3

Octubre… noviembre de 1797. María Teresa Ruiz de Urbina, condesa viuda de Montemayor, cerró los ojos para contar el tiempo transcurrido entre una fecha remota y aquel día: 27 de octubre de 1814. Ningún otoño le había parecido tan triste: solo aquel.

—¡Diecisiete años! —dijo en voz alta.

Desde su regreso a Madrid, la condesa no recibía a nadie, y raras veces salía de su palacio. El gran mundo fastuoso que antaño la había rodeado se había reducido a aquel antiguo caserón situado en la Cuesta de la Vega. La servidumbre numerosa de mayordomos, doncellas y peluqueros que solía volar por el laberinto de cámaras, salones y pasillos igual que una corriente de aire se había encogido a cuatro criados mayordomos y una solitaria doncella. Cuando aquella mañana le habían anunciado la visita del marqués de Armillas, su primer pensamiento fue: «No quiero verle». Pero más tarde se avergonzó de su cobardía y envió un billete al marqués.

—Diecisiete años… —repitió. Diecisiete años durante los cuales no habían vuelto a verse.

Hacía rato que hablaba en voz alta, aunque estaba sola en el jardín.

—Diez de noviembre de 1797… —musitó.

La fecha en que el marqués le había suplicado que abandonara a su marido y fuesen juntos a Nápoles, donde Su Majestad Católica Carlos IV le había dado uno de los puestos diplomáticos más perseguidos y envidiados. «Yo sé que seríamos tan felices como quepa serlo en la tierra», le había susurrado él buscando su brazo desnudo. «Yo sé que mi vida entera no tiene más sentido ni destino que amaros».

La mirada de la condesa abarcó la casa donde había querido ahuyentar la sombra enardecida y exaltada del marqués. Desgarrándola, acudieron con paso fantasmal los alegres invitados del pasado. Ella iba entre todos, sonriendo. En ese jardín, recordaba ahora, le había hablado de amor el conde de Montijo, el más peligroso de los amantes pasajeros que siguieron al marqués, el único capaz de hacerle olvidar a ráfagas y a rachas que iba a sus brazos por fastidio, no por pasión. Allí se había reído con las ocurrencias y chascarrillos del actor Isidro Máiquez. Allí, meses antes de su estreno en el Teatro de la Cruz, Moratín y su musa Paquita Muñoz habían leído para ella El sí de las niñas. Allí también la había pintado Goya, disfrazada de pastora esclava. En ese mismo jardín, cuyas estatuas enseñaban, como dentelladas sangrientas, la ira justiciera contra el colaboracionismo de su hijo Melchor.

La condesa se puso de pie. Anochecía. De pronto, se había vuelto a levantar viento; los árboles oscilaban. Aterida de frío, recorrió el jardín y entró rápida en la casa. No se detuvo en el gabinete decorado con pinturas de Goya, sino que lo cruzó y subió la escalera, y después, a oscuras, continuó por el largo pasillo, a cuyo final se proyectaba la luz que pasaba por una puerta abierta. La condesa giró y entró en la alcoba: otro jardín, de naranjos y flores de azahar esta vez, pintado en las paredes y el techo.

—Así que desea verme —dijo en voz alta—. Después de diecisiete años…

La condesa se miró al espejo. Ya no era joven, pero llevaba muy bien la edad. Ni una gota de grasa, ninguna deformación, esbelta como cuando tenía veinte años, el cutis claro, fresco, los cabellos todavía rizados, rubios. Y él… ¿Cómo la vería él? ¿Leería en su mirada las heridas, el desequilibrio de la soledad? ¿Sorprendería las huellas del tiempo en el abanico de finísimos surcos que se formaban alrededor de su boca? ¿Se preguntaría dónde estaban los colores tiernos de los ojos, la sonrisa contagiosa?

Una angustia repentina le oprimió el pecho: en la ventana revoloteaba una luciérnaga. El día en que murió su marido también había visto una en el jardín. «Mire, señora, una velita de ovejero», le dijo Mariana, la fiel doncella. Así las llamaban los campesinos: tan dura les parecía la vida del pastor, las noches pasadas cuidando del rebaño, que lo obsequiaban con luciérnagas como si fueran reliquias o vestigios de luz en la temible oscuridad.

—Pedro… —suspiró.

