12
Se acababa el día en aquel palacio-monasterio que festejaba la memoria de la victoria alcanzada en San Quintín. El rey estaba sentado a su escritorio, examinando un pliego que llevaba por título Relación de las dádivas que Antonio Pérez ha recibido de varias personas:
1. Del duque de Florencia: 10.000 escudos de oro so color de dineros de cierta expedición.
2. De Alejandro Farnesio, príncipe de Parma: 3.000 en dos veces, so color de derechos.
3. De Pompeyo Colona: un rubí muy rico que había costado y valía 2.500 ducados.
4. De Marco Antonio Colona, virrey de Sicilia: 6.000 escudos.
5. De Juan Bautista Centurión, marqués de Stepa: un jarro y una fuente de oro que valían 1.000 ducados.
6. Del marqués de Mondéjar, virrey que fue de Nápoles: 24 retratos de papas y otros 56 de personas reales que valían muchos dineros.
7. De Juan Andrea Doria: unos lienzos de la batalla naval y una caja de espejos para vidrieras, que valdría todo más de 200 ducados.
8. Del Serenísimo don Juan de Austria: un brasero de plata que valdría 2.000 ducados.
9. Del ilustrísimo señor cardenal de Toledo: la mayordomía de Ciudad Real que le ha valido cada año 500 o 600 ducados.
Su Majestad sintió la incandescencia corriendo por su cuerpo, cegándolo, urgiéndolo a castigar al atrevido.
… 18. De la señora doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli: 5.000 ducados que se pagaron en Nápoles.
19. De dicha señora princesa: 8 reposteros ricos, bordados de tela de oro y plata sobre terciopelo carmesí con cierta divisa de un laberinto, que valían 3.000 ducados.
20. De dicha señora: dos diamantes ricos de valor de 3.000 ducados.
21. De dicha señora: una imagen de la Magdalena, guarnecida de oro y piedras finas, que valdría 200 ducados.
22. De dicha señora: una sortija con un granate, en que estaba esculpido un laberinto, que valdría 200 ducados.
23. De dicha señora: un arca rica, de ébano, chapada de plata, que valdría 500 ducados…
Recordó el rey las últimas acusaciones de Mateo Vázquez contra el secretario del Despacho Universal y la princesa de Éboli: «Antonio Pérez es un instrumento de la hembra, que es la levadura de todo…».
De pronto, sintió que alguien había penetrado en la estancia. Por el ruido advirtió que se trataba de su ayuda de cámara.
—Majestad, fray Diego de Chaves desea hablaros de un negocio de la mayor urgencia.
Felipe conocía la discreción de su confesor y lo hizo pasar enseguida.
Era el dominico fray Diego de Chaves un anciano enteco y cetrino. De cabello gris y rostro afilado, tenía fama de docto teólogo y hombre estricto. Había sido confesor del infeliz príncipe don Carlos y también de la reina Isabel de Valois, y en el momento en que entró en el pequeño gabinete real hacía casi dos años que se ocupaba de velar por la conciencia del monarca.
Antes de hablar, fray Diego de Chaves esbozó la mesura de una reverencia:
—Su Majestad recordará que hace unos días me ordenó visitar a la princesa de Éboli y mediar entre Vázquez y Pérez para poner fin a la escandalosa guerra de la que se hace lenguas todo Madrid.
Felipe alzó las cejas sin dignarse a preguntar.
—Majestad, Pérez dice que podría perdonarlo todo, menos que alguien le llame bastardo de sangre judía. Y acusa a Vázquez de mover contra él al hijo de Escobedo, quien, asegura, le espera con hombres disfrazados a los pasos de noche. También me ha insinuado que si se sigue abriendo la puerta a sus enemigos para perseguirle, muy a su pesar, tendrá que alzar el dedo de sus labios y hablar de lo visible y lo invisible.
A pesar de su impasibilidad, el rey torció el gesto.
—Por su parte —proseguía el confesor—, aunque vive aterrado, pues ha llegado a sus oídos que valentones pagados por la princesa le espían día y noche por posadas y caminos, Mateo Vázquez no está dispuesto a retractarse. Dice que lo que intenta Pérez contra él no se suelda con ningún medio sin castigo de tan graves atrevimientos. También recuerda que no es más que vuestro humildísimo siervo y que las abominaciones de la Éboli y su socio claman contra Nuestro Señor. En cuanto a la princesa…
Fray Diego de Chaves titubeó un instante.
—Continuad, Padre.
—La princesa —se expresó el dominico con voz firme y pausada, no sin cierta rigidez— me ha asegurado fuera de sí que si no se le venga de Mateo Vázquez ella misma está dispuesta a hacerlo asesinar delante de Vuestra Majestad. Doña Ana quiere las entrañas del secretario en un plato para alimentar a sus perros, y que claven sus testículos en las puertas del Alcázar.
