Capítulo Veinticinco
Tony Jones se había pasado la noche despierto. Tanto dar vueltas y sacudidas acabó por molestar a Jeanette, su mujer, que a las tres y media se levantó y se fue al antiguo cuarto de su hija, que ahora estaba libre. Tony sonrió sin querer. A su Jeanette le gustaban las cosas tranquilitas.
Finalmente, tras muchas horas de inquietud, tenía ya el esbozo de un plan. La cosa más importante a tener presente era que Patrick Kelly no era un tipo al que incomodar. Después de la jugada con los chaperos, no tenía la menor sombra de duda de que no estaría en la lista de felicitaciones navideñas de Kelly. Se encogió de hombros mentalmente. De todos modos, nunca lo había estado. Pero aun así, Kelly no se olvidaría en mucho tiempo de la parte que había tenido en el negocio de los chaperos. Si iba a ver al gran jefe y le contaba cualquier cuento chino, