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¿Por dónde empezar? ¿Hablaré primero de Elisa? ¿De Mateo Vargas Orozco y sus comentarios sobre Lesbia y Catulo, que tanto tuvieron que ver después en la tragedia? ¿De Juan Guillermo de Lanscron, a cuyas cartas de aquel tiempo me entrego con devoradora melancolía? ¿O hablaré primero de Lima, donde vi la luz el año 1685 de Nuestro Señor? ¿De la vieja y ruinosa casa en El Callao, sobre cuya puerta principal, no bien la alquiló, hizo mi padre añadir una tosca y majestuosa muestra del escudo de los Ruiz de Urbina? Es difícil ensayar la ordenación de los recuerdos, sobre todo cuando se presiente que habrá mucho que contar y se agolpan, rumorosos, para que no los olvidemos.

Elisa… mi tío don Pedro de Tejada y Angulo… La Ciudad de los Césares… Hace unas semanas hallé en la biblioteca el relato que Martín Álvarez de Soto imprimió en la Santísima Trinidad de los Buenos Aires sobre la fracasada expedición de don Jerónimo Luis de Cabrera en pos de aquella urbe fabulosa que, según la leyenda, regía un Patriarca Emperador. Y al pasar las hojas y levantar la cabeza, creí ver al fondo, en la penumbra, la mirada de mi padre, disimulando su desolación con una pálida sonrisa serpenteante.

La Ciudad de los Césares… Sí, tal vez deba iniciar estos recuerdos por aquella quimera, aquel imposible que se apoderó del alma de mi padre tal las sirenas de Homero se apoderaban de los pobres navegantes que escuchaban su canto. La Ciudad de los Césares… Su propio nombre tenía ecos antiguos, inesperados en el Nuevo Mundo, como si una laberíntica e interminable senda de estatuas de emperadores romanos condujese, a través de cordilleras, selvas y desiertos, hasta sus misteriosas puertas.

Según mi padre, aquella ciudad existía.

—Está ahí, al alcance de nuestras manos —le decía a su buen amigo fray Beltrán de Zárate con la voz ruda y clara del hombre acostumbrado a vivir entre soldados y caballos—. He estudiado cuanto a ella se refiere. He comparado las memorias de conquistadores y misioneros. Y cada vez estoy más convencido de que se esconde al sur, muy al sur. Allí donde el padre Mascardi cuenta que la construyeron los primeros náufragos. Una triple muralla de piedras gigantes la ciñen. Oro y plata pavimentan las calles. Mirad —mi padre señalaba entonces el plano que había dibujado fundándose en múltiples y diversas lecturas y cuyo trazado imitaba la figura de un puma, desde la cola alargada y arqueada hasta la cabeza que se alzaba levemente sobre el palacio del Patriarca Emperador—. He aquí donde embalsaman a sus reyes muertos. Vestidos con finas túnicas de lana de vicuña, cada uno lleva en las manos resecas un cetro de oro puro.

Sí, mi padre fue un perseguidor de quimeras. Un iluso que pasó un cuarto de su vida rodeado de mapas dudosos, relatos maravillosos y fantasmas evidentes. Ahora sé que aquella ciudad absurda, aquella patraña que su imaginación enriquecía de detalles, lo consolaba, con su terrible seducción, de la muerte de mi madre y de la antipatía de la Diosa Fortuna, que le fue esquiva en casi todo, concediendo a la parte amarga un peso mucho mayor que a la dulce. Ahora estoy muy cierto de que de no haber contado con la doble fuerza del amor a lo maravilloso y del orgullo permanente, se hubiese ahorcado al poco de poner los pies en el Perú, sujetando el nudo corredizo a una de las torres en llamas de su escudo.

