Capítulo Veintiocho
Patrick contestó el teléfono. Una voz femenina le llegó por el auricular.
—¿El señor Kelly?
—Al habla —dijo tras un bostezo.
—Soy Louella Parker, de Créditos Colmby. Tengo cierta información respecto de un tal señor George Markham.
Patrick sintió una oleada de excitación.
—Diga.
—Sujeta a las condiciones habituales, naturalmente —la voz de la mujer sonaba crispada—. Personalmente, prefiero quedar al margen de estas cosas.
—Muy bien, muy bien, no haga un mundo de esto. Si me dice lo que quiero saber, se llevará usted la tela.
La mujer se aclaró la garganta con delicadeza y Patrick se alegró por un momento de que estuviera al otro lado de la línea telefónica, porque si no, le hubiera saltado a la garganta y le hubiera sacado la información a sacudidas.
—George Markham compró un vuelo a Orlando con tarjeta de crédito el día veinte de este mes. Tenía que salir el veintitrés. La compañía en que viajaba era Tropical Tours.
Patrick se quedó petrificado.
¡Aquel puto cabrón había sido más listo que él!
—¿Sigue usted ahí, señor Kelly?
—¿Qué? Ah, sí. Perdone.
—¿Supongo que esto es lo que quería usted saber?
—Ah... sí. Sí. Recibirá usted el dinero, señorita Parker, por el conducto habitual.
Mientras la mujer le daba las gracias, colgó el teléfono suavemente y se quedó mirando por la ventana de la biblioteca.
¿Se había ido a los Estados Unidos?
Patrick empezó a buscar en la guía telefónica el número de Tropical Tours. Una vez hubiera confirmado el número de vuelo y si George Markham había embarcado o no, planearía el movimiento siguiente.
Frederick Flowers recorrió el mar de rostros que tenía delante. Siempre se ponía nervioso cuando tenía que dirigirse a la prensa. Nunca sabías muy bien qué iban a preguntar.
—¿Esto es obra del Destripador de Grantley? —Un tipo con barba y desaliñado se quedó mirando a Flowers a la cara.
—La verdad es que no puedo divulgar esa clase de informaciones, como usted bien sabe. Por el momento, estamos en contacto con la prefectura de Kent para confirmar si se trata de la misma persona.
—¿Y entonces por qué está aquí la inspectora Kate Burrows? ¿Cree usted que una mujer oficial puede llevar el caso de modo diferente? ¿Mejor?
Flowers hizo un esfuerzo voluntario para no alzar los ojos al cielo de fastidio.
—La detective inspectora Burrows es una persona muy competente, a la que tanto yo como sus colegas respetamos. Su sexo no tiene nada que ver.
La periodista insistió, imperturbable.
—En cualquier caso, no es habitual que pongan a una inspectora en un caso de esta envergadura.
—¿Debo suponer que escribe usted para algún panfleto feminista, querida? Bueno, pues puede usted decir oficialmente que opino que estamos aquí para atrapar a un asesino curtido e implacable, y no para debatir sobre políticas de sexo. —Apartó la mirada de la mujer y miró en torno—. ¿A quién le toca?
Los periodistas se rieron.
—¿Tienen alguna idea de quién es ese hombre? ¿Algún indicio? —sonó desde el fondo una voz tronante.
—¿El niño sufrió algún abuso? —dijo otro.
Kate salió del edificio detrás de Caitlin y fueron al coche. Caitlin encendió uno de sus cigarros.
—Es muy curioso, Kate, sabes, pero ¿por qué vendría aquí nuestro hombre?
—Lo he pensado, Kenny. Me imagino si tal vez andaba de visita por el barrio. ¿Puede ser que trabajara aquí? ¿Tiene familia en la zona? Los asesinatos de Grantley fueron cometidos sin duda por alguien que conoce el territorio. Tal vez viva ahora por aquí, pero se haya criado en Grantley. ¿Y por qué matar al niño con tanta brutalidad?
Caitlin meneó la cabeza.
—Las pruebas de sangre van muy retrasadas, ¿te has enterado?
—Eso he oído —dijo Kate asintiendo—. Necesitamos más personal.
—Lo que nos lleva más tiempo son los resultados. De todos modos, seguimos con ello. Tiempo es lo único que no tenemos, pero al mismo tiempo es todo lo que tenemos, si entiendes lo que quiero decir.
Kate sonrió con tristeza.
—No dejo de pensar en ese niño. ¿Cómo puede ser que no tengamos nada para continuar? ¡Santo cielo!
—Mira, muchacha, llevó años descubrir a Peter Sutcliffe. Y luego también a Dennis Nilsen. Hasta cocinaba las cabezas de aquellos pobres jodidos, y nadie hubiera dado con él si no se le hubieran atascado las cañerías de carne humana. A los asesinos de este tipo sólo les cogen rápidamente en los libros y en la tele. La vida real es una cosa completamente distinta. Nuestro hombre tal vez esté comentando los asesinatos con su familia, sus amigos o sus compañeros de trabajo, y fingiendo estar tan impresionado como ellos. Pero por detrás, se ríe de ellos y de nosotros. Ah, sí, sobre todo de nosotros. Leerá los periódicos y se le pondrá una sonrisa de oreja a oreja. Pero fíjate en lo que te digo —continuó—, hará algo equivocado, y en cuanto cometa un error, estaremos esperándolo. ¿Y sabes qué es lo primero que voy a hacer?
—¿Qué?
Caitlin se inclinó hacia ella y sonrió.
—Voy a darle una buena paliza por cada uno de los cadáveres que hemos encontrado con su marca encima, y el doble de fuerte y de grande por el niño. Eso es lo que me mantiene en marcha.
