13

Paseaban por el jardín cuajado de árboles. El calor era ahogante. El ocaso, violento y escarlata.

Susurró ella con voz casi inaudible:

—No sé por qué os habéis atado a un cadáver. Vos mismo decís que Escobedo era peligroso y sobremanera dañino para sí mismo y para cuantos le rodeaban. Escobedo lo era todo menos un inocente. Son vuestras palabras.

—Se lo prometí en el lecho de muerte, Juana. A veces un hombre ha de hacer lo que ha de hacer.

—Maldito orgullo.

—Orgullo, no, Juana. Vos no estabais allí. Su mirada. Aquella mirada cuando gritó su nombre… No podéis comprender.

Ramiro le buscó la mano y se la apretó. Ella preguntó:

—¿Y habéis averiguado algo que no sean rumores y hablillas? ¿Conocéis los motivos de crimen tan oscuro?

Ramiro se espantó ante los recuerdos de los últimos días. Se había afanado mucho en esclarecer el crimen. Había visitado a distintas personas. Había conocido los más intrigantes ambientes. Aunque Madrid parecía una ciudad áspera y secreta, existían muchas gentes imprudentes y charlatanas y, claro está, otras menos numerosas, más sigilosas y siniestras, interesadas en propagar calumnias y conspirar para provocar la caída del otrora favorito de Su Majestad. Entre estas últimas, ninguna le había repugnado tanto como Mateo Vázquez, quien explotaba en beneficio propio la muerte de Escobedo, engañando y traicionando a la viuda y al hijo cuando así convenía a sus intereses. De la visita a su casa aún conservaba una sensación de dignidad rebajada, una desagradable impresión de no estar tan limpio como hubiera deseado.

—Sería muy fácil decir que Pérez hizo ejecutar a Escobedo —dijo por fin con voz quieta y ademán fatigado—. Es lógico decirlo, por cuanto es la pura y simple verdad según todos los datos de que dispongo. Ahora bien, ¿por qué? ¿Por qué Pérez llegó hasta el crimen para hacer callar a quien era amigo suyo y partidario de la casa de Éboli? ¿Por qué? Don Juan estaba persuadido de haber sido una de las razones que movió la mano del matador. Vuestro padre, sin atreverse a pronunciarlo en voz alta, ve la mano del rey. Vázquez, la cólera de la princesa de Éboli, pues Escobedo la denostaba con su atroz mala lengua. Yo, que he seguido los pasos de Escobedo desde que se vino de Flandes y he leído ciertas cartas que guarda el hijo mayor en su casa, he podido saber que estaba en posesión de peligrosos secretos, cosas mucho más graves que los devaneos amorosos de la tuerta, tan del gusto del pueblo, que los airea en los mentideros.

Ramiro recordó la casa de la familia Escobedo, destartalada, vasta, ostentosa y melancólica. Recordó los ojos afiebrados del hijo mayor, Pedro, mientras desplegaba los papeles del padre sobre una gran mesa de roble. Tomar contacto con aquella correspondencia había sido igual que atravesar las corrientes turbias de un río oscuro y sinuoso.

Recordó una de las cartas de Pérez a Escobedo. 12 de abril de 1576:

«Don Juan no debe caer en la trampa del nombramiento de cardenal. Por el contrario, ha de apresurarse a aceptar lo de Flandes, pues así nos salvamos en una tabla y aseguramos a este hombre».

Este hombre, había sabido enseguida Ramiro, era el rey.

Pensó en el billete del 7 de abril de 1577, también de Pérez a Escobedo:

«Lo que yo quiero es que no tropecemos e ir metiendo en la oreja y ánimo del rey cosas que le regalen y hagan amar a don Juan».

Todas aquellas palabras cruzadas le habían ayudado a responderse algunas preguntas sobre el secretario del Despacho Universal y Juan de Escobedo. Su amistad de tiempos del príncipe de Éboli. Sus tratos posteriores, cuando el primero parecía quemar vertiginosamente las etapas de ascensión a la privanza absoluta. El origen de la ruptura.

El 5 de enero de 1578 Pérez le había escrito a Escobedo:

«Os apropiasteis de diez mil escudos de oro de los cuarenta mil que la Señoría de Génova nos pagó por una merced a mí y a vos».

Aunque Pedro de Escobedo le había mostrado los documentos después de prevenirle contra las calumnias que Pérez vertía en ellos sobre su padre, a Ramiro no se le había pasado por alto la activa participación del asesinado en las intrigas del secretario del Despacho Universal. Por Andrés de Prada, servidor fiel de don Juan en los Países Bajos, había sabido también que Pérez había retenido veinte mil ducados de una de las partidas enviadas a Flandes y que Escobedo les había cargado a otros aquellos dineros evaporados.

—¿A qué secretos os referís? —preguntó Juana.

