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Don Alonso Ruiz de Urbina se levantó con la primera luz del alba y salió al jardín que la casa escondía en su interior. En las mañanas cálidas y silenciosas, a don Alonso le gustaba repasar entre las glicinas florecientes la correspondencia recibida el día anterior y resucitar por unos momentos su vocación de diplomático estratega. Pero aquella mañana no eran precisamente los asuntos públicos los que le preocupaban, aun cuando semanas atrás había llegado a Madrid la noticia de la muerte del gobernador general de los Países Bajos, don Luis de Requesens. Aquella mañana, lo que ocupaba su cabeza era algo tan privado y acuciante como el destino de Enrique.
Don Alonso era consciente de que el muchacho no pensaba más que en barcos y navegaciones, en viajar a las tierras del Nuevo Mundo, y avanzar más allá de lo que había avanzado ningún conquistador, a la búsqueda de aquel misterioso reino cuyos palacios brillaban con colores de aventura y de riesgo. Si fuera un hombre prudente, le hubiera apartado inmediatamente de don Jerónimo, y habría empezado a ilustrarle acerca de las mortificaciones y miserias que solían acompañar a los españoles al otro lado de la mar océano.
—Debes saber, Enrique, que el conquistador que va al Nuevo Mundo muy generalmente termina sus días pobre, menesteroso y desazonado.
Pero don Alonso no era un hombre prudente. Nunca lo había sido. Y comprendía que su nieto tampoco lo sería jamás: en sus ojos adivinaba el ansia de vivir con todas las apreturas de la aventura. No obstante, tenía que tomar una resolución. El tiempo había pasado en un suspiro. Sin hacerse notar, Enrique ya había cumplido los catorce años. Y Juana presionaba para encaminar sus pasos hacia los estudios de letras.
En esos pensamientos estaba don Alonso aquella mañana, cuando la decisión vino hacia él.
—Te has levantado temprano, hija mía —observó no sin cierta sorpresa.
No se escuchaba rumor alguno. La ciudad dormía.
—Sabía que os encontraría aquí, pues sé que madrugáis, sobre todo cuando amanece una mañana clara —repuso Juana.
—Habla, pues.
—Ya os dije ayer, mi señor padre, que me gustaría apresurar los estudios de Enrique en Salamanca. Me agradaría que siguiera vuestro camino y no el de mi marido, o peor aún, el de ese pobre loco de don Jerónimo.
Don Alonso bajó la mirada.
—Lo sé. Va siendo hora de decidirse. Y pienso que tienes razón.
La campana de algún convento dio un toque tímido, quedo.
—Entonces, ¿hablaréis con él?
Don Alonso asintió.
—Lo haré.
Dos días después, don Alonso puso su pesada mano sobre la cabeza de Enrique.
—Ven —le dijo—. Necesito que me acompañes.
Enrique lo siguió. Salieron de la mansión y anduvieron en silencio hasta desembocar en la plaza del Alcázar Real, inmensa casona rectangular cuya única fascinación emanaba del personaje divino a quien servía de residencia cuando no la dejaba por San Lorenzo de El Escorial, aún en plena construcción.
—Vamos —dijo don Alonso, y al punto se mezclaron con el vaivén de la muchedumbre que se dirigía hacia el interior.
Poco después se hallaban en el primer patio. Rodeaba su amplia extensión abierta una sucesión de sombreados pórticos, en los cuales se aglomeraba, bullicioso, un hervidero de gentes de las más distintas condiciones: caballeros opulentos afanados en el tráfico de influencias y a quienes sus pajes trataban de proteger de los peligros de tanta rodilla, codo y espada, soldados que explicaban méritos y enseñaban cicatrices, letrados en compañía de viudas y huérfanos, aventureros que regresaban de las Indias y ponderaban sus hazañas a la caza de algún empleo, clérigos que se saludaban entre sí y se paraban a conversar en tono profético sobre los males públicos o la ominosa plaga de los moriscos, pícaros que buscaban aliviar alguna bolsa, mozas de la vida, buhoneros. Nadie, y menos la guardia del palacio, la llamada guardia amarilla, que vigilaba el patio, ponía la menor traba para que se pudiera discurrir a sus anchas por aquel galimatías incomprensible.
—Esto que ves, Enrique, es el centro mismo de un imperio que abarca dos mundos.
Enrique escuchó entonces los beneficios de trabajar en las covachuelas y servir en alguna de las secretarías y consejos donde se trataban las cosas de los inmensos territorios sobre los que reinaba Felipe.
—Servir al rey aquí es uno de los mayores honores que puede alcanzarse. Las gentes del Alcázar ven lo que nadie ve y escuchan palabras que nadie escucha. Grandes secretos pesan sobre sus hombros.
—Señor, yo quiero ser soldado e ir a la Indias. La vida del conquistador es bella. Viajan en barcos y conocen tierras vírgenes. Los mejores de entre ellos someten reinos fabulosos y consiguen un título aunque no sepan escribir. De sus expediciones traen tesoros y riquezas que les dan para vivir cien vidas. ¿Por qué no puedo ser yo como ellos?
Don Alonso no contestó. Cogió a Enrique y lo llevó a un bodegón de mala muerte, muy poco recomendable para gente honrada.
—¿Sabes quién es aquel hombre?
Don Alonso señaló a un viejo lleno de mugre, con el brazo derecho amputado a la altura del hombro y varias cicatrices en el rostro.