Sin duda, Pedro de Heredia había sido el más considerado y liberal de los maridos. Con él, había compartido la afición al teatro y a la pintura, y ambos habían detestado —con suma discreción, claro está— los espionajes del Santo Oficio y de los hurones a sueldo del Príncipe de la Paz. No obstante, el conde siempre había sido un extraño para ella. Un militar ilustrado, distante, inaccesible, pensó. Y recordó sus apresuradas cópulas en la oscuridad: él enérgico e implacable, ella lejana y petrificada. Debían de ser ridículos de ver. Sin besarse ni acariciarse. Un asalto. Una forzadura. Una presión de rodillas fría contra las piernas. Una explosión rápida y rabiosa…

Por un instante, vio en la imaginación su epitafio… murió en Madrid el año de 1802. Sí, don Pedro de Heredia se había despedido del mundo en el momento justo: antes de ver a sus amados franceses convertidos en impasibles verdugos. Falleció mientras dormía. «Un insulto cardíaco», dijo el cirujano. Pero ella se dijo: «Soñaba con un concierto de Haydn o con una victoria estrepitosa en el campo de batalla, y se ha olvidado de despertar».

En la mesilla había una campanilla de plata al alcance de la mano. La condesa la agitó:

—Que suba Mariana —le pidió al criado.

La condesa no se movió. Se quedó sentada, con la campanilla de plata en la mano, hasta que llegó Mariana.

—Esta tarde —dijo— vendrá el marqués de Armillas.

Mariana, que vivía en la mansión desde los tiempos del padre de la condesa, preguntó:

—¿Quiere que todo sea como antaño?

—Sí, eso quiero. Exactamente igual. Como en tiempos del Príncipe de la Paz.

Ahora ya no pensaba tanto en ella. Hacía tiempo que la condesa de Montemayor no le visitaba en sueños. Hacía tiempo que no se despertaba en mitad de la noche, mientras ella desaparecía despacio, retrocediendo… Hacía mucho tiempo. Pero sabía que podía cerrar los ojos y evocar hasta el menor de sus gestos, describir hasta el menor detalle de su rostro, su cuerpo, el peso de su muñeca sobre su corazón por la noche.

El coche cerrado avanzaba al trote, con un ruido uniforme: los muros de las casas pasaban ante las ventanillas, blancuzcos, casi oscilantes, con un movimiento continuo y suave. El marqués de Armillas volvió a ver en su memoria aquellos días lejanos. ¿Y si no le había mentido a Moratín? ¿Y si la condesa ya solo habitaba esa parte del pasado al que uno jamás debe regresar? ¿Y si la nostalgia de su piel, de su aroma, de su compañía en el lecho, solo había sido un pretexto para soñar hasta la saciedad con otra vida, muy distinta de la que había terminado por vivir, una existencia distinta a aquella que, de alcoba en alcoba, de embajada en embajada, le había devorado poco a poco?

«No», se dijo el marqués.

«No…».

A pesar de los años, él jamás había dejado de amar a la condesa: la verdad de su cuerpo, la verdad de su voz, la verdad de sus grandes ojos… Ahí estaba la prueba, porque ahora iba a verla con el corazón emocionado y por nada del mundo hubiera dejado de ir.

—La señora condesa os espera…

Un criado condujo al marqués al gabinete decorado con pinturas de Goya. Desde la ventana se veía el jardín. También podían verse las estatuas desfiguradas y los jarrones despanzurrados, que evocaban la destrucción y el saqueo que el palacio había sufrido a manos del populacho.

La condesa estaba allí, junto a la ventana, sentada en un espléndido sofá estilo Luis XV. El marqués se quedó inmóvil en el umbral, mirándola embobado: su rostro ovalado y sin pintar, su vestido oscuro, sencillo y elegante, el fino chal blanco, prendido con una rosa, los pies, pequeños y delicados, calzados con zapatos puntiagudos.

—Mi querido marqués… —dijo sonriendo la condesa, y al punto le señaló el jardín cuajado de árboles—. Demos un paseo.

Anduvieron en silencio. Bajo sus pies crujían las primeras hojas secas del otoño. Al cabo de un rato, se detuvieron delante de una estatua de mármol amarillo: representaba la figura de un joven alado, con los ojos cerrados, que se llevaba un dedo a los labios en señal de aviso.

