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Madrid ya se confiaba al sueño cuando el asalariado de la ambición y vicioso del dinero público que se llamó don Juan de Góngora, que muy pronto llegaría a ser presidente del Consejo de Hacienda, escribía a su amo y favorecedor, don Luis Méndez de Haro:

En esta Villa y Corte de Madrid, a 8 de septiembre de 1644:

No son pocas las novedades que han sucedido en estos últimos días. Sea la primera la prisión de don Jerónimo de Villanueva, caballero de la Orden de Calatrava, protonotario que fue de la Corona de Aragón, y uno de sus consejeros de capa y espada, hoy de los Consejos de Guerra y de Indias y secretario de Estado de la parte de España y Flandes. Prendiole la Santa Inquisición, precediendo para ello algunas consultas que hizo de su mano el señor don Diego Arce y Reynoso, inquisidor general.

La noche avanzaba densa, gélida y augusta, y don Juan de Góngora daba vueltas y revueltas al sorprendente suceso que tanto estupor había causado en los mentideros de la Villa y Corte y en los pasadizos del Real Alcázar. Tras la expresión de su rostro no había nada, ni curiosidad ni estupor, solo una dedicación solícita hacia el destinatario de sus palabras, el hombre que, no sin oposición de los Grandes, parecía haber sucedido con el mismo poder, aunque con mucha menos soberbia, al colérico y arrogante conde-duque de Olivares:

La prisión la hicieron don Juan Ortiz de Zárate, inquisidor de la Suprema, y el inquisidor Celaya, que lo es de Córdoba. Fue el miércoles 31 del pasado, a las dos, poco más, de la tarde. Hallaron a Villanueva durmiendo la siesta y dicen que se desmayó al notificarle el decreto. Pasado el trance, sacáronle en coche rumbo a las mazmorras secretas de Toledo.

Al llegar a este punto, don Juan de Góngora hizo un alto en la narración. «Pavoroso ejemplo para un ministro que manejó el gobierno de tantos reinos», se dijo. Luego imaginó el peso extraño de los grilletes en las manos y los pies, la oscuridad del carruaje en movimiento, con las ventanillas cegadas, los gritos del cochero fustigando las mulas… Pensó: «Si alguien tiene un negro futuro en el horizonte ese alguien es el protonotario». Y retomó su relato:

La causa de su prisión todos dicen ser aquel caso del convento de la Encarnación Benita, que llaman vulgarmente de San Plácido, y que tanto ruido ha hecho en el mundo, cuya iglesia había edificado desde sus cimientos el preso, y junto a ella había labrado una grande casa. Muchos añaden que del convento sacó la Inquisición también aquella noche a doña Teresa Valle de la Cerda, que era abadesa perpetua, y a otras tres religiosas, y dicen que de Valladolid han salido inquisidores para hacer otras prisiones. Mas como este Santo Tribunal procede en semejantes casos con tanto acuerdo y secreto, si no es lo que nos da a ver en público, yo no lo creo. Lo que sí sé cierto es que a Villanueva no le han embargado sus bienes, y que el mismo día de su prisión y el siguiente le llegaron pliegos de Su Majestad con negocios de mucha importancia, y los abrió el secretario Josef Navarro de Echarrén, su oficial mayor de la parte de España.

Se acababa el día en Zaragoza, dejando paso a una noche aborrascada y dramática. Desde la ventana de la antecámara que le servía de despacho en el palacio arzobispal, Felipe IV contemplaba pensativo la ciudad agazapada junto al río, presa del aguacero y los furiosos e irregulares latigazos del viento. Pálido, adusto y grave, el monarca recordaba con pena las quejas de los notables aragoneses, que por tercera vez en un mes le habían pedido el relevo de Felipe de Silva, el más afortunado general que tenía, y pensaba en las amargas palabras que el año anterior se había visto obligado a escribir al desterrado conde-duque de Olivares, el otrora poderoso ministro que durante más de veinte años le había descargado de las tediosas y asfixiantes preocupaciones del Estado:

En fin, conde, yo he de reinar, y mi hijo se ha de coronar, y no es esto muy fácil si no cedo en lo que os toca. Todos mis vasallos piden a una voz que de Loeches os eche también, y es preciso no disgustarlos más.

Apartándose de la ventana, Su Majestad dio unos pasos hacia la mesa bufete. Tomó asiento, asió la pluma y, con gesto fatigado, se puso a escribir una nueva carta a sor María Jesús de Ágreda, su amiga y consejera:

… Cuanto mayores son mis cuidados y los aprietos presentes, tanto más deseo acudir a Nuestro Señor para implorar su auxilio y suplicarle que con su poderosa mano aplique el remedio, y aunque de mi parte se lo pido cada día y procuro cumplir lo menos mal que puedo con mis obligaciones, temo que le tengo tan irritado, por lo que le he ofendido y ofendo, que acudo a vos para que me ayudéis a suplicarle se duela de mí y de estos reinos; que aunque verdaderamente le ofendemos mucho, en ningunos otros está tan pura la religión católica como en ellos, y esto es fuerza que nos ayude mucho…

Era aquella carta, como todas las que el rey escribía a sor María Jesús de Ágreda, una carta dolorosa, ahogada en la consabida congoja de verse infinitamente desgraciado y perdido, a imagen y semejanza de la Corte y España. Porque nada ni nadie le recordaba ya a Felipe IV los primeros años de su reinado, tan llenos de fiestas, regocijos, esperanzas y proyectos a pesar de los angustiosos problemas que había heredado de sus antecesores. Los campos estaban ahora aún más vacíos y arruinados que en tiempos de su padre. Los azotes del hambre amenazaban más que nunca a sus vasallos. Las gentes huían a las ciudades, o desesperados por los grandes tributos que sus ministros aplicaban, iban a buscar fortuna a las Indias. Y las Indias se veían cada día más castigadas y desatendidas, con muchas minas agotadas o mal explotadas y su riqueza amenazada por el mal gobierno, la piratería y la extensión del contrabando. «Si al menos», se decía el rey, «Dios se sirviera de abrir los ojos a nuestros enemigos y los encaminara a su mayor servicio para ajustar la paz…». Pero las desdichas en este campo eran también múltiples y catastróficas. Las guerras de Flandes, Alemania e Italia se prolongaban en una masacre espasmódica, como si su conciencia paralizara el ánimo de quienes podían poner fin a la sangría. La hoguera de la rebelión ardía en Portugal, donde el duque de Braganza se había hecho con el poder, y se adueñaba de las tierras de Cataluña, bien alimentada por las armas francesas. El reino de Nápoles, exprimido hasta los tuétanos, estaba casi sublevado. Y para colmo de males, ya no llegaban el oro y la plata de América como en tiempos de su abuelo Felipe II. Y cuando los galeones llegaban a Sevilla cargados de tesoros, estos se empleaban tan solo en tapar goteras, como en aquel año de 1644.

«Todo va a peor. El tiempo pasa sin que Dios nos asista y nos defienda…», se repetía cada vez que abandonaba Madrid rumbo a Zaragoza para alentar y dirigir las tropas que combatían en Cataluña. «No hayo ninguna cosa en que poner los ojos que no sea recuerdo de la ruina. Todos los males se enlazan como eslabones».

Solo su esposa, la reina Isabel de Borbón, a quien en los últimos tiempos había aprendido a amar, lo aliviaba de aquella soledad y aquella angustia que se habían ido apoderando de su dubitativo y desmoronado espíritu como una enfermedad. La reina, y aquella monja piadosa y milagrera, a cuyos ojos sin ambiciones mundanas ni bajos intereses reservaba sus esperanzas, sus tribulaciones, sus desalientos, y cuyos consejos creía, con toda su alma, que venían directamente de Dios.

… Bien veo que vos me cumplís la palabra que me disteis cuando pasé por ahí, y os lo agradezco mucho…

Tal y como sería costumbre durante más de veinte años desde que el 10 de julio de 1643 conociera a sor María de Jesús en el convento de la Purísima Concepción en la villa de Ágreda, las aflicciones del rey corrían sobre el papel con la floreada escritura habitual en él:

… Y os confieso que siempre me alientan vuestras cartas y me mueven a solicitar vivamente el mayor servicio de Nuestro Señor. Duéleme infinito el no conseguirlo como yo quisiera, así en mi persona como en la enmienda de todos; que si esto se consiguiera, Dios fuera servido y nosotros nos viéramos muy libres de lo que hoy padecemos…

Después de este párrafo de confesión sincera, el rey reflexionó una vez más sobre las penas y trabajos que sufrían sus vasallos, y se dijo: «Padecemos la aflicción eterna de tener que gastar mucho más de lo que tenemos».

Y ya iba a retornar a la carta cuando entró Matías Novoa, su ayuda de cámara. Era este Novoa un hombre de mediana estatura, algo cojo, y tan delgado que parecía siempre de perfil.

Sin mover un solo músculo de su rostro, el rey preguntó con voz recia y cansada:

—¿Qué deseáis, Novoa?

—Su Excelencia don Luis Méndez de Haro —contestó el ayuda de cámara— ruega encarecidamente que Vuestra Majestad le reciba.

Se sobresaltó el rey. Algo muy grave debía de acuciar a don Luis Méndez de Haro para que solicitara audiencia a hora tan desusada.

—Podéis hacerle pasar —dijo.

Desapareció Novoa. Y al rato sonaron pasos en la puerta y entró, serio, erguido, don Luis Méndez de Haro.

Tenía en aquel momento don Luis cuarenta y un años. Era hijo de Diego López de Haro Sotomayor, marqués del Carpio, potentado andaluz de una austeridad reposada y altiva, y sobrino del conde-duque de Olivares, a cuya sombra y amparo había ido brujuleando en palacio. Sumamente astuto y discreto, poseía don Luis un espíritu afable y mundano, y la habilidad de moverse dentro del laberinto de la política española sin descontentar a nadie. Se le tenía por adversario implacable de su tío, no sin razón, ya que había sido desahuciado como novio de su hija y a la muerte de esta como heredero de sus títulos. Pero es lo cierto que en la caída de Olivares se había mostrado leal y afectuoso. Y también es verdad que don Luis escribía a Toro muy a menudo dando noticias políticas a su tío y tratándole con gran respeto y efusión. No era entonces primer ministro, aunque ya daba audiencia a los embajadores y el rey parecía inclinado a dejar en sus manos las fatigosas labores del gobierno.

—Mi querido don Luis, ¿qué os trae aquí a estas horas?

Don Luis Méndez de Haro hizo una reverencia y habló con templanza:

—Su Majestad me ha de perdonar, pero he tenido noticia de que el señor inquisidor general ha puesto preso a don Jerónimo de Villanueva.

El rey pareció herido por un rayo.

—¿Villanueva, preso? Santo Dios, ¡qué espantosa noticia! ¿Se saben las causas?

Don Luis Méndez de Haro cogió la valija que llevaba, rebuscó en ella unos papeles, halló finamente el deseado aviso de don Juan de Góngora que ya conocemos y lo leyó lentamente. Cuando hubo terminado, guardó el papel y dijo:

—Esta es la escueta noticia que ya comenta Madrid entero, desde los mentideros hasta los conventos de clausura. Y aquí tengo la copia de un memorial que acabo de recibir donde se dice que Villanueva está preso por el particular empeño del inquisidor general. Dice así:

Gran cosa es la prisión del protonotario, pues habiéndole dicho algunos calificadores al señor inquisidor general que la causa no tenía más fuste que para mandarle a que estuviese algunos días en el convento de nuestra Señora de Atocha y que allí se le tomase su confesión y que si satisfacía se le enviase a su casa, le ha prendido en medio de la Corte a vista del teatro del mundo y le ha mandado poner en las cárceles secretas como al hereje más pertinaz que ha delinquido en materias de fe. Y esto en perjuicio de su honor, familia, deudos y parientes, puestos grandes que ocupa y lugar que tiene con Su Majestad…

Don Luis Méndez de Haro guardó el pliego en la valija, se atusó el bigote, y añadió con el pecho un tanto hundido:

—Hasta aquí, cuanto se dice en Madrid y empieza a circular con gran escándalo en Zaragoza.

El rey quedó como ensimismado, con la mirada soñadora.

—San Plácido… —susurró muy pausadamente.

Aquella era una historia de años. Monjas visionarias. Tratos con demonios. Caídas de la carne.

—Majestad —añadió, súbito, don Luis—, el caso es grave, porque no se conoce prisión de secretario de Estado, excepto la de Antonio Pérez, para la cual, antes de ejecutarse, además de las causas tan capitales que se publicaron después, precedieron sobre la forma de la ejecución largas y fatigosas conferencias entre vuestro abuelo el rey Felipe II y sus ministros.

Hizo una pausa, como para dar tiempo al rey a evocar aquel trance que había tenido en vilo a su admirado abuelo y que el severo e insobornable padre Mariana tantas veces le había ilustrado cuando era mozo.

—El asunto —prosiguió don Luis— nos plantea, además, un problema que va más allá de la persona y reputación del protonotario. No podemos ignorar que con esta prisión se daña el prestigio de los Consejos de Estado, en cuya estimación, decencia y respeto es Su Majestad el principal interesado. Y más aún: también se atenta contra la misma dignidad de Vuestra Majestad. Pues ¿qué rumores no habrá ocasionado ya este hecho entre los embajadores de los príncipes de Europa, con quienes don Jerónimo, en tanto tiempo, fue la voz de las resoluciones de vuestra real persona?

Felipe IV abandonó la mesa bufete y anduvo unos pasos con la solemnidad espectral que dirigía todos sus movimientos cortesanos.

—¿Se os ocurre algún remedio? —preguntó con voz remota y lúgubre.

—Una investigación, Majestad.

—¿Una investigación, decís? ¿Y qué esperáis de ello?

—Algo de luz, pues ahora estamos a oscuras. Villanueva calla más misterios que ninguna otra persona en la Corte y el gran inquisidor parece haber tomado el asunto muy a la brava, y con mucho secreto.

—¿Qué queréis decir?

—Sospecho, Majestad, que la prisión del protonotario no sea causa de fe, sino una venganza personal contra lo pasado. Temo que detrás de ella se agiten mentores y conductores movidos por el odio particular e intereses muy concretos en la palacio. Y creo estar en lo cierto al decir que Vuestra Majestad no pensaba toparse con escándalo semejante cuando puso las riendas del Santo Oficio en manos de Arce y Reynoso.

El rey rozó con la yema de los dedos el Toisón que le colgaba del cuello y posó sus ojos saltones, de un azul aguado, en su ministro. No, jamás hubiera imaginado una cosa así. Ni siquiera cuando el inquisidor general le habló de revisar por segunda vez aquel viejo y sonado proceso. Y tampoco era de su gusto que se usara un rigor tan grande con tan buen vasallo.

—Ninguna consulta de las que me ha enviado el señor inquisidor general menciona proceso alguno contra don Jerónimo de Villanueva.

Don Luis Méndez de Haro calló prudentemente después de aquellas comprometidas y enfáticas palabras del monarca. Tenía la certeza de que Felipe IV hablaría, pues aunque era demasiado grave y pagado de su majestad para encolerizarse, su enfado con Arce y Reynoso resultaba evidente. Y no se equivocaba, porque después de un breve silencio, el rey expresó su malestar y dio su aprobación al plan propuesto.

—Advierta, don Luis, que la pesquisa ha de hacerse con sumo cuidado y discreción. Por nada en el mundo deseo que se levante más ruido en esto.

—Así será, Majestad.

—¿Y tiene al hombre seguro para la misión?

—Sí, tal. Ya le tengo.

Despidió el rey al ministro y quedó pensativo junto a la ventana, con la mirada perdida en las aguas plateadas del río, que ahora reflejaban el brillo de una luna cavernosa.

—San Plácido… Villanueva… —musitó.

Y pensó en el conde-duque de Olivares y en los grandes secretos que ocultaba su privanza y en las acusaciones de magia que le hacían sus enemigos, entre las que constaban varios intentos de consultas o adivinaciones a doña Teresa Valle de la Cerda, priora de San Plácido. Y recordó los versos que corrían como naturales de don Francisco de Quevedo, aquel poeta cojitranco y casi cegato a quien Olivares había protegido primero y más tarde puesto preso en una celda del convento de San Marcos de León:

Soltose el diablo, y, sin saber por dónde,

en palacio se entró, ¡gentil alhaja!

el cetro huella y la corona ultraja,

que a esperar tiraniza el que se es-conde.

El pueblo clama y Bercebú responde

que descansa del tiempo que trabaja;

pues cuartos sube cuando cuartos baja,

con Teresa será el príncipe conde.

El protohermano compañero moja

en el mismo tintero el cañón romo,

por ser común la vida que se hace.

Cada cual toma lo que se le antoja;

y, en tanto, España se gobierna como

al diablo de san Pablo bien le place.

Pensó: «Buena pieza ese don Francisco: intrigante, deslenguado…». Y retornó a la mesa bufete lentamente. Y tomando la pluma, volvió a la carta para despedirse de sor María Jesús, fundadora y priora del convento de la Concepción Descalza en Ágreda:

… De mi parte os aseguro que hago cuanto alcanzo y que trabajo lo que ven todos, con mucho gusto por cumplir con la obligación del oficio. Tengo pocas ayudas, que en los más pueden más sus propios fines que lo que debieran hacer. Bien lo conozco y procuro remediarlo, pero no es fácil. Mas como yo consiga la ayuda de Dios, nada me puede faltar. Ayudadme a pedírsela y a suplicarle que nos saque bien de los aprietos presentes, así de Cataluña como de las demás partes, porque son grandes las fuerzas de los enemigos y las nuestras cortas en su comparación…

Don Gaspar de Guzmán y Pimentel escuchaba hablar a Francisco de Rioja, delicado poeta sevillano, en una sala no mal dispuesta del gran caserón perteneciente a la marquesa de Alcañices, su hermana, en la villa de Toro. Fatigado de los negocios, vencido e incierto, el conde-duque de Olivares permanecía sentado en la amplia silla de cuero claveteado, junto a un brasero gigantesco de plata, ébano y marfil. Rioja le decía:

—Realmente, si don Jerónimo no se ha curado y pedido misericordia, tiene gran culpa, porque una sola vez que le hablé de estas materias hasta el día de hoy, se lo dije muy claro.

Flaco, macilento, de porte docto y trato afable, Francisco de Rioja contaba a la sazón sesenta años y era un hombre fiel y seguro del conde-duque. Desde que entrara a su servicio en Sevilla, no se había separado jamás de su protector, a quien debía cuantos cargos había desempeñado sucesivamente: inquisidor del Tribunal de Sevilla, consejero de la Suprema, cronista de Castilla, bibliotecario del rey. Pero el sutil y refinado poeta, a pesar de estar versado en cánones, teologías y humanidades, soportaba mal el clima de silencio, penitencia y melancolía que rodeaba a don Gaspar en Toro. Así pues, unos días después de conocerse la prisión de don Jerónimo de Villanueva, que ahora comentaba, le había confesado a su viejo favorecedor el deseo de marcharse a Sevilla.

—Y temo mucho —proseguía Francisco de Rioja— que su ligereza natural no le haya dañado. O quizá la confianza de la nueva privanza de vuestro sobrino, pues he podido saber que hablaba con libertad y gran menosprecio del Consejo de la Inquisición y de las pocas letras de sus consejeros.

Don Gaspar estuvo de acuerdo.

—Mi opinión también es esta. Antes que de sus enemigos, que son muchos, de quien primero debía haberse cuidado don Jerónimo era de su carácter confiado y arrogante. Como quiera que sea, me duele en lo más vivo del alma cualquier desgracia suya, y más desgracia de tanto descrédito.

—A la verdad, este es de los golpes y trabajos —apostilló Rioja— en los que pocas veces se restaura lo que se pierde, por lo menos enteramente.

El conde-duque guardó silencio un momento, dejando caer los párpados como si le pesaran desde las arrugas de la frente. Era de él un gesto familiar cuando estaba preocupado. Y en verdad que lo estaba, pues si sus primeros pensamientos al conocer la triste noticia procedente de la Corte habían sido para el hombre y la gravedad de su situación, enseguida vino a producirle gran desasosiego otro aspecto de la prisión de don Jerónimo de Villanueva.

—Por otra parte —comentó de pronto don Gaspar—, hay un punto en este asunto que me tiene a pique de naufragio. Hablando claro, estoy con mucho miedo de que los papeles reservados que custodiaba el protonotario lleguen a otras manos que a las de Su Majestad, porque me huelo que no haya quemado los que yo le dije que quemase.

Rioja se removió, delicado y ceremonioso, ante la confesión de su amigo y protector. Pensó: «La adversidad y la desgracia nos pisan los talones con prisa de animales sedientos». Y cambiando de conversación con voz insegura, como de rata que abandona el barco encallado después de notar cómo corre el agua por su casco a tenor de la marea, exhortó a don Gaspar:

—Salga de aquí, señor. Acompáñeme a Sevilla. No tengo duda de que junto al Guadalquivir Vuestra Excelencia encontraría el consuelo que necesita.

El conde-duque le miró en silencio. La piel de sus mejillas tenía los colores de un manojo de pimienta.

—Recordar y añorar da vida, Excelencia —continuaba don Francisco, a quien, de vez en cuando, le agradaba evocar los lances de una juventud que no había sido precisamente sosegada—. No es cierto aquello que dijo el Dante: Nessun maggior dolore che ricordarse del tempo felice nella miseria… A menudo no es ningún dolor, Excelencia, es una ilusión indecible.

—Sí… —le atajó abstraído el conde-duque, con un brillo indulgente en sus ojos agrietados, otrora duros y violentos—, consuelo puede ser la palabra. Pero Sevilla, con ser la más bella ciudad que existe, resulta ya para mí un escenario desnudo y sin sentido.

Rioja arrugó la frente sin decir una palabra.

—Además —suspiró Olivares—, el rey, tal vez…

El conde-duque dejó la frase suspendida en el aire, inconclusa, y guardó silencio sin dejar de mirar a Rioja, como pidiendo crédito, piedad, esperanza. Al cabo, preguntó:

—Decidme, ¿cuándo partís entonces?

—Mañana.

—Os proporcionaré buena escolta. Vivimos tiempos azarosos y nuestros caminos están lejos de ser seguros.

Rioja se dio cuenta de que el conde-duque deseaba quedarse a solas. Así pues, con una voz sumisa, muy reverente, agradeció aquel noble gesto y dijo:

—Con la venia de Vuestra Excelencia, me retiraré.

—Os doy permiso, desde luego, mi estimado don Francisco. Id con Dios y no dejéis de escribirme cuando estéis en Sevilla.

Al quedarse solo, la mirada del conde-duque tropezó con el único cuadro que se había llevado consigo al destierro: el retrato ecuestre que había pintado Velázquez en 1638, cuando en Madrid la noche se hizo de día debido a la cantidad de antorchas y hogueras que ahogaban la oscuridad para celebrar la victoria sobre el ejército francés en Fuenterrabía. Era aquel su retrato predilecto por la ligereza y elegancia del pincel del artista sevillano, que con la magia y rapidez habituales de su labor, había infundido a su ya entonces descoyuntada figura un aire de impresionante majestad, un prodigio de arrogancia y voluntad de mando.

«Los ojos de Velázquez siempre ven más cosas que los de los demás, y esto se refleja en su pintura», le había dicho una vez Rioja. Y aquel cuadro era una muestra evidente de que el poeta estaba en lo cierto, pues no solo era una obra maestra de propaganda, sino también el retrato de su alma, la plasmación del sueño áureo, nebuloso, que había perseguido don Gaspar desde el comienzo de su privanza.

Dos años hacía ya que había tenido que dejar la Corte, escenario de sus grandezas. ¿Dónde estaba ahora el afecto de Su Majestad y el aprecio que tantas veces había expresado como pago a sus interminables servicios? ¿Y el fulgor y la energía del hombre descomunal, de titánica voluntad, que con esfuerzos inverosímiles creaba ejércitos de la nada? ¿Qué perduraba de su impaciente ambición, de la severa autoridad y la solidez de su mando? ¿Qué quedaba de tanto afán? Todos los días del mundo son caminos sin retorno. El conde-duque, el omnipotente tirano, había quedado reducido a la cáscara de lo que fue. Pero allí, pensaba, en aquel lienzo lleno de prestancia militar, el tiempo no pasaba. Allí, gallardamente montado en el corcel andaluz más impresionante, con armadura de plata pesada, espadín, espuelas y el bastón de general en la mano derecha, finamente enguantada, seguía siendo el Atlas del imperio más grande jamás conocido, su guía y guardián.

Don Gaspar echó mano de una muleta en la que se apoyó para ponerse en pie, retiró el asiento y renqueó lentamente hasta la obra para contemplar una vez más la orgullosa belleza y el eléctrico porte del caballo bayo, que era lo que más le agradaba del cuadro. «Todo es sueño», se dijo. «Una comedia. Todo es mentira y representación… Solo nos ha de consolar ver que el ser Rey, Papa, Grande o pobre y humilde, dura solo mientras hacemos las figuras en el tablado de la vida… No. Miente o yerra don Francisco. Nada hay de dulce en el recuerdo para quien deja de ser, en su vejez, lo único que puede y sabe hacer».