Se dijo: «Esa mujer es el demonio… No solo me ofende de palabra; también de obra».
—Estos son los resultados de mis conversaciones, Majestad.
Felipe regresó de su ensimismamiento y, muy despaciosamente, declaró:
—Me parece, padre, que no llevamos buen camino en este negocio ni por él se podrá hacer cosa buena.
Fray Diego de Chaves calló prudentemente. Sabía que el rey seguiría hablando, puesto que había estado largo tiempo ante sí mismo y no conseguía aquietar bien su conciencia. El recuerdo de don Juan lo atormentaba. Y el confesor sabía por qué. Tras la lectura minuciosa de los papeles de su hermanastro, Felipe había comprendido que al acceder a la ejecución de Escobedo se había convertido en cómplice involuntario de los negocios turbios de quien había llegado a ocupar casi una privanza a su lado. De dichos papeles emergía, ante la conciencia del rey, la inocencia de su hermano, la desproporción notoria entre sus quimeras —arrebatadas, peligrosas a veces, pero siempre leales— y el inquietante cuadro que con ellas había compuesto Antonio Pérez.
—No, padre, esto ha de acabar. Hay que reventar ese absceso. Flandes está en una situación crítica. Portugal aguarda…
Felipe volvió a ensimismarse, con la mirada puesta en su interior. Después de un espeso silencio, muy pausadamente, se dirigió otra vez a su confesor:
—Agradezco vuestra mediación, padre. Estos días me encomendaré a Dios para que me alumbre y encamine.
Fray Diego de Chaves se inclinó con los brazos cruzados sobre el pecho, como si estuviera pidiendo limosna o la orden de retirarse, y salió andando pesadamente.
Cuando se quedó a solas, el rey intentó retomar la lectura donde la había abandonado:
… 37. Don Juan de Córdoba, al tiempo que se proveyó el oficio de capitán general de las Galeras de Nápoles: 500 ducados.
38. Del marqués de Santa Cruz: algunos regalos y presentes, especialmente cuando la batalla naval, dos esclavos buenos…
Leía. Pero ya no le era posible concentrarse. Pensaba en don Juan, en Escobedo, en los manejos y artimañas de Pérez y la orgullosa princesa de Éboli. La rabia ascendía otra vez por su cuerpo. Tuvo que dejar de leer, cegado. Con los ojos cerrados contó hasta diez. La rabia era mala para el gobierno y para el alma. Poco a poco, se fue calmando. Siempre había sabido controlarla, cuando le había hecho falta: disimular, mostrarse cordial, afectuoso. Por eso había cumplido veintitrés años llevando en las espaldas el peso de un imperio que abarcaba dos mundos. «Sí… He de poner fin a todo esto», se dijo. Y en el acto se rindió a la idea que hervía en su cabeza desde que descubriera las retorcidas mentiras del secretario del Despacho Universal. Llamar al cardenal Granvela. Sí, escribiría a Granvela. Aunque tenía ya más de sesenta años y vivía retirado en Roma, el cardenal acudiría sin tardanza.
«Él vendrá. Mi imperio es su vida».
Tomó la pluma y trabajosamente, con la mano dolorida y torpe por el tormento de la gota, escribió al cardenal rogándole y mandándole que se embarcara al punto en las galeras de Doria, porque, le decía:
Hoy más que nunca tengo yo necesidad de vuestra persona y de que me ayudéis al trabajo y cuidado de los negocios, pues todo está en el estado en que os avisé en mi última carta…
La noche había caído deprisa. Había muy poca luz en la alcoba, tan solo una vela. Ramiro se acercó a Juana. Le dijo:
—No os cubráis. Sois tan hermosa.
No la oyó entrar.
«El hombre que está aquí sentado posee un engañoso parecido con el Antonio que yo conozco, pero dentro de esa delicada superficie todo se ha desencajado», pensó doña Juana de Coello.
El secretario del Despacho Universal estaba sentado frente a la mesa, dando la espalda a la ventana. Una cortina de tela roja suavizaba la luz del mediodía.
«Si no hubiera entrado justo en este momento, no habría sabido nunca nada. Antonio hubiera recobrado el dominio de sí mismo, dejándome al margen de lo que se oculta tras la habitual máscara de su rostro. Pero le he sorprendido mientras estaba indefenso. Y ahora es incapaz de ocultarme el desconcierto que alberga en su interior. Por primera vez puedo ver no la apariencia, sino el hombre mismo. Y el hombre tiene miedo. Miedo a perderlo todo. Le pongo la mano en la frente y no se opone. Nunca hemos estado tan cerca el uno del otro como ahora en este silencio. Se inclina hacia mí. No es una alucinación. Este abrazo sin un ápice de deseo físico, este silencioso escuchar la respiración y los latidos del corazón del otro es la gracia, por fin. No importa que mis lágrimas caigan sobre su cabeza, sobre sus manos. Por primera vez me necesita».