Kate apartó la vista de él. Antes de que pudiera responder, los periodistas empezaron a ir saliendo del cuartel general de la policía. Arrancó el coche. Lo último que quería era que la pillaran.
Sin embargo, las palabras de Caitlin la inquietaron. Más de lo que estaba dispuesta a admitir. Era consciente de que cualquier sospechoso que tuvieran ahora podía correr serio peligro. James Redcar había dado un vuelco completo a la investigación. Todo el mundo sabía que hasta los criminales tienen su propio código de conducta cuando están ante un asesino de niños. Tan pronto como el Destripador de Grantley fuera identificado, iba a haber alguien más que la policía dispuesto a cazarlo. Sólo esperaba poder llegar primero.
Cuando conducía de regreso al túnel de Dartford vio un avión que despegaba de Gatwick y suspiró. ¡Cómo le gustaría ir en él!
Patrick volvió a repasar la agenda de Elaine y sonrió. Willy le devolvió la sonrisa.
—Ha ido a ver a su hermana. Bien, pues podremos ponerle punto y final pronto a su galope. Ponme con Shaun O’Grady por teléfono, acabo de tener una gran idea.
Mientras Willy marcaba, Patrick se sirvió una nueva taza de café. Ya tenía a su hombre. Estaba convencido de ello.
Pensó fugazmente en Kate. Si en algún momento se enteraba de lo que estaba a punto de hacer, nunca se lo perdonaría.
Se le endureció la expresión de la boca. Esto no tenía nada que ver con Kate, eran asuntos de familia.
Bebió el café caliente y encendió un cigarrillo. Willy le tendió el teléfono.
—¿Shaun? Soy yo, Patrick, ¿cómo estás?
Shaun O’Grady estaba en su lujosa casa de Miami y exclamó entusiasmado:
—¡Hei, Pat! ¿Cómo le van las cosas?
—Tengo ciertos problemas, Shaun, problemas de familia.
Shaun O’Grady apartó de un empujón a la mujer que tenía al lado. Se incorporó hasta alcanzar la posición de sentado y le indicó con un gesto que le encendiera un cigarrillo.
—¿Qué clase de problema de familia?
—Mandy. Mi Mandy. Ha muerto.
—¿Que ha muerto? —la voz rasposa de O’Grady sonaba incrédula—. ¿Qué pasó, pues? ¿Fue una enfermedad o qué?
Cogió el cigarrillo que le entregaban y aspiró profundamente, mientras sus ojos recorrían la amplia habitación sin ver nada. Llevaba más de quince años haciendo negocios con Patrick Kelly. Aunque sólo se habían visto en persona dos veces, habían ido forjando una amistad y un respeto mutuo a base de conferencias telefónicas.
Shaun O’Grady era una versión norteamericana de Patrick Kelly. Excepto que Shaun O’Grady se había especializado en áreas que Kelly conocía de oídas. Una de ellas era un servicio que ofrecía escarmientos profesionales.
Mientras Kelly hablaba, la joven observaba el rostro de O’Grady. Lanzó un suspiro profundo, echó mano de una negligée y se marchó de la habitación. Encendió la televisión de 36 pulgadas que había en el dormitorio, se despatarró en la cama y se puso a ver Yo amo a Lucy.
Conocía bien a Shaun, y cuando se le ponía aquella expresión en la cara, era mejor apartarse de su camino.
—Pat, Pat, no sabes cuánto lo siento —O’Grady pensó en sus tres hijas instaladas cómodamente con su ex mujer en una gran casa de Palm Springs. Puede que no pasara mucho tiempo con ellas, era un hombre muy ocupado, pero eran sus hijas, carne de su carne. Se sintió culpable por un momento al recordar que no había visto a ninguna de ellas desde las fiestas de Navidad—. ¿Y entonces qué puedo hacer por ti? No tienes más que decírmelo.
—En estos momentos nuestro hombre está en Florida. Por eso te he llamado, Shaun. Quiero que desaparezca de la faz de la tierra. Lo quiero muerto.
—Pues eso está hecho, Pat. Dame los detalles y me ocuparé enseguidita.
—Te mandaré el dinero dentro de unos días...
—No hace falta dinero.
—Trato justo, Shaun, quiero pagarte. Dentro de un par de horas te llamo para darte los detalles.
Si hubiera sido una de sus hijas... O’Grady cerró los ojos. No podía soportar pensarlo. Se puso a apuntar la dirección de Edith y tras un breve intercambio de palabras colgaron ambos.
O’Grady siguió sentado en su sofá italiano de cuero blanco contemplando el Salvador Dalí colgado de la pared. Tenía cincuenta y ocho años, la cabeza calva, papada colgante y una gran barriga de la que no había manera de librarse. Tenía piernas y brazos rollizos y cortos.
Vio su reflejo en el espejo y se pasó la mano por la barba incipiente de la mandíbula.
Pensó en la casa de su exmujer, con sus cómodos muebles avejentados y sus tres hijas adolescentes. Oyó la voz de Lucille Ball que llegaba desde el dormitorio y torció el gesto.
Hubiera cambiado todo aquello por una rubia tonta y un pisito de soltero de dos millones de dólares.
El chiste era que Noreen, su exmujer, nunca había intentado interferir en sus negocios, de modo que ¿por qué coño la había dejado?
Descolgó otra vez el teléfono para llamarla. Su hija pequeña, Rosaleen, fue la que contestó.
—¡Hola, papi! —la oyó dejar el teléfono sobre la mesa con un golpe y llamar a su madre—. ¡Mami, mami, papi al teléfono!
O’Grady trató de ignorar el tono de sorpresa en la voz de su hija.