Y recordó entonces los pormenores humillantes de su marcha de la Corte, cómo había salido del Alcázar de incógnito y se había escabullido de Madrid por caminos poco frecuentados. Recordó el alborozo del pueblo al conocer la nueva y los muchos pérfidos ataques que se habían publicado contra su privanza. Y pensó una vez más en los tristes días que vivía en Toro: la expulsión de la Corte de su mujer, dama principal de la reina Isabel y aya y tutora del príncipe Baltasar Carlos, que el rey, faltando a su palabra de conservar en palacio, había justificado con sorprendente cinismo: «Sería más conveniente que no le privase la solicitud a su esposa enferma». Y ahora la reciente prisión de Villanueva, que tantos dolores de cabeza llegó a darle con aquel escándalo de San Plácido.

Recordaba el conde-duque haber visitado el convento con doña Inés de Zúñiga y Velasco, su esposa. Recordaba el rostro frágil, aniñado, de sor Teresa. La palidez cenicienta, que hacía pensar en terribles austeridades, los grandes ojos, verdes y turbadores, de los cuales emanaba una conmovedora dulzura. De sus visiones le había dicho don Jerónimo: «Son tan grandes las mercedes que Dios la hace y tan apegadas su razones al amor divino, que no cabe dudar». También recordaba sus promesas maravillosas, que al principio creyó como el náufrago que se aferra a los últimos restos de un barco maldito. «Yo de parte de nuestro glorioso padre San Benito os prometo un hijo, una rama, una flor dorada en el árbol de los Guzmán, el cual será prodigio de santidad, alegría de la Iglesia, y gloria del mundo».

—¿Por qué —se preguntó de pronto— tuvo que morir mi dulce hija? ¿Por qué me ha negado la Providencia un hijo de la condesa? Un hijo…

El dolor de siempre, central y atroz, lo despertó de aquel ensimismamiento.

—¿Habrá quemado Villanueva los papeles? —pensó en voz alta, con una mueca.

Y rehaciéndose prontamente, cruzó las dos manos en lo alto de la muleta, apoyando en ella todo el peso de su cuerpo, y avanzó hacia el escritorio. Entonces empuñó la campanilla y llamó al paje, que llegó con una falsa premura en la cara, una cara de criado mansa y chata, destinada a vivir quién sabe cuánto después de él. ¿De qué serviría reñirle? Renunció y le preguntó por el padre jesuita Martínez Ripalda, su confesor y su más leal amigo en aquellos amargos días.

—Está en la biblioteca, Excelencia.

—Id al punto y decidle que le espero. He de escribir una carta que no admite demora y preciso su ayuda.

Poco después entró con paso sólido, firme y vehemente, el padre Martínez de Ripalda, quien no pudo evitar un prolongado estremecimiento al percibir en suaves oleadas el maloliente espesor de la atmósfera de aquel salón, mezclado con el acre efluvio que emanaba del conde-duque.

El dolor, mientras tanto, se había calmado. O quedaba de él una sensación de arañazo.

—Padre, os ruego que escribáis al dictado lo que me dispongo a deciros para el secretario Carnero.

El padre Ripalda asintió con la cabeza, tomó asiento y pluma, y escribió palabra por palabra la carta que, muy poco después, un mensajero llevaría a galope a Madrid para entregársela sin tardanza a don Antonio Carnero, antiguo secretario de don Gaspar y su último hombre de confianza en la Corte:

Señor secretario Carnero:

Me ha hecho mucha soledad no tener carta vuestra del sábado, pues verdaderamente no sé qué ha mandado hacer Su Majestad con los papeles del protonotario habiendo allí mucho que toca a terceros. Temo, os lo confieso, que aun siendo obligación de su real conciencia velar por el secreto de dichos papeles, Su Majestad pueda estar bien olvidado de ellos. Y no menos pierdo el juicio cuando pienso en que puedan llegar a manos de personas a quienes tocan mucho. Lo más preocupante de todo es que no haya nadie que pueda avisar a Su Majestad ni a quien se pueda decir para que lo haga. Acuda Dios.

En la madrugada del 16 de septiembre de 1644, don Luis Méndez de Haro leía a la luz de un velón el siguiente informe enviado desde Madrid por don Juan de Góngora:

Cumpliendo las instrucciones dadas por Su Excelencia, os escribo y envío este expediente:

Don Baltasar de Alcázar: de estirpe toledana, nació por accidente el año de 1603 en Valladolid, donde su padre, don Enrique de Alcázar Ruiz de Urbina, capitán de la Guardia Española, se trasladó siguiendo la mudanza de la Corte. Estudió Artes en Alcalá y en Salamanca, ciudad en la que sufrió un terrible percance. El caso es que una noche se vio atacado por el hijo del corregidor que venía con tres esbirros más. Don Baltasar, muy hábil con la espada, atravesó el cuello del primero y acuchilló con denuedo a los otros asaltantes, de tal modo y manera que fue a parar a la cárcel, de donde le sacó la influencia del duque de Uceda. Viendo entonces que los aires de Castilla no eran muy sanos para su espíritu, partió a Inglaterra con el avieso y sagaz conde de Gondomar, embajador de Su Majestad Felipe III en la corte del rey Jacobo. Regresó a España con el conde y por un tiempo se estableció en la Corte, donde se hizo cierto nombre entre los hombres de letras. Mas en 1624 abandonó de nuevo el país, esta vez rumbo a Flandes. Estuvo con Spínola en Breda y más tarde en la campaña de Italia. Allí conoció la muerte de su hermano. Pasó después unos años en Roma, al servicio del conde de Monterrey, para el que ejerció, muy probablemente, tareas de espionaje, las cuales tareas desempeñó también para el conde-duque, que como Vuestra Excelencia sabe lo empleó en varias embajadas secretas…

Estas notas leía don Luis Méndez de Haro en el despacho severo de un aristocrático caserón de Zaragoza cuando entró su criado.

—Perdone Su Excelencia, pero ha llegado el caballero Alcázar, que viene de Francia y a quien su Excelencia esperaba.

Don Luis hizo gesto de que pasara. Tardó unos instantes en entrar don Baltasar de Alcázar. Las llamas de los velones que iluminaban el gabinete de trabajo del ministro vacilaron por la repentina corriente de aire, proyectando sobre las paredes la bizarra sombra del hombre vestido de negro que se inclinó reverentemente.

—Excelencia…

Era don Baltasar de Alcázar como lo describía don Juan de Góngora en su expediente. Feo, alto y esquemático, con negros cabellos algo canosos, pómulos acusados, ojos oscuros y una feroz cicatriz que le partía la frente en dos.

Don Luis dedicó el relámpago sagaz de una mirada a su visitante y juzgó que tenía delante al clásico aventurero, un hombre curtido por todos los vientos, posiblemente astuto, quizás sin el menor escrúpulo, pero también capaz de generosidad, de emprender grandes empresas y cumplirlas. «Un hombre entero», pensó mientras le indicaba que se sentara en un sillón. Y luego, sin perder el tiempo en salutaciones ni cortesanías, que reservaba para otros personajes más encumbrados, dijo:

—Querido Alcázar, sé que venís de Francia y que allí habéis visto a ciertos enemigos del cardenal Mazarino que se proclaman partidarios de la paz. Decidme, ¿qué acaece en París?

Don Baltasar advirtió el rostro rubicundo y sanguíneo del ministro, el largo y negro bigote, con las puntas dobladas hacia arriba, las ojeras violáceas, los ojos enrojecidos por la fatiga.

—Pocas noticias vienen de París que puedan interesar a Su Excelencia y que no sean ya conocidas —contestó—. La situación económica es particularmente grave. Todos los ingresos del Tesoro parecen empeñados, y para proseguir la guerra, el cardenal se ha visto obligado a recurrir a arbitrios extraordinarios, lo que agria el espíritu del pueblo y le da en todas las ocasiones instintos de revuelta y sedición. Por otra parte, la lucha por el poder continúa siendo atroz y enconada. La nobleza, poderosa y soberbia, solo acepta someterse a la monarquía con el designio de avasallarla, y del mismo modo que le hizo la guerra a Richelieu, se la hace ahora a Mazarino…

Lo interrumpió don Luis de Haro:

—Decidme, don Baltasar, ¿cómo es el cardenal Mazarino? Sobre él hay las noticias más contradictorias.

Don Baltasar reflexionó un instante. Luego, dijo:

—De creer a sus enemigos, Julio Mazarino no es más que un diplomático y aventurero italiano a quien el capricho de la suerte ha revestido con la púrpura cardenalicia y el amor de una Austria ha entregado los destinos de Francia.

—Y vuestra merced, ¿a quién cree?

—Yo creo lo que me dicen los ojos —respondió don Baltasar con una sencillez tan abrumadora que situaba sus palabras muy lejos de cualquier fanfarronada—. A mi entender —añadió—, el cardenal Mazarino es un hombre discreto, astuto y sumamente laborioso. Cierto que carece de la altiva distinción y la audacia de su protector y antecesor Richelieu, cuya mirada hacía que pocos hombres pudieran acercarse a él sin estremecerse. Pero es infinitamente más cortés, sabe agradar, tiene mucho ingenio, y muy insinuante, y posee unas ideas perfectamente claras desde el punto de vista político.

