I. Madrid, diciembre de 1814

No podía dormir. Tenía los ojos cerrados, pero no podía dormir. La conversación con el marqués había convocado cientos de imágenes vagas que guardaba en las brumas de su memoria. Ascendían del fondo misterioso del palacio, a modo de flores que duermen en los lagos y que de repente suben a la superficie.

La condesa de Montemayor, tendida en la cama, volvía a ver a su padre. Oía su voz, apagada para siempre.

—¡Lo que no han visto y oído estas paredes, Teresa! La de recuerdos que callan y jamás serán contados.

Oía las historias que habían alumbrado su infancia como fogatas crepitantes, las historias de los hombres y mujeres que una vez habían habitado la casa y que su padre le había contado según iba creciendo. Todas aquellas vidas, más soñadas a la postre que conocidas, flotaban en la oscuridad antigua y enigmática de los salones, densas como cuerpos: embajadores atacados por la lepra del secreto, pálidas abadesas, prelados de doctoral sonrisa, aventureros que habían viajado a las Indias, palaciegos con el alma de lana y la sangre de la tinta de los dictámenes, denuncias, querellas y delaciones. Se habían disuelto las imágenes, pero no la voz. La condesa seguía oyendo frases enteras. Ahí estaban la viuda que se sepultó en sus lutos, tapizando sus aposentos de raso negro y clausurando ventanas y celosías para que no entrara un rayo de sol. Y el impetuoso sobrino de don Alonso, Ramiro Ruiz de Urbina, hombre de confianza de don Juan de Austria. Y aquel espía retratado por Velázquez, conocido por sus misiones en la Francia de Richelieu y Mazarino. Y la hermosa Lucrecia de Ulloa, que murió de monja de clausura en el convento de San Plácido. Ahí estaba también don Alonso Tejada y Angulo y su afición por lo extraño y lo singular. O don Diego Ruiz de Urbina, cuyas memorias fragmentarias iluminaban el Madrid cadavérico de finales del siglo XVII, las lamentaciones por la muerte de Carlos II, las intrigas del cardenal Portocarrero y el almirante de Castilla, la guerra de Sucesión.

Cuántas veces había sentido un pavor invencible ante aquellos personajes. De niña, al atardecer o en la claridad de la luna, procuraba no mirar hacia los retratos. Tenía miedo no sabía de qué, si de esa soledad, ese abandono que padecen los muertos, o de algo más terrible, algo que no era natural pero que podía suceder, como por ejemplo que aquellos seres que permanecían inmóviles dentro de sus marcos se desperezaran de repente y se aprestaran a reclamar su antigua vida. Los muertos, el pasado, engullendo a los vivos, apropiándose de la casa, vengándose del presente.

Súbitamente, de la riada de los recuerdos se desbordó un violento perfume de jazmines. Era el perfume de un verano en el que la condesa había aprendido que las cigarras cantan y que los ojos de los reyes son ojos que todo lo ven y todo lo ocultan.

—Nadie supo a ciencia cierta por qué mataron a don Ramiro Ruiz de Urbina de aquella manera.

Detrás de la oscuridad de los párpados, en la oscuridad de la noche, la voz de su padre decía:

—Corrieron todos los rumores. Pero nadie hizo nada por aclarar la muerte.

—¿Nadie? —preguntaba ella.

Pero su padre sí había intentado esclarecer los hechos para escribir aquel libro del que salían todos sus relatos, indagando en cartas que ostentaban inimaginables fechas, leyendo día y noche en archivos sombríos, revisando crónicas abigarradas, reseñando odios viejos, sacando filo a los puñales oxidados, poniendo nuevamente tibias palabras en los labios resecos de los muertos.

—Alguien apuntó que quizá fue la causa algún marido ofendido.

La condesa se acordó de lo mucho que le gustaba sentarse en el suelo para escuchar las historias que su padre le contaba. Y otra vez vio lugares y oyó conversaciones que solo había visto y oído a través de la imaginación de don Cristóbal Ruiz de Urbina.

—Otros creyeron que el crimen era más misterioso. Se relacionó con la muerte de Juan de Escobedo y se habló de Antonio Pérez e incluso de Felipe II.