Hoy entiendo su afán por alcanzar los muros de la Ciudad de los Césares. Pero lo que todavía no alcanzo a explicarme es cómo pudo mi madre encadenar su destino a un hombre como él. Era ella dama de la reina María Luisa de Orleans, la primera esposa de Carlos II. Mi padre, un sargento mayor del ejército de espectros que combatía en Flandes. ¿Cómo se conocieron? ¿Cómo urdieron su descabellada aventura? No lo sé. No lo sabré jamás. Mi padre nunca hablaba de mi madre. Mi tío jamás la nombró en mi presencia. Micaela me dijo una vez:

—Madrid se les caía encima, y entonces tomaron una decisión extraordinaria: buscar una nueva vida. Marcharon hasta Sevilla y escaparon a estas tierras, donde, según aseguraba vuestro padre, unos horizontes inmensos los aguardaban. Se casaron en Cartagena de Indias. Vuestra merced nació en Lima.

Micaela era mi nodriza. Había sido dueña de mi madre en España y había embarcado con ella y mi padre en Sevilla. Micaela era una mujerona alta, bigotuda y oronda, cuyo modelado nada debía a Venus. Micaela era habladora, sorda y sentimental, y un día me confió que, durante los cinco años que duró el matrimonio —y en los cuales su vida cambió fantásticamente—, mi madre fue feliz.

Falleció Margarita de Tejada y Angulo, mi madre, en el terremoto que asoló El Callao y Lima en 1687. Bartolomé Ruiz de Urbina, mi padre, lo hizo mientras buscaba la Ciudad de los Césares. Recuerdo el día que llegó la noticia de su muerte a la casa de El Callao. Me acuerdo de un hombre cenceño y morenísimo, de barba puntiaguda y ojos centelleantes. Me acuerdo de fray Beltrán recogiéndose unos instantes en la imagen de la desgracia y carraspeando enérgicamente para volver al mundo de los vivos. Y de Micaela, derritiéndose en lagrimones a la luz de las velas.

Yo tenía doce años cuando aquel mensajero vestido con el aseo y el lujo de un mayordomo de una casa importante me entregó la carta que mi padre había escrito en un lugar perdido entre el Tandil y el océano Atlántico.

—Antes de escribirla perdió la memoria de las cosas recientes —oí que le dijo después a fray Beltrán—, solo conservaba la de un pasado más o menos lejano, con algunos raros destellos de lo que acontecía en el día.

Hay cosas que pertenecen a lo más oscuro de nuestra vida, y que son, sin embargo, lo único que pueden prestarle significado. Mi padre había ido al sur en pos de un espejismo, pensando que a él le tocaría lograr lo que no habían conseguido un sinfín de alucinados, y a mí me parecía ver las estrellas presenciando su muerte entre indios rencorosos y soldados zarrapastrosos. Pero en su carta mi padre no mencionaba la Ciudad de los Césares. En aquella carta, cuyas frases mi memoria preserva intactas, no obstante los largos lustros corridos desde entonces, don Bartolomé Ruiz de Urbina, mi progenitor, hablaba de los yermos de Castilla, de la imperial Toledo y del Alcázar de don Pedro el Cruel, de Madrid, que miraba al mundo con los ojos tristes de la mujer de Lot, de una alcoba en un palacio majestuoso, sombrío e inmenso, y de un cuerpo de mujer tibio y blanco entre sus brazos, con el latido de una sangre joven, todavía generosa, con un perfume de rosas nuevas, cálido como una dulce y olorosa promesa.

No hubo, pues, consejos finales ni confesión alguna. Nada que explicase mi situación, la suya, por qué el mundo se había hecho tan distinto a su alrededor, qué era aquel pasado.

—No estaréis solo —afirmó protectoramente fray Beltrán.

—¿Por qué lo decís? —pregunté sin saber lo que preguntaba.

Recuerdo que fray Beltrán y Micaela se miraron con consternación.

—En cuanto le escriba —dijo por fin fray Beltrán—, vuestro tío os reclamará a su lado. Es un gran caballero.

—En Madrid —remató Micaela— no le faltará de nada a vuestra merced.

