Capítulo Veintinueve

Duane Portillo vigilaba el número 22620 de Apopka Vineland Road. Estaba sentado frente a la casa comiéndose un sándwich y esperando a que su presa apareciera. Le habían facilitado una descripción que encajaba perfectamente con el hombre que había visto un poco antes. Todo lo que necesitaba determinar ahora era que ese individuo fuera inglés. Dio un mordisco al sándwich, apreciando el sabor del pollo húmedo y la lechuga crujiente. Llevaba allí ya más de dos horas y los dos dobermann no dejaban de vigilarlo desde las verjas con sus ojos redondos y brillantes.

Duane aprobaba lo de tener perros. Si él tuviera una casa como aquélla, habría tenido dos perros iguales. Sabía exactamente qué podía pasar si alguien decidía robarte. Lo sabía porque él había sido ladrón de casas una temporada. Ahora disfrutaba de la buena vida. Bastaba con soltar unos trocitos de plomo y te pagaban un quintal de dinero. Era un arreglo que le satisfacía. Le daría a aquel tipo otras treinta y seis horas antes de eliminarlo, eran órdenes del señor O’Grady.

Duane supuso con su astucia habitual que O’Grady estaba esperando a que llegara el dinero antes de meterse en harina. O’Grady era un tipo listo. Duane bendecía el día en que se había encontrado con él.

Duane acarició el estuche del arma que tenía en el asiento del pasajero. Dentro estaba su arma favorita, un rifle Ruger Mini 14. Tenía un alcance de precisión en torno a los cuatrocientos o quinientos metros y solía emplear munición Remington 223 como la que se había usado en Vietnam. Con aquello le reventabas los sesos a un individuo sin hacer más ruido que un suspiro.

Se terminó el sándwich y arrancó el coche. Bajó unos cientos de metros por la calle, dio la vuelta al coche y observó la casa desde un ángulo diferente.

En efecto, vio lo que estaba buscando ver.

Tomó los prismáticos y miró a su presa con ellos. No tenía pinta alguna de que dieran cincuenta mil dólares por su cabeza. Duane se encogió de hombros mentalmente. Bueno, daba igual la pinta que tuviera, eso no importaba. Lo que importaba era que había fastidiado a alguien en Inglaterra lo suficiente como para merecerse que le volaran la cabeza. Y eso es lo que Duane iba a hacer.

George se había levantado temprano y disfrutaba del sol en el jardín. No pudo evitar echar una mirada a la piscina. El agua brillaba azul y fresca y deseó tener agallas para tirarse. Pero George no sabía nadar.

Su sobrina y su sobrino tenían que llegar ese día, más tarde, y estaba emocionado ante la perspectiva de verlos. En especial a Natalie. Había visto fotografías suyas y la verdad es que era una chica muy guapa.

Edith le había informado de que nunca se levantaba antes de las diez, de manera que tenía toda la primera parte de la mañana para él. La asistenta de Edith, una bonita mexicana, le dijo que lo que tenía que hacer era ir a explorar por ahí, y pensó que muy bien podía seguir su consejo. Buscó las llaves de su coche y salió de la casa. Los dos dobermann le gruñeron cuando pasó junto a ellos; George abrió las verjas a toda prisa y salió con el coche. A continuación, las cerró con cuidado e inició su marcha.

No se dio cuenta en absoluto de que un Buick grande le iba siguiendo. George se dirigió hacia la propia Orlando, disfrutando del claro sol de Florida. Se había subido las mangas de la camisa y ahora, con el techo abierto y una brisa suave jugueteándole en el pelo, se relajó. Al cabo de un rato encontró lo que estaba buscando: el Orange Blossom Trail.

Cenando la noche anterior, Edith y Joss le habían hablado del Orange Blossom Trail; decían que ese bonito nombre engañaba sobre su actividad. Estaba en el centro de Orlando, donde los turistas que acudían en manada a Disney sólo aparecían por equivocación. Era la versión del Soho en Orlando y George no podía aguantar las ganas de estar allí.

