2
Al conde-duque de Olivares.
¡Bendito sea Dios que es servido de apretar tan fuertemente que a ratos faltan de todo punto las fuerzas! Yo las tengo estos días bien acabadas con un accidente bien penoso. Y hoy estoy sangrada y tan descaecida que parece la vida se acaba.
El doctor Villegas ha estado esta tarde con nuestra madre y conmigo, y por entender que Vuestra Excelencia deseaba saber algunas cosas que Dios ha permitido que haya en casa, se las hemos contado todas al pie de la letra.
Yo, señor, me veo apretadísima, y sin otro amparo que Vuestra Excelencia, con lo cual me aliento mucho, estando cierta que me ha de ayudar como tal y que como hijo de nuestro glorioso padre San Benito ha de volver por su casa, que el demonio, tomando a los que son de su parte por instrumentos, la quiere desdorar, siendo todos contra un hombre tan justo y santo como es nuestro padre prior.
Yo bien pudiera negarle casi todo al doctor Villegas y no decirle más que lo que sabía don Jerónimo. Pero entendiendo que no lo sabría más que Vuestra Excelencia, como digo, se lo conté todo. Lo que ahora suplico a Vuestra Excelencia, y por nuestro padre San Benito le pido, es que con su autoridad y discreción aquiete a las personas que con tan indiscreto celo le han ido a dar cuenta de esto, y haga que no llegue la Inquisición a poner el pie en nuestro convento.
Todo parece que quiere Dios que corra por las manos de Vuestra Excelencia, de donde nos ha de venir el alivio. Harto grande lo espero yo de Vuestra Excelencia y de la misericordia de Nuestro Señor, a quien con veras deseamos servir.
De este convento de la Encarnación de la orden de nuestro glorioso padre San Benito de Madrid, a 8 de mayo de 1628.
Doña Benedicta Teresa
Entró en Madrid cuando el ocaso, violento, escarlata, manchaba de sangre el cielo. Las callejuelas estaban llenas de inmundicias, las plazas calladas y desiertas, ocultas entre sombras las iglesias. Algunos bodegones encendían sus candiles y las puertas volcaban sobre la calzada un mortecino resplandor anaranjado. Un viejo asomado a una ventana, con la sien pegada a la reja, miraba el cielo rezando el rosario. En otra ventana, sin luz, era una joven la que rezaba. Su rostro tenía el tinte rosado del cielo y sus ojos fosforecían de un modo extraño.
«Es la noche», sonrió al pasar por la Puerta de Sol, «cuando el mal anda suelto». Pensativo y sentimental, don Baltasar recordó aquellas palabras de su infancia, con las que una vieja criada que había estado cautiva en Argel iniciaba casi siempre sus historias al anochecer. Añejas historias, sin tiempo ni comarca. Cuentos de agüeros y aparecidos que él escuchaba con singular atención, cada vez más goloso de pavor y misterio.
—Diez años —calculó.
Diez años durante los cuales no había regresado a Madrid. Lo dijo en voz alta para tratar de creerlo, mientras avanzaba gallardamente montado en un caballo morcillo que chapoteaba sobre los pestilentes y pegajosos fangales en que se habían convertido las calzadas con las últimas lluvias. Recordó entonces la tarde que llegó con su padre y su hermano Fabrique procedente de Valladolid. Aquella tarde, antes de entrar en la ciudad hicieron un alto en una leve colina. Madrid, desmedido, casi oceánico, respiraba a sus pies, como un monstruo de leyenda.
¿Cuántos años hacía ya de aquello? ¿Treinta…? Treinta y ocho, se dijo. Y de pronto se vio corriendo por las callejuelas del Madrid de Felipe III junto a Nicolás, o el hijo del escribano, como solía llamarlo su padre, por ser hijo del secretario del Consejo de Hacienda, don Antonio de Tejada y Angulo. Todo aquel Madrid donde se agusanaban los viejos pícaros, los soldados de desempeño y los mozos de las cómicas, era, para los dos amigos, una interminable aventura. La Villa y Corte entera, popular, licenciosa, atrevida, hipócrita, llena de regocijos y esparcimientos, que olía a incienso, a enjundia de borrego, a cirio y orines, fue suya entonces. Ningún rincón escapaba a sus correrías ni a su insaciable curiosidad: desde las tabernas y los bodegones de la Puerta del Sol, con su sórdida clientela de malhechores, tahúres y asesinos a sueldo, hasta los corrales de comedias o los aledaños del Alcázar y la plaza de Palacio, con su asidua corte de pretendientes aristócratas.
A medida que avanzaba hacia la casa que había sido la de su infancia y que ahora habitaba su viejo amigo y cuñado don Nicolás de Tejada y Angulo, los recuerdos cobraban forma y adquirían color.
«Fauno», se dijo: «Dioses de las selvas y de los campos, de los cuales escribe San Jerónimo haber visto uno San Antonio en el yermo…» «San Antonio», sonrió don Baltasar, «vio uno en el yermo». Y en Madrid, justo al final de la calle de Francos, donde hace esquina con la calle del León, él había visto otro: un viejo soldado, inválido de la mano izquierda, que había participado en la más gloriosa expedición militar jamás vista por los mares y después había sido asaltado por los piratas, hecho cautivo en Argel y preso en Sevilla. El rostro de aquel fauno era anguloso y alargado, con una barba muy blanca, acabada en punta, y unos ojos oscuros como dos granitos de pimienta.
Nicolás y él lo conocieron por casualidad, un día como otros tantos que vagaban sin rumbo por la ciudad. El viejo soldado estaba a la puerta de su casa y los invitó a pasar. «El hijo de don Enrique de Alcázar», observó con una sonrisa afable, como si lo recordara de tiempo atrás. Luego le contó que había conocido a su padre en la época en que el conde de Nottingham llegó a Valladolid para jurar las paces firmadas en Londres, y también que, en su juventud, había combatido en las galeras de don Juan de Austria junto a don Ramiro Ruiz de Urbina, «primo de vuestra abuela, que Dios guarde en su gloria». «Ahora», añadió con voz risueña, sin poder evitar un relámpago de orgullo que iluminó un instante sus cansadas facciones, «escribo novelas».
