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Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

30 de octubre de 1698

La política arde en Madrid demasiado rápido, querido hermano, y es tal la tensión que se respira en el Real Alcázar que cualquier noticia, por pequeña que sea, agita las brasas. Imaginaos, pues, el efecto que han producido los rumores que empiezan a correr por Europa y de los que ya os supongo al tanto. Os diré que dichos rumores son ciertos, aunque no completos. Pero antes de pasar a detallaros la intriga internacional que a no tardar desatará una tempestad de indignación y escándalo en esta Villa y Corte, dejadme que os cuente cómo y cuándo tuve conocimiento de la misma.

Estaba el estrado de las hermanas Cataño en el mejor punto de su animación, cuando el criado de don Mercurio se me acercó sigiloso y con voz respetuosa y confidencial, me dijo:

—Perdonadme, señor, pero ha llegado un billete urgente para vuestra merced.

Me excusé ante las anfitrionas y pasé al vecino aposento. Allí abrí el billete, cuya letra había reconocido por ser la de nuestro embajador. Leí el conciso mensaje:

Venid prontamente. El golpe de fortuna que esperábamos ha llegado.

Ya me había despedido de las anfitrionas y me disponía a abandonar el palacio de Mercurio Cataño cuando topé en la puerta con el marqués de Villena, cuyas simpatías francesas nadie ignora, pues no se preocupa de ocultarlas. Zorro astuto, me saludó con gran cortesía y con una jovial impertinencia me preguntó:

—¿Os marcháis ya?

—Con harto pesar, os lo aseguro —me apresuré a contestar—. Pero acabo de recibir recado del embajador.

Rio el marqués, y con su empaque altivo y la serena truculencia de sus ojos, exclamó:

—Andan hoy inquietos y exigentes los embajadores, pues yo mismo acabo de visitar a su excelencia el marqués de Harcourt. Presumo que debe ser el mismo asunto el que os hace abandonar tan agradable compañía.

Y así era. Esperábame nuestro embajador en el salón que emplea habitualmente como despacho. Cuando entré, estaba escribiendo una carta. Lo hacía sin interrupción, como si las ideas fluyeran con tanta facilidad como la tinta. De pronto, dejó la pluma de ave, puso el sello de la casa Harrach al pie de la última frase y alzó la cabeza para mirarme. Su cara estaba trémula por el frío y la emoción. Intentó sonreírme. Pero la mueca le congestionó el rostro.

—He aquí los hechos, mi querido Juan Guillermo —se apresuró a verter su excitación—: Luis XIV ha firmado un tratado de repartición de la monarquía española con el rey de Inglaterra y el estatúder holandés.

Hizo una corta pausa y, como yo callaba, me alargó el pliego que acababa de concluir. Rezaba así:

De Aloisio de Harrach, conde de Harrach, a Su Majestad Imperial Leopoldo de Habsburgo.

Sire:

Esta tarde estuvo a verme el marqués de Leganés, que me dijo haber recibido cartas de don Francisco Bernaldo de Quirós desde Bruselas asegurándole la existencia de un acuerdo entre Francia, Inglaterra y Holanda para trocear los territorios de esta monarquía en el caso de morir sin sucesión Carlos II de España. Dicho acuerdo adjudica al Delfín los reinos de Nápoles y Sicilia, las plazas de la Toscana y la provincia de Guipúzcoa; al príncipe de Baviera el resto de la Península, las Indias, los Países Bajos y Cerdeña; y a vuestro hijo el archiduque Carlos el ducado de Milán…

—¿Y bien? —me preguntó con precipitación el embajador.

Respondí rápidamente:

—El emperador no consentirá lesión tan enorme a los intereses de su Casa.

Asintió satisfecho el embajador.

—Mi opinión también es esa. Y así se lo he hecho saber a Leganés, quien, por otra parte, está ahora más firme que nunca en su decisión de acabar con el almirante de Castilla.

Calló un momento, y después se dijo en voz baja: «Esto lo cambia todo». Al hacerlo, sonrió con una indeleble y furtiva sonrisa.

—Daría un brazo por ver ahora mismo la cara de Harcourt. Dios nos ayuda, querido amigo

Puede que así sea. Sin duda, la posición de nuestro conde de Harrach en la Villa y Corte es hoy más fácil y cómoda que hace una semana. Sin duda, este paso de Luis XIV le ha desbaratado el juego a Harcourt, pues la pronta divulgación del tratado mudará en execración general la popularidad que en tan poco tiempo ha logrado conquistar. Sí, querido hermano, no se me oculta que a partir de ahora va a ser más lucida nuestra imagen en Madrid. Sobre todo si el elector de Baviera acepta el reparto de La Haya, como creo que hará. Pero yo tiemblo pensando en las múltiples caras y las ambiciones desmesuradas de Luis XIV, en la vana e intrigante Mariana de Neoburgo y en la guerra larga y asoladora que puede desencadenar la muerte sin sucesión del rey Carlos.