Conducía como embobado. Estaba lleno de hoteles de mala pinta que anunciaban películas porno y camas de agua. Había mujeres de todas las pintas, colores y formas circulando por allí, vestidas con biquinis minúsculos y con cuerpos bronceados de color cuero caoba. Algunas de ellas se apoyaban en sus propios remolques, casas rodantes que utilizaban para ocuparse de sus clientes, ahorrándose así la factura del hotel. George iba absorbiendo todo aquello como un hombre muerto de sed. Sonrió a diversas mujeres y se quedó encantado al ver que le devolvían la sonrisa. Llegó a un lugar que se llamaba Casa de Muñecas y que prometía delicias tales como bailarinas en topless y acompañantes para beber.

George continuó en el coche hasta llegar al corazón mismo del Orange Blossom Trail. Allí ya no había ni los grandes hoteles de la avenida Internacional ni las galerías comerciales. Allí ya no había gente de cara amable deseándote «que pase usted un buen día». Lo que había aquí eran chamizos de mala muerte y gente en diversos estados de embriaguez o aletargada por las drogas derrumbada delante de ellos. Aquí había niños descalzos que miraban con miradas vacías un coche obviamente desconocido que pasaba. Aquí, hombres de aspecto sucio se apartaban de las paredes para abalanzarse sobre el coche de George, que se apresuraba a apretar el acelerador. Aquí era la última parada de los pobres, los adictos y los delincuentes.

George miró a su alrededor, ahora consternado. Dio la vuelta, regresó a la zona de la Casa de Muñecas y aparcó. En cosa de segundos, tenía hombres y mujeres haciéndole proposiciones. George se bajó del coche, lo cerró y empezó a caminar. Una jovencita le saludó con la mano y echó a andar perezosamente hacia él. George se detuvo para alegrar los ojos con su vista.

—Hei.

—Hola, querida.

—¡Vaya, inglés, eh! ¿Eres de Londres?

George sonrió.

—En principio sí. Pero ya no vivo allí.

La chica pareció decepcionada. Pensaba que Londres era lo mismo que Inglaterra.

—¿Y qué andas buscando? A lo mejor igual puedo ayudarte.

De pie en la calle sucia y polvorienta, bajo aquel sol caliente, George sintió el estremecimiento de la expectación.

—Ando buscando divertirme un poco.

La chica sonrió y dejó ver unos dientes mellados.

—Bueno, pues entonces viniste al sitio correcto. Me llamo Loretta.

—George.

—Bueno, George, ¿qué me dices si nos vamos a dar un paseíto juntos tú y yo? Tengo el remolque apenas un poquito más adelante.

George caminó a su lado oyéndola charlar. Saludaba a la gente con la que se cruzaban. Decidió que aquel deje sureño y blando le cautivaba. No tendría más de dieciocho años. George subió al remolque tras ella y ella cerró la puerta, se volvió y le sonrió.

—¿Te apetece beber algo? No tengo heladera, pero normalmente la cerveza está bastante fresquita.

George asintió con la cabeza y la muchacha se agachó para abrir el armarito que tenía debajo del minúsculo fregadero. George vio cómo la parte de abajo del biquini se le subía para encajarse en la hendidura de las nalgas. Cuando se levantó con la lata de cerveza y una sonrisita en la cara, vio que aquel hombre la miraba de un modo extraño.

Los ingleses eran tan fríos. Puede que fuera el clima. Le había dicho que allí llovía todo el tiempo.

—¿Estás bien?

George sonrió con aquella sonrisilla suya que apenas enseñaba los dientes.

—Perfectamente.

Duane vigilaba sentado en su Buick. Encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar a que el inglés acabara sus asuntos.

Jack Fenton era cabo retirado del ejército y vivía en Bychester Terrace desde hacía diez años. No era hombre que se mezclase mucho con sus vecinos, pero sí sabía de sus idas y venidas. Su mujer, Daisy, decía que era un meticón, pero por lo que a él respectaba, Jack se consideraba simplemente un observador.