A partir de aquel día, los dos muchachos comenzaron a frecuentar al anciano en su plácida y aseada casa. Una vez, él le mencionó el nombre a su padre, y este, que era amigo de Lope de Vega, al oírlo, respondió con una mueca despectiva. No tenía ningún interés en Miguel de Cervantes Saavedra. A Nicolás y a él, en cambio, les gustaba escuchar sus historias. Nicolás se estremecía a carcajadas con las divertidas aventuras de aquel hidalgo loco, protagonista de uno de sus libros, que recorría los llanos de La Mancha sobre un rocín flaco, en compañía de un ocurrente y gordezuelo labrador que le servía de escudero. Él, en cambio, se interesaba más por los hechos de armas y las aventuras que el anciano había vivido a lo largo y ancho del Mediterráneo. Y en esto, sin sospecharlo, se parecía a su padre, que jamás se olvidó del país del Hombre Dorado ni de los relatos del Perú que, siendo niño, había oído en boca de don Jerónimo de Narváez.
A don Baltasar le embargó, de pronto, la sensación de lo irrecuperable. Recordó entonces la casa del anciano, el modo en que hablaba de don Juan de Austria, como si fuera un dios, un Apolo, un Marte: «El hijo del amor, el hijo espurio de Carlos V iluminaba las naves y los salones, con su presencia, como una antorcha». Oyó su voz: «Al amanecer del domingo 7 de octubre de 1571 aparecieron las primeras velas turcas entre la bruma. Venían saliendo de Lepanto, desplegándose por toda la bahía…». Recordó cómo se quedaba mudo un instante, como para evocar mejor y describir a los dos muchachos las galeras cristianas prestas para el combate, el lejano cañonazo que disparó una nave turca en son de reto, la respuesta de la capitana cristiana aceptando el desafío, y después el loco estrépito con que acostumbraban los turcos a entrar en combate: los cantos de guerra, los alaridos, el golpear de las cimitarras en los escudos, el son de los cuernos y las trompetas. A don Miguel, entonces, le brillaban los ojos y él no perdía uno solo de sus ademanes o vocablos. Y por momentos, la magia del narrador le alucinaba con tal ímpetu que llegaba a ver a don Juan de Austria recorriendo el ala derecha de la flota cristiana a bordo de una ligera fragata. Iba el «enviado por Dios» sin armas, con una cruz de marfil en la mano. «Sus veintitrés años se inflamaban, como si súbitamente fuese mayor que cualquiera de nosotros. Una gravedad dolorosa, responsable, pesaba sobre sus ojos. Sus manos pálidas se confundían con el marfil de la imagen. Nos arengó: Recordad que vais a combatir por la fe. Ningún cobarde ganará el cielo».
«¿Y vos?», le preguntaba él. «¿Yo?», continuaba la voz grave del anciano. «Yo estaba enfermo, postrado en un camastro con fiebres altísimas, pero era entonces más joven, casi un muchacho, y me levanté del lecho para subir a cubierta y combatir al turco. El propio don Juan de Austria me felicitó después de la batalla y me aumentó la paga a cuatro ducados».
Don Baltasar podía ver con los ojos de la memoria la orgullosa sonrisa de aquel fauno que poseía el difícil y precioso arte de contar historias. Su rostro ajado, sus ojos siempre alegres, a pesar de las penas que le corroían y pese a tener puesto ya un pie en el estribo. Recordaba cómo se encogió de hombros cuando una tarde le preguntó cuánto había durado su cautiverio en Argel. «Varios años», le dijo, como queriendo restar importancia a su desventura. «Varios siglos serán», replicó él, que había oído hablar de las penas y trabajos que pasaban los esclavos de los moros. Y también recordaba aquella fría mañana de abril, de fuerte viento y aguacero pertinaz, en que amortajado con el hábito de San Francisco, con la cara descubierta y las manos levemente recogidas sobre el pecho, empuñando la diestra un crucifijo a modo de espada, don Miguel de Cervantes Saavedra fue trasladado hasta el cercano convento de las Trinitarias, donde las buenas monjas acogieron su cadáver para darle sepultura. La esposa y la sobrina del noble viejo, enlutadas y llorosas, encabezaban el cortejo fúnebre, tan desolador como desvalido y escaso. Ni nobles, ni compañeros de letras. Solo las dos mujeres, uno o dos amigos y algún que otro curioso, más unos cuantos mendigos suplicando limosna a lágrimas llenas. Nicolás y él, recordaba don Baltasar, siguieron a distancia el magro séquito bajo la lluvia.
«Nada sobre su tumba. Ningún epitafio. Ningún verso que dé testimonio de su vida», le dijo más tarde a su amigo, desconsolado. Y Nicolás le sonrió con una mueca severa y triste en el rostro, y con una flema estoica impropia de su edad, comentó: «Todo lo del hombre, incluida la gloria y la fama póstuma, es olvido, pues la muerte lo iguala todo. ¿No fue el mismo don Miguel quien lo dijo?». Y entonces le repitió las palabras del anciano soldado: «Al dejar este mundo y meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el jornalero. Y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del Papa que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro, que al entrar en el hoyo todos nos ajustamos y encogemos o nos hacen ajustar y encoger mal que nos pese». Mas nada de esto le consoló aquella fría mañana de abril.
A fray Francisco García Calderón.
Mi padre, tenga muy buen ánimo, que Dios nos lo da a nosotras, de suerte que nada tememos. Los dichos del lugar son tremendos y desatinados, pero hay que hacer poco caso de ellos.
Ya escribí el sábado a mi padre contándole cómo por parte de la Inquisición habían venido dos frailes de la Santísima Trinidad. Pues bien, ya han comenzado a tomar dichos. Hasta ahora no han tomado más que a nuestra abadesa y a mí y a doña Catalina.
No me pesa, padre mío, no tenerle aquí. Antes al contrario: vuestra ausencia es uno de los mayores consuelos que tengo. Y estoy pidiendo a Dios que no venga, porque estos monjes y todo el lugar, el nuncio, el cardenal Zapata, nuestro padre general, Villegas, todos, están contra mi padre. Villegas no tanto, pero los otros son unos lobos con la ferocidad del mismo demonio.