Enrique callaba.
—Uno de los expedicionarios que siguió a Ximénez de Quesada en su búsqueda del Hombre de Oro.
Don Alonso tomó asiento junto a aquel veterano de las Indias que más parecía una sombra que un hombre.
—¿Y don Jerónimo? —preguntó.
El veterano alzó la mirada de una jarra de vino llena de moscas.
—Dios sabrá… —se encogió de hombros, y con mano temblorosa se llevó la jarra a los labios y bebió ávidamente el vino sin verter una sola gota.
—El muchacho quiere ir a las Indias —dijo don Alonso sonriendo—. Sueña con perseguir a las Amazonas y al Príncipe espolvoreado con oro.
—¡Por todos los diablos! —despertó el veterano con una risa aguda y entornando sus ojos turbios para ver mejor a Enrique—. ¿Estáis loco?
Tartamudeaba. Escupió sangre.
—Si tuviese un sorbo de vino por cada maldición que he lanzado contra mi vida y contra el triste destino que me llevó a embarcarme al Nuevo Mundo, podría llenar el mar que engulló a los jenízaros en Lepanto. Dios sabe cuántas veces, en la trabazón de una selva infernal, me he preguntado por qué elegí un rumbo tan distinto del que quiso marcarme mi buen padre. Ahora, de haberlo escuchado, acaso sería un canónigo maestrescuela, un obispo o hasta un cardenal, y no estaría en esta pocilga ahogándome en vino.
De nuevo bebió un largo trago.
—Pero… —dijo Enrique— el oficio de soldado en las Indias es el más glorioso de todos. Tomar reinos. Fundar ciudades en sierras bárbaras. Extender la palabra de Dios… Don Jerónimo dice…
—La gloria y el nombre son estiércol, muchacho…, estiércol para alimentar a las moscas. Don Jerónimo puede decir misa de las Indias, pero yo que estoy harto de verlas digo que esas tierras están hechas para enloquecer a los hombres y devorar sus expediciones. Allí la lengua no nombra las mismas cosas ni las mismas pasiones. Allí la verdad y la mentira parecen tejidas con otra tela. Allí al mundo lo gobiernan los sueños, las pesadillas. Nada logra volverse costumbre, y cada día trae un sabor mezclado de frustración y milagro. En cuanto al oro…
El vino borraba las cicatrices de su rostro y daba brillo a sus ojos turbios.
—Mírame, muchacho. ¿Acaso ves otra cosa que un oscuro fantasma? Mi juventud huyó en el horror de la selva interminable, en el hambre, en los tormentos y en las fatigas. Allí, en aquellas Indias de Dios o del Diablo, he sufrido lo indecible. ¿Y para qué? —gruñó—. Yo os lo diré. Para ver con estos mismos ojos cómo los genoveses, con ser tan pocos, han logrado lo que los indios no consiguieron: ganar las ciudades que hemos fundado a mayor gloria de Dios.
El veterano calló, jadeando un momento, y volvió melancólicamente a la jarra de vino.
Enrique miró también la jarra que aquel hombre integrante de la corte de los escarmentados iba indudablemente a vaciar y tiró de la manga de don Alonso.
—Vámonos, señor.
Regresaron a casa en silencio. El sol se escondía soñoliento más allá del Alcázar. La luna se asomaba en las alturas. De allí al alba no faltaría la voz de los canes o la de las campanas llenando las horas hasta la madrugada.
Aquella noche Enrique no durmió. Adivinaba la razón que había llevado a su abuelo a obrar de aquella manera: así como Rodrigo estaba propuesto a la milicia, a él le correspondía o bien la carrera eclesiástica o la burocrática. Y contra eso, ¿qué peso podían tener los espejismos creados por la voz hechizante de don Jerónimo?
Dos semanas después, Enrique salía hacia Salamanca, maldiciendo la circunstancia de haber llegado al mundo como segundón, porque de haberse producido las cosas al revés, Rodrigo y no él hubiera sido destinado a los libros. Partió a caballo, en compañía de dos criados, sin haber olvidado del todo el sueño de las Indias.
—Adiós, hijo mío, deja que bese tu frente y que Dios te guíe.
Después, sonriendo debajo del llanto, le empujó mientras decía:
—¡Anda, ve, quiero verte a caballo, buen jinete!
Enrique besó la mano de su madre y después le hizo una profunda reverencia. Luego abrazó a su abuelo.
—No olvides quién eres —dijo seriamente don Alonso—. Procura conocerte en todo momento a ti mismo, que, como te he dicho, es el más difícil conocimiento —le besó en las mejillas y añadió—: Vete con Dios, y escribe apenas llegues. No olvides presentarte a donde dicen las cartas que llevas. Ellas hablarán por ti.
—Así haré —prometió Enrique.
Y después se alejó sin mirar atrás.
A las puertas de la casa, don Alonso abrazó a Juana y le dijo simplemente.
—No debes tener miedo de nada.
Ella sollozaba.
Tenía treinta y cuatro años y era todavía una mujer hermosa: sus ojos eran verdes y grandes, su cabello negro y largo. A diferencia de su padre, que había conseguido hacer de su vida una obra de arte, Juana padecía en silencio el gran mal de las mujeres de su siglo, la más grande de las soledades: la de la incomprensión. A esta enfermedad, ella sumaba, además, un profundo y secreto dolor.