Como la otra noche, cuando oyó que se paraba un coche ya muy tarde, nada menos que un Rolls Royce, y dos hombres entraban en la casa de los Markham, la de al lado de la suya. Aquello lo desconcertó, tenía que admitirlo. Los Markham nunca se metían en nada, y según las normas de Jack, así debían ser las cosas. Pero al mismo tiempo, le hubiera gustado saber quiénes eran aquellos hombres. Era un coche fantástico. Al final, había decidido que se trataba de parientes ricos.

Pero aquello de la tubería que perdía era otra cuestión. Cuando bajó para ir a buscar el periódico y unos cigarrillos, se fijó en que las pérdidas de la tubería empezaban a causar problemillas. Había un charco grandecito junto a un lateral de la casa. Había llamado a la puerta, pero no le había abierto nadie. Así que después de tomarse un té bien fuerte informó a su esposa de que iba a ir a la casa de al lado en misión de reconocimiento. Seguía utilizando jerga militar para fastidio de Daisy, que odiaba a las fuerzas armadas con toda su alma.

Jack se puso sus botas de agua y fue al solar vecino. La mañana era buena, fresca; aspiró unas cuantas bocanadas profundas de aire y notó cómo le quemaba al bajarle por la garganta. Entonces empezó a toser peligrosamente, de modo que sacó la cajetilla de Woodbines, encendió uno y chupó hasta dominar el cosquilleo. Supervisó la fuga de la tubería pecadora con el pitillo firmemente sujeto entre los dientes.

Un atasco en algún punto, apostaría a que era eso. Abrió la verja de atrás y entró en el jardín sorteando el agua que caía. Si George y Elaine no iban con cuidado, acabarían teniendo humedad en las paredes.

Entonces vio la puerta trasera de los Markham.

Fue hacia ella con decisión y meneó la cabeza. Habían cortado un agujero perfectamente redondo en el cristal junto al pomo de la puerta.

En su puerta él todavía tenía el cristal reforzado de alambre original. Los Markham tenían una puerta trasera de madera maciza con cuatro paneles de vidrio en la parte de arriba.

A Jack no le sorprendió que la puerta se abriera. Entró en la cocina, con las ventanas de la nariz aleteando como las de un perro sabueso.

La habitación estaba inmaculada.

Entró en la sala y la encontró igual. Nadie había tocado nada.

Pero allí había algo más que extraño o él no se llamaba Jack Fenton. Cogió el teléfono y llamó a la policía. Luego se sentó ante la mesa de la cocina y esperó pacientemente a que llegasen.

Cosa de una hora más tarde, llegó finalmente un Panda. Jack les abrió la puerta y les enseñó las pruebas en silencio. Los dos jóvenes guardias lo miraron todo como es debido y declararon que tenía razón. Allí había habido algún tipo de escalo.

—¿Sabe usted dónde están los ocupantes de la casa?

Jack los miró como si fueran imbéciles. Entre los dos no tenían tantos años como él.

—Están trabajando, naturalmente.

—¿Dónde trabajan? ¿Lo sabe usted?

—Pues claro que lo sé. Soy su vecino, ¿no?

El mayor de los dos policías respiró hondo.

—Bueno, ¿y será usted tan amable de decírnoslo?

—Ella, o sea, la esposa, Elaine, trabaja en un supermercado del centro. ¿Cómo se llama? Precios Bajos o algo así. En cuanto a George, trabaja en el polígono industrial, en Conjuntos Kortone.

—Gracias. ¿Y notó usted algo sospechoso antes de ver la ventana?

—Bien, no sé si esto quiere decir algo, pero la otra noche vi aquí un Rolls Royce. Se bajaron dos hombres y llamaron a la puerta.

—¿Está seguro de que era un Rolls Royce?

—Pues claro que estoy seguro. Acabo de decirlo, ¿no? —su voz estridente empezaba a atacar los nervios de los policías—. Deberíais llamar a un fontanero, chicos, esa fuga va a acabar por estropear algo, os lo digo yo. Bueno, me voy para casa. Vivo justo en la casa de al lado, si me necesitáis.

Salió meneando la cabeza conmiserativo. Había esperado que al menos vinieran unos detectives.