Recuerdo que al decir esto, los ojos le brillaban. Puedo imaginar ahora lo mucho que le dolían aquellas cosas, cuántos recuerdos le habían traído las frases insomnes y sobresaltadas de mi padre. Micaela, mi dulce, oronda, fea Micaela… Puedo verla ahora aquella tarde quieta de verano, con un acantilado de pesadas nubes sobre El Callao, y el día que cedí finalmente a sus consejos y le anuncié mi decisión de viajar a España. Sí, la veo aquel día, callada, llorosa, sin poder dejar de temblar porque yo era la única vida que quedaba de mi madre y ahora debía decirme adiós. Y la veo también aquella mañana lejana en medio del ajetreo del puerto, pues fue conmigo hasta el barco. La veo parada, entretenida en mirar la preparación de la flota, frente al océano. Y la veo dos o tres horas después, mientras las patas innumerables del primer galeón comienzan a moverse a compás, arrastrando su panza sobre el agua espesa del puerto. Me acuerdo de que se quedó al fin sola, y que yo la miré hasta cuando El Callao no era más que un punto en el vacío luminoso del mar.

Afuera está oscuro. Todo es silencio, un silencio estéril y quieto. Entre mis manos tengo una de las primeras cartas que escribió Juan Guillermo de Lanscron a Viena:

… Sabía la respuesta —escribe con su letra esbelta, florida—, pero aun así, pregunté. «¿Vos también creéis que se acerca el fin de la Casa Austria en España?». Ella me miró en silencio. Sus ojos se habían vuelto inexpresivos, como si un velo invisible hubiese caído sobre ellos. «Se acerca el fin de algo», dijo al cabo de un instante. «Nadie sabe muy bien de qué. ¡Ay, si lo supiéramos! Si lo supiéramos, creo que el fin no estaría tan próximo, que habría una posibilidad de alejarlo. Pero no sabemos casi nada. Solo estamos ciertos de que el rey se muere…»

Un año antes de cerrar los ojos al mundo, Juan Guillermo me envió un cofre con las cartas que escribió a su hermano entre los años 1698 y 1700, durante su estancia en esta Villa y Corte de Madrid. Fue el joven señor de Lanscron uno de los personajes que nutrió el séquito del embajador imperial, además de los ocho soldados húngaros, del secretario, veinte criados, nueve pajes y tres cocheros con sus mozos. Juan Guillermo había sido elegido por el conde de Harrach para formar parte de su solemne misión diplomática en Madrid porque hablaba perfectamente el castellano, ya que su familia había residido en Milán y había frecuentado el mundo de los aristócratas españoles. Ahora voy leyendo despacio sus cartas, recomponiendo lo que sucedió en aquellos dos años de espionajes, intrigas y rivalidades dentro de los mismísimos muros del Alcázar. Y a través de ellas voy conociendo a los personajes de los que tantas veces oí hablar desde el día que desembarqué en el puerto de Sevilla. Entonces no eran más que nombres, rostros. Ahora, en algunos casos, sé quiénes fueron realmente. Mi tío estaba entre ellos. Ahora sé cuáles fueron sus anhelos y miedos, los de casi todos ellos, pero sobre todo conozco el pesar que se ocultaba detrás de la mirada de mi tío la noche que le conté mi conversación con Aurora Salcedo.

Pero no debo adelantarme. Antes de llegar a aquella noche he de contar muchas otras cosas más. He de hablar, por ejemplo, de la tarde que entré en Madrid. La tarde que llegué a este palacio y conocí a la familia de mi madre. Madrid, aquel Madrid de invierno, oscuro, desigual y hambriento. Recuerdo que abandoné Sevilla sin pena y que llegué a esta Villa y Corte después de un viaje extrañamente normal, dadas las incertidumbres y peligros que representaban los caminos en aquellos azarosos tiempos. Yo llevaba en la mente una ciudad radiante y luminosa, tal y como la había imaginado en la voz de Micaela o en los comentarios de fray Beltrán.

—Madrid —me decía, quien sabe si para animarme a hacer el viaje— es caput mundi. A Madrid hay que ir tarde o temprano, para poder luego recordarlo, con sus palacios y conventos, con sus academias poéticas y sus teatros únicos, con sus coches y pomposas carrozas, y con las iglesias cortesanas que a veces parecen casas de citas.