El deje refinado de Nueva Inglaterra de Noreen le llegó por el auricular. Noreen tenía clase, eso había que admitirlo. Nunca hubiera debido divorciarse de ella.
—Hola, Shaun, menuda sorpresa.
Cuando empezaba a responder, la mujer salió del dormitorio. Seguía con la negligée puesta y a través de ella se veían sus piernas morenas de longitud imposible. Se echó para atrás la espesa melena negra y encendió un cigarrillo con gracia natural.
O’Grady la observó, fascinado, y luego habló por el teléfono.
—Este fin de semana iré a ver a las niñas. ¿OK?
—Estupendo. Avísame cuando vayas a recogerlas para asegurarme de que estén preparadas. Te echan de menos, ¿sabes?
—Volveré a telefonear para darte los detalles, Noreen.
—Estupendo. —Y colgó el teléfono.
Shaun empezó a marcar otro número inmediatamente, con los ojos clavados en las nalgas de la mujer, que se estremecían tras la fina seda. Le lanzó una sonrisa y ella se la devolvió a medias retirándose de nuevo hacia el dormitorio.
—Hola, Duane. Venga para acá ahora mismo. Tengo un trabajo para usted.
Colgó el teléfono y apagó el cigarrillo. Se oía la risa de Ricky Ricardo y supuso que el programa estaba llegando a su fin.
A Tasha le gustaban los programas antiguos, como Yo amo a Lucy o Los tres chiflados. Él le había regalado la colección de los Hermanos Marx. Tenía veinticinco años.
¿Qué edad tenía ahora Noreen? ¿Treinta y ocho? ¿Treinta y nueve?
Tenía que ver más a las niñas, estaba decidido. Dios, lo que Pat le había contado te hacía pensar... Quién dijo que todos los lunáticos estaban en América.
George era el centro de atención y disfrutaba de ello hasta el último segundo. Edith tenía un aspecto fantástico y no podía quitarle los ojos de encima. Llevaba el pelo perfectamente arreglado. Sabía que tenía que llevarlo teñido, pero estaba teñido de un color natural que le sentaba bien. No parecía una mujer de cincuenta años. Joss, por su parte, sí que representaba sus sesenta y cinco. Tenía la cara curtida y de un moreno oscuro. Los dos tenían un deje americano sureño que a George le resultaba fascinante y atractivo.
Edith hablaba que no podía parar.
—He hablado con los niños y los dos vendrán mañana. Joss Junior, que es como lo llamamos, vendrá en avión desde Denver... Eso está en Colorado. Trabaja en una gran empresa de medicamentos. Y Natalie vendrá en coche de Miami, trabaja allí, en una empresa de cosméticos. Es compradora, sabes. Espera a verlos, George. Son guapísimos.
—Ojalá Elaine y yo hubiéramos tenido la bendición de algún hijo, pero después de que muriera el niño... —dejó la frase en el aire y Edith lo miró con las lágrimas agolpándose en los ojos.
¿Cómo podía Elaine haberlo abandonado? Y encima después de tanto tiempo. Aquella mujer era una perra sin corazón, y si alguna vez volvía a verla, lo que admitió que era poco probable, se lo diría a la cara. Pobre George. No tenía suerte con las mujeres. Primero aquella bruja de madre y ahora Elaine. Frunció aquellos labios perfectamente pintados de color coral.
La voz fuerte y poderosa de Joss interrumpió sus pensamientos.
—¿Qué te parece si llevamos a Georgie a Orlando y nos damos una buena comilona? Podríamos ir al mercado de la avenida Internacional.
Edith puso una gran sonrisa que dejó ver toda su cara ortodoncia.
—¡Oh, sí, vamos! George, allí tienen filetes casi de un kilo.
George se preocupó.
—No creo que pueda comerme todo eso, Edith.
—¡Qué viejo tonto, lo compartiremos! Venga, vamos a arreglarnos.
Pensó para sus adentros que ojalá George hubiera traído un traje decente. Tenía una pinta espantosa de turista.
De todos modos, meditó, era estupendo verlo. Apartó el impulso de volver a estrecharlo. Estaba tan encantadísima de verlo que le pegaría un mordisco. Pero en vez de eso, le pasó el brazo por la cintura y le dio un beso suave en la mejilla.
—Qué bien verte de nuevo, George. Es estupendo, de veras.
—Y verte a ti, Edith, querida. Ha sido demasiado tiempo.
Edith lo acompañó a la espaciosa habitación de invitados. Estaba asombrada de que su hermano, al que pensaba sinceramente que nunca volvería a ver, estuviera de verdad en su casa. Su hermosa casa, que tenía la esperanza de que le describiese con detalle a su madre cuando volviera a verla. ¡A la vieja zorra, eso le sentaría como una bofetada!
—¿Cómo está madre, George? —Se sentó en la cama de él, ahora con el rostro turbado. Cada vez que pensaba en su madre, pensaba en su niño.
George se sentó a su lado y la cogió de la mano.
—Igual que siempre, Edith. Desagradable, malvada. No ha cambiado.
—Estoy segura —dijo con voz vehemente—. ¿Sabe lo de Elaine? Me refiero a lo de que te haya dejado.
George negó vigorosamente con la cabeza.
—No. Iba a decírselo, fui a visitarla justo antes de tomar el vuelo, pero nos metimos en una discusión.
Edith arqueó las cejas.
—¿Quieres decir que discutió contigo? —Había vuelto la expresión alegre.
—No. —George sonrió—. En realidad, le dije lo que pensaba de ella. Ojalá no hubiera dejado pasar tanto tiempo. —Se frotó los ojos con la mano—. Edith, ¿tú sabías que madre... era..., bueno, que fue una chica alegre? —le resultaba difícil componer las palabras. Y le resultó todavía más difícil entender la risa de Edith—. ¿Qué he dicho tan gracioso? —Ahora se sentía un poco molesto.