—Pérez y la princesa —respondió Ramiro— han sacado dinero de todas partes. Ambos están ávidos de poder y doblones. Y en sus tratos fructuosos a costa del Estado han contado con la credulidad del rey y del señor don Juan. Su error, creo yo, fue excluir a Escobedo del negocio.

Juana miró estupefacta a Ramiro.

—Así pues, ¿creéis que Escobedo descubrió esos negocios?

Ramiro asintió.

—Y amenazó con contárselo al rey.

Habían llegado a una de las estatuas de mármol liso y amarillo que don Alonso se había traído de Florencia: era un joven alado, con los ojos cerrados y un dedo en los labios en señal de aviso. Últimamente, Juana se quedaba inmóvil durante mucho tiempo ante aquel dios misterioso. Quería ver en él a Eros, pero recordaba que don Alonso insistía en que representaba a Tánatos, la muerte. Días más tarde aquella imagen doble le parecería brutalmente premonitoria.

—Tengo miedo —dijo tras un largo silencio, con los ojos sombríos y melancólicos fijos en aquella estatua.

La noche invadía el jardín como una mujer negra coronada de estrellas. Ramiro se acercó mucho a Juana. Sintió el cálido vaho de sus cabellos, pegados en las latidoras sienes por el sudor.

—No deberíais —la tranquilizó alto y protector, acercando tanto la boca a sus cabellos que ella se estremeció.

—Debemos ser más cautos —musitó.

Y de pronto se vio reflejada en el espejo de Ana de Mendoza, víctima de todos esos rumores terribles, incluyendo la letrilla que hablaba de sus amoríos con Pérez. ¿Y si alguien, un criado, por ejemplo…? También a ellos, a Ramiro y a ella, los amenazaban la infamia, la deshonra, el escándalo. Una viuda…

—Me aterra que Rodrigo sospeche.

Él no debería haber entrado en el jardín. En otro tiempo habría pasado de largo al oír el lejano murmullo de aquellas voces familiares. Su madre siempre había adorado la naturaleza a la hora del crepúsculo. Ramiro era un hombre de honor. A Rodrigo nunca se le hubiera ocurrido pensar que aquel hombre curioso, amable y protector fuera un lobo capaz de arrastrar a su propia familia por el fango de la deshonra. Pero aquella carta, aquella advertencia, le había vuelto suspicaz. No comía. No dormía. Toda la noche la pasaba con los ojos abiertos y en todo su cuerpo notaba una comezón inusitada: un ardor de la sangre, un hormigueo de cólera, un temblor de pesadilla.

Rodrigo de Alcázar tenía veintitrés años, y hacía siete que faltaba de su tierra natal cuando se presentó de vuelta en Madrid para sorpresa de todos. Don Alonso lo abrazó con espontánea ternura, contento de verlo hecho un hombre, y le exigió una detallada relación de sus aventuras y peripecias en Italia y en Flandes. El rostro del recién venido, su porte gallardo, sus maneras marciales, provocaron también la inmediata admiración de Juana, quien al oírle hablar tuvo la angustiosa impresión de que le habían robado a su hijo. «¿Y Enrique?», se preguntó. «¿Volverá también él siendo un hombre inquieto, celoso de su honor y de su coraje?».

Rodrigo encontró Madrid convertido en una ciudad bullidora y asfixiante. Todo estaba hecho a trompicones, por el apresuramiento de quienes querían estar cerca de Su Majestad: nobles y proveedores, mercaderes y pícaros, pedigüeños y ambiciosos, aventureros de hambres ciertas y abogados bufos. Se construía a toda prisa y el olor a mortero se notaba en el aire. Un hervor de vida, una agitación de colmenar, hacía vibrar las calles inseguras y llenas de aventuras, donde a la hora del crepúsculo el enérgico grito de «¡agua va!» suplía cualquier otro conducto y urgía a esquivar una viciada lluvia, no por cierto de agua.

Años después, mientras se apeaba de la mula y subía serenamente al cadalso, mientras escuchaba las palabras del Miserere, Rodrigo había de recordar el disparatado bullicio de la capital en aquellos días, las enormidades que se pronunciaban en los mentideros, donde para matar el tiempo, la turbamulta urbana, la tremenda marea baja del Madrid castizo, se entretenía en tejer chismes, en propagar versiones y abultar noticias. Había de recordar los nombres de Juan de Escobedo, tan inexplicablemente asesinado, de Antonio Pérez, el ambicioso secretario, y de la altiva princesa de Éboli, la tuerta, la del parche en el ojo derecho, la insufrible, la mandona, la Jezabel de la Corte, cuyo vínculo sexual con Pérez se había convertido en el tema favorito de todas las conversaciones. Había de recordar el día en que oyó en las gradas de la iglesia de San Felipe el Real, mezclado con aquellos nombres ilustres, el de don Ramiro, y había de recodarlo porque ese mismo día, al volver del concurrido mentidero, una de las criadas le dio la carta maldita.