Yo esperaba encontrar lo que no existe, y lo que vi era hosco y negruzco, presuntuosos palacios que insultaban el marco ruin de lo que los rodeaba, calles enlodadas, paredes sucias, con el agua culebreando en ellas hasta saltar a los múltiples arroyuelos que removían el barrizal. No. Aquella imagen hostil e invernal no se parecía en nada a la ciudad que yo esperaba. Era diciembre. Llovía a cántaros. Soplaba el viento. En resumen, el tiempo propio de la estación. Pero yo había albergado la insensata esperanza de que Madrid haría una excepción a favor mío, que se vestiría de primavera para recibirme, mostrándose soleada y risueña como la pintaba Micaela en sus recuerdos.

Solo la casa de mi tío, una gran mole de sosegada austeridad, algo sepulcral entre el ramaje coralino de los relámpagos, colmó mis fantasías. Me acuerdo de que cruzar el portalón principal de este palacio, el palacio que habitó mi madre en su infancia y que ahora me pertenece, fue como llegar a la Ciudad de los Césares, porque solo en un sueño era imaginable para mí encontrar aquel mundo magnífico, fascinante como un reino de leyenda.

Acudió a recibirme Geraldo, criado, espía y bufón, un enano a quien mi tío había trasplantado de Milán.

—¡Oh, sí, os esperábamos! —farfulló con voz holgada, y a continuación me invitó a seguirlo.

Se comprenderá mi emoción. Aquella era la casa de la familia de mi madre, la casa donde ella aún vivía cuando rayaba la misma edad que alcanzaba yo entonces. Una vaga y tierna inquietud me oprimió en aquel momento. Avancé, pues, muy trémulo, siguiendo al curioso enano, que renqueaba de una de las patitas cortas, y atravesé más y más habitaciones, asombrado por el número de criados que aparecían y desaparecían en el interior, el tamaño y profusión de los tapices, la jerarquía de los muebles.

—Aguardad aquí un momento —oí de pronto que me dijo Geraldo.

Y me abandonó en un pequeño gabinete que daba al jardín. Desde las ventanas se veían arces plateados movidos por la fuerza del viento, goteando en la tierra empapada, y un castaño enorme, desnudo, que levantaba al cielo sus ramas ateridas. Allí Geraldo pareció olvidarse de mí, ya que tardó cerca de una hora en volver. Empezaba yo a desesperar cuando surgió de improviso por una puertecilla disimulada en la pared.

—Vuestro tío os recibirá ahora —anunció con una sonrisa.

La cámara donde me aguardaba don Pedro de Tejada y Angulo era muy amplia, oscura y fría, y estaba engalanada con alfombras de Alcaraz y tapices flamencos. Don Pedro, mi tío, hallábase sentado en un gran sillón de cordobán, inmóvil, con una elegancia ociosa y natural. La roja y escasa luz que las ascuas de un enorme brasero despedían daba a su rostro huesudo, muy flaco, un color amarillento, como de membrillo. Vestía todo de negro, sin otra gala que la venera de oro y la roja espadilla de Santiago. Sus blancas manos, muy finas, reposaban sobre su regazo, quietas.

Durante nuestra breve entrevista apenas habló. En cambio, yo parloteé como un papagayo. Recuerdo que cambiamos unas frases acerca de la carta que fray Beltrán le había escrito desde el Perú explicándole la situación. Y que después calló, entornando los ojos como si se dispusiera a dormir. Yo llené el silencio con trivialidades sobre la travesía por mar —larga pero feliz—, las impresiones de la inmensa Sevilla —su fragor de colmena, su rumor de lenguas y oficios, la sensación de vejez de todas las cosas—, o las tristes ventas del camino. Me acuerdo de que había agotado ya todos mis recursos oratorios y don Pedro seguía retrepado en el sillón, inmóvil, sin trazas de pronunciar una palabra. Parecía haberse dormido en medio de mi relato cuando, de improviso, carraspeó y, con voz aguda, me preguntó si sabía jugar al ajedrez. Ante mi negativa hizo una mueca como si aquello confirmase su pesimismo sobre mi condición.

