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Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

20 de agosto de 1698

… Septiembre tiene fama de funesto para los reyes de España, pues en ese mes murieron los tres últimos de la Casa Austria. Hasta el punto es así que Felipe IV dijo, en octubre de 1664, que estaba seguro de vivir un año más, como así aconteció. Por eso, en Madrid se teme mucho al mes próximo. Su Majestad tiene, sin embargo, mejor aspecto. Y el día de San Bartolomé se le vio en la capilla del Real Alcázar con alegre semblante. El doctor Geleen —por quien sé muchísimas cosas del ambiente, de los cambios de humor, de las intrigas anudadas y desanudadas alrededor del raquítico y endeble monarca, a quien Dios guarde— me ha dicho que, por ahora, no hay temor ninguno. Los médicos le han autorizado a visitar la alcoba de la reina, pero parece que lo demorará hasta octubre. También han deliberado sobre el clima que convendría mejor a Sus Majestades, y vacilan entre Toledo, Talavera y Guadalajara, sin ponerse de acuerdo…

Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

15 de octubre de 1698

Qué va a ser de nuestro pobre embajador, el conde Aloisio de Harrach. Presume de aplomo, cautela y discreción, pero parece ser que los ha perdido en contacto con el marqués de Leganés, que es más loco que él, si cabe.

Sorpréndole de tanto en cuando sumido en gran melancolía y adivino fácilmente la causa. Hoy por hoy está España prácticamente asediada por mar y por tierra, y la culpa la tienen, acaso, los médicos, cuyo pronóstico, contradiciendo el acertado juicio del doctor Geleen, fue que Su Majestad no sobreviviría pasada la canícula. Más de seis mil franceses desempeñan aquí oficios de artesanos. So pretexto de que forman parte de su servidumbre, el embajador, marqués de Harcourt, tiene en su casa dos generales, cuatro coroneles y ocho capitanes. Y los cuarenta mil soldados apercibidos en la frontera navarra invadirían el país entero antes de que Viena pudiera mover una sola pestaña. Por si fuera poco, la gente no aborrece ya a Luis XIV, como antes, pues se piensa que todos estarían mejor si prevaleciese el rey de Francia. Así se da el caso de que la marquesa de Harcourt pasea en Madrid como un oráculo y se la festeja y acompaña, mientras no se acerca nadie a la condesa joven de Harrach, que llegó recientemente.

Y aun con todo, el mayor problema de nuestro embajador no se halla en Versalles ni en las naturales intrigas del afable y sagaz Harcourt, ni tan siquiera en ese zorro engalanado de púrpura que es el cardenal Portocarrero. No, querido hermano. Su mayor problema es la reina. He escrito bien, sí. Mariana y su favorito, el almirante de Castilla, maestro en el arte de ocultarse y errar en diplomacia. No hay día en que el embajador no sueñe con hacerle ahorcar en medio de la Plaza Mayor, donde todos lo vieran, y ponerle encima un letrero que dijera: ¡Por infame!

Razones para odiar a don Juan Tomás Enríquez de Cabrera no le faltan al conde de Harrach, pues hace ya cuatro semanas que tuvo conocimiento de que el altivo e inclasificable favorito ha aconsejado a la reina, su señora, la sincera reconciliación con Luis XIV. Si hubierais visto la expresión de su rostro el día que supo que los contactos existían y que los mismos contaban con el beneplácito de Mariana… Parecía habérsele helado la sangre de pronto. Durante días, no salió de su estupor. Varias tardes lo sorprendí hablando a solas, murmurando:

—¡No es posible!, ¡esto no es posible!

Fueron avanzando así las semanas. Pasó septiembre. Entraron el frío y las lluvias. Una tarde se presentó aquí el marqués de Leganés, recién llegado de Italia. Feudal, bronco, mostachudo y bien barbado, estaba muy pálido y daba la impresión de hallarse muy lejos del salón adonde le hizo pasar el embajador.

—Bienvenido, marqués, a Madrid —dijo el conde sentándose en un cómodo sillón—. Os veo con placer. Decidme, ¿cómo andan las cosas por Milán?

