nada de lo que me relata usted me causa sorpresa, pues ya estoy hecho a las miserias de los figurones que rodean al rey. Todos son, y esto lo veo yo sin malicia ni resentimiento alguno, una pandilla repugnante. Todos me parecen cínicos, mediocres o salvajes. Elío, que tan encarnizadamente se ha cebado con usted, es de los que hace más méritos entre los salvajes.

Pero riamos de todo, pues que todo, en estos tiempos, no merece sino risa. ¿Qué otra cosa nos queda, sino considerar esta tragedia como una farsa, tan frenéticamente verosímil, tan desgarradoramente cómica como las geniales obras de su admirado Molière, las cuales nos hacían reír a mí y a la condesa de Montemayor a carcajadas?

Yo le aseguro que mi curiosidad política se ha esterilizado enteramente. Vivo en mi viejo caserón de las Infantas. Cada mañana tomo el carruaje y me llego al Jardín Botánico. Allí gozo un par de horas de las flores y los pajarillos, que ciertamente son más felices que yo. Regreso a casa para comer y dormir una pequeña siesta, tras de la cual me acicalo convenientemente y me encierro en la biblioteca hasta altas horas de la madrugada sin importarme la escasa luz de los candelabros, bebiendo café y leyendo las obras de mis amigos griegos y romanos que solo tienen un defecto, y es que murieron hace ya más de mil ochocientos años. A veces me dejo caer por el salón de alguna dama sensible. En ocasiones, me acerco a ver a Goya, a quien ahora molesta el Santo Oficio por pintar para el gabinete galante de Godoy eso que los inquisidores llaman obscenidades. Nuestro amigo está viejo y declinante, y aunque se empeña, no sabe ocultar el miedo que le inspira el siniestro tribunal que el rey Fernando ha tenido a bien restaurar.

—¿Qué?… —protesta cuando le sugiero la posibilidad de cruzar a Francia.

—Allí —le digo— la vuelta de los Borbones también ha provocado una riada de delaciones. Las águilas, símbolo napoleónico, han caído de sus pedestales y no pocos partidarios de Robespierre, del Directorio o del Imperio, presumen de monárquicos. Pero, aun con eso, se respiran aires más saludables.

—¿Irme? —repite irritado, desde muy lejos—. ¡No, no y no! ¡Yo no le daré el gusto a esa cuadrilla de bufones! ¡El diablo los lleve a todos!

La conversación con Goya no es fácil. Nunca lo ha sido desde que aceleradamente fue perdiendo su oído muchos años atrás. Y ahora todavía lo es menos porque está definitivamente sordo y da la impresión de haber entrado en otro mundo.

—No hay luz más engañosa para pintar que la luz natural —me explicó la primera vez que me acompañó a su estudio—. Me gusta pintar de noche. O con los postigos cerrados.

La prueba, créame usted, está a la vista. El estudio del viejo está lleno de palmatorias, cabos de velas, restos de sebo, candelabros.

Sí, mi estimado amigo. Goya vive en otro mundo: una región de pesadilla que rezuma muerte y sinrazón. Anteayer me enseñó unos dibujos espeluznantes que ha titulado Fatales consecuencias de la sangrienta guerra contra Bonaparte.

—Pasarán los años y olvidarán todo —me dijo cuando le manifesté mi horror ante aquellas estampas— y lo que hemos vivido parecerá un sueño, y será un tiempo del que nuestros descendientes se acordarán orgullosos. Vuestra Excelencia, que estará escribiendo ahora sus memorias, lo sabe mejor que nadie.

Goya se había oscurecido, como si en efecto se hubieran echado los postigos de la habitación. Hasta la voz se le hizo sombría, como de noche.

—Pero yo lo he visto. He visto gritar a los fusilados como monigotes. He visto el rostro helado de los verdugos. He visto llorar ante la sangre y las mutilaciones. La guerra no tiene una pizca de nobleza. Su gloria es una pamplina. La guerra es el infierno.

Yo, estimado amigo, no sé si olvidaré los desastres de la francesada; de lo que estoy seguro es de que jamás podré quitarme de la cabeza las imágenes que Goya me enseñó anteayer en su estudio. Son escenas que muestran con un macabro realismo las atrocidades cometidas en nuestro suelo. El viejo ha eliminado en ellas todas las galas con las cuales los pintores nos han acostumbrado a celebrar las batallas. Cada imagen es independiente de las otras. Cada imagen tiene al pie una frase breve que lamenta la monstruosidad por el sufrimiento infligido. Un pie afirma: «No se puede mirar». Otro señala: «¡Fuerte cosa es!». Otro responde: «Esto es peor». Uno grita: «¡Grande hazaña! ¡Con muertos!». Uno más declama: «¡Bárbaros!». «Qué locura», pregona otro. Y otro más: «Populacho». Y aún otro: «¿Por qué?»… Voy a ahorrarle la descripción de las imágenes, cuyo efecto acumulado es devastador.

Me pregunta usted en su carta por la condesa de Montemayor. Pues bien, sé lo justo: que pasó lo más de la guerra en Cádiz, que los patriotas saquearon su palacio en pago a los servicios que su alocado hijo prestaba a Napoleón, que está aquí, que no recibe, que no se la encuentra, como antes, en los teatros, los toros, los salones de sus antiguas amistades… Corren rumores de que está en la ruina, y también de que en Cádiz se apasionó por la política y ahora tiene correspondencia con ciertos personajes que han dado con sus huesos en el destierro o en los calabozos. Yo, al venirme a la Corte, le escribí. No tuve respuesta. Insistí. Nada. Usted lo sabe: yo la amaba. Hubo un tiempo en que todo giró alrededor de eso, como en la gallina ciega. La vida, si no era junto a ella, no me interesaba. Pero los años han pasado. Y ya hace tiempo ha que me resigné a no ser más que un breve capricho en su vida.

Ahora que pienso en aquella época me doy cuenta de que estoy envejeciendo. Aunque los años no me han arrebatado el cabello, ni me han roído los dientes ni han impregnado mi rostro con el aire mortecino de los pergaminos, mi salud no puede ser peor. Me alimento casi exclusivamente de café y fruta, y cuando los cólicos me atormentan recurro al opio, una de las pocas substancias naturales que pueden servir de argumento a favor de una Providencia benevolente.

No, estimado amigo, ya no soy el hombre que usted conoció en Roma, hacia el año 1796. Ni tampoco el que se encontró en Madrid cuando Jovellanos ejercía de ministro de Gracia y Justicia y Godoy sentaba a la misma mesa a su mujer y a su amante. Eran otros tiempos, llenos de preocupaciones, pero más alegres. Sí, querido Leonardo, infinitamente más alegres.

Suyo,

Don Álvaro Vázquez de Losada, marqués de Armillas