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Declaración de Antonio Pérez, tras recibir juramento por Dios, en forma de derecho, a raíz de las averiguaciones hechas por el juez Rodrigo Vázquez de Arce en torno a la muerte de Juan de Escobedo.
En la villa de Madrid, a 25 de agosto del año 1589:
Preguntado el secretario Antonio Pérez, preso en las casas de don Benito de Cisneros, si ha dado o mandado dar algunos dineros a cierto boticario y herbolario de Molina de Aragón llamado Muñoz por que hiciese veneno para matar con él al secretario Juan de Escobedo, dijo este confesante que no hay tal ni nunca hizo ni dio tal ni conoció ningún boticario.
Preguntado si por alguna vía dio orden para que matasen al secretario Escobedo o si tuvo en la dicha muerte alguna intervención y qué causa le movió para ello, dijo este confesante que ni tenía enemistad ni causa para quererle matar y así en ninguna manera tuvo parte ni arte en este negocio.
Preguntado si antes o después de sucedida la muerte tuvo noticia de las personas que intervinieron en ella, dijo que ni antes ni después, ni ha sabido quienes fueron en ella.
Preguntado si sabe o sospecha la causa por donde mataron al secretario Escobedo, dijo que no sabe cosa tocante a ella.
Preguntado si lo ha oído decir y a quién, dijo que no había oído cosa alguna, sino en general, a montón, que le mataron.
Los espectros llegaban en oleadas. Amenazaban con hundirle. Su Majestad no creía que los muertos pudieran regresar del purgatorio. Pero eso no le impedía verlos en sueños. Desde el día en que conoció el desastre de la Felicísima Armada, más que figuras y caras reconocibles, los fantasmas que le visitaban eran una masa compacta de cuerpos que se apretaban entre sí, como criaturas marinas. Solo don Juan, su hermano, tenía rostro en aquellos sueños.
Ahora era media tarde y el rey miraba sin ver algunos de los papeles que su guardia había conseguido arrebatar a Pérez. Todo estaba claro, sí. Todas sus sospechas eran ciertas. Los informes confirmaban más y más que Pérez había envenenado con falsedades su relación con don Juan y más tarde, mediante medias verdades, le había hecho cómplice del asesinato de Escobedo.
Se dijo: «¡Dios mío, perdonadme! Él me engañó. Y por si fuera poco, también recibió dinero del príncipe de Orange, a quien enviaba agentes secretos para asegurarle que España no enviaría ni sangre ni oro».
Previo permiso con tres leves golpes casi imperceptibles en la puerta, entró el ayuda de cámara anunciando a fray Diego de Chaves.
—Majestad —dijo el confesor después de que el rey diera su venia—, el preso se niega a reconocer su culpa y, bajo capa de giros piadosos, osa amenazaros una vez más. He aquí la respuesta que da al consejo de Vuestra Majestad.
Felipe tomó la carta. Y torció el gesto al comprobar que Pérez se dirigía al confesor y no a él:
Padre mío, yo creo que pecaría contra mi conciencia si me acusase sin motivo a mí mismo de una acción tan grave, especialmente porque al obrar así no solo me entregaría en manos de ministros envidiosos, sino que también perjudicaría a los inocentes. Creo que de ninguna manera sería razonable hacer público lo que el rey ordenó que fuera secreto. Y más aún cuando la viuda de Escobedo yace bajo tierra y el hijo mayor, que ha recibido de mi parte un pago de veinte mil ducados, ha suplicado a Su Majestad y a los jueces que no procedan más contra mí, que se me suelte de la cárcel en que estoy y me sean devueltos mis bienes…
Su Majestad levantó el labio inferior, señal de su evidente disgusto, y abandonó la lectura. Reflexionó un instante y con una voz en la que aleteaban los sinsabores del último año, dijo:
—Padre, la pasada noche mi hermano muerto, que Dios tenga en su gloria, acudió a mí en un sueño. Tenía el rostro demacrado, ojeras profundas y la enfermedad en los ojos. Desperté y aún estaba frente a mí, de cuerpo entero. Lo rodeaba un fuego blanquecino, una luz.
Tras una pausa, un tanto intencionada, del rey, se permitió fray Diego de Chaves opinar con entera franqueza:
—No podía ser don Juan, mi señor. Dios no permite salir al mundo a los difuntos. Sin duda, lo que ha visto Vuestra Majestad es una imagen formada en la mente. Esas imágenes son como cuerpos. Es algo bien sabido. Leed al buen Agustín de Hipona.
El rey no tenía intención alguna de pedir un libro.
