8

Doña Juana de Coello fingía no sospechar nada del sufrimiento de Antonio Pérez y esperaba que su marido le revelara el sentido y el fin último del gran auto de fe de cartas y papeles que Escobedo y él habían organizado apresuradamente días después de que se conociese en Madrid la toma de Namur. Doña Juana no dudaba de que entre los dos viejos amigos se habían producido fuertes altercados y pensaba que las escandalosas relaciones de Antonio con la princesa de Éboli podían estar detrás de la irritación y la cólera de Escobedo. Tampoco dudaba de que una sorda amenaza se cernía contra su marido.

Antonio, no obstante, aparentaba todo lo contrario. Su dominio exterior era total y ante los amigos y parientes mantenía la imagen del hombre que había sido siempre. En las conversaciones que se sostenían durante las veladas de La Casilla sabía desplegar tanto ingenio y elegancia que por un instante ella misma creía que sus miedos no eran más que alucinaciones. Sí, todo era un sueño, una pesadilla más. Por momentos, le parecía despertar y volver de un viaje larguísimo. La luz de las antorchas, el desorden de las copas de vino, la fruta sobre la mesa, el lejano canto al son de la música del laúd, el cortesano juego de preguntas y respuestas, la familiar sonrisa llena de ironía de Antonio daban forma al espejismo y ella se sumergía en sus aguas plácidamente. Sí, todo es mentira. Pero cuando los invitados se iban y las antorchas en la sala se apagaban, el telón caía de golpe. Pálido como un trapo, ojeroso, Antonio la besaba ceremoniosamente, abandonaba el salón rumbo a su gabinete de trabajo y se encerraba allí toda la noche con esa mirada muda y oscura que solo ella podía advertir: una mirada que, a veces, en la hora tarda de la noche, doña Juana de Coello imaginaba poblada por la abigarrada fauna de monstruos y animalejos repugnantes que llenaban ciertas pinturas importadas de Flandes por Su Majestad.

Tieso como un cirio, el rey releía el despacho de París con la mente puesta en dos noticias. La primera era la sangría de ducados que iba a suponer la guerra en los Países Bajos después de la reciente victoria de don Juan en Gembloux. La segunda, las misteriosas visitas que ciertos emisarios de don Juan venían haciendo los últimos meses al duque de Guisa, nuevas que le había comunicado el embajador en París Vargas Mexía:

… Hace dos semanas que mis espías vigilan día y noche la residencia de Enrique de Guisa, y me ponen al tanto de los personajes que en ella entran y salen. La nueva es que ayer noche vieron traspasar las puertas de dicho palacio a un caballero que uno de mis informadores reconoció enseguida. Se trata de don Ramiro Ruiz de Urbina, persona de la más alta confianza del señor don Juan. Muy presto di orden de seguir cada uno de sus pasos, al objeto de averiguar dónde se hospeda y conseguir, si cabe, alguna letra que esclarezca el motivo de esta visita. Mas temo que lo que don Juan haya tratado con el duque de Guisa por medio de Ruiz de Urbina sea de palabra y aparezcan pocos papeles que se puedan sustraer…

Pérez esperaba a que el rey, que leía quedamente esta misiva, expresara algún comentario, diera alguna orden, algo que rompiera el silencio de plomo que reinaba en el aposento. Finalmente, Felipe apartó sus ojos azules y desvelados de la carta, plegó los labios con un rictus de contrariedad, y mirando fijamente al sagaz secretario, le dijo:

—Don Juan parece enfermo, desde luego. Pero ni siquiera la enfermedad puede justificar una conducta tan poco digna de un súbdito y hermano.

Luego alargó la hoja a Pérez.

—Decidme, Pérez, ¿qué pensáis de todo esto?

Al secretario le ardían las palabras en los labios. Escobedo había descubierto su cínico tejemaneje con don Juan y con el rey. Y su incontinencia verbal le tenía aterrado. A él y a la princesa de Éboli. El secretario de don Juan era ambicioso e intrigante, y como todos los montañeses que aspiraban a ennoblecerse, peligroso.

—Mucho me temo, Majestad, que el duque de Guisa idolatra a don Juan y que este siente igual admiración por el soberbio y audaz francés. Los hilos entre uno y otro se van anudando más y más. Como sabe Vuestra Majestad, el duque ha enviado soldados y dinero a los Países Bajos para ayudar a don Juan y su aportación a la victoria de Glemboux no ha sido poca.

Firme, conciso, el rey atajó a su secretario:

—Sin rodeos, Pérez. Yo lo que deseo son informaciones de otra índole. Es decir, lo que pensáis, lo que habéis oído, lo que sabéis, lo que intuís de estos negocios de don Juan con los Guisa.