Mi padre, esté muy tranquilo y contento, que nosotras lo estamos y muy seguras de que el Señor alcanzará victoria, pues es suya la causa.
De esta su casa que tanto le cuesta, de la Encarnación de la orden de nuestro glorioso padre San Benito de Madrid, a 17 de junio de 1628.
Doña Benedicta Teresa
Don Nicolás de Tejada y Angulo saltó del altar del recuerdo al solemne y ensortijado salón donde recibió a don Baltasar de Alcázar. Aunque su amistad nunca había vuelto a tener aquella pureza jamás recuperada de la infancia, ambos habían mantenido siempre una relación jocosa y afable, en la que el feo aventurero insistía en calificar a don Nicolás de asalariado de la ambición con sangre de tinta y este en decir que don Baltasar era un místico de la acción, indudablemente cruel y sin el menor escrúpulo. Durante largos años, sin embargo, los diálogos entre ellos habían sido escasos y breves, fruto casi siempre de epístolas casuales, pues la vida ajetreada de don Baltasar lo había mantenido alejado de Madrid.
—Dios mío, ¿será un milagro?
—Ya no ocurren milagros, querido amigo —se apresuró a contestar don Baltasar.
—Siempre ocurren milagros —rio estentóreamente don Nicolás—. Y más en este país nuestro, donde ya todo es milagro, pues todo es posible, como sobre las tablas de los corrales de representación.
Era don Nicolás de Tejada y Angulo un hombre obeso, culto, flemático, socarrón y veraz. Famoso por amar los manjares suculentos de la mesa, sus ciento treinta kilos de peso servían de base a una enorme cabeza calva, firmemente asentada sobre colorados anillos de grasa. Tenía los ojos secos y sesgados, como de halcón, una boca amplia, eternamente reidora, y una voz profunda y ronca, en consonancia con su impresionante figura.
Tan flaco cuando lo conoció su viejo amigo que parecía que iba a partirse en cualquier momento, a don Nicolás le gustaba decir que su peso había ido aumentando en la misma proporción que su habilidad para mantenerse en la cuerda floja de las intrigas políticas, y el hecho de que hubiera sobrevivido con éxito a la estrepitosa caída de dos validos y a las miserias, intrigas y corruptelas que corroían el Virreinato de la Nueva España apoyaba su aserto. «La política», declaraba de vez en cuando, «requiere tres invariables aptitudes y ninguna virtud. Grandes señores», afirmaba, «han sido destruidos por la virtud más que por cualquier otra causa. Catón, por ejemplo. O el marqués de Gelves, de tan triste recuerdo en las Indias». Y dicho esto enumeraba las aptitudes de la siguiente manera. La primera era la habilidad para elegir el lado ganador. Si se fracasaba en esto, la segunda aptitud era la agilidad para apartarse del lado perdedor. Y la tercera consistía en no crearse nunca enemigos jurados.
Las tres aptitudes, claro está, eran ideales, y siendo los ideales lo que son, y siendo también las personas lo que son, era imposible que se cumplieran al ciento por ciento. Por su parte, le había ido bien. Habiéndose casado muy joven con doña Inés de Alcázar, se había beneficiado del ascenso a la privanza del conde-duque de Olivares para pasar a las Indias como secretario de cartas del marqués de Gelves, nombrado virrey de Nueva España en 1621. Seis años más tarde había regresado a Madrid para alcanzar, primero, el cargo de secretario de la parte de Nueva España en el Consejo de Indias, y después el hábito de Santiago, orden ilustre para entrar en la cual se necesitaba o bien poseer muchos cuarteles de nobleza o bien haberse ganado la suprema estima del rey.
—Sí, comedia es nuestra vida, querido amigo, y de tan desaforada, irrespirable. Ved, por ejemplo, qué estupendas noticias cuentan hoy las hojas volanderas.
Y con su dedo señaló la pequeña hoja de avisos, que don Baltasar alcanzó y leyó en voz alta:
—«Mejoró el señor marqués de las Navas, y añaden que están presas ciertas damas hechiceras, y entre ellas alguna de porte, que acaso le ocasionaban el irse muriendo».
Rio a su gusto don Nicolás y encargó que les sirvieran la cena, pues la hora se imponía.
—Pero seguid. No paréis ahí. Aún os falta por leer lo mejor.
Baltasar hizo caso a su amigo y leyó de nuevo:
—«Una cosa graciosa dará final a estas nuevas, y es del señor conde de Lodosa, que estando parado con su coche pasó el del señor duque de San Jorge corriendo y derribó el suyo; levantose y sacó la espada y desbarrigó las dos mulas del señor duque, y anda sobre que las pague pleito».
Rio otra vez con alegre desenfado don Nicolás y comentó con afable jadeo:
—Cosas así las hay en Madrid cada día, y las más terminan en sangre. Creedme, querido amigo, salvo porque las gentes se van dejando ganar más y más por la desilusión, nada ha cambiado en vuestra ausencia. Todo resulta igual de desmesurado, como en una comedia de Lope. Por ejemplo, hace tres días sucedió un caso que tiene escandalizada a la Corte por el hecho y las circunstancias. Este fue el robo de la hija de un tratante de lienzos, muy rica y con treinta mil ducados de dote. Hizo el secuestro un hermano de la madrastra de la moza. El muy rufián, desahuciado de que se la diesen por mujer, intentó la fuerza, y acompañado de amigos con armas de fuego y un coche de cuatro mulas llegó a la casa de noche y daga en mano cogió a la moza, la metió entre arañazos y patadas en el coche y salió con sus compinches disparando pistolas para atemorizar a la gente y que no les siguiesen. Corrió el coche muchas calles, dando por todas grandes gritos la robada, de suerte que todos creyeron según el aparato y estruendo que solo algún gran señor podía atreverse a caso semejante y tan violento. Pararon en la casa prevenida, donde dicen que la moza se defendió con arte de rufián, diciendo que supuesto que había de ser su mujer no quería parecerlo hasta estar desposada. Hízose entonces una cédula, y a la mañana, por el rastro de un notario del vicario cogió al agresor y a otros dos cómplices el alcalde don Enrique de Salinas. Ahora están en la cárcel y se entiende que los ahorcarán el jueves.