Don Luis preguntó:

—¿Qué hay de cierto en lo que se dice de sus amores con la reina madre?

Vaciló un momento don Baltasar.

—Doña Ana de Austria, a la que respeto mucho como hija de Felipe III, que Dios tenga en su gloria, y hermana de Su Majestad Felipe IV, es, sin ninguna duda, el más firme aliado con el que cuenta el cardenal para distraer las intrigas y posibles rebeldías de la nobleza. Y a tenor de lo que todo el mundo dice, también su amante. Lo cual, a mi parecer, muy bien puede ser cierto. Piense su Excelencia que la regente es todavía una hermosa dama y recuerde las penosas historias que corren sobre su vida conyugal con Luis XIII. ¿Qué ha conocido del amor doña Ana? El arrebato momentáneo que la empujara hacia Buckingham, un sentimiento que sin duda exaltó sus ardores, sin que nada se los aplacara. Richelieu pareció haberlo previsto y quizá deseado, pues cuentan que cuando presentó en palacio a Mazarino, dijo con voz insolente: «Os agradará, señora: se parece al señor de Buckingham».

Don Luis era ducho en conocer a los hombres, y se dio cuenta de que tenía enfrente a un partidario de los misterios bien sellados, un hombre curioso e imparcial, intrigante y secreto. No, don Juan de Góngora no se había equivocado al recomendarlo. No había la menor duda. Este Alcázar, pese a su aspecto bizarro, era el hombre más sutil, más apto, para husmear en la prisión del protonotario y separar la paja del grano.

El ministro se puso de pie, dio unos pasos en silencio hasta la ventana y se detuvo unos instantes en la contemplación del horizonte, donde un resplandor colorado señalaba el lugar por el que acababa de salir el sol.

—Hay un asunto que me preocupa sobremanera y que quisiera confiaros.

—Estoy a vuestra disposición para escucharos, Excelencia.

—Supongo que quizá ya conozcáis la prisión de don Jerónimo de Villanueva. La Inquisición lo prendió en su casa el 31 del pasado. Don Jerónimo, como sabréis, es un hombre eminente, un hombre respetado y querido por el rey. También es un hombre con muchos enemigos en la Corte.

Don Luis se detuvo, y volvió a recorrer la distancia entre la tremenda y sobrecargada mesa y la ventana. Intrigado, don Baltasar se preguntó qué había estado a punto de decir. ¿Que el inquisidor general se encontraba entre aquellos enemigos, quizá?

—Desde su detención —prosiguió el ministro, después de tomar asiento—, don Jerónimo se encuentra enjaulado en las peores condiciones, sin que se haya dado a nadie la menor explicación. Ni al Consejo de Estado, del cual es secretario, ni al rey, que está muy dolido. Así las cosas, nada se sabe del motivo de tan cruel prisión, pues el Santo Tribunal no ha mirado cargos ni honores y se ha conducido con mucho secreto y misterio, como es su costumbre. Pero el vulgo habla y se dicen muchas cosas.

Don Luis calló, y antes de continuar recordó las malignas y soeces coplas que habían circulado sobre las cosas de San Plácido cuando el Santo Tribunal procesó a las monjas y al prior más de quince años atrás. Sátiras que habían borboteado otra vez en la explosión de libelos que precedieron y siguieron a la caída del conde-duque de Olivares y que ahora —le decían sus espías— volvían a emanar de las sentinas del resentimiento cortesano. Sátiras como los versos malignos que el vulgo atribuía a Quevedo y que don Juan de Góngora había adjuntado en sus últimas noticias de la Corte.

—Se habla de San Plácido —prosiguió con aire ausente—. Y los rumores apuntan a que la causa de la prisión está en los escandalosos acontecimientos que tuvieron lugar entre los muros de dicho convento. También se dice que el Santo Tribunal ha apresado a doña Teresa Valle de la Cerda y a otras religiosas, aunque en esto último el vulgo yerra. De momento, ninguna monja del convento ha sido molestada, lo que a mi parecer convierte la prisión del protonotario en un pozo aún más oscuro de arcanos y entresijos.

Don Baltasar miró con ojos interrogantes al ministro:

—¿Vuestra Excelencia ha dicho San Plácido?

Don Luis movió la cabeza, asintiendo.

—Si no yerro —dijo—, la viuda de vuestro hermano vive retirada en dicho convento.

Lucrecia… Baltasar recordó a su cuñada. ¿Cuánto tiempo hacía de la muerte de su hermano en Italia? ¿Doce, quince años? ¿Cuánto sin saber nada de Lucrecia? Y sin embargo, ella…

—Así lo creo —musitó.

Mientras don Baltasar se veía acorralado por recuerdos que yacían enterrados a gran profundidad, don Luis comentó:

—Eso os facilitará la pesquisa, pues podréis buscar respuestas en el convento sin levantar sospechas.

Don Baltasar se irguió con premura de zorro. ¿Había oído bien o su mente, sin duda fatigada por los trabajos del viaje, le había jugado una mala pasada? La pregunta le ardió en los labios:

—¿De qué respuestas habla Vuestra Excelencia?

—A Su Majestad le interesa mucho aclarar este enigma. Para ello ha dispuesto que se emprenda una investigación. Y yo he pensado en vos para llevarla a cabo. Vuestra inteligencia y discreción, unidas a vuestra natural habilidad para moveros entre sombras, os convierte en el hombre ideal para la empresa.

Don Baltasar miró incrédulo al ministro. Adoptando una voz personal y de acentos graves, dijo:

—Ciertamente, no entiendo muy bien o no entiendo nada. Estando el asunto en manos del Santo Tribunal…

Don Luis lo interrumpió:

—Precisamente —su voz sonó cansada.

Don Baltasar no podía ocultar su sorpresa. Jamás hubiera imaginado aquella conversación, menos aun aquel encargo. Algo le decía que estaba a punto de adentrarse en terreno desconocido, pero sintió al mismo tiempo afirmarse en él un irresistible impulso de curiosidad. Así que resolvió bajar la guardia:

—Me dejáis un tanto perplejo, Excelencia. Pero he servido siempre donde Su Majestad y sus ministros lo han tenido a bien, y así seguiré haciéndolo. Tened seguro, pues, que desempeñaré esta misión lo mejor que sepa.

—¿Contáis con alojamiento en Madrid?

—La casa de mi cuñado, don Nicolás de Tejada y Angulo.

—Entonces allí os haré llegar los papeles que mi secretario ha conseguido reunir sobre las cosas de San Plácido. No hace falta deciros que el asunto es muy delicado y exige la mayor discreción.

Todo había sido demasiado rápido e inesperado. El día que lo pusieron preso, don Jerónimo de Villanueva notó en el estómago como la mordedura de una alimaña y al rato sintió que el tiempo se detenía, un espectacular frenazo capaz de expulsar todo de su sitio y ponerlo a rodar, a volar por los aires, sacando cada cosa del rincón donde estaba acomodada. Pasada la primera sorpresa, una vez ya vencida la inercia, el mundo, los rostros, la rueda del tiempo, todo, había comenzado a moverse otra vez, aunque don Jerónimo tuvo la vertiginosa percepción de que lo hacía en sentido contrario, desandando su movimiento de los últimos dieciséis años, como si buscara aquellos precisos días del pasado en que la desgracia se había abatido sobre su obra más querida: el convento de San Plácido.

¿Había sentido doña Teresa también esa mordedura, ese malestar en la boca del estómago, aquella lejana noche de junio de 1628 en que los inquisidores aparecieron en el convento, la prendieron y, a continuación, la metieron en un carruaje que la condujo hasta esta oscura tumba? ¿Afloraron a sus ojos las lágrimas cuando vio en qué quedaban tantos sueños y afanes?

La celda donde el protonotario se hace estas y otras preguntas no menos dolorosas tiene solamente un hueco en sus muros de piedra: la rejilla de la puerta, una pieza maciza de roble, de un palmo de ancha, cuyos cerrojos y cerraduras chirrían cada vez que se abren o cierran.

En esta celda los días se suceden tan confundidos con las noches que solo la llegada de las visitas obligadas viene a decirle que la vida continúa: la del celador, a horas fijas, para las comidas, y la de su ayudante, que, al atardecer, vacía los recipientes de las inmundicias. De cuando en cuando se oye también abrirse alguna puerta, tan pesada y recia como la de su celda, suenan voces en el corredor y un murmullo de hierros y cadenas se junta con el murmullo de las ratas y el ruido de las goteras.