—Oh, George, siempre serás el eterno inocente. A veces pienso que por eso se metía tanto contigo. ¿No te acuerdas de todos los hombres que siempre tenía por allí? ¿No te acuerdas de las peleas con ellos y de sus andanzas de borracha?
—Por supuesto que sí, pero nunca pensé que..., bueno, que les cobrase.
Edith suspiró.
—Cámbiate, George, saldremos y nos tomaremos un bistec bien grande y jugoso y lo pasaremos realmente bien. Madre está a miles de kilómetros de aquí. Ahora, aunque quisiera, no podría hacernos daño.
George sonrió para asentir, pero dentro de su cabeza una vocecita le decía: «¿No podría?». Se hubiera quedado sorprendido de saber que Edith estaba pensando exactamente lo mismo.
Ya solo en la habitación, estuvo observando los azules y verdes de las cortinas y la tapicería. En puntos estratégicos del parqué de madera noble habían puesto unas esteras indias y la colcha de la cama hacía juego con ellas a la perfección. La verdad es que era una habitación preciosa y sin nada que ver con la casa en la que se habían criado.
Abrió la puerta del armario y quedó sorprendida al descubrir que allí había un cuarto de baño. Llenó la bañera y añadió unas pocas sales de baño que encontró en el alféizar de la ventana.
Estaba en los Estados Unidos, en Florida, con su Edith, y su madre no iba a poder estropeárselo. Se sumergió en el agua y dejó vagar su mente por otras cosas más relajantes.
Edith, más afectada de lo que estaba dispuesta a admitir, se fue a su cuarto, abrió su armario y bajó una cajita del último estante. La colocó sobre la gran cama ovalada, la abrió y sacó de ella unas viejas fotos en blanco y negro.
Allí estaba George, con pantalones cortos y calcetines grises largos de colegial. Allí estaban Joseph y ella. Estuvo largo rato mirando cada una de las fotos. En ninguna de ellas los niños sonreían.
Patrick estaba contentísimo. ¡Tenía a George Markham! Un poco decepcionado por no poder deshacerse de él personalmente, pero lo aceptaba. Estaba contento de haber hecho algo. Lo que le había tenido fuera de sí era la frustración de saber que el hombre estaba a salvo en algún lugar partiéndose de risa.
Pero ahora, sin embargo, ya lo tenía. Y Shaun O’Grady se ocuparía de que desapareciera para siempre. Sólo de pensarlo, Patrick se estremeció de placer.
Si Kate supiera lo que había organizado hoy... Cerró los ojos. Kate era buena. Kate era toda justicia y decencia y la amaba por tener esas cualidades. Es decir, hasta que interfirieran en sus preocupaciones.
Sabía que si tuviera el más mínimo indicio de que él conocía el nombre y el lugar donde andaba el Destripador de Grantley, montaría un escándalo. Ella quería llevar a aquel tipo ante la justicia. La justicia de ella.
Pues bueno, el tipo tendría justicia al estilo de Patrick y en lo que a él concernía, eso tenía un sabor mucho más dulce.
Apretó los puños. George Markham estaría muerto muy pronto.
¡Muerto, muerto, muerto!
Miró la fotografía de Mandy que estaba sobre la repisa y se le puso la cara seria. Lo que daría por que pudiera tenerla otra vez con él.
Algunas veces, por la noche, ya tarde, cuando la casa estaba en silencio, imaginaba que oía su voz.
Se despertaba, cubierto de sudor, oyéndola llorar. Llamándolo en su desesperación. Tenía que ponerse las manos sobre los oídos para tapar aquel ruido.
Entonces era cuando imaginaba su terror.
El miedo absoluto que debía de haberla envuelto cuando aquel hombre empezó a aporrearle la cara con los puños. Pensar en ella yaciendo allí, en aquel suelo asqueroso, mientras el hijoputa la violaba...
Todavía veía la cara, irreconocible de tantos golpes, en la cama del hospital. Todavía oía el débil ronquido de la máquina que la aguantaba con vida cuando fallaba en su función. Veía su cuerpo magullado cuando se estremecía con las descargas eléctricas que empleaban para resucitarle el corazón.
Ah, a George Markham iba a llegarle una cuenta bien grande.
Sonó el teléfono. Pegó un salto.
—¿Diga?
—Hola, ¿Pat? Soy yo, Jerry. El combate es cerca de la vieja fábrica de sombreros cerca de la calzada romana. Te he mandado las instrucciones por fax, ¿OK? Empieza a las nueve y media.
Patrick cerró los ojos, se había olvidado del combate.
—Escucha, Jerry, no sé si voy a poder ir. Tengo mucho lío aquí.
—Vale, amigo. Pero va a ser de los buenos. Bueno, entonces, si te veo, te veo. Chau chau.
Colgó el teléfono y suspiró. Estaba deseando ver ese combate. Le gustaban las veladas de boxeo ilegales. Era como las peleas a la antigua de hacía años, con los nudillos al aire. Nadie sabía dónde se celebraban los combates hasta un par de horas antes. De ese modo la bofia, para cuando se descubría dónde se celebraba la reunión, llegaba demasiado tarde para hacer algo. El público y los boxeadores se habían marchado hacía rato.
Se sirvió otra generosa ración de whisky y miró el reloj. Deseó que O’Grady le llamase para darle los detalles y así poder relajarse de veras. Dio un largo trago a su bebida.
Poco después sonó de nuevo el teléfono y Kelly contestó. Se alegró al oír a lo lejos zumbidos y chasquidos de una conferencia intercontinental.
—Qué hay, Pat. ¿Me oyes bien?