Entró el criado con una magnífica fuente humeante con pichones y torreznos asados.
—Excelente —celebró don Nicolás satisfecho—. Espero, querido amigo, que tengáis un hambre de dragón, pues, conociendo vuestra llegada, he querido sorprenderos con un opíparo banquete.
Don Nicolás de Tejada y Angulo era menos cínico que bien informado. La fórmula de la caída en desgracia de los ministros poderosos nunca había sido un misterio para él. Por eso, cuando después de haber cambiado anécdotas y lisonjas entre bandeja y bandeja de comida, su viejo amigo le confesó la empresa que lo había traído de vuelta a Madrid y le preguntó por don Jerónimo de Villanueva, su respuesta fue veloz y escueta:
—Un hombre muy gallardo y atrabiliario, de una carátula altiva y algo truculenta. Una alma, en verdad, confundida. Fueron muchos y grandes sus errores, y el mayor no admitir para sí mismo que el terreno que pisaba era inestable como arenas movedizas. A tanto le han traído la dureza de sus modales, la ferocidad de su lengua, que su desgracia ha merecido el aplauso unido de castellanos y catalanes, cosa nunca vista en este siglo.
—Entonces, ¿no os sorprende su prisión? ¿No os parece terrible lo que se cuenta de ella?
Don Nicolás se echó a reír.
—¿Por qué ha de sorprenderme? La Corte, cierto, anda muy revuelta, pues esta prisión, en verdad, es cosa extraña y desusada. Al conde de Monterrey he oído decir, muy alterado, que si al protonotario no lo quemaban en dos días no era acertado el procedimiento, pues a hombres tan grandes no se les ha de prender por menos causas. Y también circulaba esta mañana de corro, cuchicheando, el consejero don Juan de Solorzano, que es vanidoso, estrafalario y charlatán. Decía que el inquisidor general Arce y Reynoso actúa guiado por una insaciable sed de venganza que solo ahora empieza a satisfacer, pues siendo ministro en el Consejo de Estado fue desposeído de su cargo por el conde-duque de Olivares sin más motivos que los de no plegarse absolutamente a su voluntad y oponerse en cambio algunas veces a varias cosas justas que el soberbio coloso pretendía hacer. Claro, que también hay quien celebra la desventura del protonotario. Principalmente, quienes más han sufrido con la imperiosa administración del conde-duque. Así, los Grandes, muchos de los cuales piensan que han ganado una batalla con esta prisión, pues con ella se ha separado de sus cargos y empleos a quien era principal hechura de Olivares y su confidente más íntimo en la Corte.
Poco a poco, de la satisfacción de los enemigos del protonotario la conversación fue a parar al disgusto del rey, que don Nicolás no tomó muy en serio, pues «el rey», dijo, «es muy variable y ha crecido en la escuela del disimulo supremo». Y casi sin transición don Baltasar pasó a comentar su conversación con Antonio Hurtado de Mendoza y el relato que este había hecho de los misteriosos sucesos de San Plácido.
—Fue un asunto muy sonado, ciertamente —comentó don Nicolás bebiendo con grandes muestras de aprobación el vino—. Mas a mi parecer jamás hubiera alcanzado tal estruendo de no haber sido patrón del convento don Jerónimo de Villanueva y andar de por medio el conde-duque de Olivares. Varias veces al año en Madrid hay Cristos que manan sangre, Vírgenes que lloran, personajes extraños que hacen curaciones inexplicables, monjas, beatas o simples mujeres que dicen estar endemoniadas o haber hablado con Nuestro Señor o con alguno de sus santos, y nunca, jamás, alcanzan el eco que tuvieron los actos nefandos y las posesiones demoniacas de los que habló el vulgo y dicen que ocurrieron en San Plácido.
Apostilló don Baltasar, con calculada prudencia:
—Opino lo mismo. El odio que inspiraban el conde-duque y el protonotario tuvo que influir, a la fuerza, en la notoriedad del caso.
—¡Por cierto! —exclamó don Nicolás—, me olvidaba. Acabo de recordar que ayer tarde estuvo aquí el criado de don Juan de Góngora. Excusad mi descuido, viejo amigo. Sin duda, la alegría de veros ha nublado un tanto mi mente. Pero basta de palabras. El dicho criado trajo un billete y una carpeta llena de papeles con el aviso de que son muy urgentes.
De repente, a don Baltasar se le vino a la cabeza la visita a San Plácido que debía hacer por la mañana y lo que esa visita supondría. Recordó a Lucrecia. Recordó la noche en que tuvo que salir huyendo de Madrid después de cruzar su espada con los secuaces del señor de Beleña, mordiendo el fuego prohibido que escapaba de sus desnudeces violentadas. Y casi sin darse cuenta, se oyó a sí mismo preguntando por la viuda de su hermano Fabrique, muerto en Italia:
—¿Qué sabéis de doña Lucrecia?
Don Nicolás avivó su mirada, y con voz plena y reflexiva, dijo:
—¡Doña Lucrecia, claro! Ella puede seros de gran ayuda, pues sigue en San Plácido.