Del rey y del reino ninguna noticia. Don Jerónimo sabe, eso sí, que alguien sigue pensando en él al otro lado de los gruesos muros, ya que se le permite recibir ciertas cosas: mudas de ropa, trozos de vela… Sabe, sobre todo, que el inquisidor general no se ha olvidado de él, pero que se mueve lentamente, detrás de lejanos testimonios arrancados Dios sabe a quién.

Sueña, mientras tanto, en la Corte: los corrales de comedias, las cañas y las corridas de toros en la Plaza Mayor, las fiestas en el palacio del Buen Retiro, las conversaciones con Velázquez con motivo de la decoración del Salón de Reinos…

Sueña que está vivo, rabiosamente vivo, y pasea por el Prado dentro de su coche, oyendo las desvergüenzas y chanzas de los mendigos.

Le despierta un puntual dolor en el brazo izquierdo, una quemazón infernal, como un fuego que se extiende desde la muñeca hasta el hombro. Le despierta ese dolor, y la primera visita del celador le sorprende siempre así, con los ojos en el techo, medio tiznado de sueños, medio de temor. Se pregunta entonces en qué celda la encerraron a ella, qué muros borraron sus plegarias. Doña Teresa nunca le ha hablado de su encierro en estas cárceles secretas de Toledo. Jamás la ha oído quejarse de la injusticia de los que entonces la condenaron. Ni siquiera cuando regresó a Madrid. Ni siquiera cuando la animaron a escribir aquel memorial. Tal vez, la vergüenza, la humillación sufrida… O quizá la extrema dureza con que él se comportó con ella entonces. Una vez, el padre Hernando de Salazar le había comentado:

—Abandonada a la fatalidad, decía a los escribanos: «Pongan en el papel lo que quieran, porque yo no sé lo que digo».

Resistir. Olvidar la humillación y resistir, se dice don Jerónimo ahora. Pero al cabo de un tiempo la oscura soledad, la falta de noticias, no conocer de qué se le acusa, qué saben de él sus enemigos, qué mano lo trajo hasta aquí, quebranta su ánimo. Recuerda la implacable ley del talión, a la que su primer maestro de gramática latina, un canónigo de ojos grandes y salientes, recurría siempre para ilustrar el modo en que España debía conducirse con sus innumerables enemigos:

«Pagará vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe».

Y se pregunta: «¿Es esto una venganza? ¿Qué me aguarda? Sin duda, un proceso. Y tras él, un castigo. ¿Pero qué clase de castigo?».

Reza. Vuelve a acostumbrar sus labios al susurro de una plegaria: «Señor, en qué duro destierro me tienes, con qué soledad hostil me castigas…». Ruega: «Señor, vuelvo hacia ti estos ojos inútiles que apenas tienen de qué sustentarse, solo tinieblas y vacío y pérfidos muros…». Pero el pensamiento, enseguida, se le escapa detrás de la sombra de otro Padre, Su Majestad Felipe IV.

—¡Santo Dios uno y trino! ¿No estoy viendo aquí a mi amigo don Baltasar de Alcázar?

Tras su entrevista con don Luis Méndez de Haro, don Baltasar de Alcázar se había dado cuenta de que para aclarar la prisión del protonotario no solo necesitaba abordar los sucesos de San Plácido sino que debía también buscar claros elementos de juicio. Y la persona más indicada para ambas cosas era un viejo conocido que se sabía al dedillo todas las historias, rumores, calumnias y verdades del Madrid del reinado de Felipe IV y que, casualmente, se hallaba en Zaragoza: don Antonio Hurtado de Mendoza, poeta cortesano, hombre de claro ingenio y proverbial discreción que asistía a todos los sermones y andaba en todos los coches, conocía a todas las damas y oía todas las comedias.

—¡Cuánto tiempo, por Cristo bendito! Si no recuerdo mal, la última vez que os vi, hacia el año veinticuatro, fue en la ceremonia nupcial del marqués de Toral y la hija del conde-duque de Olivares, que Dios la tenga en su gloria. ¿Os acordáis, don Baltasar? ¿Recordáis el esplendor de los festejos que siguieron a la boda?

Tenía don Antonio Hurtado de Mendoza más o menos la misma edad de don Baltasar. Feo de solemnidad como su amigo, era más bien bajo y enjuto, de color oliva y cabello negro y largo, con muchas hebras grises. Una frente huesuda y estrecha, una nariz que parecía el pico de un loro y unos labios muy delgados le daban un cierto aire depredador.

Don Baltasar, que lo había conocido en el estreno de una obra de Lope de Vega, lo apreciaba porque, al igual que a él, le gustaban las tramoyas teatrales y políticas y porque poseía un espíritu jovial, ligero y sobremanera curioso.

Aquel otoño de 1644, sin embargo, el ánimo de don Antonio no se correspondía con su fama, pues se sentía viejo, enfermo y poco amado en palacio, donde muchos veían en él al poeta de pluma aduladora que había coreado de modo entusiasta las políticas del conde-duque de Olivares.

—Lo recuerdo como si fuera ayer —replicó don Baltasar, sumido por un momento en aquellos días lejanos—.Vuestra merced andaba secreteando con don Francisco de Quevedo para componer una comedia de palacio.

Don Antonio aprobó con una gran sonrisa que dejó ver su estropeada dentadura. Tomó asiento, rogó a su amigo que hiciera lo mismo y con un gesto ordenó al criado que trajera vino. Después, dijo:

—¡Qué excelente memoria tenéis! Y diría que habéis encontrado la fuente de la eterna juventud que tan afanosamente buscó Ponce de León en La Florida. Yo, en cambio, he de confesaros que cada día que pasa siento cómo la tierra ejerce cada vez más sobre mí su derecho a engullirme. Aunque bien es cierto que no me mantengo mal como difunto.

Entró el criado con una salvilla con dos copas de quebradizos cristales y una botella llena de vino. Bebieron ambos el vino que les escanció. Después don Antonio inició la conversación con la mayor cortesía:

—Contadme, querido Baltasar. ¿Qué aventuras han suscitado vuestras andanzas en todos estos años?

Ante la curiosidad del poeta cortesano, don Baltasar empezó a relatar los últimos veinte años de su vida. Breda, 1625. Mantua. El asedio de Casal, 1630. Los franceses. El orgulloso e intrigante duque de Saboya. Richelieu. El recuerdo de aquel soldado que mantenía firme la pica en el suelo, pisándose las propias tripas derramadas. La muerte de su hermano. Roma. El truculento, enclenque y vanidoso conde de Monterrey. El castillo de Sant’Angelo rodeado de acervos parapetos, la Biblioteca Vaticana convertida en arsenal, las intrigas antiespañolas de Urbano VIII…

—Supongo que estáis al tanto de la muerte del papa Barberini —observó don Antonio.

—Por cierto que sí.

—Dicen que han entrado en Roma cuatro mil franceses que estaban por aquellos contornos y que el pueblo anda muy revuelto e insolente contra la casa de los barberinos.

—No era este Maffeo Barberini muy querido en Roma.

—Tampoco en Madrid.

—Fue, por Cristo, un Pontífice difícil. Arrogante, orgulloso, muy astuto y cauteloso, tan lleno de caprichos como de resentimientos hacia nuestro rey. En verdad, pocos Santos Padres nos han profesado tanto odio como él. Aún recuerdo los rumores que corrieron por la Ciudad Eterna acerca de la primera audiencia que concedió al conde de Monterrey, quien acudió al palacio del Vaticano en compañía de Spínola. Toda Roma comentaba que el Papa había observado: «He aquí cómo el Rey Católico busca inspirarme pavor al corazón. Me ha honrado con dos embajadores: el uno es enano, el otro tartamudo».

Don Antonio hizo un gesto al criado para que rellenara las copas de vino y después de saborearlo lentamente, comentó filosóficamente:

—¿No os espanta, querido amigo, cómo en pocos años han rodado los hombres que han marcado el rumbo de nuestro tiempo? Fue asesinado el duque de Buckingham en Inglaterra. Cerró los ojos al mundo el de Saboya. Finó Gustavo Adolfo de Suecia en combate. Murieron Richelieu y Luis XIII. Desterró Su Majestad al conde-duque de Olivares, que no está ya ni para dar migas a los gatos. Y ahora desaparece Urbano VIII.

—Ciertamente —aventuró don Baltasar pensativo— parece que, con esta muerte, se nos ha acabado de golpe todo el mundo de nuestra juventud.