El agente Dendy llamó por radio a la sala de información para comunicar el escalo. El oficial de servicio envió a un guardia al Precios Bajos para que hablase con la señora Markham y le dijeron que llevaba una semana de baja por enfermedad. El guardia se acercó luego a Conjuntos Kortone y allí le dijeron que el señor Markham se había jubilado hacía muy poco.

Desconcertado, envió ambas respuestas por radio y el sargento de guardia, que era un hombre suspicaz, fue a hablar con los detectives. Allí había algo más de lo que parecía a simple vista. ¿Rolls Royces que aparecen en mitad de la noche? ¿Agujeros bien cortados en las ventanas y el vídeo en marcha en la sala de estar? ¿Y no aparece ninguno de los habitantes de la casa? ¿Una enferma y el otro jubilado? Las cuentas no salían.

Le explicaron a Caitlin tan misterioso caso en la pausa para el café y se hubiera reído de no ser por una cosa: el Rolls Royce. Un Rolls Royce rojo oscuro: se trataba del coche de Kelly.

Apuntó la dirección que le dio el sargento de guardia y se fue en su coche a Bychester Road. Los guardias se quedaron sorprendidos al verle.

—¿Ha vuelto ya alguien?

—No, inspector jefe. Y no parece que se hayan llevado nada.

—Pues quiero que registren ustedes este sitio a fondo. La casa, la caseta del jardín y el garaje. Bien a fondo, no lo olviden.

—¿Y qué tenemos que buscar, señor?

Caitlin sonrió.

—Ahí está el quid, muchachos. La verdad es que no lo sé.

Se quedó fuera, en su coche, fumándose uno de sus cigarros, cuando salió uno de los guardias y llamó en la ventanilla.

—Creo que será mejor que eche usted una ojeada a esto, señor, no sé si significará algo.

Caitlin cruzó la casa tras él; salió al jardín y llegó a la caseta. Allí estaban todas las revistas y libros pornográficos de George.

Caitlin asintió para sus adentros. Su corazonada era correcta. Sólo había una cosa que iba mal: al parecer Patrick Kelly había encontrado primero al Destripador de Grantley.

Volvió al coche y llamó por radio.

Kate estuvo allí con su patrulla antes de diez minutos. Se pusieron sistemáticamente a registrar la casa de arriba abajo. Nadie estaba realmente seguro de qué buscaban hasta que el sargento Willis y el sargento Spencer subieron al desván.

—¡Carajo! ¿Qué es este puñetero olor? Es espantoso.

Spencer encendió la luz al decir la frase y Willis quitó la tapa del depósito de agua.

Spencer lo vio tambalearse hacia atrás con las manos sobre la boca hasta desaparecer de la vista por la entrada del desván.

El sargento Spencer se acercó al tanque tapándose la nariz con el pañuelo. Miró. Elaine yacía de costado con la cabeza en un ángulo imposible. Tenía los ojos bulbosos y de un blanco lechoso. La piel rellena de agua estaba hinchada y tenía un color gris púrpura.

Spencer se desmayó justo en el momento en que Kate y Caitlin trepaban al desván.

Kate gritó a través de la trampilla:

—¡Que alguien suba aquí y se lleve a Spencer, por favor, y que llamen al forense!

Kate y Caitlin echaron una mirada a Elaine y luego se miraron el uno al otro. No había duda de que estaban en casa del Destripador de Grantley, con esposa muerta incluida y todo.

La única cuestión era: ¿dónde estaba George Markham?

En la cabeza de Caitlin había una pregunta más: ¿dónde coño estaba Kelly?

Tomó nota mentalmente de hacer que en la declaración del vecino de al lado se omitiese la parte del Rolls Royce. En todo caso, hasta saber algo más.

Miró a Kate con expresión de tristeza en la cara. Ella apoyó la mano instintivamente en el brazo de él, dando por hecho que estaba triste por la pobre mujer que tenían delante.

Ni se le pasó por la cabeza pensar que su compasión estuviera dirigida a ella.

El ambiente en la sala de incidencias era de euforia pura. ¡Tenían al Destripador de Grantley!

Kate permitió a Caitlin ofrecerle un vaso de whisky. Todos se daban palmaditas en la espalda, reían y hacían bromas.