Nunca vivió don Baltasar una noche más oscura que aquella. Ni siquiera cuando se trasladó ocultamente a París para pergeñar el asesinato del cardenal Richelieu y tuvo que escapar disfrazado de mendigo. Ni siquiera en los pantanosos campos de Flandes… Ella ya había enviudado. Él acababa de llegar de una embajada secreta en Londres para averiguar las posibilidades de una nueva aproximación a Inglaterra con miras a resolver la guerra de Flandes y se había acercado al caserón de doña Lucrecia sin otra razón que dejar la mirada en la ventana. La noche era apacible y templada. Durante el día el calor había sido insufrible y de pronto se había levantado un poco el aire, indicando que cambiaba el tiempo. Primero don Baltasar oyó las carcajadas que salían de la ventana: «Desde luego vuestra fama no miente, ni mucho menos. Sois la mujer más hermosa que jamás he conocido». Un poco más tarde las protestas de Lucrecia: «¿Quién sois? Salid de mi casa o comenzaré a chillar». Una voz: «¿Creéis que alguien os socorrerá? Vamos, calmaos. Somos gentes de buena cuna, de la mejor. ¿Acaso no me reconocéis? ¿No os resulta conocido mi rostro?». Fueron apenas unos segundos. Tras echar mano de su espada, don Baltasar saltó por la ventana armando un gran estruendo de cristales y sin dar tiempo a la reacción de los tres encopetados caballeros que ya luchaban con denuedo para vencer las resistencias de Lucrecia, le cortó el cuello a uno con la daga y se abalanzó sobre los otros dos restantes dando un terrible grito. La pelea apenas duró un minuto. Mientras se reponía de la impresión, el señor de Beleña bajó la guardia y no pudo evitar caer herido. La ronda se anunció con rumor de armas y botas, los gritos de «Justicia al rey» resonaron en el callejón y don Baltasar saltó de nuevo por la ventana y se perdió en la oscuridad.
Preguntó:
—¿Cómo fue…?
Pero no terminó la frase.
—En vuestra carta no concretabais nada —añadió por fin, grave, meditativo.
—Nunca lo he sabido, querido amigo. Ni tampoco lo supo vuestra hermana, mi adorada Inés, que se marchó a la tumba sin entender muy bien por qué ella se metió al convento. Tan terrenal, tan bien creada para el tierno amor. Fue, cuando estuvo en el mundo, bien lo sabéis, la mujer más admirada, respetada y deseada de la Corte. Luminaria y modelo entre las mujeres, blasón y objeto de culto entre los hombres. La muerte de vuestro hermano, sin duda, y aquella agresión en su casa y las habladurías que circularon en torno a ella tuvieron que pesar mucho en su alma. No fue, por supuesto, el único hecho sangriento que registró Madrid en aquellos días. En las dos últimas semanas habían ocurrido treinta muertes violentas de hombres y mujeres; muchas, personas principales. Mas al pueblo le entusiasmó la oportuna intervención del misterioso caballero que frustró el ataque hiriendo de muerte a uno de los rufianes y sin duda fue el suceso que produjo más abundante cosecha de comentarios en los mentideros. Ella se tornó a partir de entonces más misteriosa, ensimismada y secreta. Un día dijo que deseaba profesar en el convento. Y así lo hizo. De eso han pasado ya diez años. Lo recuerdo bien porque meses después perdí a mi amadísima Inés.
Calló don Nicolás, emocionado.
—El azar o el destino hizo que eligiera San Plácido.
Al conde-duque de Olivares.
Excelentísimo señor,
Apriétanme tanto estas tercianas que no me han dado lugar de poder escribir a Vuestra Excelencia, a quien dé Dios tan lindos días de la Santísima Trinidad como yo deseo.
Esa carta de nuestro prior envío a Vuestra Excelencia, y confieso que hoy me tiene lastimadísima ver lo que el demonio por boca de la gente mueve contra él. Anoche vino nuestro padre general, y me dijo quien lo oyó que fueron tantas las maldades que le dijeron de nuestro padre prior que respondió que con probarle que era loco se allanaría todo.
Lo que yo le suplico a Vuestra Excelencia es que ayude mucho al que le ama tanto. No dejo yo de conocer y estimar lo que Vuestra Excelencia hace. Pero el dolor que tengo de ver cómo prevalecen la maldad y el odio me empuja a suplicarle que no descanse de hacer Vuestra Excelencia lo mismo que hace.
Dios es justo y es misericordioso y es bueno y fiel, y ha de volver espantosamente por la verdad. Dios sabe que le pido que en mí deje la deshonra y el vituperio y todo lo que quisiere, pero que vuelva por su casa y por su verdadero siervo, que muy bien puede hacer uno y otro. Estoy con tanto sentimiento que temo cansar a Vuestra Excelencia. Pero es tanto lo que le amo que parece descansa mi corazón expresándole mi pena. Gracias a Dios que en ella me ha dado a Vuestra Excelencia.
De este convento de Vuestra Excelencia, hoy sábado, humilde sierva de mi amado señor, doña Benedicta Teresa.
A la luz de una vela, don Baltasar de Alcázar leía los documentos que don Juan de Góngora le había hecho llegar por medio de su criado y que incluían papeles de toda laya en torno a los procesos de San Plácido: acusaciones, declaraciones, varios informes y comunicaciones del inquisidor encargado de instruir la causa al entonces inquisidor general el cardenal Zapata, las sentencias de 1630…
No eran, por supuesto, los originales. Se trataba de extractos y copias que una virtuosa mano de ayudante había copiado en los archivos de la Inquisición con una letra apresurada y minúscula.
Testimonio de fray Alonso de León.
Ante el Tribunal del Santo Oficio, fray Alonso de León declaró ayer, 6 de septiembre de 1628, en el juicio que se le sigue, que, estando en Sevilla, una monja de San Benito le dio noticia de una compañera que había venido a fundar el monasterio de la Encarnación de esta Corte, que se llama doña Catalina Manuel. Sabía que estaba desconsolada y con gana de volverse porque entendía que el prior estaba iluso. La dicha religiosa de Sevilla le dijo: «Para que nuestro general y vuestra Paternidad mismo tengan más claridad de los peligros de las cosas que ocurren en la Encarnación de la Villa de Madrid, llévese ese papel, el cual es de las proposiciones y cosas de alumbrados de Llerena, y vea por él si ajustan algunas cosas de las que contiene con las que pasan en el dicho convento».
Dijo fray Alonso que leyendo aquel papel, halló en él un capítulo que tiene el título de «Endemoniados», y en el margen apuntado: «Nota décima». Y allí se dice que algunos de la secta de los alumbrados vienen a estar poseídos y que en tal estado hacen grandes blasfemias, cierran los dientes antes de comulgar y afirman que no son endemoniados sino siervos de Dios tentados del demonio para mayor mérito suyo y que están en su juicio pero que el demonio les fuerza.