Un brillo fugaz pasó por la mirada de Pérez.

—Majestad, don Juan y Enrique de Guisa están descontentos con su situación. Ambos se creen llamados a destinos más altos. A los dos les acompaña el prestigio de la presencia, el esplendor de las victorias militares, el cariño del Papa y el amor del vulgo.

—Vamos, Pérez, ¿qué sabéis?

—Al parecer, don Juan se ha comprometido a ayudar al de Guisa en su empeño de elevarse al trono de Francia a cambio de un apoyo similar del duque en caso de que…

—Ya que no osáis terminar, lo haré yo. En caso de que me falte la salud.

Pérez vaciló un momento. Luego dijo:

—Don Juan está mal aconsejado, Majestad. Escobedo le ha dejado olvidar para qué fue a los Países Bajos… Majestad, es Escobedo soberbio y bravucón, y ha envenenado el alma de vuestro hermano y espoleado las quimeras que devoran su espíritu. Nuestros espías me han informado de que Escobedo no solo está enterado de los tratos secretos de don Juan con Enrique de Guisa, sino que ha sido él mismo quien los ha sugerido y animado.

Los ojos del rey se clavaron en los de su secretario.

—Sí —dijo casi en un susurro, como para sí mismo —… Tal vez todos los planes alocados que achacamos a don Juan desde que está en Flandes procedan de este hombre.

Pérez sonrió entre dientes. La flecha había dado en el blanco.

—Majestad, tengo a Escobedo por mi mejor amigo. Ambos progresamos al amparo del príncipe de Éboli. Los dos hemos trabajado codo con codo en los despachos del Alcázar. He comido en su mesa y bebido su vino. Soy yo quien cuida y da consejos a sus hijos en su ausencia. Y como Vuestra Majestad no ignora, fui yo quien lo propuso para ocupar el puesto que ocupa junto al señor don Juan.

Hizo una pausa.

—Pero Majestad, mi amor y lealtad a la corona me prohíben callar sus faltas. Mi corazón sangra al pronunciar estas palabras… Escobedo debe desaparecer.

El rey miró a su secretario de una manera penetrante y comentó muy despaciosamente:

—Tremendas palabras son esas, Pérez.

—El marqués de los Vélez opina otro tanto. Si Escobedo vuelve a los Países Bajos, emponzoñará aún más el espíritu de don Juan. Recordad que ha fortificado la Peña del Mogro y que no hace muchos días le oyeron hablar sobre un desembarco de los Tercios de Flandes en la villa de Santander.

—¿No hay otro camino?

—No.

—¿Y si lo mandamos prender?

Respondió Pérez, escogiendo, cuidadoso, las palabras:

—No podemos complicar al señor don Juan en un escándalo como el que tratamos. Y sin señalar su culpa, en verdad muy grave, ningún juez podría dictar sentencia contra Escobedo. Por otra parte, el prestigio de la monarquía quedaría muy mermado.

—Vuestra Majestad es quien tiene que dar el fallo —añadió.

Siguió un silencio incómodo, que el rey rompió para despedir al secretario.

—Podéis retiraros, Pérez.

Se retiró Antonio Pérez. El rey quedó meditativo. Pálido, gotoso, volvía a pensar en la carta del embajador en París Vargas Mexía.

El cielo ya oscurecía rápidamente hacia el Alcázar, cuando Antonio Pérez llegó al imponente palacio de Éboli. Las iglesias habían concluido de tocar las oraciones, y la cercana campana de la iglesia de Santa María conservaba todavía un zumbido soñoliento.

En el momento en que el mayordomo anunció la visita del influyente secretario, Ana de Mendoza se hallaba sentada en un sillón de terciopelo carmesí, frente al espejo, y permanecía quieta y grave como sobre un trono. A su derecha e izquierda dos sirvientas daban leves toques a su peinado.

—Pérez… —exclamó con un simulacro de sonrisa.

Los ojos del secretario recorrieron ávidos el fino arco de las cejas, la sonrisa, la boca… Fue un instante, pero la princesa se dio cuenta de que la estaba observando con placer. Pasados unos minutos, hizo un gesto imperceptible con la cabeza para despedir a las sirvientas, que se retiraron silenciosas, y con voz imperativa dijo al mayordomo:

—Estaremos en mi gabinete. No quiero que nadie nos moleste.

Después se incorporó con extrema rapidez.

—Tomad esa palmatoria y seguidme.

Pérez la siguió escalinata arriba. Una vez en el gabinete, Pérez dio luz a varios velones.

—Y bien…

Ana de Mendoza clavó su mirada en el secretario. Una mirada sombría y penetrante. «También el rey mira así», pensó Pérez.