Kate contestó el teléfono que sonaba. Era Frederick Flowers y alzó los brazos para pedir silencio antes de conectar el teléfono a los altavoces.

—¡Bien hecho! ¡Enhorabuena! A usted y a todos los demás. Sabía que lo atraparíamos. Daré la noticia a la prensa dentro de un par de horas. Pueden estar todos muy orgullosos.

Colgó y de todos ellos brotaron vítores estruendosos. Caitlin dio un beso a Kate en la mejilla y ella le dio un abrazo. Se había acabado. Todo lo que les quedaba por hacer era encontrarlo, y ahora que tenían su nombre eso era una pura formalidad.

Entonces Amanda Dawkins dio unos golpecitos a Kate en el hombro. La expresión seria de la joven le hizo fruncir el ceño.

—¿Qué sucede?

—Creo que será mejor no seguir con la fiesta, inspectora. George Markham se hizo el análisis de sangre. Dio negativo.

—¿Qué?

El grito de Kate entró como un cuchillo en el ruido que la rodeaba y que fue muriendo gradualmente. Tomó el papel que Amanda le daba y leyó los resultados. Se quedó desalentada.

Los resultados de George Markham habían sido negativos.

Se habían puesto a celebrarlo demasiado pronto.

Le pasó el papel a Caitlin, que se quedó un buen rato mirándolo.

—Mierda... —la palabra le salió con dificultad entre los labios.

—No me lo creo. Es que no me lo puedo creer —dijo Kate con voz grave. Apretó el puño—. ¡Pensaba que ya lo teníamos!

Los policías, hombres y mujeres, empezaron a murmurar entre ellos según iban recibiendo la noticia. El ambiente de la sala se vino abajo en cuestión de segundos.

Kate dio un trago a su whisky, porque ahora lo necesitaba.

—De todos modos, si no es el Destripador, sí que ha asesinado a su mujer y salido por piernas. ¿Será un caso completamente distinto?

—Eso es lo que parece imponerse, sí —dijo Caitlin con voz grave—. Todos esos vídeos y revistas, no obstante... Jesús, hubiera apostado mi dinero a que era nuestro hombre...

Entonces se le ocurrió otra idea.

También Patrick Kelly pensaba que era su hombre.

Kate le observó salir a toda prisa de la sala. Si no hubiera estado tan perturbada por la noticia del análisis negativo de George, se hubiera preguntado qué problema tenía ahora.

Estaba más preocupada por que le había dejado a ella la tarea de darle la noticia a Flowers.

¿Cómo podían haberlo dado por sentado antes de tener confirmación? Se terminó el whisky de un trago y cogió el teléfono. Aquella tarea no le gustaba ni una pizca.

Patrick Kelly había hablado con Caitlin y le aseguró que no sabía nada de ningún George Markham. Lo más probable era que el vecino de al lado estuviera medio dormido y se equivocara. Escuchó a Caitlin que le dijo lo del análisis de sangre negativo e hizo los ruidos de desilusión adecuados ante su equivocación. Luego colgó el teléfono y sonrió. El pequeño plan George Markham había resultado.

Sabía, y Tony Jones también lo sabía, que la prueba de sangre de George había dado positivo. Pero ahora Tony Jones estaba en el hospital y George Markham a punto de encontrarse con su Creador. Entre una cosa y otra, aquél no había sido un mal día.

Kate llegó a su casa en taxi dos horas después.

—Hola, Patrick. He tenido un día terrible. ¡Págale a ese bobo de taxista antes de que lo detenga!

—¿Estás borracha? —preguntó Kelly con voz sorprendida.

—Un pelín. Y si sigo con lo que me apetece, más borracha estaré. —Él la cogió del brazo y la ayudó a cruzar el vestíbulo y subir las escaleras—. ¿Dónde vamos? —había surgido un tono agresivo en su voz.

—Te voy a meter debajo de la ducha, cariño. Así que ahora vamos a subir estas escaleras.

Willy se asomó al vestíbulo y Kelly le soltó:

—Está trompa. Paga el taxi y luego tráele un poco de café.

Willy asintió y miró a Patrick medio arrastrar, medio cargar escaleras arriba con una Kate borracha.