Temió entonces fray Alonso de León que las monjas que hay endemoniadas en el dicho convento de la Encarnación fueran de esta secta. Y así creció la gana de dar cuenta a su general y al Santo Oficio, y con esta intención vino a esta Corte.
Prosiguiendo su sincera exposición, el declarante afirmó que tan pronto como hizo la denuncia, doña Teresa Valle de la Cerda y el protonotario de Aragón procuraron hacerle tiro y asegura que le amenazaron muchas veces porque sabían que había salido de su boca la luz que este Tribunal tiene de sus engaños.
Pensó don Baltasar: «Entonces, el protonotario sabía y trató de impedir que los escandalosos sucesos de San Plácido vieran la luz pública». Pero muy pronto, conforme avanzaba en la lectura de otros testimonios, empezó a desconfiar de la buena fe de aquel fray Alonso de León. Varios testigos advertían que había actuado movido por la pasión y el resentimiento. ¿Por qué? Solo en la declaración que había hecho doña Teresa ante el juez y notario calificadores del Consejo General de la Inquisición vislumbró don Baltasar la respuesta: fray Alonso de León se hallaba implicado en las cosas de San Plácido mucho más de lo que confesaba.
Testimonio de doña Teresa Valle de la Cerda.
Dijo llamarse doña Benedicta Teresa y en el siglo doña Teresa Valle de la Cerda, religiosa profesa y priora del convento de la Encarnación, donde ha vivido cuatro años poco más o menos.
Preguntada si sabe o presume la causa para la cual ha sido llamada, dijo que presume haber sido llamada para decir y declarar lo que sabe acerca de un memorial que ha dado al Santo Oficio el padre fray Alonso de León, de la Orden de San Benito.
Dijo que conoció a fray Alonso de León estando en casa de la condesa de Nieva con una tía suya de nombre doña Ana María de Loaysa. Allí el dicho fraile le habló muchas veces de fray Francisco García Calderón, de la misma Orden de San Benito, el cual había sido su maestro desde que en Sevilla tomó el hábito. Toda vez que coincidían en la casa de la dicha condesa, dijo esta declarante, fray Alonso hablaba grandes cosas de aquel padre misterioso: que tenía mucha sabiduría y letras, que era santo, que había visto la zarza ardiente en el desierto, igual que Moisés, que una voz le había revelado el nombre impronunciable de Dios.
Vino por fin a esta Corte el padre fray Francisco y a esta declarante no le pareció hallar en él todas las cosas que fray Alonso había ponderado tan fervientemente. Pero a la segunda vez que conversó con él fue tanta la luz interior que tuvo oyéndole hablar de las cosas divinas, que quedó como ajena a sí misma y se arrojó a sus pies, pidiéndole aquel día la recibiera por su hija y la enseñase y la guiase en el camino de la Verdad. Hizo entonces con él una confesión general de su vida y luego voto de obedecerle.
Dijo que, en este tiempo, su tía doña Ana María Loaysa tuvo grandes revelaciones de cómo se había de fundar San Plácido y en grandes arrobos pidió a don Jerónimo de Villanueva que lo fundase y habló cosas muy importantes y asombrosas acerca de este convento: que Nuestro Señor quería que volviese la observancia de la Santa Regla de San Benito, que serían muchas las religiosas que en él habría y muchos los conventos que de él saldrían. Y esto pasaba delante de esta declarante y de don Jerónimo de Villanueva y de fray Alonso de León y algunas veces también de fray Francisco.
Dijo que un día, viniendo ella con su tía a ver los progresos en la construcción de San Plácido, se quedó doña Ana María en uno de esos éxtasis en que ella caía a menudo, y empezó a decir grandes maravillas acerca de lo que veía de este convento: cómo era Dios quien lo levantaba y cómo había muchos ángeles ayudándole en la obra. Aquel día estaban presentes fray Francisco García y fray Alonso de León y también algunas hijas de confesión del segundo. De todo sentir privada, doña María se hincó de rodillas y, para asombro de todos, se postró a los pies del padre fray Francisco y con muy alta voz dijo: «¡Ah, varón de Dios que no eres conocido!, tiempo vendrá en que el mundo te conozca». Y pidiendo fray Alonso de León que dijese más, respondió: «¿Qué quieres que te diga? No vive ya en él más que la forma de la naturaleza». Y otras palabras acerca de cómo Dios volvería por él y cómo por entonces le tenía encubierto para sacarle cuando fuese tiempo.
Dijo la declarante que don Jerónimo de Villanueva, patrón del convento, nombró prior al padre fray Francisco y que el año de mil seiscientos y veinte y cinco, tomaron el hábito ella misma y otras once. Y que corriendo el tiempo el demonio enfrentó al padre fray Alonso de León con el padre fray Francisco sobre la inteligencia de la Santa Regla y las disposiciones del convento, pareciéndole al primero que había trabajado mucho en él y que había de estar no como súbdito sino como superior. La creciente rivalidad, aseguró la rea, agitó las tranquilas aguas de la casa y el mundo pequeño del convento quedó revuelto y dividido en dos bandos hostiles, porque las que eran hijas de confesión de fray Alonso de León se acomodaban a sentir con él en contra de lo que sentía el prior.
Dijo que en una ocasión tuvieron fray Alonso y fray Francisco disputa y, arrepentido, el primero se postró llorando amargamente a los pies del prior. Y esto fue, a lo que recuerda, delante del convento y las religiosas. Dijo que el prior alzó a fray Alonso del suelo, le cogió la cabeza con las dos manos y lo obligó a mirarlo. Acercándole la cara le preguntó, solemne, si amaba tanto a Dios como para sacrificarle su razón y juicio y no andar vagueando ni mudando lugares, pues esta era la casa que le había dado el Señor. Y ese día fray Alonso de León hizo voto de no salir de este convento. Mas después, no pudiendo sosegarse, dijo que no lo había hecho con licencia de su general, y fuese a otra parte.