—No habéis cambiado —dijo por fin la condesa—. Yo sí, como podéis ver.

El marqués protestó con vehemencia y cortesía.

—Estos últimos años han sido una escuela para mí —siguió la condesa.

Eran medio extraños y medio conocidos, con las palabras de amor lejanas como impactos de bala en la tapia de un cementerio.

—Ahora sé lo que es la soledad. Nadie en Madrid me trata, ni yo deseo tratar a nadie.

Unos pasos sonaron entre los árboles. El marqués giró la cabeza.

—No es nada. Los criados tienen el vicio de espiar.

El marqués la miró con ojos rápidos y apreciativos de buen conocedor. Advirtió que en los diecisiete años transcurridos desde su último encuentro, la condesa se había convertido en una dama otoñal y enigmática, asediada por Saturno y una corte interminable de fantasmas. Ahora bien, parecía tranquila en aquel universo suyo: el jardín asolado, el criado que espiaba entre los árboles, los monólogos del viento en las habitaciones vacías del antiguo palacio…

—En Madrid espían hasta los madroños —sonrió el marqués. Y dando muestras de un ingenio desengañado que acariciaba los hombres y las cosas, sus dramas, la misma muerte, con el inflexible propósito de quien rehúye lo ingrato para hacer amable y soportable la vida a uno mismo, a la humanidad entera, añadió—: El otro día se lo decía a mi querido Lord Cowley, al que la camarilla del rey tiene abochornado. En Madrid han restaurado el sistema de libertad que tanta gloria granjeó en siglos a nuestra nación: con tal de que no se hable de autoridad, ni de culto, ni de política, ni de moral, ni de las gentes importantes, ni de los espectáculos, se puede hablar de todo bajo la vigilancia de dos o tres comadrejas del ministro de Policía.

«No, no ha cambiado», pensó la condesa: el mismo conversador admirable, risueño, cortés, cínico…

—Hoy, como en nuestros mejores tiempos, existe a las puertas de Madrid la aduana de los pensamientos, donde estos son decomisados como las mercancías de Inglaterra.

La condesa sonrió automáticamente y siguió al marqués en aquel juego, dejando que las palabras cambiaran el tono lúgubre que ella había impuesto al principio. Hablaron entonces de cuestiones sin importancia. Hablaron de aquel vino espumoso, vino al que el marqués se había aficionado durante su estancia en Francia, en los años del consulado, y que ahora no podía faltar en su casa. Hablaron de la Pompadour, que según él había sido la descubridora de aquel vino espumoso, y también del café, brebaje del que era un incondicional, sin creer en lo más mínimo en los supuestos estragos que algunos médicos decían que causaba en el organismo.

—Nuestro querido Moratín dice que el café es cosa de sonámbulos y se niega a tomarlo. Yo, sin media docena de tazas al día, soy hombre muerto.

La condesa sonrió. Algo semejante a una estrella fugaz se precipitó en lo hondo de su memoria.

—Leandro… —dijo en voz baja, y después, añadió—: ¡Qué lástima de hombre…!

Había un brillo de malicia en sus hermosos ojos y una mueca casi imperceptible en su boca grande, de labios finos.

—Me visitó poco antes del motín de Aranjuez. Tenía miedo a todo, y más que nada a los peligros de una revuelta popular contra Godoy, a cuya sombra, como sabéis, había vivido y medrado bastante. Me dijo que el día que cayera el Príncipe de la Paz no daría dos cuartos por su pellejo. Yo pensé entonces que su hipocondría y pésimo humor le hacían ver enemigos en todas partes. Sin duda, me equivoqué, pues su casa fue una de las que asaltaron los esbirros del conde de Montijo y el duque del Infantado.

El marqués le tomó una mano. Y con una rara expresión de vivacidad y juventud, dijo:

—¿Os acordáis?

Roma al borde de ser polvo, el Papa preso, ahogado en el llanto, Marco Aurelio engalanado en el Campidoglio con los colores franceses…

—Sí, sí… —respondió la condesa.

Se acordaba de todo… Se habían conocido en la residencia del embajador Azara, hombre cultísimo, aficionado a la arqueología y a la pintura. Y ninguno de los dos había podido hacer nada en contra del impacto que provocó el encuentro. A ella le sedujo el aire insolente y lisonjero de aquel marqués que, pese a su juventud, parecía haber hecho un arte exquisito de la sociabilidad más afable y graciosa. Él tuvo la sensación de que la Venus de Botticelli acababa de entrar en su vida.