—Sí te oigo, como si te tuviera al lado.
—Todo está arreglado. El hombre quedará fuera de circulación en los próximos tres días. Saldrá por cincuenta mil... o sea, dólares. Tengo a uno de mis mejores hombres trabajando en el tema. Ya lo está preparando todo.
—Tendrás el dinero ahí en veinticuatro horas. Gracias, Shaun, no olvidaré lo que has hecho por mí.
—¡Eh! ¿Para qué están los amigos? Ya te tendré al corriente, ¿de acuerdo? Limítate a recuperarte de la pérdida, Pat. De este lado, ya lo arreglo yo todo.
—Gracias, Shaun. Adiós.
—Sin problemas. Hablaremos pronto.
Se cortó la comunicación.
Tenía la dirección de George y ahora sabía cuándo iba a morir. Patrick sonrió para sus adentros. No era demasiado tarde para ir a la velada de boxeo, después de todo. Eso podía distraer sus pensamientos de todo lo otro durante un rato.
* * *
Willy se paró delante de la fábrica de sombreros y Patrick ayudó a Kate a bajar del coche. Había gente por todas partes. Kate se dio cuenta de que su llegada había originado un revuelo y por instinto se quedó pegada a Patrick, que se abría paso hacia la entrada a empujones y saludaba a algunas personas aquí y allá. Luego, ya estaban dentro. Una nube de humo de cigarrillos les dio de lleno en la cara y un hombrecito de pelo entrecano llegó corriendo con una amplia sonrisa plantada en la cara.
—¡Pat! ¡Pat! Has podido venir. Hola, querido.
—Jerry, ésta es Kate, una amiga muy especial. Kate, Jerry. Un viejo réprobo.
Kate sonrió y cogió la mano diminuta con la suya.
—¿Cómo está usted?
Jerry la evaluó con ojos de experto. Nada del culo y las tetas habituales con los que solía cabalgar Kelly, pero tampoco nada mal para su edad.
—Estoy estupendamente, querida. Venid, os he guardado unos asientos de primera fila.
Patrick se agarró del brazo de ella mientras atravesaban el gentío. En los altavoces sonaba fuerte música soul y todos gritaban para hacerse oír por encima de ella. El local estaba lleno hasta los topes, y Kate se encontraba asombrada con las cosas y los sonidos que la rodeaban. Los corredores aceptaban apuestas abiertamente, y cuando tuvieron a la vista el gran ring ella todavía se desconcertó más. ¿Era posible que la hubiese llevado a un combate de boxeo ilegal?
Jerry los guió hasta sus asientos. Kate miró a Patrick con severidad.
—¿Esto es lo que yo creo que es?
Patrick se rio.
—Sí. ¡Deprisa, Kate, mira allí!
Señaló con el dedo. Sentado del otro lado del ring estaba el jefe superior de policía Frederick Flowers y lo que a Kate le pareció la mitad de la Brigada de Delitos Importantes. Saludó tímidamente con la mano al ver que Flowers les silbaba llamando su atención, evidentemente cargadísimo de copas. Patrick se partía de risa y Kate se volvió hacia él.
—Me has traído aquí deliberadamente, ¿verdad?
Vio que había confusión en sus ojos y se arrepintió de haberse reído.
—No sabía que iban a estar aquí, Katie, te lo prometo —dijo—. Yo pensaba venir por mi cuenta y entonces se me ocurrió que a ti te podía gustar. Sólo quería estar contigo —sonrió y se llevó la mano al corazón como un escolar—. Palabra de explorador.
—Bueno... dijiste que sería toda una experiencia.
—Y lo será. Así que, entonces, ¿cuánto apostamos?
Kate frunció el ceño.
—¿Te parece cinco? —dijo.
—Oye, querida, si aquí apuesto cinco libras, mi reputación se agotará más deprisa que el whisky Bushmill’s gratis en un sarao de irlandeses. Voy a plantarle mil a Rankin Rasta Dave, cariño. Se lo meará.
Mientras hablaba empezó a sonar por los altavoces 2001. Una odisea del espacio y un rastafari enorme avanzó desde los vestuarios improvisados. Kate abrió la boca de sorpresa. Era un individuo gigantesco, con brazos y piernas enormes. Llevaba el pelo atado atrás en una cola de caballo hecha con unos tirabuzones gruesos como salchichas. Tenía un rostro hermoso, orgulloso. El público le vitoreaba o abucheaba dependiendo de si habían apostado o no por él.
Pat se puso de pie y dijo:
—Tú sigue mirándolo con ese amor en los ojos mientras yo voy a hacer las apuestas, ¿de acuerdo?
Kate sonrió a su pesar. Nunca había visto un hombre tan grande. Se plantó en el ring, dando saltitos, haciendo sombra y flexionando sus músculos aceitados. Una mujer que estaba al lado dio unos golpecitos a Kate en el brazo y le gritó:
—Podría dejar sus botas debajo de mi cama el día que mejor le venga.
Kate se llevó la mano a la boca asombrada y luego se rio con ganas. Entonces cambió la música y oyó que Dana cantaba All Kinds of Everything y se alzó una gran ovación.
Subió al ring otro individuo enorme. Levantó sobre la cabeza sus brazos gigantescos en ademán arrogante. Tenía un rostro grande, finamente tallado, rodeado de un pelo rojo desgreñado. Ojos azules pequeños como piedras de mechero que evaluaban a su adversario y que, obviamente, para satisfacción de sus partidarios, encontraban que no llegaba. Tendió al Rasta una manopla enguantada y luego escupió en el suelo, desafiante.
Patrick llegó de vuelta a su localidad. Su voz sobresaltó a Kate.