Anduvo de aquel modo el tiempo y una tarde cuando el sol se escondía regresó fray Alonso al convento. Y era su voz más dulce y calma, pero no así sus ojos, torpes, repletos de envidia, como negros relámpagos, dijo la declarante.
Ya habían entrado los demonios en la casa, y doña Benedicta Teresa dudaba si debían darle cuenta de lo que pasaba en el convento a fray Alonso, pues temía que cosa tan maravillosa lo volviera aún más sombrío y quejoso. Sollozando a cada rato por razón de estos trabajos, un día rompió a temblar y escuchó una voz que ninguna otra oía, y era la voz del demonio y le dijo que quería hablar al padre fray Alonso y contarle todo lo que en la casa pasaba. «Hora era pues de llamar a las cosas por su nombre», dijo esta declarante que repetía el demonio.
Varias religiosas hicieron entonces venir al prior a la celda de esta declarante. Y el demonio le dijo: «¿Cuándo diremos la verdad?». Y el prior preguntó: «¿Qué verdad?». «Todo lo que aquí pasa», susurró el demonio. Y como el prior insistía en no contar más cosas a fray Alonso, el demonio comenzó a maltratar a esta declarante y a gritar que era voluntad de Dios: «¡El Señor lo manda!», repetía. Y después de mucho pensar, el prior murmuró quedamente: «Quizá quiera Dios por este medio acabar de aquietar al padre fray Alonso».
Hízole llamar al pronto. Y venido que fue fray Alonso, el demonio comenzó a decirle que ya era tiempo de que se rindiese a Dios y al padre fray Francisco, pues le había dado Su Majestad tanto a conocer lo que tenía en él, y que pidiese perdón de lo hecho. Y esta declarante afirma que esto lo decía el mismo demonio forzado por el imperio de Dios Nuestro Señor. Y una vez más, terriblemente pálido, fray Alonso se abrazó a los tobillos del prior y estuvo besándole los pies, arrepintiéndose mucho de su proceder desatinado y asegurando con voz entrecortada que había sido tan grande el reconocimiento que Dios le había dado de sus faltas y de la merced que le hacía al revelarle aquella verdad, que tenía propósito de allí en delante de estarle siempre obediente al prior. Y todo esto que decía, cree esta declarante, era con tales afectos que no podía salir más que del corazón.
Dijo que, durante unas semanas, fray Alonso se ajustó en todo a lo prometido. Apenas se notaba su presencia, tan suave era su trato, tan acorde su voluntad con la del prior. Tanto fue su celo en aquellos días, su interés por lo que decían los demonios, que las religiosas empezaron a olvidar sus escrúpulos para con las cosas asombrosas que pasaban en el convento: las más amigas de esta declarante, complacidas, las más hostiles, a su vez, desengañadas.
Mas en este mundo no hay contento seguro, ni bien permanente, y aquella paz inesperada duró poco, dijo esta declarante. Ocurrió que el abad de Ripoll pidió se enviase a alguien a Roma para ayudarle en el negocio de las reformas benedictinas que Su Majestad quería se hiciesen en los monasterios de Cataluña. Y, viendo que el padre fray Alonso mostraba vivo interés, se dio orden de que fuese a Roma.
Dijo esta declarante que fray Alonso volvió de la Ciudad Eterna muy melancólico y con el semblante nublado, enmudecido. Miraba triste a las hermanas y una tarde contó que se había confesado en Roma con un penitenciario de algunos escrúpulos que había tenido de lo que había oído a los demonios y que temía que las religiosas les hubieran dado mucho crédito. Y esa misma tarde fray Alonso y el prior disputaron otra vez sobre la inteligencia y el modo de asentir que habían tenido a las cosas de las cuales la declarante ha hablado ya.
Volvió a estar la casa revuelta, y muy disgustado fray Alonso, el cual quedó aún más despechado cuando Su Majestad el rey Felipe IV nombró visitador del convento de Ripoll al prior y este no quiso llevarle con él.
—No sé con seguridad si entonces comenzó la ruina del convento, de su nombre honrado y de su fama en el siglo, pero es bien cierto que en ese momento el demonio empezó a trabajar su caída, tal y como él acostumbra día y noche, sin tregua ni reposo —dijo esta declarante.
No —pensó don Baltasar después de leer este testimonio y otros, en especial, la declaración de fray Juan de Jarava, confesor de las monjas en ausencia del prior—, aquel fray Alonso de León no era trigo limpio tampoco.
Testimonio de fray Juan de Jarava.
Dijo que al padre fray Alonso de León no le movía celo de Dios sino celo de amargura y disensión que tenía con el prior. Y añadió que a las monjas que eran más apasionadas de fray Alonso las vio divididas y a su parecer envidiosas de que el prior no las admitiese a los consejos y particularidades que tenía con doña Isabel de la Cerda, doña Teresa del Valle o la abadesa. Y que conociendo esto les había aconsejado a todas las religiosas que antes de declarar pusiesen delante el temor de Dios y que no las moviese a decir contra nadie ningún sentimiento particular sino solo el celo de la honra de Dios.
No obstante, dando muestras del especial favor que el Santo Oficio otorgaba a los reos que cooperaban con el tribunal, fray Alonso había merecido la compasión del inquisidor general y los señores del Consejo General, que lo exculparon, ordenando a sus superiores:
… que no le traten mal ni hagan novedad alguna con él.
Don Baltasar leía lentamente los papeles, procurando exprimir cada renglón. Notaba que algo se le iba de las manos en todo aquello, como si estuviera contemplando un paisaje desde la perspectiva errónea.
El sentido lujurioso del supuesto alumbradismo del prior quedaba para el Tribunal plenamente probado, aunque las monjas que lo acusaban de tales prácticas eran hijas de confesión de fray Alonso de León y podían ser parciales y moverse por la pasión. Sin duda, entre las escenas que describían las declaraciones, había muchas dosis de resentimiento, pero también parte de verdad. Don Baltasar se daba cuenta de ello, pues la misma doña Teresa confesaba en su primer testimonio haber cedido ocasionalmente a ciertas caricias, aunque negando que hubiera en ello mal alguno y menos aún camino de alumbrados.
Testimonio de doña Teresa Valle de la Cerda.
