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Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

3 de diciembre de 1698

… Hoy ha visto por fin el embajador a la reina y ha terminado por convencerse de algo que menuda, maliciosa y con el tono dulce de su habla nos dijo hace una semana Helena a Mocenigo y a mí:

—Se engañan quienes piensan que doña Mariana influye decisivamente en el rey, su esposo. Pues los dos testamentos se han hecho a espaldas suyas. Si el cardenal primado, hace dos años, y Oropesa, ahora, han conseguido que el monarca dicte su última voluntad, ha sido invocando, en entrambas ocasiones, motivos de interés público. Una y otra vez la designación del heredero no procedió de la reina, ni siquiera de los ministros, sino del propio Carlos. Se engañan, pues, el conde de Harrach y el marqués de Harcourt, que pugnan enconadamente por atraerse otra vez el apoyo de la reina. Pero no deben engañarse vuestras mercedes. Doña Mariana no solo fracasa siempre en iniciativas de esa índole, sino que, escarmentada por la melancólica indignación que dejan en el ánimo del monarca, se abstiene de emprenderlas. Solo se decide a reproducir la instancia, cuando el espectro de su viudez indigente puede más que su prolongada compostura.

Rio con gusto Mocenigo y observó:

—Doña Helena, doña Helena, a fe mía que serías una digna consejera del Dux.

Yo, cierto es, la miré y vi a la Cleopatra de ese dramaturgo inglés que tan vivamente me recomendasteis durante vuestra embajada londinense. Pero basta ya de rodeos, y vayamos al principio del asunto. El embajador. La reina Mariana… Permitidme explicaros ordenadamente lo sucedido entrambos y veréis cuán invulnerable es la mentira encastillada en un trono…

Bien, recordaréis cómo se regocijaba el conde de Harrach de su buena fortuna después de enterarse del tratado firmado en La Haya. Pues tal contento duró lo que tardó en tener aviso de estarse preparando un nuevo testamento a favor del príncipe electoral de Baviera. Súbitamente alarmado por el hecho inusual de que ni espías, ni agentes oficiosos ni amigos le informaban a derechas de lo que, en verdad, se estaba resolviendo en Palacio, intentó ver enseguida a la reina. Pero doña Mariana excusó recibirle con fútiles disculpas. Sí recibió al conde, en cambio, el sibilino padre Chiusa, mas la espera a la que le sometió en un pequeño gabinete de su residencia y el escaso resultado de la entrevista no ayudaron lo más mínimo a paliar su inquietud. Nuevamente zozobraba su visión del mundo.

—Hay algo en la mirada de ese capuchino que me desagrada hondamente —me dijo en alusión al confesor de la reina—. Tiene unos ojos voraces, como de ave de presa…

(Aquí varias manchas de humedad hacen ilegible una parte de la narración, que vuelve a resultar comprensible unos párrafos más adelante).

… Fue, finalmente, el marqués de Leganés quien, llegándose a esta casa, dio aviso al embajador de que el rey había firmado ya un nuevo testamento después de un Consejo de Urgencia.

(A continuación, Juan Guillermo transcribe ciertos párrafos de dicho documento, cuya médula se encuentra en la siguiente declaración de Su Majestad Carlos II: «Quiero que, luego que Dios me llevare de esta presente vida, el príncipe electoral José Fernando se llame y sea rey, como ipso facto lo será, de todos mis Reinos, Estados y Señoríos, no obstante cualesquiera renuncias y actos que se hayan hecho en contrario, por carecer de las justas razones, fundamentos y solemnidades que en ellos debían intervenir. Para en caso de faltar sin sucesión legítima el dicho príncipe electoral, mi sobrino, nombro y declaro por sucesor, en todos mis Reinos, Estados y Señoríos, al emperador, mi tío, y a todos sus sucesores y descendientes legítimos…»).

—¡Dios del cielo! —exclamó el embajador. Calló, llevándose las manos a la cabeza y apretándose firmemente las sienes—. ¿Quién está detrás de este engendro? —preguntó al cabo.

El marqués le miró de una manera muy penetrante y respondió despaciosamente:

—Oropesa.

—El conde… Así nos paga el favor ese piojo —suspiró—. Debí imaginármelo. ¿Y qué hay del almirante?

—Mis espías dicen que aún no ha roto sus tratos con Harcourt.

—¿Y la reina?

El rostro del marqués de Leganés se encendió. Sus ojos brillaron de cólera.

—Doña Mariana no tuvo noticia del hecho sino después de consumado. No obstante, se abstiene de protestar, pues el testamento resuelve el problema económico de su viudez con pingüe renta vitalicia y asegura a su persona un puesto preeminente en la Junta de Regencia.