—Hemos conocido hombres irrepetibles, querido amigo —prosiguió el poeta cortesano, tras un breve silencio—. El mismo conde-duque, odiado por el vulgo, traicionado por todos…

Suspiró y guardó silencio durante unos momentos, como si se hubiera perdido en recuerdos que aún le perturbaban. Finalmente, dijo:

—Dos años hace que salió desterrado de la Corte y me pregunto si merecía ese fin. Estaban los ánimos encogidos y disgustados, porque no sucedía bien esta o aquella empresa. ¡Qué maravilla! Malintencionados, ¿qué siglo no los tuvo? Sin descontentos, ¿qué edad ha pasado? Murmuraciones, ¿qué tiempo no las ha sufrido? Reveses militares, ¿qué gran ministro de la Europa no los ha padecido? Su Majestad Felipe IV halló las cosas de España en tal estado que el no remediarlas era perderlas y el tratar del remedio aventurarlas, ¿mas quién se acuerda de esto?

Don Baltasar pronunció con voz sentenciosa:

—De los gobiernos no se aborrece el pasado ni el porvenir, sino el presente, mi querido don Antonio.

El poeta cortesano asintió con la cabeza, y don Baltasar aprovechó la situación para encaminar la conversación hacia el asunto que le interesaba:

—A propósito de los cambios acaecidos en la Corte, ¿qué podéis contarme de don Jerónimo de Villanueva? Todo el mundo se hace eco de su penosa prisión.

Don Antonio enarcó las cejas.

—Villanueva —dijo al cabo de un instante— era el hombre de confianza del conde-duque. El valido del valido, por decirlo de algún modo —se detuvo, como si dudara—. De su vida y andanzas, si son de vuestro interés, bien puedo contaros muchas cosas, puesto que lo he tratado y conocido durante largo años.

Don Baltasar le animó con su actitud atenta y expectante.

—Hablad. Me interesa mucho.

Don Antonio sonrió y se dispuso a hablar largo y tendido:

—De estirpe aragonesa —dijo—, don Jerónimo de Villanueva nació en Madrid en un día de marzo de 1594 y estudió en el Colegio Imperial de los Jesuitas. Su marcha por la escalera de la Administración la inició, como suele ser costumbre en estos casos, junto a su padre, Agustín de Villanueva. Destacó don Jerónimo por su perspicacia, energía y entendimiento de los negocios, y a la muerte de su progenitor heredó el puesto de protonotario del Consejo de Aragón. Fue a partir de aquel momento de todos admirado, y en particular del conde-duque de Olivares, que lo convirtió en pieza indispensable de su gobierno.

Hizo una pausa don Antonio para aclarar la voz, y prosiguió:

—Todos los asuntos de la monarquía han pasado por sus manos, incluidos los gastos de Su Majestad. Fue el protonotario, por ejemplo, quien encargó y pagó muchas de las obras de arte, pinturas y objetos que visten el espléndido palacio del Buen Retiro. Todos los secretos del conde-duque, sus esperanzas, sus ambiciones, los ha guardado también él. Era el protonotario quien le proporcionaba la información que necesitaba para la formulación de su política. Y hasta quien sugería la solución a los problemas que iban surgiendo por el camino. «Quedo reventado de ocupación», se quejaba, a imitación de su protector, «pues lo que llevo trabajado es de manera que verdaderamente no hay fuerzas que lo puedan resistir». Y así era en verdad… De la autoridad y prestigio que alcanzó en la Corte puede hablaros un incidente del que fui testigo. Ocurrió en 1637, con ocasión de las fiestas y regocijos que organizó por encargo de Olivares para celebrar el nombramiento como Rey de Romanos de Fernando III de Hungría, cuñado de Su Majestad Felipe IV. Quiso en aquella ocasión don Antonio Losa, secretario del Consejo de Castilla, entrar en el Salón Dorado del palacio del Buen Retiro para ver la comedia que allí se representaba. Mas el protonotario se lo impidió, alegando que no podía porque era contra la orden de Su Majestad. No contento, Losa replicó no sé qué palabras destempladas, lo cual fue causa de que bajase un decreto del rey, mandando al presidente del Consejo de Castilla que suspendiera de sus oficios a Losa y que lo pusiera preso en su casa.

Don Antonio dejó de hablar como si se concediera un reposo para examinar sus recuerdos. Luego, reanudó:

—Por aquellos mismos días, se dijo que iban a darle el obispado de Sigüenza y que, de ahí, volaría pronto al capelo. También fue entonces cuando corrió por los mentideros de Madrid una redondilla harto explícita en cuanto al peso del protonotario en la Corte. Según parece, don Jerónimo había encargado a don Pedro Calderón de la Barca una comedia de capa y espada para el servicio de Su Majestad insistiéndole que tuviese grandes pasos, a lo cual respondió el poeta:

Si pasos de más primores

buscáis para tales casos,

yo escribiré vuestros pasos

que no pueden ser mayores.

Sonrió don Baltasar y con voz precavida preguntó:

—¿Y qué hay de su prisión?

Don Antonio se acarició la fina perilla, que llevaba muy cuidada, y contestó con la mayor prudencia:

—He oído decir que la principal causa que se le imputa es haber tenido pacto con el demonio y haberle consultado muchas veces para adivinar el porvenir.

—¿No os parece un cuento extraño?

—Don Jerónimo es un personaje extraño, querido Baltasar. Un hombre lleno de esquinas y recovecos. No pocos en la Corte lo tienen por hechicero y aficionado a la astrología. Y dicen que como tal ha sido denunciado a la Inquisición en varias ocasiones.

—Se habla de San Plácido —se lanzó don Baltasar.

Un criado entró con paso silencioso y se detuvo junto a la mesa que dominaba el salón. Don Antonio se volvió al oírlo y le hizo una señal con la mano, antes de hablar. El criado desapareció.

—San Plácido, claro. Todo es difícil de entender sin San Plácido. El mismo don Jerónimo resulta incomprensible sin la historia de ese convento que tanto ha dado que hablar en el mundo. Pero esa, mi muy querido amigo, es una historia muy larga. Si os place os la contaré mientras cenamos. La hora se impone.

El criado apareció de nuevo seguido de un sirviente que depositó en la mesa varias bandejas en las que humeaba un más que mediano banquete: pastelillos saboyanos de ternera hojaldrados, perdices asadas en salsa de limones y un lechón asado con sopas de queso, azúcar y canela.

Don Baltasar, que era de apetito ancho, sonrió satisfecho y se aprestó a degustar aquellos manjares y a oír de boca de don Antonio Hurtado de Mendoza los escondidos secretos que encerraban los muros de San Plácido.

—La historia de este convento es harto conocida y truculenta —dijo don Antonio mientras el criado llenaba su copa hasta el borde—. Lo fundó doña Teresa Valle de la Cerda y Alvarado hacia el año 1623. Era doña Teresa de familia ilustre, muy agraciada y bella, y de no pocas letras. Sus padres le dieron una educación cuidadosa, incluso haciéndole aprender Matemáticas, refinamiento extraordinario para lo que se estila en el Madrid de nuestros días, y más aún en su sexo. Dicen que, muy joven aún, ella y su hermano don Pedro, caballero calatravo, tuvieron estrecha amistad con don Jerónimo y Cecilia Villanueva. Las familias alimentaban de buen grado el crecimiento de aquellas relaciones, y a poco que los muchachos alcanzaron la edad de casarse, concertaron el doble matrimonio de don Jerónimo con doña Teresa y de don Pedro con doña Cecilia. Este segundo se celebró un día de septiembre de 1622. Pero el del protonotario y doña Teresa no se celebró jamás.

»Ocurrió que puesta ya en amores con don Jerónimo y estando a punto de unirse en matrimonio ante Dios, doña Teresa visitó el Real Convento de Benedictinos de San Martín y allí le dio a leer un monje el libro de la Regla primitiva de San Benito. Quedó, según se dijo, maravillada del rigor y la perfección moral con que el Santo Patriarca había organizado dicha orden. Y sintió en su corazón de novia el ímpetu fundador y reformador; ímpetu, como sabéis, del que han nacido altísimas creaciones religiosas, pero que, en más de una ocasión, ha sido tan solo encubierto instrumento de prácticas heréticas, sobre las que vigila inexorablemente el ojo del Santo Oficio.

»Consultó doña Teresa el propósito con algunos de los mayores sujetos de la Corte en letras y en espíritu. Y al fin se decidió a deshacer su enlace con don Jerónimo y renunciar a los placeres y a las comodidades del siglo.