Aquella noche en la residencia del embajador hablaron de sus particulares experiencias en Roma y ambos descubrieron su común entusiasmo por el Tasso. El marqués dijo entonces que al día siguiente se proponía visitar San Onofrio, el convento del Gianicolo donde había muerto el poeta. Ella preguntó si podía acompañarle.

Era el año 1796. Tiempo de metamorfosis. Eran los días en que Napoleón comenzaba a grabar sobre la piel torturada de Italia la última epopeya escrita sobre las rutas de Europa por un solo hombre. La última leyenda. El mundo entero estaba a punto de saltar en pedazos, pero nada, en aquellos días de batallas y quimeras, parecía importar al marqués y a la condesa, salvo vivir, como dos páginas de un libro cerrado, su apasionada intimidad de extraños.

Con qué urgencia se habían besado aquel día en el claustro de San Onofrio, frente a la Madona de Leonardo, pintada al fresco, en uno de los lunetos. Y más tarde, cuando abandonaron la iglesia y se sentaron en la terraza sombreada de encinas, cómo les había deslumbrado el desgarrón amarillo del atardecer sobre Roma. Y los días siguientes. Las ruinas del Foro, las iglesias remotas del Aventino, el vergel de Santa María del Priorato, la floresta esmeralda de la Villa Medici, Monte Mario, desde donde se veía el horizonte del mar por el lado de Ostia.

¡Qué felicidad fue aquella! La condesa era como una mezcla de suavidad y violencia contenida y majestuosa, con la densidad carnal de la mujer que solo en la madurez ha conocido el amor. Y el marqués no quería sino envolverla, poseerla. «Amo tus sueños, las sábanas que te envuelven por la noche, tus pies, tu hígado, tus riñones, tu sangre», le dijo él en una ocasión. Y ella, fingiéndose escandalizada, le había contestado: «No seáis desagradable, marqués». Y luego le había susurrado en voz alta: «Besadme. De vuestra boca es de lo que estoy más puramente enamorada, de vuestros dientes».

—Me pregunto cómo serán hoy las calles de Roma —insistió el marqués—. ¿Quién habitará hoy aquel palacio?

La condesa sintió que el jardín oscilaba alrededor y creyó que le iba a dar un mareo.

Tal vez el marqués había dicho algo más. Tal vez ella había respondido. No lo sabía.

—De eso hace muchos años… —dijo bruscamente—. Ahora está bien claro que ya no somos los mismos. Nada es lo mismo.

Una pausa se abatió sobre ambos, como si se hubieran precipitado en un pozo oscuro y silencioso. El marqués hizo un esfuerzo.

—Es cierto. Era otra Roma… Y nosotros también éramos distintos. El mundo se desmoronaba a nuestro alrededor y aun así suponíamos que nuestra vida iba a ser siempre igual: nuestras ceremonias, nuestras intrigas, los banquetes, las fiestas. Todo sería eterno, como las pinturas de Rafael, como el amor…

—Volvamos; empieza a hacer frío —suspiró la condesa, y por el tono el marqués comprendió que deseaba esquivar cualquier alusión a su partida violenta, diecisiete años antes: el final.

«Una palabra misteriosa», pensó el marqués: final… El desgarro final, la inminencia del fin… Una noche —ahora, mientras se dirigían hacia la casa, bajo los árboles, el marqués podía evocar aquella noche con una lucidez infalible— ella dijo sencillamente: «Esta es la última vez… Nunca más, pase lo que pase». Luego, se calló. Pasó un rato y volvió a hablar, a intervalos, encerrada en sí misma. Habló de Pedro de Heredia, de su marcha a Madrid, de la necesidad de la separación. Dijo algo así como que el amor dolía, como que frente al amor se sentía indefensa, la víctima propiciatoria de una venganza decretada por los dioses desde el centro del firmamento. Él la interrumpió. Temía vivir, despierto, el principio de una interminable pesadilla. «¡Basta ya! ¡Basta ya!», había protestado ella. «Creo que me volvería loca…». El marqués recordó la última frase de la condesa, de una dureza de húsar: «Comportémonos», dijo.