Pero el marqués de Leganés no le contestó. Y tampoco el embajador esperaba contestación alguna, porque inmediatamente empezó a hablar de la salud del rey.

—El enfermo va tan por la posta que ha de ser forzoso mudar de médico, o muy en breve acabará todo —dijo.

Y del rey pasó a la reina Mariana.

—Estoy escandalizado de esta reina palatina. Desde que llegué a España, no pasa día sin que no reciba alguna nueva afrenta.

—Vive Dios que ella no es el peor mal —exclamó el marqués.

—A fe mía que no —susurró el conde.

Frunció el entrecejo fiero el marqués y, con voz severa, mencionó al almirante de Castilla y su traición ignominiosa y aludió a cierta propuesta que ese diablo soberbio —fueron sus palabras—, había hecho llegar a Luis XIV en nombre de la reina.

—La tal propuesta consiste en traer un hijo del Delfín a Madrid para que sea educado en la Villa y Corte y al mismo tiempo convencer a Su Majestad de la necesidad de testar en favor de su ilustre invitado. De esto segundo se encargaría, claro está, la misma reina.

—¡Justo cielo! —parpadeó con desaliento el embajador—, eso es peor de lo que esperaba.

El marqués, que mostraba su disposición a liderar el partido austríaco, adoptó un tono de acero.

—No sería ningún zorro el almirante si no viera que los demás somos ovejas.

Y dicho esto, mesándose las barbas patricias, brillándole los ojos pequeños y encarnizados, dio parte al conde de Harrach de la acción que, desde antes de su venida de Milán, intenta emprender junto a Portocarrero y Oropesa para cambiar el sino de las cosas.

—Su Eminencia el cardenal se aviene a tener una entrevista con el conde de Oropesa, siempre que este acepte las líneas generales del plan.

El embajador lo miró incrédulo.

—Cavilo que es muy difícil que junta tan audaz pueda lograrse.

Había caído ya la noche. La ciudad reposaba bajo una luna macilenta. Junto a la puerta de la embajada dormitaban al unísono los criados, el cochero y los caballos del marqués.

—Pero soy todo oídos. ¿Cuál es el plan?

Aquí os resumo, querido hermano, el plan que, tomándose su tiempo y con largas pausas entre punto y punto, sin quitarle de encima los ojos bélicos al fatigado y desamparado embajador, explicó a continuación el marqués de Leganés:

1º. Por medio de los médicos, y a título de prescripción facultativa, se trasladará al rey, solo, a El Escorial, sin noticia anterior de la reina, que, enterada, se bastaría para impedirlo.

2º. Una vez allá, se le hará comprender a Su Majestad la responsabilidad en que incurre dejando que vaya a la ruina la monarquía, con grave peligro incluso para su propia persona.

3º. Se obtendrán de su mano los decretos de destierro del almirante, la condesa de Berlepsch, el padre Chiusa y los demás secuaces de la camarilla, así como las órdenes para que los extranjeros de ella sean conducidos a Barcelona y embarcados sin dilación en una galera con rumbo a Italia, de modo que Su Majestad no vea a la reina mientras no haya desaparecido el riesgo de volver a las andadas.

4º. Purificada así la Corte, buscará el Consejo de Estado los medios indispensables para reforzar las fronteras sin gravamen del Tesoro Real ni del pueblo, muy harto y descontento por la pobreza en que se debate.

Juan Guillermo de Lanscron, en Madrid, a su hermano Franz, en Viena.

19 de octubre de 1698

Esta mañana el embajador me tendió el billete que trajo uno de los criados del marqués de Leganés. Oropesa ha aceptado el plan. Ahora se está en celebrar la entrevista. Mientras tanto, el conde de Harrach no gana para sustos, y acaba de tener uno, terrible, a consecuencia de una indigestión del rey, producida por unos cacahuetes que no estaban buenos. Afortunadamente, se limpió con vómitos y hoy ha comido según costumbre.