—No habléis, no os mováis. Estáis agotado.
—No tengo tiempo que perder.
—¿Qué es lo que os preocupa, Antonio? Decídmelo con una sola palabra. ¿El hijo de Escobedo persiste en sus calumnias?
Pérez se echó a reír. En el fondo, le irritaba que doña Juana de Coello fuera tan ingenua.
—El rey ha llamado a Granvela.
—El cardenal siempre os ha tenido en buena estima.
—Es el fin, Juana. Felipe ha emprendido un derrotero de disimulo que a los buitres no les ha pasado desapercibido. Todos están al tanto de que mi estrella declina en palacio.
—Su Majestad os lo ordenó.
—Su Majestad ha jugado con dos barajas. Mientras me ayudaba a lograr que los matarifes huyeran de Madrid, dejaba que Mateo Vázquez siguiese adelante con sus pesquisas y animase a la familia de Escobedo a pedir justicia. Y lo más grave: ahora se deja influir por los consejos del conde de Chinchón, amigo de Alba e íntimo del perro moro.
—¿Qué quiere?
—Me quiere a mí.
—No podéis hablar en serio.
—Más en serio no puedo hablar. Su Majestad me ve como a un enemigo.
—No os creo.
Pérez hizo una mueca. Parecía a punto de derrumbarse.
—¿Qué ha sido mi poder sino un minúsculo reflejo del poder real? —monologó en tono cansado—. ¡Cuántos trabajos en vano! Sí, todo en vano. Si los ambiciosos me vieran ahora, huirían a refugiarse en el desierto.
«Es la sombra de lo que un día fue», pensó doña Juana de Coello. «Un Apolo caído», se dijo. Y ese pensamiento evocó otro que la asustó más: ¿Estaba castigando Dios a Antonio por sus pecados?
—Estáis enfermo. Deliráis. Dejadme llamar a vuestro criado, o a un médico para llevaros a la cama. Mejor aún. ¿Me dejáis que lo haga yo misma? Apoyaos en mi hombro.
Antonio liberó la mano que ella había agarrado.
—¡Dejadme! —gritó—. No estoy enfermo. Traedme pluma, tinta y papel para escribir o llamad a un criado para que lo haga.
Doña Juana de Coello obedeció en silencio. La seguridad en ella misma se había esfumado. Estaba, como antes, ante una máscara. Una máscara complicada, reservada, misteriosa. Trajo los enseres de escritura que Antonio había pedido y los puso en la mesa delante de él.
—Lee conmigo lo que voy escribiendo.
Doña Juana de Coello miró la hoja por encima de su hombro. Sin vacilación, Antonio escribió:
Yo he visto lo que Vuestra Majestad fue servido responderme y lo que manda. Así pues, no cansaré a Vuestra Majestad con mi presencia. Y ya que el recato de Vuestra Majestad en este negocio llega a tanto que en el oírme y en el hablarme ha de hallar inconvenientes, también los hallará en el medio que yo quería proponer. Aunque bien mirado sirva de poco pues ha habido millares de ellos y ninguno ha salido bueno. Y no por la dilación con que Vuestra Majestad ha servido tener en todo, que no acabo de entender el fin de ello. Pues como muchas veces he dicho a Vuestra Majestad, con solo mandar con algún buen color, y hay cien mil, a los unos que callasen y a los otros que no hiciesen nada, se acababa este negocio y se olvidaba de una vez para toda la vida.
Antonio escribía sin cesar. Su pluma se deslizaba sobre la hoja frase tras frase:
…Y así, por amor de Dios, que Vuestra Majestad no se canse ni quiera que yo aquí pierda la vida y el alma, que la ruina muy al cabo me la traen mis enemigos. Pues si Vuestra Majestad supiese lo que el arzobispo de Toledo me ha revelado que le ha contado Ramiro Ruiz de Urbina…
Doña Juana de Coello recordó al arzobispo Gaspar de Quiroga. Su rostro flaco y alargado, la barba en punta, los ojos oscuros, la hermosura de sus manos, que movía con refinada cadencia. El arzobispo había pasado toda una tarde encerrado con Antonio días atrás. Doña Juana de Coello comprendía ahora por qué.
… Díjole Ruiz de Urbina al arzobispo que Mateo Vázquez le contó tres cosas contra mí. Primera, la muerte de Escobedo. Segunda, que trataba infielmente los negocios y servicios de Vuestra Majestad. Y tercera, que había ofendido a Vuestra Majestad en cosas de mujeres, en palacio.
Doña Juana de Coello sintió vértigo al leer aquellas acusaciones.