—Mientras seáis nuestro huésped —gruñó dando a entender que quería librarse de mí y quedarse otra vez solo—, Geraldo se ocupará de velar por vuestro bienestar. Ya veréis —terminó mirando al enano— cómo os entendéis fácilmente con este ladronzuelo lenguaraz e insolente.

Dicho esto, Geraldo tiró de mi jubón y me arrastró hasta la puerta. Subimos después la gran escalinata y, atravesando varios salones aderezados con muchas y ricas alhajas, fuimos a dar al aposento de doña Catalina, la hermana mayor de mi madre. Hallábase la señora en un ataúd, rodeada por ardientes cirios y por cinco o seis beatas del color de la cecina que mascullaban oraciones. Pero doña Catalina no se había despedido definitivamente de este mundo pecador —después supe que ella misma había mandado confeccionar al carpintero aquella caja, donde acostumbraba a dormir—. No, doña Catalina vivía. De tanto en tanto, abría sus ojos de color miel, casi amarillos, y musitaba jaculatorias ininteligibles.

—Vuestra tía es una beata de fama en la Corte, una santa de las que pintan para los altares —me dijo Geraldo, y con una sonrisa ancha y terrestre, haciendo uso de la confianza que da una larga intimidad con los amos, se permitió añadir—: Aunque, sin duda, estaría mejor en un jaulón de locos que en esta casa. Seguidme. Vuestros aposentos están aquí al lado.

Salimos de la estancia sin aproximarnos a mi tía y avanzamos por la galería.

—Aquí dormiréis —dijo Geraldo, abriendo una puerta con la llave que llevaba prevenida.

El suelo de la alcoba, como el techo, era de madera vieja. De las paredes colgaban tres tapices bruselenses que narraban la mitológica historia de Apolo y Dafne. Había un brasero, un arcón ropero, varias sillas y una cama muy bien vestida, sobre cuyo cabecero pendía un crucifijo.

La tarde iba declinando con el ropaje de las grandes lluvias que arreciaban sobre la ciudad. Geraldo encendió varios velones y dijo:

—Si no mandáis otra cosa, me retiraré a mis otros quehaceres.

Seguidamente se borró.

Me acuerdo ahora de las primeras noches que dormí aquí. Todo el palacio era un concierto de crujidos, y de vez en cuando se oían con toda claridad las carreras de los ratones. Me sentía triste e inquieto. Tenía pesadillas horrendas cuando conseguía dormirme. Soñaba que había muerto en vez de mi padre, y que él estaba velándome muy afligido. A veces creía notar en las sienes una caricia de ultratumba que era de su mano.

Por el día no era mucho mejor, pues muy pronto tuve la sospecha de que algo monstruoso respiraba y se alimentaba en el aire claustral, de tristeza y de encierro, que regía el palacio. Después de la primera impresión de asombro, todo se me antojaba raro y misterioso.

Doña Catalina y don Pedro se veían tan solo a las horas del almuerzo. Don Pedro, sentado a la cabecera, y su hermana, al otro extremo de la tabla, permanecían todo el tiempo sin hablarse. En medio de aquel enigmático silencio, cualquier rumor, el choque de la platería, las pisadas de un paje, el ruido de una puerta, cobraba un eco solemne. Al levantarse, cuando la gota se lo consentía, don Pedro caminaba unos pasos hasta los ventanales de la espaciosa estancia y abismaba la mirada en el jardín. Después de un rato se retiraba a la biblioteca sin decir una palabra. Más etérea que nunca, doña Catalina se acurrucaba junto al brasero, sonreía y conversaba con seres invisibles.

