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La puerta estaba cerrada. Felipe, de negro riguroso, devoraba la carta que le había entregado el secretario del Despacho Universal, Antonio Pérez.
Aquella carta venía de Nápoles, y la firmaba don Juan de Austria:
… Una de las cosas que más contribuiría al buen éxito de mi misión, es que he de ser tenido en elevada estima en casa y que todo el mundo debe saber y creer que, como Vuestra Majestad no puede ir en persona a los Países Bajos, me ha investido de cuantos poderes puedo apetecer. Vuestra Majestad verá que yo los emplearé para el restablecimiento de vuestra autoridad, ahora tan decaída, en su debido lugar. Y si mi conducta no satisface a Vuestra Majestad, puede recobrar estos poderes sin temor de murmuración por mi parte, o de oposición fundada en mis intereses particulares.
Felipe se levantó enojado y cejijunto, abandonó el noble escritorio de tapete carmesí y se sentó en una silla curul, junto al brasero. A pesar de que era un día de verano, temblaba de frío. Padecía el rey todas las enfermedades de su familia, esto es el reumatismo y la arterioesclerosis, y desde hacía unos meses los ataques de gota se repetían, cada vez más frecuentes.
Siguió leyendo:
… El verdadero remedio para la nociva situación de los Países Bajos, a juicio de todos, es que Inglaterra esté en poder de persona devota y bien intencionada al servicio de Vuestra Majestad. Y es general opinión que la ruina de Flandes resultará de la posición contraria de los negocios ingleses. En Roma prevalece el rumor de que, en esta creencia, Vuestra Majestad y Su Santidad han pensado en mí como en el mejor instrumento para una invasión, agraviados como lo estáis ambos por los ruines procedimientos de la reina de Inglaterra y por la injurias que ha hecho a la reina de Escocia, especialmente al sostener, contra su voluntad, la herejía en aquel reino…
—¡Cuánta arrogancia! —exclamó Felipe en voz muy baja, conforme exigía la norma regia—. ¡Cuánta vanidad! Unas veces quiere ser sultán de Túnez. Otras invadir Inglaterra y casarse con María Estuardo… Los sueños giran en su mente como granos de polvo arrastrados por el viento.
Hubo un silencio denso, como si rey y secretario hubiesen caído en la redonda soledad de un pozo.
—Y bien, ¿qué sacáis de todo esto?
El rey había levantado sus ojos azules hacia Antonio Pérez.
—Señor, cierto es que don Juan está mal aconsejado. Nadie anhela más que yo apartar de su lado a ciertas personas que procuran embarazarlo con empresas quiméricas y descomunales. No obstante…
Pérez dejó la frase en el aire para ver el efecto que producía la interrupción en el rey.
—Proseguid, Pérez. No os calléis.
El secretario eligió las palabras cuidadosamente para soplar sobre el descontento del rey.
—No obstante —repitió—, al señor don Juan, en tal edad y en tal conocimiento, no se le puede quitar ya la culpa de todo. Lo de Flandes requiere prontitud. El príncipe de Orange lleva su perfidia hasta el punto de hacerse llamar gobernador de Vuestra Majestad. Los condados rechazan toda sumisión. A los Tercios se les debe más de seis millones de escudos. Y entre tanto, don Juan…
Se calló.
—Piensa en la corona de Inglaterra… —dijo el rey en un susurro.
Los ojos de Pérez relampaguearon como los de un halcón ante su presa. Era en momentos así cuando el secretario del Despacho Universal sentía que el rey era poco más que su títere.
—No solo dilata su partida —añadió—, sino que se atreve a desobedecer a Vuestra Majestad y, en vez de ponerse en marcha inmediatamente para Flandes, viene acá a recibir instrucciones de vuestra propia boca.
El rey frunció el ceño. Todas las desgracias, todas las angustias, todas las adversidades parecían concertarse para abrumarlo.
Solo al cabo de un largo silencio, pronunció:
—Mucho me temo que ha de ir con promesas, que será de gran inconveniente no cumplirlas con brevedad.
Pérez captó que el rey deseaba quedarse a solas y se marchó sin hacer apenas ruido.
Había días, mucho antes de que el príncipe de Éboli le hiciera venir de Italia para agregarle a la secretaría del rey, en que Antonio Pérez despertaba por la mañana y tenía que decidir, antes de poder hablar con nadie, quién era y por qué. Había días en que despertaba de sueños en que soñaba con su madre y la buscaba. A veces, en el umbral del cese de aquellos sueños, se sentía impulsado a hablar en defensa de su padre, que a fin de cuentas le había enviado a las universidades principales y le había educado en la alta escuela del fingimiento.
Pero aquellos tiempos ya no eran estos. Además, de nada servía justificarse. No merecía la pena explicar su oscuro origen. El hijo bastardo de un clérigo. Eso era todo. Por otra parte, don Gonzalo, que antes de morir había reconocido su paternidad, tenía razón. El poder de un hombre está en la penumbra, en los movimientos vistos a medias de la mano. «El poder es un juego de manos. Es un truco. Una imagen en un laberinto de espejos. Y un hombre, aunque sea de nacimiento humilde, puede proyectar una imagen muy larga, pues la educación y la astucia prevalecen más de lo que se piensa sobre la fuerza sanguinolenta de la herencia».
La carroza, sólida y elegante, corría oscilante como un navío por las calles oscuras, llenas de baches. El secretario del Despacho Universal miraba hacia delante, como si le envolviese el infinito. Y recordaba aquellas palabras de su padre. «Promesas…», se dijo de pronto. Y pensó en don Juan y en Flandes y en la reina de Escocia y en el Papa. «Yo le daré promesas al héroe de Lepanto».
Los caballos se detuvieron en la plaza del Cordón, frente al portalón de su casa. Antes de que uno de los criados viniera a asistirle, Pérez ya había salido del carruaje. Al momento, un paje abrió las puertas de roble claveteado de la entrada principal.
—La señora os aguarda para la cena —le comunicó.
—Decidle que tengo trabajo —ordenó con desapego y cierto gesto de fastidio.
Y se encaminó directamente al despacho con la mente puesta en la carta que había de escribir a Juan de Escobedo, secretario del hermanastro del rey.
Poco después escribía:
… En verdad, señor, que he pensado que para aquello de Inglaterra que vuestra merced entendió en Roma, no será malo que Su Alteza vaya a Flandes y asuma tan grande servicio de Su Majestad…
Vaciló un momento, con la pluma en el aire. Y al cabo, continuó:
… Por otra parte, creo ahora muy conveniente que el señor don Juan ocupe algún cargo principal en el que sea él solo dueño de todo. Así podrá Su Majestad conocer lo que vale y su Alteza demostrar a los incrédulos la buena cuenta que sabe dar de cualquier gobierno sin embarazo ni competencia de otros ministros.