—¿Qué nuevas traéis? ¿Está maduro el rey ya?

Pérez miró a la princesa con una leve sonrisa.

—Felipe se decide con dificultad. Ha pedido consejo al padre Chaves, su confesor. Pero don Juan se empeña en ayudarnos desde Flandes. Sin sospecharlo, ha firmado la sentencia de muerte de Escobedo.

Pérez extrajo una carta escrita de mano de don Juan de Austria y se la tendió a la princesa.

—Él no sospecha que todas sus quejas —explicó— cuando conviene, se las muestro a Felipe.

Ana de Mendoza abrió el pliego despacio y después lo acercó a la luz de un velón. Tenía las mejillas muy pálidas; le brillaba el ojo descubierto.

A Antonio Pérez y Juan de Escobedo. El señor don Juan a 6 de febrero de 1578 en la Abadía de San Argenton:

… ¡Mas cuán poco ha habido, señores, del decir que era fuerza combatir, al hacerlo! Y cómo, de punto en punto, se van cumpliendo cuantas cosas están ya dichas. Esta victoria que Dios nos ha dado, tan ofrecida de su mano ha sido, cuanto sin ella nos faltaba todo, salvo que nos sobraban los peligros de perdernos. Ahora bendito sea Él, tampoco nos faltaría nada, si Su Majestad hubiera resuelto, tanto hace que se lo suplico, las provisiones de nuestra gente, tan inexcusables y forzosas. Del no hacerlo, se sigue que no me voy a Bruselas por no tener artillería ni municiones aparejadas, por falta de dueño y dineros. Y si tardamos un poco volverá el enemigo a sernos superior y ganarnos la campaña con mayor golpe de caballería. Nada puede hacerse ya sin dinero. Y por esta misma razón empiezan ya los desórdenes que suele provocar la gente de guerra no pagada…

Ana de Mendoza frunció los labios, valorando, muy seria, aquellas primeras frases. Después leyó en un susurro:

… Por amor de Nuestro Señor, que cause este suceso coraje y que se dé leña al fuego en tanto que dura el calor. O que, perdida esta ocasión, no pretenda más Su Majestad ser señor de Flandes ni mayor seguridad en los demás de sus reinos. Pues ni en Dios ni en las gentes hallará más asistencia, antes muy claras demostraciones de lo contrario. Y esta es la verdad y no lo que le dicen tantos como le mienten y le engañan…

La carta se extendía líneas y más líneas con palabras cada vez más ardorosas e imprudentes. Repetía ruegos y quejas. Pedía dineros y resolución. Y concluía:

… Señor Escobedo, prisa y mayor prisa a venirse. Y el señor Antonio me diga si le parece a Su Majestad muy grande la queja que le doy, porque yo apenas me satisfago de lo que le escribo, pues veo lo que le cumple y toco con mano lo que le va en creerme y descreer de quienes en dicho y en hechos le venden o le reniegan…

Ana de Mendoza bajó la carta, que rozó su vestido, y se la entregó a Pérez.

—¿Vuestra Excelencia la ha leído toda? —preguntó el secretario con ojos acechantes.

La princesa asintió con la mirada.

—¡El muy loco se atreve a amenazar al rey! —apostilló Pérez con la boca sesgada por una sonrisa.

Ella lo miró fijamente. Después levantó las cejas y dijo con aire ausente, como si estuviese pensando en cosas remotas.

—Vos no podéis entender a don Juan, Antonio…

El secretario la miró, confuso.

—¿Por qué lo dice Vuestra Excelencia?

—Hay un mundo más allá de este mundo sombrío donde los señores han de quedarse toda la vida en señores —murmuró inexpresiva—. El mundo de lo posible, un mundo en el cual don Juan puede ser rey de Flandes e Inglaterra. Lo ve. Luego, ya no. Es un momento fugaz…

Había cerrado los ojos, identificando voces lejanas que únicamente ella podía oír. Luego, como si regresara de un sueño, dijo:

—No, vos no comprenderéis nunca lo que significa estar tan cerca, extender simplemente la mano y poder tomar la corona.

Frunció el ceño Pérez. Y enseguida, con voz truculenta y cínica, dijo:

—¿Y por qué no había de entenderlo? ¿O acaso Vuestra Excelencia cree que solo los señores se cansan de ser siempre servidores y nunca reyes?

Esta vez el silencio fue largo. Al cabo de un rato, la voz de la princesa brotó neutra, sin inflexión alguna:

—Vais demasiado lejos, Antonio.

—Usted y yo señora, la voluntad y la sangre.