Todo había terminado así. Después, el marqués había formado parte de embajadas en Nápoles, Londres, Lisboa y París, se había casado y enviudado y había coleccionado un poco de todo: cuadros, vinos, actrices, mapas…

El marqués recobró su empaque.

—Ahora que no hay otra que morirse de hastío, deberíais aprender más cosas sobre don Alonso —dijo para cambiar de tema.

—¿Cómo?

El marqués se lo recordó.

—Don Alonso Ruiz de Urbina, el embajador del césar Carlos que levantó este palacio inspirándose en las residencias italianas de Andrea Mantegna y Giulio Romano. Una vez me dijisteis que estabais enamorada de él. Sí, adorabais su retrato pintado por un artista a quien llamaban el Greco, y también el retrato femenino del Tiziano que tanto apasionaba a Godoy: la dama en cuestión, si no recuerdo mal, era la esposa de don Alonso.

La condesa sonrió. En su interior resonaban las conversaciones en el palacio del embajador Azara sobre Tiziano.

—En efecto —dijo—, esta fue la casa de don Alonso Ruiz de Urbina. El agua que sale por esa pared es esa fuente antigua que inspiró las cartas a su esposa, ya muerta.

Avanzaban despacio, siguiendo el sendero que la vegetación parecía a punto de borrar para siempre.

—Fue un hombre brillante —recordó la condesa—. Un humanista astuto, magnánimo y algo excéntrico… Su nieto, Enrique de Alcázar, también fue un varón admirable. Tenía un amigo, don Diego Sarmiento de Acuña, personaje sagaz y avisado que hizo esfuerzos ímprobos para que se realizara el matrimonio de Carlos de Estuardo con la infanta María, hermana de Felipe IV. Pero la súbita llegada del príncipe Carlos a Madrid, la resistencia del conde-duque de Olivares, el pánico de la infanta a casarse con un hereje y mil causas más lo impidieron…

La condesa hablaba sin mirar a ningún sitio, abstraída en sus pensamientos, y el marqués no quiso interrumpir su soliloquio. Su voz. Sus ojos. Ella parecía haber rejuvenecido en unos segundos.

—Sí, creo que aquí sucedieron muchas cosas —siguió la condesa—. Aquí murió Baltasar de Alcázar, el espía de Felipe IV a quien retrató Velázquez. Mi padre, que tenía el culto de los recuerdos y a quien le complacía contar historias de esta casa, decía que había muerto el mismo día en que la infanta María Teresa iba hacia el matrimonio con Luis XIV de Francia sin que en las arcas del rey quedara dinero para satisfacer la dote prometida, medio millón de escudos que ningún banquero quiso sufragar. «¿Por qué casó el rey a su hija con su mayor enemigo? ¿No convertía así a la infanta en reina y rehén?». Yo le hacía a menudo esta pregunta, al menos una vez al año. Él sonreía y no me hacía ningún caso. Pero un día no fue así. «Los hijos purgan los pecados de sus padres», me dijo muy serio.

La condesa volvió a abstraerse. Habían llegado a las escalinatas que conducían al interior de la casa. Caía la tarde y la oscuridad empezaba a envolver el jardín.

—Mira esos gorriones —dijo de pronto. Su voz y ella misma habían vuelto a envejecer de una manera súbita—. Vienen todas las tardes y se posan en la fuente de Perseo. Todo lo demás está destrozado. Los franceses se llevaron algunos cuadros. Pero la hazaña que veis fue cosa del populacho. Ciertos personajes pensaron que así me obligarían a marcharme.

—Deberíais hacerlo. El rey es vengativo y corren rumores de que en Cádiz vos…

Ella se le acercó y le puso los dedos en los labios.

—Me ha alegrado veros. A Vuestra Excelencia y a nadie más. No vayáis a decirme ahora que habéis venido para intentar convencerme de que debo irme.

—He venido porque quería volver a veros —negó velozmente el marqués—. ¿Acaso no os parece natural?

Los ojos de la condesa brillaron enigmáticos.

—¿Natural? —dijo con irónica animación. Después miró al marqués con una encantadora sonrisa, y a modo de despedida, añadió—: Siempre, hasta el último día de vuestra vida, tendréis la edad de veinte años.