En el dormitorio, la soltó sobre la cama y empezó a quitarle la ropa. Ahora se dejaba. La agresividad se había convertido en la resignación de la fatiga.

—Creí que ya lo teníamos, Pat, pero no. No era así... Todo lo que teníamos era otro asesino. Uno que asesinó a su mujer...

—Está bien, está bien, cálmate.

La sacó desnuda de la cama y se la llevó al cuarto de baño en suite. Abrió el grifo del agua fría y la sujetó debajo de la ducha. El agua helada hizo que abriera la boca en busca de aire y que intentase escapar del plato. Patrick la sujetó allí debajo con ciertas dificultades; se estaba empapando la camisa blanca de seda que llevaba.

—Deja que el agua te corra por encima, Kate, eso hará que te sientas mejor.

—¡Maldito cabrón! ¡Déjame salir de esta ducha ahora mismo! ¡Está helaaada!

Kelly vio cómo se le iba poniendo toda la piel de carne de gallina como por arte de magia y ahogó una sonrisa. ¡Los pezones estaban enormes!

Cinco minutos después, todavía la estaba sujetando bajo el agua corriente cuando oyó que Willy llegaba a la alcoba con el café. Cerró la ducha y la envolvió en una gran toalla de baño.

—Vamos, vamos al dormitorio.

—Hoy Flowers me ha soltado una bronca con todas las de la ley. En cambio, a Kenneth Caitlin, no. Ya lo creo que no. Sólo a mí.

Patrick le sirvió un café bien fuerte, pero cuando se lo llevó a la cama, ya estaba dormida.

Tenía los largos cabellos pegados al cuerpo. Gotitas de agua le perlaban la piel. La toalla de baño apenas si la tapaba. Nunca le había parecido tan vulnerable y deseable. Durante un segundo fugaz, contemplándola, se arrepintió de lo que había hecho. Él sabía sin sombra alguna de duda que George Markham era su hombre. Pero que nunca podría decírselo.

Sin embargo, había algo que sí podía hacer, y era poner a Frederick Flowers en su sitio. Esa idea le consoló durante un rato. Finalmente, Kate abrió los ojos tres horas después. Miró a su alrededor tratando de aclararse. Entonces vio a Patrick.

—Hola, guapa, ¿te encuentras mejor?

Kate se incorporó en la cama.

—La verdad es que me encuentro fatal.

—Llamaré para pedir café recién hecho.

Mientras llamaba a la cocina, Kate se enrolló en la toalla húmeda más estrechamente y se vio reflejada en el espejo frente a la cama. Frunció el ceño. Tenía un aspecto terrible. Patrick se sentó a su lado en la cama.

—Siento mucho lo del sujeto ese, el tal Markham.

—Oh, no me recuerdes eso, por favor.

Patrick la besó en el hombro desnudo.

—Si simplemente hubiéramos comprobado los análisis de sangre antes de señalarlo con el dedo, Patrick... Me siento como una maldita idiota, pero hubiera jurado sobre una pila de biblias que era nuestro hombre. Las películas porno, las revistas, todo encajaba. Si hasta había estado en la cárcel por violación frustrada y lesiones. Eso también lo descubrimos demasiado tarde.

—Bueno, pero asesinó a su mujer.

Kate le cortó en seco.

—Pero, ¿lo hizo él? Por todo lo que sabemos, hubo alguien que asesinó a los dos, a ella y a Markham, y el cuerpo de él lo dejó en otro sitio. Hasta que lo encontremos a él o a su cuerpo no sabremos nada.

Willy llamó a la puerta con los nudillos y entró con el café.

—Llaman por teléfono de los Estados Unidos, Pat.

Kelly se levantó de la cama de un salto y salió de la habitación.

—¿Quiere que le sirva, señora?

—Sí, Willy, por favor. En este momento no tengo un pulso muy firme.

—Le pagué el taxi. Estaba muy borracha, ¿sabe?

—Lo sé.

Tomó la taza de manos de él.

—¡Parece que la hubieran seducido y abandonado!

Kate no pudo evitar una sonrisa.