Jamás supe qué razón motivaba dicha reserva entre ambos. Si la causa era una aversión recóndita o un dolor compartido. Cada uno se informaba del otro por medio de la servidumbre. Para doña Catalina, sus aposentos, inmediatos al oratorio, tenían austeridades de celda, y cuando cruzaba las demás habitaciones parecía visitar una casa extraña. Recuerdo que, a su alrededor, flotaba algo imperceptible pero presente, la atmósfera agria de las hembras sin amor. Por su parte, don Pedro, lector impenitente, erudito extravagante, parecía existir solo para sumergirse en sus libros, jugar al ajedrez o aumentar el número de piezas curiosas y raros objetos que decoraban la galería de ámbar: huesos de ballena, dientes de gigantes, la piel de una bestia que llaman tigre, un basilisco de cristal, una calavera de marfil, un unicornio de barro…

Yo, ignorado por ambos, vivía la mayor parte del día a mi libre albedrío. Fue así como inicié los vagabundeos por el palacio. Subía a la biblioteca; curioseaba entre las cosas singulares y prodigiosas de la galería de ámbar; bajaba a la negra cocina, donde había un horno de pan capaz de abastecer un convento; íbame a las caballerizas a palmear las mulas; o me acercaba al taller, donde el enano Geraldo reparaba un reloj que don Pedro se había traído de Alemania, un artefacto de oro y platino que su artífice, el famoso relojero y orfebre Jeremías Metzger, había fabricado en forma de templete, con columnas y varias esferas indicando la hora. Geraldo, al verme aparecer, salía a la puerta, sonriente y burlón.

¡Geraldo! Si cierro los ojos aún puedo verlo. El pelo áspero, del color de la ceniza. Su rostro regordete, picado de viruelas. Sus ojos pequeños y negros, chispeantes de noticias y murmuraciones. La nariz corta y ancha. La barba entrecana, nebulosa. Fue Geraldo, en esta casa, el único que me trató siempre con una bondad conmovedora. Tal vez llegó a apenarle mi desamparo. Tal vez cumplía instrucciones de don Pedro. No sabría decirlo. Lo cierto es que muy pronto adoptó la costumbre de llevarme a pasear por la Villa y Corte, y que gracias a él la conocí como nadie.

Tenía Geraldo un ingenio y una alegría inagotables y una gracia desgarrada y jocosa en el decir. Como mantenía trato frecuente con los mercaderes que nutrían las colecciones de don Pedro, en su compañía oía relatar a menudo añejas historias de la ciudad, y de esa suerte mi retentiva atesoró admirables relatos, que habían de servirme después para embelesar a Elisa. Porque Geraldo me ilustraba ante las cosas mismas, descifrando a su modo la vida tenebrosa y áspera de aquel Madrid desmedido, inseguro e increíblemente mal regido. Así, el día que adquirió para mi tío una original miniatura flamenca, supe del asesinato de su antiguo propietario la noche del 21 de agosto de 1622, el infame y deslumbrante conde de Villamediana. Fue también Geraldo quien me contó, en los soportales de la Plaza Mayor, los pormenores de la ejecución del valido del duque de Lerma, don Rodrigo Calderón, o la increíble conjura del duque de Híjar, a quien don Luis de Haro hizo encerrar hasta el fin de sus días en una oscura prisión.

Seis semanas llevaría yo en Madrid, cuando Geraldo me encaminó por primera vez al bodegón del Segoviano Viejo, mejor conocido como el Perro Rojo por el leonado mastín que su propietario había hecho tallar en la puerta. Allí, frente a la fuente con la estatua de Venus que había emplazada en la Puerta del Sol, tenía su segunda casa don Mateo Vargas Orozco.

Era aquel bodegón un refugio poco recomendable, pues en sus mesas se congregaban, desde hacía mucho tiempo, los mayores pícaros de todo Madrid. Regentaba el tugurio el viejo Cristóbal Jeñiz, al que llamaban el Segoviano, y le asistían un veterano de Flandes con el brazo tullido, una cocinera garrida y vigorosa, y Marcela, una moza lozana y casi hermosa que servía las mesas beligerante y retadora, siempre presta a enseñar las medias de seda que le había regalado su rufián.