—Ése es Big Bad Seamus, Katie. Y ha venido de Dublín especialmente para pelear con Rasta Dave, que es de Londres. Esta noche corre por aquí un buen montón de dinero.
Kate lo miró con ojos inquietos.
—No me puedo creer que esté aquí. No he visto nada como esto en toda mi vida. Van a machacarse los sesos el uno al otro, ¿verdad?
Kelly sonrió.
—Eso espero, coño, chica. Si no hacen eso, la gente se ocupará de machacarlos a ellos.
Un hombrecito vestido de esmoquin subió al ring y empezó a anunciar las reglas del combate que a Kate le parecieron significar sólo una cosa: todo estaba permitido exceptuando escopetas recortadas y cuchillos. Luego, los dos hombres se sentaron en sus rincones respectivos y una joven medio desnuda se paseó alrededor del ring en medio de silbidos y maullidos mostrando un trozo de cartón que llevaba escrito «Round 1». Sonó una campana y los dos hombres se lanzaron uno contra el otro como los toros de una proverbial figurita de porcelana.
Kate miraba, atónita, el comienzo de la pelea. El rasta tomó la iniciativa desde el primer puñetazo. Lanzaba golpes que impactaban una y otra vez en la cabeza del irlandés. Kate miraba con fascinación morbosa. Ahora el irlandés se alzó. Se lanzó contra el rastafari y le golpeó con la cabeza de un modo espantoso justo debajo del ojo. Kate vio cómo se le empezaba a hinchar y se llevó la mano a la boca. Cerró los ojos con fuerza. Aquello era de bárbaros. Dos adultos arrancándose la vida a golpes el uno al otro. El ambiente del almacén estaba cargado y Kate miró a su alrededor. Vio mujeres que gritaban de pie a los dos hombres; y ahora que la pelea se había puesto realmente violenta, era como si hubieran estado esperando a que empezase la verdadera paliza. Los ojos de Kate se dirigieron a Frederick Flowers, que también había saltado de su asiento y les gritaba consejos a los del cuadrilátero.
—¡Devuélvesela a ese hijoputa! ¡No dejes que ese paquete de irlandés se salga con la suya!
Pareció que el negro del ring recibía el consejo y se ponía a machacar otra vez al irlandés para dejarlo tieso.
Kate miraba a Flowers y era como si nunca lo hubiera visto hasta entonces. Le había oído hacer declaraciones a la prensa sobre las veladas de boxeo ilegales, igual que sobre tantos otros temas a lo largo de los años. Se suponía que era una de las cosas que trataba de erradicar. Sin uniforme, y con demasiado alcohol en el cuerpo, tenía el aspecto de lo que era, un vulgar granuja. No quedaba nada de aquel aura de respetabilidad, de aquel comportamiento tan serio del que hacía gala como jefe superior todo el día. En su lugar, lo que había era otra máscara asumida. El personaje de «yo soy uno de vosotros, chicos». No había grandes cosas que lo distinguieran de Patrick.
Una mujer morena de veintitantos años llevó una copa a Flowers y él la tomó de su mano sin darse cuenta de su presencia. La chica se sentó en su asiento vacío y se bajó la falda sin resultado. Desde luego que no era la señora Flowers. Kate había visto a la esposa de Flowers en dos ocasiones distintas. Era una mujer muy refinada que llevaba faldas escocesas discretas y zapatos cómodos.
De todos modos, ¿por qué Patrick la habría llevado allí?
En algún punto de su cerebro le sonaron campanas. Miró al cuadrilátero y vio que los boxeadores se volvían dando tumbos a sus respectivos rincones.
—¿Todo bien, cariño? —preguntó Patrick con voz preocupada. Kate lo miró. A pesar de todo el ruido y la confusión que le rodeaba, parecía que él intuía sus sentimientos—. ¿Katie? —Patrick alzó las cejas una fracción de segundo y Kate apartó la mirada. Flowers tenía ahora la mano a medio camino de la falda de la muñequita. Patrick siguió la mirada de ella. Kate lo vio sonreír y sintió que el corazón se le encogía. Él volvió a mirarla.
—Freddy es un viejo verde, ya lo creo. Pero esa palomita no es suya, Kate. Esa cobra cosa de unos dos mil la noche. Es profesional.
Volvió a mirar al cuadrilátero. Otra chica, esta vez negra, daba la vuelta al ring meneando las huesudas caderas mientras mostraba un cartón que llevaba escrito «Round 2». El irlandés la agarró cuando pasaba a su lado y se la echó al hombro, fingiendo morderle las nalgas. La chica lanzaba grititos de placer encantada con toda aquella atención suplementaria.
Kate miró al rasta que metía la cabeza entera en un cubo de agua, la sacaba y se sacudía el pelo como un perro de lanas y salpicaba gotas de agua por todas partes.
Patrick encendió dos pitillos y le pasó uno a Kate. Lo aceptó agradecida.
—Patrick...
Iba a decirle que quería marcharse, pero sonó otra vez la campana y era demasiado tarde. Patrick sólo atendía al ring.
Kate siguió mirando, asqueada, los golpes y puñetazos que volvían a empezar, esta vez incluso más fuertes. Como a los dos minutos del asalto, volvió a cambiar el ambiente, que se cargó de mala voluntad. Ahora el negro parecía comportarse de otro modo. Los golpes caían con fuerza en la cara del irlandés. Kate vio cómo se le iban formando bultos en torno a los ojos y la boca. Y entonces, la multitud se inclinó hacia delante en sus butacas. El irlandés cayó sobre una rodilla. El boxeador negro vio su oportunidad y la aprovechó. Tomó impulso con su enorme brazo y empezó a aporrear el rostro y la cabeza del otro.