—En el sueño mi hermano se paraba ante mí y me miraba. Parecía triste, muy triste. «Majestad», me decía, «ya no hay nadie en quien confiéis. Creéis que todos os engañan y sospecháis de todos. Os pensáis más prudente y astuto que nadie. Pero errasteis conmigo y faltasteis a Dios. Ved ahora dónde han ido a terminar vuestros pecados. ¿Qué queda de vuestros barcos? Su magnificencia yace desventrada en el fondo del mar. ¿Qué hay de los hombres que zarparon de Lisboa? ¿Cuántos volvieron con vida? ¿Cuántos se ahogaron? ¿Cuántos murieron acuchillados en la costa irlandesa? ¿Cuántos de hambre, de frío…? Nada más os digo, para que busquéis en vos mismo».
—Majestad, Dios es misericordioso…
—No conmigo, Padre. Cuando llegue el Día del Juicio, mi hermano declarará contra mí. Ha vuelto para recordármelo y he de soportarlo.
—Os aconsejo, Majestad, que no hagáis caso de los sueños, que eso es más bien cosa de brujas y hechiceros que de reyes.
El monarca quedó en silencio, mirando la franja de pared frontera que lindaba con el ventanal.
—Todos los días me postro frente al altar —reflexionó en voz alta—. Recuerdo… Sí, recuerdo días enteros. Regresan a mí —bajó el tono—. Padre, ¿volveríais a vivir un día de vuestra vida, uno solo, para actuar de manera distinta a como actuasteis entonces?
Fray Diego de Chaves caviló un instante. Luego, con voz firme y pausada, se expresó:
—¿Quién no ha soñado con desandar el tiempo, revivir lo muerto, recuperar lo perdido, enmendar las malas decisiones?
Quedaron un momento en silencio, mirándose.
—Pero Dios no ha tenido a bien concedernos esa facultad.
—No, no lo ha hecho —dijo en un susurro inaudible el rey.
Y alzando la mano para guardar la carta de Pérez entre el océano de papeles que cubría la mesa, añadió:
—En cuanto a Pérez, podéis recordarle de mi parte que ya sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber él hecho matar a Escobedo y las causas que dijo que había para ello. Sí, Padre, podéis decírselo. Y porque a mi satisfacción y a la de mi conciencia de hombre, de hermano y de monarca conviene saber si dichas causas fueron bastantes o no, también le diréis que le ordeno se las diga al juez Vázquez de Arce y le dé razón particular de ellas.
Del cardenal don Gaspar Quiroga, arzobispo de Toledo, al padre Fray Diego de Chaves, confesor de Su Majestad Católica Felipe II.
Señor, ayer estuvo aquí doña Juana de Coello. Señor: o yo estoy loco o este negocio es loco. Si el rey le mandó a Antonio Pérez que hiciera matar a Escobedo y él lo confiesa, ¿qué cuenta le pide y qué causas? Miráralas entonces y él las viera, que el otro no era juez en aquel acto, sino secretario y relator de los despachos que le venían a las manos y ejecutor de lo que le mandó y encargó como un amigo a otro. Ahora, al cabo de once años, le pide las causas, habiéndole tomado sus papeles, muertas tantas personas que podían ser sabedores y testigos de muchas cosas. Resucítele quinientos muertos, restitúyansele sus papeles, sin haberlos revuelto y leído, y aun entonces no se podrá hacer tal.
Declaración del secretario Antonio Pérez, tras recibir juramento por Dios, en forma de derecho, ante el juez Rodrigo Vázquez de Arce.
En Madrid, a 20 de enero de 1590:
Vuelto a ser preguntado el secretario Antonio Pérez, preso en las casas de don Benito de Cisneros, por las causas que dijo había para matar a Escobedo, y leída previamente la orden escrita de mano de Su Majestad, mandando las declarase, dijo este confesante que salvo el respeto, como tiene repetido, y la reverencia debidas al papel de Su Majestad, no tiene que decir sino lo que dicho tiene y que como no intervino a la muerte no sabe las causas de ella.
Relación del auto del tormento del secretario Antonio Pérez.
En la villa de Madrid, a 23 de febrero de 1590, el juez Rodrigo Vázquez de Arce y el señor Juan Gómez, del Consejo del Rey, intimaron al secretario Antonio Pérez a que confesase las causas que dijo a Su Majestad que había para la muerte de Juan de Escobedo. Respondió el dicho secretario que no tenía que decir sino lo que dicho tenía. Visto lo cual, el juez me mandó notificase al preso el auto de tormento y requirió al dicho reo dijera la verdad porque si por no decirla en el tormento que se le diere muriese o pierna o brazo se le quebrase u ojo se le saltare sería por su cuenta y no por la de su merced, que no pretendía otra cosa que saber la verdad. Y yo, el presente escribano, notifiqué al secretario Antonio Pérez dicho requerimiento, el cual protestó por ser hijodalgo y por ser notorio estar tullido y manco de las largas prisiones de once años. Y visto por el juez que el dicho secretario no quería confesar la verdad, mandó le quitaran los grillos, cadenas y vestidura, menos unos zaragüelles de lienzo, y ordenó al verdugo Diego Ruiz le mostrara los aparejos de tormento.