—Pues así me siento, Willy.

Willy le apuntó con un dedo grueso y corto.

—Entonces que eso le sirva de lección. Nunca en la vida me ha gustado ver a una mujer bebida, es horrible.

—Lo tendré presente en el futuro.

Willy salió del cuarto y Kate se bebió el café. Sólo Dios sabe cómo deben estar sintiéndose los otros, puede que incluso estuvieran más borrachos que ella. Una vez pasado el golpe inicial, todos se habían puesto a beber en serio. Lo último que recordaba era a Caitlin escurriéndose de la silla. Todos y cada uno estaban completamente beodos.

Pero ¿por qué no, por Cristo bendito? Después de las noticias recibidas, la puta verdad es que necesitaban tomar algo.

Cerró los ojos al sentir que la frustración le atacaba de nuevo. La fotografía del cuerpo diminuto de James Redcar llevaba todo el día persiguiéndola.

Patrick volvió a la habitación; se sentó a su lado y retiró la toalla de sus pechos, acariciándolos.

—Me parece que a ti y a mí nos vendría bien animarnos un poco. Conozco un jueguecito que igual te gusta. Te apartará de la cabeza los problemas durante un rato.

—¿Cómo es?

—Se llama camiones y garajes. No sé si lo habrás jugado ya alguna vez.

Kate lo miró con una ceja alzada.

—No puedo decir que sí. No.

—Bueno, ¿pues ves esto? —Y le llevó la mano a su miembro erecto—. Éste es mi camión, ¿vale? Y ahora tengo que encontrar un sitio para aparcarlo. Bueno, tú ya me entiendes.

Kate soltó una gran carcajada.

—Oh, Patrick, esta noche te necesito. Te necesito tanto...

Él contempló sus ojos castaños. Unas lágrimas brillaban en las pestañas y sintió una tristeza avasalladora. Kate sufría y él podía detener aquel sufrimiento con unas pocas palabras. Para ella, resolver aquel caso lo era todo, y él podía explicarle todo lo que deseaba saber.

Pero en vez de eso, empezó a besarla, perdiéndose en aquel cuerpo de olor dulce al notar cómo respondía al suyo. Sintió su lengua deslizársele entre los labios. Las uñas recorrerle la espalda y pasar bajo su cuerpo para sostener sus testículos.

Y luego, empezó a estremecerse debajo de él. Contempló su cara al sentirla lanzar la pelvis contra él y entonces sintió que la amaba. Que la amaba a morir.

Pronto habría terminado todo y Kate nunca sabría nada.

Por lo menos, ésa era su esperanza.

Amanda Dawkins había permanecido relativamente sobria. Estaba sentada en la sala de incidencias y cotejaba todo lo que tenía sobre George Markham. Se quedó mirando la foto de él que tenía en su carpeta. Había atacado a una jovencita en un tren dieciocho años antes. Había sido una agresión cruel, y lo habían mandado preso a Broadmoor. Había estado allí y salido al cabo de tres años. Su esposa había dado a luz un hijo muerto y eso había ayudado a que lo dejasen salir. Amanda meneó la cabeza al leer esta declaración: «Es que la chica lo estaba pidiendo, me sonreía. Me provocaba».

¿Cuántas veces oiría eso un policía?

Volvió a mirar la fotografía. Al hombre anodino que la miraba. Tenía unos ojos grises sin vida y una mandíbula escasa, casi inexistente. No parecía un pervertido sexual en absoluto. Parecía más bien el tío de cualquiera.

Se sirvió otro whisky en el vaso de plástico que tenía al lado. Se habían creído realmente que lo tenían.

Sus ojos se trasladaron a las fotografías de la pared. Cynthia Redcar y su pequeño ya habían sido añadidos. La imagen del rostro machacado de la criatura estaba como impresa en su mente. ¿Quién demonios podía herir de ese modo a un niño?