—Perdonadme, señor, pero ha llegado esto para vos.

—No tiene firma —comentó él, extrañado, mientras abría con lentitud el pliego.

Y después de leer una segunda vez lo que la voz anónima de la carta le revelaba con cuidada caligrafía, manteniendo a duras penas su impasibilidad de joven señor, preguntó con voz gruesa, pero bien medida:

—¿Quién la ha traído?

La criada se encogió de hombros y respondió:

—Un mozuelo.

Ya no durmió. Lo que podía suceder entre su madre y don Ramiro cruzó una noche tras otra por su mente con tintas cada vez más negras. «Sí», se decía. «Hay momentos en que los ojos de los dos son como de lobo». Ahora estaba seguro. Se daban citas, intimaban a espaldas de su abuelo, que no se percataba de nada. «Ahora, conmigo en casa, andan con cuidado, de seguro han dormido juntos», se repetía. Y sentía mareos al imaginar los cuerpos de ambos revolviéndose desnudos en el lecho.

Solo el hálito del alba apaciguaba la pesadilla que giraba en su mente, ensangrentándole la mirada. «Pero ¿y si mis ojos ven solo lo que esa mujer sin rostro quiere que vean? Después de todo, ¿con qué pruebas cuento? Palabras. Imaginaciones. Nada…».

Y entonces, aquel atardecer, los sorprendió en el jardín y todos sus temores se hicieron realidad. La luna estaba llena y brillante. No había ninguna nube. El calor era asfixiante. Ella hablaba con voz muy tenue. Él acariciaba su cabello con la boca.

Oyó:

—Debemos ser más cautos… Me aterra que Rodrigo sospeche.

Súbitamente, un escalofrío, anterior a toda idea, le corrió por el cuerpo. Volvió a mirar, y se sintió violentamente solo, como un animal herido en mitad del bosque, un jabalí sediento de sangre.

Tardó una noche en decidirse. A la mañana siguiente ciñó la espada, cogió su capa de fieltro, se encasquetó un sombrerazo y se dirigió a las gradas de San Felipe el Real. Allí, un hidalgo pobretón y tenebroso, adicto a la sopa boba de los conventos, le recomendó el mesón llamado El Manco, en la calle de Toledo.

Allí se congregan los mayores pícaros y valentones de todo Madrid para desarrollar sus planes, celebrar sus hazañas, lanzar sus reclamos de espías y tratar las venganzas con manejo de puñal o las refriegas nocturnas con espada y daga.

Tan pronto como cruzó la puerta, Rodrigo echó una ojeada en busca de alguno que pudiera ayudarle, y tras mucho mirar encontró a dos veteranos de Flandes. Habían empeñado sus cuellos, sus medias de color, sus ligas y sus plumas, pero conservaban sus dagas y pistoletes, y aquella mirada fatigada, perdida en mundos de sangre, niebla y barro.

Rodrigo fue a ellos y preguntó con voz clara y jovial.

—¿Qué tal, amigos? ¿Cómo van los negocios? ¿Os acordáis de mí?

El más viejo le midió con la mirada tratando de adivinar si venía en son de guerra o paz. Tenía los dientes podridos y varias cicatrices adornaban su rostro.

—¿Dónde nos vimos antes?

—En Flandes, Rijnements…

El otro, de barba azabache, escupió al suelo:

—¡Maldita la hora en la que trasladaron nuestro tercio a esa tierra de herejes y traidores! ¡Perra suerte la nuestra!

—Peor la de los que no volverán jamás. A fin de cuentas a la miseria se le puede poner coto.

—¿Cómo? ¿Esperando un empleo?

—No digo más, sino que vine a España meses ha por ver si podía coger algún fruto de los treinta años que aro la tierra con la pica, y, desde el día que llegué, no lleno el buche ni siquiera un par de veces, y eso gracias a la limosna de alguna alma piadosa.

Rodrigo sonrió con la mirada inquietante, y llamando a la moza que servía las mesas, dijo:

—Pues vive Dios que vengo a traeros remedio. De momento os convido a un trago. Luego os explicaré por qué necesito de vuestros servicios.

Los dos celebraron la invitación con una risotada, dispuestos a escuchar con atención cuanto quisiera decirles Rodrigo.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó animado el más viejo, mirando el vaso de vino—. Otro mes como este y se me olvida a qué sabe. Brindemos porque pronto lleguemos a un acuerdo.

Después de dos invitaciones más, Rodrigo preguntó con voz glacial:

—¿Cuánto cobráis por hacer un trabajo?