La vista del dicho instrumental no decidió al secretario Antonio Pérez a hablar. Ante su nueva negativa, el juez mandó al verdugo le sentara en el potro y le pusiera las ligaduras. Y así lo hizo el dicho verdugo Diego Ruiz. Saliose entonces el juez y quedamos en la pieza Juan Gómez y yo, el presente escribano. Y Juan Gómez requirió al preso por tercera y última vez que dijera la verdad.
Negose otra vez el reo a declarar lo que tenía mandado el rey y Juan Gómez hizo señal al verdugo para que empezara a tirar la primera vuelta del cordel, y Antonio Pérez dando grandes voces decía: «¡Ay, ay, ay! ¡Por Vos sea, Dios mío! ¡Ay, Dios mío, ay que me desmayo! ¡Señor Juan Gómez, que me arrancáis el brazo! ¡Que no tengo culpa! ¡Que me matáis sin culpa, que no la tengo ni contra Dios ni contra el rey! ¿Hasta cuándo señor Juan Gómez?…».
Y viendo Juan Gómez que el dicho Antonio Pérez no quería declarar nada de lo que le pedía el rey, mandó se le diera la segunda vuelta del cordel, y empezándole a tirar, decía el reo: «¡Señor, yo no tengo culpa! ¡Ay, ay, ay! ¡Dios, amparo mío, defendedme, que no tengo culpa! ¡No tengo culpa, que soy leal al rey, que me matáis! ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay! ¡Señor Juan Gómez, que no tengo nada que decir salvo lo que Su Majestad sabe, por Dios vivo! ¡Ay, que me matáis, ay, ay, ay, que me matáis! ¡Ay, Dios mío! ¿Hasta cuándo, señor Juan Gómez? ¡Señor Juan Gómez, cristiano es vuestra merced y caballero…! ¡Ay, ay, ay! ¡Que padezco sin culpa…!».
Y Juan Gómez le decía que aquí no se trataba de su inocencia ni de su culpa, que es sobre las causas que tuvo para ordenar la muerte de Escobedo con voluntad y consentimiento de Su Majestad. Y viendo que nada quería confesar el reo, mandó se le diera una, dos, tres, y hasta cuatro vueltas más del cordel, y tirándole, el dicho Antonio Pérez decía: «¡Señor Juan Gómez, yo no sé más que lo que he confesado ya, porque en lo que he confesado está todo lo que hay y toda la verdad de lo que ha pasado! ¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay…! ¡Yo muero! ¡Que muero, por Dios vivo! ¡No hay más, señor, que no sé más! ¡Ay, señor Juan Gómez! ¡Que me hacen pedazos los brazos! ¡Dios que estáis en el cielo! ¡Por Dios vivo! ¡Ay, Dios de los cielos! ¡Señor Juan Gómez, apiádese de mí! ¡Ay, ay, ay, que me matáis, amigo! ¡Bendito sea Dios! ¡Que me quiebran un pie! ¡Ay, ay, ay, que siento morirme! ¡Tenga Dios misericordia de mí…!».
Visto que el dicho reo insistía en no decir lo que Su Majestad mandaba, Juan Gómez ordenó dar una vuelta más del cordel, y estando tirando y apretándole el verdugo, decía Antonio Pérez: «Mire señor Juan Gómez que no sé más que lo que tengo dicho». Repitió esto muchas veces y a todas respondía Juan Gómez: «Decid lo que Su Majestad manda».
Esta última vuelta duró un cuarto de hora, y luego se ordenó darle otra más, y ante la amenaza de continuar, el reo exclamó: «Señor Juan Gómez, por las plagas de Dios, acábenme de una vez, déjenme, que cuanto quisiera diré. Por amor de Dios, hermano, que te apiades de mí. ¡Hablaré! ¡Por Dios vivo! ¡Hablaré!».
Y Juan Gómez mandó se cesase en el dicho tormento con protesta de reiterarle y proseguirle siempre que conviniera y el presente escribano así se lo notificó al secretario Antonio Pérez. Y el dicho Antonio Pérez no firmó por culpa del dolor con que quedó en las manos y Juan Gómez así lo señaló.
Del doctor Torres al juez Rodrigo Vázquez de Arce sobre el estado del preso Antonio Pérez.
A esta hora, que son la seis, estoy visitando y curando a Antonio Pérez, y a más de la relación que hoy he dado, le hallo ahora con calentura y mucha. Y esto es verdad, en Dios y en mi conciencia. Y también que corre peligro si no se cura. Y por estar doña Juana de Coello preñada y en tanta aflicción, sería curar a los dos con dejarla a ella que le cure. Madrid, a 5 de marzo de 1590.