… Ante el espanto y la incredulidad del arzobispo, Ruiz de Urbina insistió en que Mateo Vázquez así se lo había asegurado. Después he sabido por qué este valiente soldado de Su Majestad anda fisgoneando en asuntos que no son de su competencia. Por lo que se dice contrajo una deuda con don Juan en Flandes. Majestad, esta deuda no es otra que averiguar todos los entresijos de de la muerte de Escobedo.
Pensó doña Juana de Coello: «Me necesita. Aunque él no lo sepa y no quiera necesitarme, me necesita». Y siguió leyendo:
…A todo esto y a más, llego con el sufrimiento y dilación de Vuestra Majestad. Y así no hay que esperar sino morir, pues Vuestra Majestad es servido de ello…
Pérez hizo una pausa. Y como queriendo evitar una pregunta de su esposa, concluyó de prisa:
… He comenzado, pues, a poner mis cosas en orden para huir de esta desventura; que mis casas las tengo ya vendidas. Y crea Vuestra Majestad que para salvar la vida y el alma, es este el mejor remedio de todos, y hago a Vuestra Majestad mucho servicio de ello…
«¡Oh, Dios —se dolió doña Juana de Coello— si pudiera ver en la oscuridad y encontrar palabras para explicar lo que viese! Si fuera capaz de transformar en acciones protectoras mi miedo y mi aprensión de la desgracia que se avecina. Si poseyera el don de penetrar en el ser de Antonio. Si pudiera luchar con él por la conservación de nuestra casa».
De un informador anónimo a Antonio Pérez.
He podido saber por la criada que el hijo mayor ha regresado de Italia. Siendo joven y soldado, creo que bien pudiérase poner en su conocimiento el pecado de la madre para así sellar la curiosidad de don Ramiro.
Respuesta de Su Majestad Católica Felipe II, en El Escorial, a Antonio Pérez, en Madrid.
Vos sabéis muy bien si he dejado de oíros o de tratar con vos de este negocio tan particularmente como habéis visto y como era mucha razón. Y aquí hiciera lo mismo de muy buena gana si no estuviera a punto de volverme ahí y sabiendo todos cuán ocupado ando.
Y mientras se pueda excusar que lo que se ha hecho de la muerte de Escobedo no ha sido con intervención mía, bien será que se excuse y es bien que vos lo queráis así y lo procuréis, pues cuando conviniese otra cosa, estoy yo en pasar por ello. Pero es bien probarlo todo antes, y a este fin han sido enderezadas las dilaciones que decís y el no acabarlo de una vez. Y para todo, no es mejor remedio el de vuestra ida y haceros culpado. Y aún lo tengo por el de más peligro para vuestra vida y quietud. Así que me parece que no llevamos buen camino en este negocio ni por él se podrá hacer cosa buena. Y lo que conviene es que, todos conformes, atendamos al remedio de él, que, de esta manera le habrá muy bueno. Y le hubiera habido y estuviera olvidado si vos hubierais callado como os lo escribí y dije más de una vez. Con todo no puede dejar de haberle.
Y así, os ruego mucho que os aquietéis y soseguéis y que me escribáis luego el medio que me queríais aconsejar. Pues por poner en esto lo que se ofrece, no se puede perder nada y creo yo que será tan bueno que no podré dejar de venir en él. Y así escribidme luego y os responderé.
Por otra parte, bien puede ser que Mateo Vázquez dijese a Ruiz de Urbina lo que os reveló el arzobispo. Pero yo os aseguro que a mí no me lo ha referido. Hablo de las dos cosas últimas, que en la primera me contó lo que el hijo de Escobedo le había contado a él.
Y ahora, como he dicho, querría que todos entendiésemos al bien de este negocio muy atentamente. Y así os vuelvo a rogar que luego me escribáis el medio que habéis pensado en esto.
Carta anónima —escrita por Antonio Pérez pero con firma de mujer— a don Rodrigo de Alcázar Ruiz de Urbina.
Esta es una carta de advertencia a la cual, creo, no seréis ingrato. Sé, con gran pesar, que don Ramiro Ruiz de Urbina consagra a vuestra madre un sentimiento que pasa con mucho de los límites de la admiración. También sé que vuestra madre corresponde a ese sentimiento, ignorando las fronteras de la honra y el deber.
No intentéis averiguar quién soy. No puedo ocultar que uno de los motivos que me impulsan a escribiros son los celos. En otro tiempo, me creí amada. ¿Quién, a mi edad, no habría cedido al espejismo de su dulzura? ¿A quién podrían no haberle parecido sinceros sus juramentos? Ahora me desprecio a mí misma cuando pienso en todo lo que he sacrificado por él. He perdido mi reputación. He desencadenado la cólera de mi casa. Y me he expuesto a su ingratitud, que esa sí es la mayor de las desgracias.
Adiós.
Que mis palabras os adviertan contra ese lobo con piel de cordero, dispuesto siempre a caer sobre su presa.