2
Se susurraba que había sido el diablo quien le había aconsejado a Felipe II establecer la capital de su enorme imperio en Madrid. ¿Por qué había hecho el hijo de Carlos V aquella elección? El antiguo secretario Gonzalo Pérez, a quien don Alonso Ruiz de Urbina consideraba uno de los maestros más directos del rey y uno de los que más habían influido en su carácter, solía decir que Felipe odiaba la clase de vida de su padre, siempre dispuesto a peregrinar por sus reinos de Europa, siempre presto a llevar sin tregua sus tropas para repintar con sangre y ceniza las fronteras.
—Felipe prefiere los legajos al campo de batalla. Su Majestad recela de los viajes con sus incontables calamidades. Él quiere tener una corte con una torre de marfil en la que preservarse del mundo, una morada austera para conocer y velar los asuntos del imperio y acoger las absortas vigilias de su alma.
Así se explicaba las razones de aquella misteriosa decisión el sagaz Gonzalo Pérez. Pero don Alonso tenía su propia teoría. Para don Alonso el rey había elegido Madrid porque allí apenas había nada. Ni siquiera una catedral. Ningún privilegio que pudiera oponerse a su desmesurada voluntad.
—Todo, aquí, está expuesto a sus ojos —razonaba don Alonso—. Todo se construye según sus planes. Todo tiene el lugar que Su Majestad quiere.
Don Alonso Ruiz de Urbina se había establecido en Madrid a su regreso de Italia. Una mañana lluviosa de noviembre de 1572, la carroza de hule verdusco con el escudo familiar grabado en una de las portezuelas —la lechuza de Minerva flanqueada por las torres de Troya envuelta en llamas— había entrado en Madrid por la Puerta de la Vega. A don Alonso le acompañaban aquella mañana su hija Juana, viuda de un capitán muerto en Flandes, y sus dos nietos, Enrique, de diez años, y Rodrigo, de dieciséis, quien dos semanas después partiría para Nápoles con objeto de comenzar la vida militar a la que estaba destinado.
De generosa nariz aguileña, con una breve barba blanca y unos ojos vivos y todavía limpios, a sus sesenta años don Alonso ofrecía la imagen impresionante de un hombre complejo, lleno de fuerza y energía; una combinación de vigor de aventurero y flaquezas de sabio, de luz y de ceguera, de grandeza y de pequeñas extravagancias. Sus parientes se extendían por Toledo, ciudad que un Ruiz de Urbina había ayudado a conquistar, crecían en los escudos de las capillas de la catedral y de las casas señoriales. Pero él se jactaba de ser como el imperio al que había servido en África con las armas, y en Venecia, Génova y Florencia con los modos arteros y equívocos que se presuponen a los diplomáticos.
—El destino quiso que yo viniera al mundo en la imperial Toledo y mi padre que estudiara en Salamanca, donde aprendí las lenguas latina y griega. Pero después de servir tantos años aquí y allá no pertenezco a ninguna parte —confesaba sonriendo a su nieto Enrique—. A eso se debe que me sienta tan a gusto en esta ciudad hecha a trompicones. Madrid yace en medio de Castilla, pero la mayoría de sus habitantes proceden de todas las provincias del mundo.
Si don Alonso sentía nostalgia de algún lugar era de Italia. Venecia le había ayudado a olvidar las orillas del verde Tajo. Nápoles y Florencia le habían dado ideas más flexibles que las de la gente que se había quedado en España. De Italia procedía también su afición a la arquitectura, su amor por las copas de cristal y la pasión por los libros, origen de su célebre y copiosa biblioteca.
Famoso en los mentideros de Madrid por sus rarezas de erudito y extravagancias de bibliófilo, don Alonso vivía una vida aparentemente ociosa. Las mañanas las ocupaba desempolvando los libros y comprobando que no estaban ratonados. Las tardes las entretenía en compañía de dos curiosos personajes, el presbítero Félix Rodríguez de Tejada y el capitán Diego Arias Girón.
Rodríguez de Tejada era conocido en la Corte como hebraísta, arqueólogo y jurisconsulto. Tenía una erudición inmensa y una amplitud de espíritu muy rara en aquellos años en que el mismo viento murmuraba calumnias y la delación se agazapaba entre los pliegues de las antepuertas. De la misma generación que el rey Felipe II, este le protegía siempre y era inútil que sus enemigos se encarnizaran con él y con sus ideas. Fino, calvo, con una barba en punta que le prolongaba la cara angulosa, en la que relumbraban los ojos oscuros, don Félix se había ordenado hacía diez años, al quedarse viudo, y vestía siempre el hábito de San Pedro, sotana y bonete negros.
A su lado, el capitán Arias Girón representaba un gigante mitológico algo fatigado, con una ancha cicatriz en la sien y enormes barbas rizosas y plateadas. Hidalgo de antiguo cuño y severo vozarrón, había pasado más de un tercio de su vida sirviendo al emperador Carlos V en Alemania y el Mediterráneo. Don Diego vestía siempre de negro o de pardo, sin otra gala que la venera de oro y la roja espadilla de Santiago, bordada sobre el jubón, al lado izquierdo del pecho.