Su Majestad Católica estaba sentado a su mesa de trabajo. Había cenado ya y se había despojado de la pesada cadena de oro del Toisón y cambiado el traje negro de seda con severos bordados dorados en las mangas por un jubón de terciopelo más sencillo. Estaba fatigado y reflexivo. Las palabras de Antonio Pérez habían prendido en su mente y las repetía para sus adentros:

«Escobedo está rabioso y no se deja dar lecciones. Es preciso actuar. Vuestra Majestad ha de decidirse».

La voz apretaba en su cabeza:

«La hora apremia. Don Juan solicita en cada carta el regreso de Escobedo. Si Vuestra Majestad da la orden, yo podría encargarme del asunto de tal forma que no diera ocasión a hablillas».

Pensó: «Sí, esta vez debo poner todo el empeño en resolver pronto el asunto». Y se lanzó a leer lo que le había aconsejado su confesor, el padre Chaves:

… Según lo que yo entiendo, el Príncipe seglar que tiene poder sobre la vida de sus súbditos y vasallos, como se la puede quitar por juicio formado, lo puede hacer sin él, pues la tela de los tribunales no es nada para aquellos que son los mismos que hacen las leyes. Claro está que el Príncipe ha de tener muy buenas razones para usar de ese remedio fuerte y extraordinario. Es decir, que ha de haber justa causa de por medio…

Frente a la mesa, en un retablo, había una estatuita de la Virgen. Aquella imagen había acompañado al rey a todas partes, había presenciado todos sus movimientos y escuchado todas sus palabras. Miró a la Virgen y se dijo: «Cada día estoy más solo. La soledad se apodera de mí como una enfermedad».

Pensó en Ana de Austria, su cuarta esposa, que estaba muy preñada otra vez. «Está muy pálida. ¡Y qué ojeras tiene!», se dijo con tristeza y alarma. Y sintió una honda piedad hacia ella. Pero la sombra de Escobedo volvió a deslizarse dentro de su cabeza. El rey se acordó entonces del buen Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli.

—De estar aún vivo, ¿qué me hubiera aconsejado él en esta situación?

De Antonio Pérez para Ana de Mendoza, Princesa de Éboli.

Enero de 1578

La semilla sembrada ha germinado. Esta tarde el rey me ha llamado a El Escorial. Por fin, da su consentimiento. Es un asunto de Estado.

De Ana de Mendoza, princesa de Éboli, para Antonio Pérez.

He recibido con satisfacción la nueva. Recordad que el veneno ha de darse poco a poco, pues de otro modo es muy posible que todo se eche de ver.

De Antonio Pérez para Ana de Mendoza, princesa de Éboli.

Por tres veces, mi señora, se ha intentado con el veneno. Pero este bruto de Escobedo dura en su flaqueza y nunca acaba de morirse. Me he decidido, pues, por un medio más directo. El acero en manos de hombres diestros no fallará.

De Ana de Mendoza, princesa de Éboli, para Antonio Pérez.

Me preocupa y mucho lo que pueda hacer el rey cuando sepa que Escobedo no ha tenido tiempo de confesarse.

La luna era trágica, espectral, agorera. Las callejuelas estaban llenas de penumbra plomiza y temblorosa. Algunos palacios encendían sus candiles y las ventanas volcaban sobre la calzada un mortecino resplandor anaranjado. Pensativo, acompañado de alguno de los suyos y precedido de antorchas, don Juan de Escobedo no se había percatado de que seis personajes de no muy noble catadura lo estaban vigilando. Primero, lo habían seguido al palacio de la princesa de Éboli, donde el montañés había estado largo rato. Y después, a la casa de doña Brianda de Guzmán, dama con la que se le suponían amores clandestinos. Tres de los valentones lo adelantaron cuando volvía ya a recogerse y, conociendo el camino que iba a tomar, que era la callejuela del Camarín de Nuestra Señora de la Almudena, se apostaron a la sombra, emboscados en un portal. Los otros tres se dirigieron a la próxima y populosa plazuela de San Juan con la misión de hacer guardia y, si era preciso, intervenir en socorro de sus compañeros.

Fue la luna quien dio la señal para que los rufianes se echaran sobre la escolta y el más veterano de ellos diera, con arma terrible, el golpe mortal, salpicando de sangre su capa. Don Juan de Escobedo se echó encima de él y puso mano a la espada, mas viendo que no podía gobernarla, dijo:

—Esto es hecho…

El matón lo había atravesado de parte a parte con el certero acero, como si hubiera picado a un toro.

—Se acabó… —musitó el montañés, escupiendo la desesperación y la sangre escandalosa al cielo.

Y después, mientras los asesinos se escabullían en la noche y los numerosos paseantes, estupefactos, vociferaban que habían matado a Escobedo, pidió:

—Confesión, señores.