El público estaba entusiasmado. Hombres y mujeres les gritaban consejos a los dos boxeadores. Kate vio aterrorizada cómo el negro levantaba al irlandés del suelo, lo sujetaba y empezaba a machacarle la cara y el cuerpo. El irlandés estaba grogui de pie, y aun así los golpes continuaron sin piedad. Después de lo que le pareció todo un siglo, el rasta arrojó al otro sobre la lona y le lanzó una buena patada en la ingle como último golpe.
El irlandés yacía allí como crucificado, con los brazos extendidos uno a cada lado del cuerpo.
La multitud enloquecía. En la parte de atrás, se producían pequeñas peleas entre hinchas rivales. En el ring, el rasta daba la vuelta al cuadrilátero con los brazos en alto como un héroe. Los bucles se le habían soltado y ahora volaban libres a un lado y otro de la cara cuando se movía. Una mujer blanca alta y guapa de unos treinta años subió al ring y se arrojó en sus brazos y le dio un beso apretado en aquellos labios hinchados y heridos.
Patrick se volvió a Kate.
—Ésa es Verónica Campella, también llamada Verónica la Violenta... Es su mánager. Verónica tiene una de las mejores cuadras de Inglaterra y sabe hacer muy bien su trabajo. Esta noche le ha conseguido una bolsa de veinte de los grandes. No está mal por dos asaltos, ¿eh? Lleva a sus chicos a boxear hasta China y los Estados Unidos —en la voz de Kelly había admiración.
Kate estaba callada y miraba cómo se llevaban al irlandés del cuadrilátero. El rasta se acercó a él y se abrazaron como viejos amigos. Era evidente que el irlandés sabía perder.
—¿Podemos marcharnos ya, Pat, por favor?
—Todavía quedan otro par de combates, Kate. —La miró de cerca—. ¿Qué sucede? —había auténtico desconcierto en su voz.
—Lo único que quiero es salir de aquí. Es horrible. Todo esto —y abrió los brazos para señalar— me revuelve el estómago.
Durante un mínimo segundo, vio que una sombra de fastidio cruzaba por la cara de Patrick. Luego, pareció recordar quién era ella, porque le sonrió con tristeza.
—Esto no ha sido muy buena idea, ¿verdad?
Kate recogió el bolso del suelo y meneó la cabeza.
—La verdad es que no. No me gusta el boxeo ilegal, Patrick. No puedo soportar ninguna clase de violencia.
—Entonces será mejor que nos marchemos, ¿no crees?
Comprendió que esa vez lo había molestado de verdad. Tenía un tono de voz plano y fue caminando delante de ella en medio de la multitud saludando con la cabeza y estrechando algunas manos al pasar. Cuando salieron del calor y la excitación del almacén y empezaron a andar en medio del aire frío, Willy apareció como por arte de magia.
—¿Cómo te ha ido, Pat?
—No tan bien como me esperaba, Willy. ¿Y tú?
Kate oyó el tono de voz y apretó los dientes.
—Me he llevado un grande por la cara. Sabía que el moreno se lo podía llevar, Pat. Es que lo sabía. ¡Ese chico sabe pelear!
Patrick le sonrió.
—Tú quédate a ver el resto del programa, Willy.
—¿Y qué pasa con vosotros dos?
—Soy perfectamente capaz de conducir mi coche, Willy —dijo Patrick con un suspiro.
Willy comprendió que algo pasaba. Kate parecía un fin se semana de lluvia en Brighton y Patrick no tenía mucho mejor aspecto. Le tendió las llaves.
—Bueno..., si estás seguro...
No le gustaba que Pat condujera el Rolls, era la niña de sus ojos.
—No le pises mucho, ¿vale?, que no está demasiado acostumbrado a que lo lleves tú. Hay que saber cómo manejarlo...
—¡Willy! —dijo Patrick con voz cortante.
—¿Qué?
Patrick acercó su cara hasta ponerla junto a la del otro y dijo:
—Adiós.
Y después, abrió la puerta del pasajero a Kate y dio la vuelta para sentarse al volante. Kate se sentó en el coche en silencio total. Willy no dejó de mirarlos atentamente, meneando la cabeza. Patrick puso en marcha el motor y aceleró de golpe para salir del aparcamiento lanzando una lluvia de piedras alrededor. Ya en la carretera principal, se puso a cien kilómetros por hora y Kate lo oyó reírse amargamente en la oscuridad.
—¿De qué te ríes tanto? —preguntó con voz inexpresiva.
—Ese jodido Willy, a veces me pregunto por qué sigo con él tanto tiempo. Parece más mi madre que mi gorila.
—Porque es un buen amigo tuyo, por eso —las críticas de Kelly incrementaron la incomodidad de Kate.
Patrick detuvo el coche en un área de descanso y paró el motor.
—Escucha, Kate, no me des tanto la vara. Desde el momento que viste a Frederick Flowers no has parado de incordiar...
Kate le interrumpió.
—¡Eso no es verdad! Has tenido el atrevimiento de llevarme a una velada ilegal de boxeo, Patrick. Sólo porque estuviera allí mi jefe superior pasándoselo como nunca en su vida, no quiere decir que yo tuviera que ir. Me pareció una cosa de bárbaros, cruel y degradante. No sólo por los dos hombres que se peleaban, sino por toda la gente que paga por verlo.
—A lo que esto nos lleva es a una cosa, Kate, y es ésta: que venimos de mundos diferentes. No voy a pedir disculpas por llevarte allí, digas lo que digas. Yo soy lo que soy, Kate, así que o me tomas o me dejas.
—Pues lo mismo digo yo de mí, Pat, no pienso pedir disculpas.