Así tuvo conocimiento el embajador de los graves sucesos ocurridos en el Real Alcázar. Días después, recibió billete de la reina y se alargó a Palacio masticando culebras. Doña Mariana le esperaba en la antecámara regia, una sala grande, oscura, decorada con cuadros y miniaturas de príncipes de la familia de los Austria.

—Tomad asiento, conde. El rey, mi esposo, me ha encargado que os trasmita su más afectuoso saludo.

—Majestad —declaró respetuoso el embajador— ha llegado hasta mí el rumor de haberse resuelto en el Consejo de Estado la sucesión a favor del príncipe electoral de Baviera.

—¿Eso habéis oído? —preguntó la reina con un mohín de disgusto, y añadió quietamente—. Si tal rumor os quita el sueño, podéis dormir tranquilo. El Consejo al que os referís trató únicamente la situación de la Hacienda.

El embajador levantó la cabeza y clavó sus ojos en los de la reina.

—Señora, estoy muy seguro de lo contrario. Y grandemente sorprendido de que ni Oropesa ni el almirante os hayan dado cuenta de lo deliberado por el Consejo.

Frunció el ceño doña Mariana con testadura expresión e insistió en negar el hecho, por haberlo oído así de labios del rey. Aseguró después no ver desde hacía semanas al almirante, pues está recluido en su casa y resuelto a no salir de ella mientras duren los achaques de su esposa.

—En cuanto al conde —añadió con una mueca de desagrado—, días ha que no hablo con él.

El embajador se levantó de su asiento y afirmó con osadía:

—Majestad, ante tan rotundas aseveraciones no me quedan otros caminos sino estos dos. Solicitar Vuestra venia para pedir audiencia al rey, a fin de que me esclarezca el caso. O despachar inmediatamente un correo extraordinario a Viena con las seguridades que Vuestra Majestad acaba de darme.

A las dos cosas se opuso la reina. A la primera porque, no obstante ser falsa la otorgación del testamento, podría el rey atribuir la pregunta del embajador a molesta injerencia en el derecho indiscutible que tiene para testar. Y a la segunda, porque la expedición de un correo extraordinario alarmaría a la Corte y movería al embajador francés a pedir explicaciones sobre los asuntos económicos que, con miras al rearme, se habían examinado en el Consejo de Estado.

Supo entonces el conde Harrach que Mariana no le diría lo que él quería oír de sus labios para comunicarlo a Viena.

—Parecía —me contó a su regreso del Real Alcázar— como si una coraza de férreo control la envolviese. Y a mí me costaba trabajo disimular mi impaciencia e irritación.

Moderó, pues, su celo, calló prudentemente, se inclinó con una profunda reverencia, y salió decidido y ligero del vetusto y glacial palacio. Las alfombras acallaban sus pasos, imponiéndole mesura en la expresión del rostro, y los espejos adelantaban su vista hacia el interior de desoladas estancias sumidas en penumbra…

Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

11 de diciembre de 1698

Ayer murió Ana Catalina de la Cerda y Enríquez de Ribera, esposa del almirante de Castilla. Dicen que la enterrarán en San Felipe con grande pompa y ostentación. Esta desgracia no ha aplacado, sin embargo, la ira de los copleros, que siguen ensañándose con el embozado valido y anunciando su fin a manos del conde de Cifuentes. He aquí un ejemplo, firmado por Catulli:

Adiós título de viento,

caballero pegadizo,

quintaesencia del hechizo,

que hechiza el entendimiento;

haz luego tu testamento,

manda al rey hacienda tanta,

a Cifuentes la garganta,

y por últimos despojos

el cuerpo a leña y manojos,

que así tu gloria se canta.

Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

24 de diciembre de 1698

… Hoy he comunicado a nuestro fogoso embajador la frase que, según me contáis en vuestra carta, ha pronunciado el emperador Leopoldo al saber la existencia del nuevo testamento: «El archiduque es mi hijo; el príncipe electoral, mi nieto. Alabado sea Dios en sus resoluciones».

—Alabado sea, sí —ha sonreído el conde con resignación.

Sigue, no obstante, notoriamente enemistado con la reina, de quien se dice en los palacios y mentideros de Madrid que vive en un hilo, muy cansada de Oropesa y harto temerosa de la reacción de Luis XIV, a quien todo Madrid imagina decepcionado, iracundo, amenazador y sediento de venganza.

Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

23 de enero de 1699

… El correo extraordinario de Francia llegó a Madrid en la mañana del domingo 18, y la noticia de su arribo corrió como pólvora seca por toda la Villa y Corte. La reina sintió gran curiosidad por saber lo que había traído y he podido averiguar que citó a la marquesa de Harcourt en la iglesia de la Encarnación. Por su parte, el marqués recibió nota del rey para que acudiera a Palacio la tarde del lunes.