Volvió los ojos de nuevo a la carpeta que tenía delante. Ya había habido gresca sobre el asunto antes. Caitlin y Kate quisieron saber por qué nadie les había hecho reparar en George Markham. A Amanda le dio pena Willis en aquel momento. El hombre había tropezado con una gran pila de carpetas y se le quedaron todas mezcladas. Así que entonces las metió sin más en un archivador y se olvidó de ellas al momento. Sólo cuando lo requirieron del ordenador central, descubrieron que ya habían mandado una copia de la carpeta de Markham junto con muchas otras. Los tacos de Caitlin se oían por todo el edificio.

Amanda dio un trago al whisky y volvió a mirar la declaración. La caligrafía de George Markham era retorcida, apenas legible. Pero entonces se echó hacia delante en su asiento sobresaltada. Al repasar los papeles que tenía allí el corazón le latió con fuerza.

Entonces encontró lo que andaba buscando: el informe del análisis de sangre de George Markham. Lo había firmado con una letra grande como infantil.

Sostuvo las dos firmas juntas delante de los ojos con manos temblorosas.

Luego, se acabó el whisky de un trago y cogió el teléfono. Le contestó la madre de Kate. Le dio el número de su casa y le dijo a Evelyn que Kate la llamase tan pronto como llegara.

Kate llegó a casa a la una y media; los acontecimientos del día eran un borrón, salvo lo de hacer el amor con Patrick. Entró y subió directamente las escaleras para ir al dormitorio. No se enteró de la nota que estaba en la mesita junto al teléfono.

El despertador sonó a las seis y la sacó de la cama. Tenía la boca seca, como si la tuviera llena de algodones. Se puso la bata y se fue al cuarto de baño. Necesitaba una buena ducha caliente y por lo menos una cafetera llena para ponerse en marcha de cara al día que la esperaba. Tras el fiasco del día anterior, sabía que éste no iba a ser un buen día.

En la ducha, se enjabonó el cuerpo con la mente en otra parte. Patrick la había hecho sentirse bien. La había tenido abrazada y le había dicho que la amaba, y ella necesitaba tanto aquello...

Había sido tan comprensivo con ella que la hizo sentirse casi como si supiera perfectamente lo que estaba pasando, como si tuviera una especial afinidad con ella, un conocimiento especial.

¡Tenía tanta suerte de tenerlo!

Se envolvió en una toalla de baño grande, se puso las zapatillas y bajó las escaleras para hacerse el café. Eran las seis y cuarto.

Al pasar junto al teléfono, vio el papelito que había dejado su madre para ella y lo cogió y lo leyó a la luz del pasillo.

Marcó el número.

—Hola, ¿Amanda?

—¡Ah, Kate! ¡He estado más que preocupada! Escucha, mira, creo que George Markham sí que es nuestro hombre...

—¿Qué? —dijo Kate alzando la voz.

—Volví a repasar su expediente. Las firmas de las declaraciones son distintas. Debe de haber conseguido que alguien se hiciera el análisis por él.

Según iba penetrando en su mente la enormidad de lo que Amanda le decía, Kate sintió una oleada de excitación.

—¿A quién más se lo has dicho?

—A nadie.

—¡Oh, Amanda, eres brillante! Te veo en cosa de veinte minutos, ¿vale?

—Vale.

—Y oye, Amanda... ¡un millón de gracias!

—No se merecen. Ah, y una última cosa. He vuelto a lanzar un aviso para buscar su coche. He dicho que se concentren en el área de Kent. Es evidente que es el último sitio en el que estuvo.

—Genial, Amanda. Llegarás a inspectora seguro, hijita.

Las dos se echaron a reír y se despidieron. Kate colgó el teléfono y dio unos pasos de baile. Estaba segura de que aquel era su hombre. Estaba segura en el fondo de su corazón. Era un tipo astuto. Debía de tener un amigo muy bueno si era capaz de hacerse los análisis de sangre en su lugar. Especialmente unos análisis para un caso de asesinato. A un hombre que era capaz de organizar una trampa como aquella no le faltaba imaginación, evidentemente. Se vistió a toda prisa, se puso el abrigo y cogió el bolso; dejó el café enfriarse junto al teléfono. Olvidado.

Encontraría a ese George Markham estuviera donde estuviese. Lo encontraría y lo encerraría.

La depresión anterior había desaparecido. Kate se sentía fantástica.