Se miraron el uno al otro en la penumbra del coche; la atmósfera estaba espesa, ácida. Kate notaba los fuertes latidos de su corazón; le había hecho saber lo que sentía. Y de repente, ya no se trataba del boxeo, se trataba de ellos, de ellos dos como personas. De las diferencias entre ellos.
Patrick encendió otro cigarrillo para cada uno.
—¿Tú qué quieres de mí, Kate? —era una súplica.
Kate dejó una pausa.
—Quiero un poco de respeto. Quiero importarte. Pero por encima de todo, quiero saber que no me estoy metiendo en compromisos de ninguna clase por estar contigo. Ese... ese... espectáculo de esta noche me ha hecho sentir enferma físicamente. Cuando empezaron a machacarse de verdad el uno al otro, tuve hasta miedo.
Kate oyó el zumbido de la ventanilla eléctrica al bajarse.
Patrick miraba a la carretera. Pasaban coches a toda marcha y el ruido de los motores se colaba dentro de su mundo. Una brisa fresca los rodeó. Patrick suspiró. Era el suspiro de un hombre viejo.
—Lo siento, Kate. Tienes razón. ¿Qué más puedo decir? Sé que somos distintos, pero la mayor parte del tiempo estamos en la misma longitud de onda. En los últimos meses he tenido que volver a pensar un montón en mi vida. Como cuando vendí los salones de masaje... —hizo una pausa para dar una calada al cigarrillo—. Nunca hubiera debido llevarte esta noche allí, ahora lo veo. Aunque no hubieras sido de la bo..., quiero decir, aunque no hubieras sido una inspectora... Tú no estás programada para esta clase de cosas. Tampoco Renée lo estaba. Todo lo que puedo decir en mi defensa es... —se volvió hacia ella—. Ha pasado mucho tiempo desde que estuve junto a una mujer que no se limitaba a plegarse a lo que yo quisiera hacer.
Kate buscó su rostro en la oscuridad, pudo descubrir sus facciones y las fue acariciando una por una con los ojos. Él le dio un suave beso en los labios que fue como si una descarga eléctrica le atravesara el cuerpo.
—No pido disculpas por ser lo que soy, Kate, eso dejémoslo bien claro ya. Pido disculpas por no haber pensado en ti y en lo que tú debías sentir. ¿Eso te parece lógico? —Kate asintió—. Bueno, pues entonces, démonos un beso como Dios manda.
Atrajo a Kate a sus brazos y la besó con fuerza en la boca.
Al separarse, Kate vio una cabeza que miraba por la ventanilla.
—¿Todo está en orden señor?
Ninguno de los dos se había dado cuenta de que un Panda se detenía detrás de ellos.
—Sí, gracias, agente, todo está perfecto. Ya nos íbamos.
Kate sonrió al policía, y cuando Patrick salía del área de descanso, puso la mano sobre la de él en el volante.
—No quiero que nos peleemos, Pat.
—Venga, vamos a olvidar todo esto. Bien, ¿qué me dices de ir a comer algo? ¿Qué te apetece? ¿Italiano, francés, español, chino o qué?
Kate se echó a reír.
—¿Qué me dices de un indio?
—¡Sabía que tenías que decir la única comida que me he olvidado! Te hago otra propuesta, ¿qué me dices si nos olvidamos de la comida y nos vamos directamente a la cama?
—Ni hablar.
Patrick suspiró.
—Merecía la pena intentarlo.
Kate le apretó la mano cariñosamente.
—Nunca me voy a la cama con el estómago vacío.
Y de pronto, lo deseó con tanta intensidad que hasta notaba el sabor. Sintió cómo él pisaba a fondo el acelerador.
—Willy te dijo que no le dieras caña al coche.
Él la miró y sonrió.
—Willy no dijo nada de los casos de emergencia.
* * *
Mucho más tarde, tumbada junto a él, aspirando su olor y sumida en la flojera que sobreviene tras hacer el amor intensamente, se puso a meditar sobre la situación.
Aquel individuo cálido y amoroso que tenía a su lado liquidaría al Destripador de Grantley sin pestañear. Sabía que era capaz de matar. Nunca había pretendido ocultarlo.
Pero, aun así, seguía deseándolo.
Él defendía todas las cosas con las que ella no estaba de acuerdo. La cama en la que yacían se pagaba gracias a alguno de sus negocios al borde de lo permitido, y la había llevado a ver una velada de boxeo ilegal. Pero mirabas aquel rostro tan hermoso y le perdonabas cualquier cosa.
¿Cualquier cosa?, volvió a preguntarse, y no supo responderse.
Por lo menos, no con sinceridad.
Se acurrucó más profundamente entre sus brazos. Notó el pene flácido, húmedo y suave contra la pierna, y al instante sintió de nuevo la excitación. Él se despertó un segundo y la atrajo hacia sí como sorprendido de encontrársela allí. Ella lo besó en la boca, ávida, intentando desesperadamente dejar la mente en blanco. Él le rozó los pechos, brusco, y ella respondió besándolo más fuerte.
—Kate...
—Qué.
—Si quieres puedes negarlo, pero me parece que el rasta aquel te puso en marcha...
—¡Oh! Eres un...
La agarró con fuerza y la besó de nuevo, luego se deslizó encima de ella como si estuvieran hechos para encajar entre sí. Ella se alegró.
Ninguno había mencionado los asesinatos o el combate. Era como si tuviesen un acuerdo tácito para dejar de lado ese tema. Pero incluso entre los estertores del orgasmo, seguía estando en el fondo de sus pensamientos.
Y todo acabaría volviendo a surgir. Sus diferencias, sus opiniones encontradas sobre el bien y el mal, todo eso les haría entrar en conflicto.
Y eso les haría sufrir.