Pasaba entonces el protonotario por noble caballero y fervoroso cristiano. Y como tal, en verdad, se condujo. Otros en su lugar hubieran raptado a la hermosa dama y disuelto a estocadas el grave consejo de beatas y doctos varones que empujaban a la moza al claustro. Don Jerónimo, no. Hombre ambicioso y sesudo, sometió su instinto. Y además de hacer él mismo voto de castidad y de contribuir con veinte mil escudos y otros muchos bienes a la creación del convento en el que su prometida iba a desposarse con Dios, hizo valer su influencia cerca del conde-duque de Olivares para alcanzar la aprobación real a tan noble empresa, cosa como sabéis nada fácil, pues era tal el número de monasterios con sede en la Villa y Corte que se habían prohibido nuevas fundaciones.

»Se edificó, por fin, el convento en solares que compró don Jerónimo, y que este incluyó en su generosa donación. Se le dio el nombre de San Plácido porque en aquel sitio existía una pequeña ermita dedicada a este santo, que hubo de derribarse. Además de los bienes aportados por el frustrado novio, la propia doña Teresa contribuyó con los cuarenta mil escudos que formaban su dote.

»La fundación, como ya os dije, se realizó en 1623, el mismo año en que el príncipe de Gales se presentó de riguroso incógnito en Madrid acompañado por el duque de Buckingham. Las monjas destinadas a la nueva congregación vinieron de diferentes rincones del país y quedaron alojadas provisionalmente en otros monasterios de Madrid hasta que la fábrica del flamante San Plácido estuvo terminada y en condiciones de acogerlas. Fue esto en el año siguiente, el día 12 de mayo o el 22.

»La inauguración alcanzó gran solemnidad, pues don Jerónimo era su patrón y arrastraba, sobre su personal importancia, la de su favorecedor y protector el conde-duque, y este, a su vez, al rey, quien asistió con la reina nuestra señora a la fiesta.

»La primera abadesa del convento fue doña Andrea Benedictina de Celis, de la más alta nobleza de Castilla, que vino a regirlo desde el monasterio de la Santa Cruz de Sahagún. Doña Teresa profesó un día de junio de 1625 con otras dos novicias, todas de familias nobles, y muy pronto el influjo de su vida austera irradió fuera de los muros de la reclusión, pues, a poco, ingresaron en el convento sus dos hermanas y también doña Ana Plácida de Villanueva, que lo era de don Jerónimo y hoy es la abadesa.

»Mas el infortunio persiguió, desde el comienzo, la aparente buena estrella de San Plácido. No habían pasado tres años desde su fundación, cuando comenzaron a advertirse extrañas novedades, que muy luego abultó la malicia. Se dijo que casi todas las monjas estaban endemoniadas, y entre ellas, doña Teresa. El prior, fray Francisco García Calderón, no se daba paz a exorcizarlas. Poco a poco corrió el rumor de que las religiosas veían el porvenir de la Tierra, por lo que empezaron a llegar al convento personajes de importancia, deseando conocerlo.

»Todo acabó quebrándose por donde imagináis. Hizo un fraile la denuncia al Santo Oficio y el Consejo de la Inquisición tomó cartas en el asunto. Tras severos interrogatorios, el prior, todas las monjas endemoniadas, más una beata criada de don Jerónimo, fueron apresados y trasladados a las cárceles secretas de Toledo. Esto sucedió una noche de junio del año 1628. Las sentencias se dictaron dos años después. Al prior se le declaró culpable de haber seguido la herejía de los alumbrados y fue condenado a perpetuo encierro en la celda de un convento. A doña Teresa y a las monjas se las halló también culpables de herejía y se las repartió por varios conventos con diversas penitencias. Y en cuanto a los demonios que pretendidamente las poseían y las profecías que supuestamente anunciaban, los jueces no los consideraron más que una burda fabulación con el objeto de ganarse el favor de personajes poderosos de la Corte.

Así contó don Antonio Hurtado de Mendoza a don Baltasar de Alcázar los hechos de San Plácido. Su narración concluyó cuando el criado servía el postre: uvas, limas dulces, peras y queso.

—Triste historia.

—Triste, muy triste, en verdad, si hubiera terminado así.

Con la malicia de experto narrador, don Antonio se mantuvo en silencio por unos dilatados segundos.

—Mas no ocurrió tal. Apenas terminados los cuatro años de recogimiento impuestos por la sentencia, las monjas suscribieron un papel de protesta ardiente de ortodoxia. Y el inquisidor general Antonio Sotomayor mandó revisar los autos e hizo calificar de nuevo las proposiciones por los más famosos teólogos de la Corte. La sentencia se dictó al pronto y restituyó a las religiosas en su buen nombre, crédito y opinión, dándose testimonio público de la absolución.

Don Baltasar movió la cabeza, negando algo recóndito pero evidente que necesitó refrendar con palabras

—No puedo dar crédito a lo que decís.

—Creedlo… Claro, que hecho tan extraordinario había de hallar eco en los mentideros. El vulgo no creyó en la justicia de la absolución y empezó a murmurar. Acusó a Olivares y al protonotario de doblar la mano del Santo Tribunal. Se habló de toda clase de amores y pasiones entre el siniestro prior y las monjas y entre doña Teresa y don Jerónimo. Hasta corrió el bulo de que el conde-duque entraba a escondidas en el convento para ayuntar también carnalmente con las monjas más jóvenes a fin de engendrar un profeta.

Las preguntas golpearon a don Baltasar, que se había acomodado en la lógica de la historia, después de haber visto él mismo la representación de los sucesos de San Plácido a través de las palabras de don Antonio, del mismo modo que en los corrales de comedias, el público, por el conjuro de la poesía, pasaba súbitamente de una plazuela a un palacio, de una prisión a unos jardines, de una taberna a un altísimo castillo.

—¿No molestó la Inquisición al protonotario entonces?

—Que yo sepa, no.

—¿Y el prior? ¿Qué pasó con él?

Don Antonio ingirió unas cuantas uvas antes de contestar:

—Del prior nada se dijo en la sentencia absolutoria, lo cual prueba que no le alcanzó el desagravio.

Don Baltasar cerró los ojos.

—Entonces no le absolvieron… —musitó, y volvió a cerrar los ojos, como si necesitara mirar hacia dentro. Al cabo de un rato, se permitió dar un paso atrás en la conversación—. Si no he entendido mal, habéis dicho que se les acusó de pertenecer a la secta de los alumbrados.

Don Antonio hizo un ademán de conformidad.

—Así es. Una secta que corre de convento en convento en nuestros días, a pesar del vigilante celo inquisitorial. Y no es de extrañar, dada la inundación de supercherías que padecemos —se quedó un rato pensativo—. Los partidarios de esta impura herejía —sonrió desmayadamente— pretenden recibir directamente de Dios una luz especial que les hace aptos para la revelación, y piensan que en el dejamiento y aniquilación de la propia voluntad alcanzan tal perfección que no pueden pecar mortal ni aun venialmente. De ahí su auge entre frailes rijosos y seglares desaprensivos, que se sirven de su doctrina para embaucar a monjas y beatas, diciéndoles que todos los pecados son gratos a Dios, especialmente los de la carne.

—¿No es cierto —inquirió don Baltasar, encantado de prolongar la conversación por este camino— que grandes religiosos del siglo pasado fueron sospechados de alumbrados?

—Cierto es, y lo demuestra el que más de un malintencionado culpara a Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola de profesar la maléfica herejía. No lo eran, pero tuvieron que probarlo, pues las apariencias, en verdad, eran tales que despertaban vehementes sospechas.

Don Baltasar se despidió al filo de la medianoche con una sensación de aturdimiento y un inquietante cargamento de dudas. Las revelaciones de la historia de San Plácido y los rumores sobre los abusos de poder del conde-duque y del Protonotario habían conseguido removerlo y ponerlo a meditar. ¿Por qué absolvieron a doña Teresa y a las otras monjas? ¿Qué había cambiado entre 1630 y 1638 para que ocurriera tal cosa? ¿Qué había sucedido realmente entre los muros de aquel convento? ¿Se cometió una injusticia al tachar de alumbradas a las monjas? ¿Y si no hubo herejía, por qué no extendieron el perdón al prior? ¿Por qué la Inquisición, habiendo encarcelado a los principales cómplices de los sucesos, no se atrevió a procesar al protonotario? ¿Por qué lo hacía ahora? Y el conde-duque, ¿era cierto que había frecuentado el convento? ¿Con qué razón?

Todas aquellas eran preguntas para las que don Antonio Hurtado de Mendoza, como persona que se había criado en la Corte y sabía del incalculable valor de la prudencia y la discreción, no se molestaría jamás en formularse públicamente.

Pero sin duda había ciertas personas que las tenían. Y si era capaz de encontrar a esas personas y de obtener de ellas las respuestas a sus preguntas, podría, tal vez, resolver aquel misterio.

Madrid le aguardaba.