Y solía el dicho prior, algunas veces, estando en la cama enferma esta declarante llegar a sus pechos para ponerle algún botón que tenía quitado y decía las mamillas de mi chiquilla han de estar cubiertas por ser esposa del Señor. Y otras veces la decía: «Toda mi chiquilla es mía, su cuerpecillo, sus mamillas, sus manecillas…».
El prior negaba terminantemente que fuera hereje alumbrado, pero no dejaba de reconocer los besos y caricias y los tratos deshonestos que se le atribuían, especialmente con Isabel de la Cerda, hermana de doña Teresa, llegada al convento dos años después de la fundación, y con una beata llamada doña Isabel de Caparroso, dueña en la casa de don Jerónimo de Villanueva, que frecuentaba mucho el convento y vivía bajo la misma influencia espiritual que las monjas.
Declaración bajo tormento de fray Francisco Garcia Calderón.
Confieso. Confieso que les dije que debían dejarse acariciar, y ayudarme en el baño, y que en nada de eso había pecado, como tampoco en darse los bocados de comida el uno al otro con la boca o en hablar de filosofía natural. Sí, confieso que les dije todas esas cosas. Pero no por creerlas así, sino empujado por la vil lascivia, para satisfacer mis deseos impuros. Flaco y miserable soy, que no hereje.
A don Baltasar le rezumaban los ojos enfermos. ¿Hablaba el arrepentimiento o el sufrimiento que produce el estiramiento de los miembros en el potro? Y si no hablaba el sufrimiento, ¿qué historias les habría susurrado el prior a sus hijas de confesión, con qué embustes las habría convencido para que ellas no vieran su verdadero rostro? ¿Mentía doña Teresa al negar en sus primeras declaraciones que el rijoso fray Francisco la hubiera inducido a la aberrante doctrina de los alumbrados? ¿Había compartido sus peligrosas ideas y le había ayudado a extenderlas entre las hermanas de San Plácido empujada por el afán de notoriedad y los delirios de grandeza, como razonaba la sentencia del Tribunal, y ella misma había terminado por confesar ante los inquisidores? ¿Eran los demonios que pretendidamente la poseían, tanto a ella como a la mayoría de las monjas, una burda fabulación, urdida para atemorizar a fray Alonso y para tratar de eximirse de la responsabilidad que les tocaba en sus acciones?
Y el protonotario, ¿qué papel había jugado él en todo aquello? ¿Y Olivares? Todo indicaba que este último había visitado con asiduidad el convento. La sentencia contra doña Teresa daba por cierto que la religiosa había atribuido a los demonios virtudes adivinatorias e inventado profecías con el objeto de ganarse el favor del valido. Al poderoso ministro no se le mencionaba por su nombre, pero don Baltasar conocía su desazón por no tener un hijo que lo sucediera y no dudó que a él era a quien se referían los inquisidores.
Sentencia doña Teresa Valle de la Cerda.
También con esta misma traza aseguraron a un gran señor que carecía de sucesión, que la tendría por cierta y con brevedad, afirmando la rea y sus cómplices, por escrito y de palabra, diversas veces y prometiendo en nombre de Dios, no solo la certeza del hijo que ofrecían, sino también grandezas temporales y mucho mayores espirituales, asegurando habría de ser prodigio de santidad, risa y alegría de la Iglesia, bien universal y contento del mundo…
Fatigado, don Baltasar apagó la vela y se fue a dormir. Pero tardó un rato en conciliar el sueño porque una imagen no se le iba de la mente. Con los ojos abiertos la veía flotar ante sí en la oscuridad. Era el locutorio del convento. Doña Teresa. El conde-duque. Pálida, azorada, ella musita: «Dios no es Dios o la señora condesa está preñada».
A fray Francisco García Calderón.
Padre mío:
Por acá está todo harto trabajoso, porque los dichos del vulgo es la cosa más horrenda que se ha visto jamás. Pero a nosotras no se nos da nada en ellos, que ya fuera vergüenza que se nos diera con la doctrina que mi Padre nos tiene enseñada tan en la verdad y dilatación del corazón. Y así, no hacemos caso de nada.
Los dos frailes trinitarios siguen tomando dichos. Y como al buen pagador no le duelen prendas, con mucho gusto respondemos y responderemos a todos los que llegaren para preguntar de parte de la Santa Inquisición.
Mi padre, no esté con pena de nosotras, que el Señor nos hace grandes mercedes y todas están con valor y gozo del cielo como unos ángeles, que lo mucho que mi padre ha trabajado en enseñarnos ya era tiempo que se conociese.
De este su convento de la Encarnación de la Orden de nuestro Glorioso Padre de San Benito, víspera de Pascua del espíritu Santo de 1628.
A fray Francisco García Calderón.
Amado padre de mi alma:
¡Gracias a Dios que nos hace participantes de su cruz y de su desamparo! También nos hará partícipes de su resurrección y de su gloria.
No temo nada, padre mío. No es nada nuestro, si vivimos; y, si morimos, del Señor somos. Pasarán las borrascas y saldrá el sol y conocerán todos al grande y al escogido del Señor. Ayer en vísperas estuve con tanto conocimiento de esto que me daba gana de decir mil cosas a todos. Y particularmente al padre fray Alonso.
Yo temo que hemos de ver grandes castigos si no vuelven con el verdadero conocimiento a pedir a Dios perdón, porque el Señor consiente y sufre, y ellos están atesorando maldades y despreciando maravillas.
No puedo, padre mío, decir lo que siento, porque tengo tan mala la cabeza que no es posible. Solo le digo a mi amado padre que no tengo otra pena más que el verle padecer y el ver que no tiene el Señor a nadie de su parte. Que de lo demás, no tengo ninguna, sino mucha más certeza de todo, sin que me dé escrúpulo ni turbación ninguna cosa, porque es Dios fiel y nuestros deseos son de servirle y amarle. Y por eso estoy muy contenta que tengamos qué ofrecerle.
No tenga pena, mi padre de mis ojos, que a sus chiquillas tiene y será el Señor servido que las tenga siempre.
Su hija y su chiquilla.