—O mal conozco al rey o esto va a amedrentarle todavía más —rio Mocenigo en casa de don Mercurio.

Fueron estas palabras premonitorias, y dan fiel reflejo del buen olfato de mi amigo el embajador de la Serenísima.

Pero sigamos con la audiencia del marqués, cuyos entresijos he podido conocer a través de diversas fuentes. Presentose, pues, Harcourt en el Real Alcázar con una carta de Luis XIV. Pidiole permiso al rey para leerla y, obtenido, la leyó erguido, magnífico y muy despacio, a fin de que Su Majestad se percatase bien de ella. La nota de Versalles —a la que he conseguido tener acceso aligerando la bolsa del conde de Harrach— es un prodigio de artera mala fe, pues escamotea el hecho infame de la prevista mutilación de España y echa íntegra sobre el rey Carlos la culpabilidad provocadora de la situación actual.

(Aquí sigue el pasaje en que Juan Guillermo trascribe la misiva de Luis XIV. Firme, soberbio e hipócrita, aseguraba este monarca estar sorprendido y desazonado ante el gran engendro pergeñado en Madrid contra el espíritu de la paz de Ryswick. Y decía verse forzado a evitar, a un tiempo mismo, el rebrote de la guerra y el perjuicio que le amenazaba al ser completamente ignorado el derecho inviolable que las leyes y costumbres españolas conferían al Delfín de Francia).

… Aguantó don Carlos todo el chaparrón. Pero cuando el marqués concluyó, aconsejó a este no prestar demasiado crédito a los rumores que circulaban en los mentideros. Replicó el marqués que todo Madrid daba por cierta la existencia del nuevo testamento a favor del príncipe electoral de Baviera y que, por su parte, no albergaba ninguna duda de haberse firmado. Y al pronto, añadió:

—Pero Majestad, yo no he venido a discutir la veracidad o no de la información que poseo. No lo voy a hacer porque, además de una impertinencia por mi parte, sería perder el tiempo. Únicamente he venido a trasmitiros la voz de mi señor, quien, como puede imaginar Vuestra Majestad, espera oportuna y puntual respuesta.

Don Carlos asintió con la cabeza y dio fin a la audiencia afirmando no desear sino el mantenimiento de una buena amistad con el rey de Francia.

Salió el marqués de la cámara regia y encaminó sus pasos en dirección a la covachuela del Despacho Universal. Pero antes de llegar, le alcanzó el intérprete —único testigo de la audiencia— para preguntarle si había entendido bien lo que había declarado Su Majestad desmintiendo los rumores que corrían.

—Las palabras del rey no pueden ponerse en tela de juicio —enfatizó escandalizado.

Respondió el marqués haber oído y entendido perfectamente. Y feudal e implacable entró en la oficina del Despacho Universal, donde entregó al secretario Ubilla copia de la carta de Luis XIV, rogándole no se demorase la respuesta, pues deseaba enviarla a Versalles por conducto del propio correo extraordinario que trajo la comunicación real.

Preciso es recordaros ahora que mientras el embajador francés acudía al Real Alcázar, Mariana de Neoburgo se veía con la marquesa de Harcourt, la esposa de aquel, en la iglesia de la Encarnación. No he podido saber de qué hablaron, aunque intuyo que la marquesa no supo o no quiso aliviar la incertidumbre que acosa sin tregua a la reina. Y pienso esto último porque esa misma tarde acudí con el conde de Harrach a una comedia en el Real Alcázar. Son estas veladas habituales en Palacio. La reina disfruta de ellas. No así el rey, que suele evitarlas alegando cuestiones de salud. Esta vez, sin embargo, asistió. Flaco como una flauta, muy pálido, ojeroso, se ayudaba para caminar de un bastón a juego con el negro de su vestimenta.

—¡Dios del cielo! —musitó el embajador al verlo entrar en el salón—. Realmente parece un ser de ultratumba…

Prestaba Aurora Salcedo su juego sarcástico y sensual a los versos del conde de Clavijo, y a pesar de ser esta actriz muy de mi agrado, mis ojos no se apartaron ni un momento del rey. Pude ver así cómo hablaba detenidamente con la reina y cómo, al cabo de un rato, le entregaba un papel y salía del salón triste y circunspecto. Vi después que Doña Mariana leía el escrito con detenimiento y que una expresión de espanto calcinaba su rostro súbitamente.

Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

2 de febrero de 1699

… Desde finales del pasado menudean las conferencias entre Oropesa y el almirante, y las de estos dos señores con la reina, cosa que tiene muy intrigada a la Corte…