Recuerdo la mañana en que conocí a Vargas Orozco como si estuviera ocurriendo ahora. Había llovido un poco de madrugada y quedaban huellas de barro en las calles. Olía el Perro Rojo a ajo frito, a olla poderosa y ofensivo vinazo. Eran mediadas las doce y aquella venerable casa empezaba a recibir a su tradicional clientela. Vargas Orozco estaba solo en una de las mesas del fondo. Recuerdo que Geraldo hizo las presentaciones y que el poetastro me acogió con un ademán de alegre curiosidad:

—Decidme, zagal, ¿ya os ha contado este bribón la historia del avariento y desdichado favorito del duque de Lerma?

A don Mateo Vargas Orozco le gustaba mucho recitar sus propios poemas, e incluso los ajenos de quien estimaba. Aquel día recitó, con una voz clara y placentera, las rimas que don Francisco de Quevedo escribiera con motivo de la ejecución de Rodrigo Calderón:

Yo soy aquel delincuente

porque a llorar te acomodes,

que vivió como un Herodes,

murió como un inocente.

Advertid los pasajeros

de lugares encumbrados

que menos que degollados

no aplacaréis los copleros.

Sí, me acuerdo de aquella mañana en el Perro Rojo, y de otras muchas más. Entre Geraldo y Vargas Orozco había una asentada y lógica amistad. Ambos tenían muchos puntos de ingenio y un buen golpe de bebedor. Ambos eran muy libres y sueltos de lengua. Los recuerdo echando pestes del estado deplorable de la monarquía. Hablaban con pasión de gentes a las que yo nunca había oído nombrar: la condesa de Berlepsch o Perdiz, dama de la reina Mariana de Neoburgo, el Cojo Wiser, que había tenido que salir de Madrid a escondidas porque el pueblo quería molerle a palos, el padre Matilla, susurrante y matizado confesor del rey, el orgulloso e intrigante fray Chiusa, que lo era de la reina, el inquisidor general Rocaberti, Grandes diversos cuyos nombres arañaban el oído, Aguilar, Monterrey, Leganés, Benavente, Montalto… Y siempre, siempre, don Juan Tomás Enríquez de Cabrera, el retorcido y ambicioso almirante de Castilla.

—Faltan cabezas y ministros honrados. Siempre ha sido así —murmuró aquella mañana Vargas Orozco en voz alta.

Pasó Marcela llevándose las jarras vacías y pidió moderación antes de alejarse con un movimiento de caderas que atrajo los ojos de Geraldo.

—Por Baco, Marcela, ocupaos de nuestra sed y traed un poco más del vino del Santo.

—Sed es lo que no os va a faltar en el calabozo como sigáis murmurando cosas así en voz alta —replicó la moza.

Todavía me parece verlos despotricando contra la estupidez, la maldad, la superstición, la envidia y la ignorancia que agusanaban el interior de la espaciosa y desgraciada España. Todavía puedo verlos en aquella mesa del Perro Rojo doliéndose, entre sonoras risotadas, de la falta de descendencia del rey y de la lucha feroz que sostenían las camarillas cortesanas para atraerse su voluntad.

—Rey inocente, reina traidora, Grandes sin honra… —musitaba Vargas Orozco, enardecido en su retórica iracunda.

Por aquellos días, como ya he dejado dicho, preocupaba enormemente la salud de Su Majestad Carlos II. En las calles, en las plazas, en los mesones y en las tabernas, las conversaciones giraban en torno al empeoramiento del enfermizo monarca. ¿Cuánta vida le restaba al hijo de Felipe IV? Las gentes se hacían lenguas de la generosidad con que Luis XIV se había conducido en la reciente paz de Ryswick y comentaban jocosamente los preñados fingidos de la reina Mariana de Neoburgo. El rey había firmado un testamento en 1696, nombrando heredero universal de la monarquía, para el caso de que acabara falleciendo sin descendencia, al príncipe elector José Fernando de Baviera, hijo del gobernador de los Países Bajos y bisnieto de Felipe IV. Pero era un enigma si la reina había convencido a su esposo para que se destruyese aquel papel que descartaba la sucesión austríaca al trono de España.

En sus cartas, Juan Guillermo escribe:

… Todo Madrid especula con la suerte que puede haber corrido el testamento real. Y en verdad que es un gran enigma, pues tan pronto se afirma que ha sido destruido como que continúa en vigor…