Ambos eran amigos de antigüedades y modestos bibliófilos, y con don Alonso mataban las horas hablando de libros y autores, evocando tal o cual acontecimiento de su juventud o comentando las intrigas de la Corte y las noticias que llegaban de Flandes, Berbería, Italia o América.
—¡Diantre! —clamaba don Diego cuando el presbítero, mirando de hito en hito hacia las puertas, refería crímenes y bajezas recompensados con grandes honores y mercedes—. ¿Acaso puedo comprender nada de lo que ocurre hoy en palacio? Nosotros, los viejos compañeros de guerra del difunto emperador, entendemos mal la lengua que se habla hoy en la Corte, y ella tampoco sabe la nuestra. Sí, aquí todos estamos de sobra.
Don Diego añoraba los tiempos de Carlos V y hablaba de cómo en aquellos días la Corte no era otra cosa que el salón del rey.
—Aquella época de esplendor ya no volverá. Ni siquiera las guerras son ya las mismas. Ahora todo se logra o se pierde por achaques de doblones. Hoy en día, voto a Cristo, no hay escudo que defienda como el que suena en la bolsa, tambor que haga marchar mejor que los ducados. Antaño se arriesgaba la vida por la gloria del rey, hogaño por su rostro acuñado en Segovia.
A veces, don Diego interrumpía sus quejas con digresiones acerca de Túnez y Mühlberg o anécdotas sobre los burdeles de Roma y las bellas cortesanas de Nápoles.
—Me acuerdo, una vez, hace ya muchos años… Acabábamos de regresar de África… Llegamos a Nápoles todos muy cansados y enflaquecidos, pues el calor y los combates nos habían hecho trabajar mucho. Sí, también Hernán Cortés se encontraba en mi barco. Por lo que recuerdo, fue Cortés el único que instaba a que atacásemos Argel y no aflojásemos lo más mínimo. Aún puedo verlo allí, con el agua hasta las rodillas, la daga brillante en la mano, gritando e insultando a los demás. Sí, volvíamos de África, los tiempos eran duros, traíamos la barba crecida y Nápoles se nos apareció como un lugar de ensueño: el puerto, las calles, las tabernas… La conocí la segunda noche que pasé en tierra. Se llamaba Stefanía, tenía veinticinco años y en tan solo diez había logrado trasladar su hogar desde el burdel más inmundo hasta uno de los palacios más admirados de Nápoles…
A estos dos contertulios de don Alonso solía sumarse don Jerónimo de Narváez, que siempre se presentaba de sorpresa, precediendo a su figura la misma maldición:
—Por los clavos de Cristo que nos hemos convertido en un país de pedigüeños.
Amigo tradicional de los Ruiz Urbina, don Jerónimo era un hidalgo reseco, algo cojo, que en tiempos del emperador, cuando el mundo era joven, había viajado a las Indias Occidentales en la expedición que conquistó el Perú. Había entrado con Pizarro en Cuzco y andado en la expedición descubridora del Marañón, y también había participado en las guerras civiles de los conquistadores y en la búsqueda del Dorado y las Amazonas.
A don Jerónimo le complacía contar las historias de las que había sido testigo o que había oído de labios de quienes las habían vivido, y le encantaba ser tenido por lenguaraz. Ni el oro de Perú, ni la plata de Potosí eran embustes de indianos. Tampoco las herraduras de oro clavadas por Gonzalo Pizarro en los cascos de sus caballos. Bien lo sabían los contadores de las flotas del rey, cuando los galeones regresaban a Sevilla repletos de tesoros.
A don Alonso le divertía el carácter quimérico de don Jerónimo. Pero quien adoraba al orgulloso y pobre aventurero era Enrique. Y don Jerónimo correspondía al pequeño contándole una y otra vez sus relatos fantásticos. Atahualpa y Pizarro entrevistándose en el misterio de la noche; bajeles hundiéndose por el peso de los tesoros conseguidos; mujeres guerreras que concebían con el viento y cuyos súbditos les tributaban plumas de guacamayo; ciudades pavimentadas de plata y techadas de oro en medio de las selvas intrincadas y los torrentes argentíferos.
Merced a don Jerónimo, Enrique cayó bajo el hechizo americano. Juana refunfuñaba y a veces insistía muy seria al indiano que no era saludable llenar el espíritu del muchacho con quimeras y fantasías.
—Ya os he dicho otras veces, señor, que Enrique no ha menester de esas historias.
El muchacho, volviendo el rostro hacia ella, se adelantaba a responder:
—Fui yo, madre. Yo le pedí que contara.
Ambos fingían abandonar entonces la charla, pero en cuanto Juana desaparecía, don Jerónimo reanudaba su narración, tanto para su placer como para el de Enrique.
Una tarde que los dos paseaban por el jardín evocando el mundo virgen y fascinador que se extendía al otro lado de la mar océano, el muchacho exclamó apenado:
—¡Qué no daría yo por ver esa ciudad de Cuzco a la que llegasteis con Pizarro!
—Pero allá —sonrió don Jerónimo— aún queda todo por descubrir.
Y entonces le habló del país del Hombre Dorado, el reino más buscado y portentoso de cuantos escondían las selvas y ríos de las Indias Occidentales.
Desde aquella hora, Enrique no pensó en otra cosa que en partir a las Indias encantadas, en pos de aquel reino asombroso.