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—Alerta, zagal, las mujeres hermosas no son de fiar —recuerdo que exclamó categórico Mateo Vargas Orozco el día que proclamé en el Perro Rojo mi admiración por la pequeña de las hermanas Cataño, pues habíale escrito a mi amada unas letras y quería su opinión.
—Sobre las hijas de Don Mercurio corren multitud de rumores —observó grave Geraldo.
Yo me enderecé como si hubiera recibido un insulto.
—Ninguno malo puede referirse a Elisa sin faltar a la verdad.
Geraldo metió mano otra vez a la jarra y me miró largamente, como si calculase el grado de mi embrujamiento.
—Es igual que un ángel —añadí.
—¿Un ángel, decís…? ¿Habéis visto muchos? —preguntó Vargas Orozco—. Sé poco de ángeles, zagal, y es mejor así, porque si supiéramos mucho de ellos no creo que lo pudiéramos soportar. En cambio, sé bastante de mujeres, y se soportan perfectamente siempre y cuando entendamos que son solo apariencias.
Hablaba lentamente, y al hacerlo miraba de reojo a Marcela, que en aquel momento servía una mesa ruidosa con cinco ilustres cofrades del Perro Rojo. Su voz sonaba retadora.
—¡Quietas esas manos! Tengo galán que me viste y protege, con el que vivo, y que me trata como una reina.
—Algo te pedirá a cambio.
—Lo mismo que todos. Sabiéndoos lidiar, los hombres os volvéis tan amables como canes.
—¿Por lo buenos que somos?
—Por lo mucho que laméis —replicó la moza para toda la taberna.
Recuerdo la carcajada general y que Vargas Orozco me devolvió la hoja con mis versos. Luego apuró de un trago la jarra de vino, sin respirar, y repitió:
—Apariencias, zagal… Si se te ocurre tocarlas se esfuman. No queda nada. Son más inconsistentes que el humo.
Y, puesto en pie, volviéndose hacia el resto de los parroquianos, recitó con voz cetrina un poema de Catulo:
Dice que nunca querrá entregarse a ninguno mi amada,
ni tan siquiera si Júpiter se lo llegara a pedir.
Dice… Lo que una mujer a su amante ferviente le dice
más vale en viento escribirlo y en la corriente veloz.
Una celebración de aplausos conmemoró el desenlace de aquellos versos. Rio de buena gana Marcela, sentose otra vez Vargas Orozco y Geraldo recuperó su talante jocoso, festivo y chancero.
—Mira, Diego, nosotros dos te daremos buenos consejos y malos ejemplos. Tú elegirás lo que más te convenga —dictaminó.
No mentía. Salimos del Perro Rojo. La tarde era ya un abandonado esplendor nocturno. Al llegar a las gradas de la iglesia de San Felipe, Geraldo cambió unas reverencias hipócritas con un grupo de hidalgos que charlaban sobre una algarada que había tenido lugar a primera hora de la mañana en la Plaza Mayor. Poca cosa, a decir de Geraldo, para la situación que atravesaba la Villa y Corte, pues el caso era que el precio del pan seguía subiendo con temeridad sin que los nobles que manejaban el gobierno movieran una pestaña para poner remedio en ello.
—Parece Madrid una ciudad sitiada. El hambre se señorea de todo.
—El hambre y la violencia. Todos los días se cometen crímenes por las calles. No están seguras ya las casas, ni aun las iglesias.
—Ese es un grave achaque, pero también lo son la quiebra de la justicia, la corrupción de los que gobiernan, la impunidad de los jueces que hacen que parezca un diablo el infeliz que no se deja perecer de hambre.
—El derecho natural de conservar la vida hace inexcusables, y por esto mismo, excusables los mayores excesos.
Estaba Geraldo ocupado en aquella conversación cuando Vargas Orozco se alejó del corrillo y se dirigió hacia un carruaje detenido al otro lado de la calle. Recuerdo que me quedé inmóvil, contemplando la escena, pues el poetastro parecía inusitadamente serio y afirmaba de vez en cuando con la cabeza. Hubo al cabo de unos minutos un movimiento en la penumbra del interior del coche y vi cómo Vargas Orozco deslizaba en su faltriquera una bolsa bien redondeada. Después, quien fuera su interlocutor pareció dar una brusca orden, porque de improviso se apartó Vargas Orozco de la portezuela y el cochero hizo arrancar a los caballos.
—¿Se sabe algo del conde de Oropesa? —preguntó cuando volvió a unirse al corro.
—Que está al volver.
—A lo que se dice continuará en el empleo de presidente del Consejo de Castilla.
—La reina le ha pedido tres cosas: que acuerde con el almirante, aleje a Monterrey y lime las garras del cardenal.
De regreso a casa le pregunté a Geraldo si había visto lo que yo.
—El coche tenía algo extraño —dije—. Los cortinajes de las ventanillas estaban echados. Daba la impresión de que quien lo ocupaba intentaba pasar inadvertido.
Geraldo sonrió irreal, secreto y paternal.
—Hay cosas de nuestro amigo que yo no quisiera saber nunca y esta, Diego, es una de ellas.