—Eso, amigo —rio, sigiloso, el más viejo—, depende de la clase que sea. ¿Es de espada, o se trata de alguna menudencia?

—De espada —respondió Rodrigo—. Se trata de vengar el honor de una viuda.

—¿Y por qué no la vengáis vos? —terció el otro desconfiado—. Parecéis un joven de cuajo.

—El hombre al que hay que matar es ágil como una culebra y suele ir acompañado de un criado que maneja bien la daga.

Los dos veteranos intercambiaron en silencio una mirada que a duras penas encubría su propósito de conseguir unos doblones aun a costa de la misma vida si era preciso.

—El pago es la mitad ahora y la otra mitad cuando hayáis cumplido el trabajo. Por supuesto, yo también tomaré parte en la refriega.

Rodrigo pidió a la moza otra ronda del vino pérfido y descomulgado del Manco y puso una bolsa redondeada de piel de nutria encima de la mesa.

—¿Hacemos trato o no?

Los dos asintieron.

—¿Y cuándo queréis que demos pase al infierno a ese galán de viudas? —preguntó el joven.

Rodrigo miró a los dos matones con ojos claros y fríos.

—Mañana —respondió vaciando el vaso de vino—, en la Cuesta de la Vega. Sé que al anochecer tomará ese camino.

—Bien, no se hable más. Haced cuenta que es muerto ese hombre.

Sabía que don Ramiro vendría de la casa de la familia de Escobedo, pues se lo había oído decir a su madre en el jardín.

—Mañana veré a la viuda al atardecer y hablaré con el hijo. Con eso y el memorial que he de escribir al rey, habré cumplido si Su Majestad cumple como Príncipe cristiano y justiciero.

Rodrigo dejó la casa ya entrada la noche. Había escogido su daga más fuerte y la espada que le diera don Alonso siete años atrás, cuando partió para Italia, un acero con una marca muy toledana. Bajo la capa, y colgada del cinto, llevaba también una rodela granadina.

Los dos veteranos le aguardaban en el sitio convenido, ocultos en las tinieblas del umbral de una puerta.

—Si cumplís —susurró Rodrigo— doblaré lo que prometí.

La espera fue larga. De pronto, se escuchó el rumor lejano de unos pasos. Más tarde voces. Y poco después la luz de una antorcha puso en guardia a Rodrigo. Aquella luz alumbraba con crudeza el rostro blanco y anguloso de don Ramiro.

—Allí está —indicó en un susurró a sus compinches.

Don Ramiro quedó clavado en el lugar.

—Alto, ¿quién va?

—¡La honra! —gritó Rodrigo y desenvainó la ancha daga ritual a una velocidad de vértigo y sorprendiendo al criado que sostenía la antorcha. La daga se cebó en la garganta del infeliz, que cayó de rodillas.

Don Ramiro dio un paso torpe hacia atrás. Y con extremada sangre fría se puso en guardia girando sobre sí mismo para no dar la espalda a los dos matones que salían de las sombras, sin por ello perder de vista al que había dejado moribundo a su criado. Sopesó después las fuerzas de aquellos diablos de la noche, se desprendió de su capa, echó mano de la daga y cargó, rápido y temerario, sobre los tres con la espada. Por un tiempo los aceros se estrellaron en una sinfonía macabra.

—¡Ah, ladrones… tres a uno!

El primero en caer, sin embargo, resultó ser el más viejo de los veteranos. Don Ramiro le atravesó de parte a parte con un movimiento felino que hizo murmurar algo a su compañero de fechorías.

—¡Que el infierno se os lleve!

Fue entonces cuando cruzó la mirada con Rodrigo.

—¡Vos…! —suspiró con ojos de espanto, como si hubiera visto una aparición.

Rodrigo aprovechó aquel instante de vacilación para quebrar su guardia, y con la culebra de su espada, darle un tajo en el hombro derecho. En ese momento el matador a sueldo que quedaba en pie gritó:

—¡Cuerpo de Cristo, viene gente! ¡Tenemos que huir…! —Y al punto se santiguó y echó a correr, sobrecogido aún por la cruel muerte de su compañero.

A los gritos había salido de la casa don Alonso, seguido de varios criados con antorchas. También se aproximaba a la carrera la cuadrilla del alguacil. Ya se oían próximas las voces: ¡Justicia al rey! ¡Justicia al rey!

—Marchaos —musitó Ramiro echando el resto para rehacer su guardia. La sangre le manaba siniestra de la amplia herida y le corría por el brazo entero—. Aún tenéis tiempo, Rodrigo —añadió con voz desmayada y opaca—. Idos, llega la ronda.

Rodrigo lo miró con ojos temblorosos de desesperación y cólera.

—Esto no acaba aquí —musitó, y se esfumó en la noche, confundiéndose en el laberinto de calles y callejones de Madrid.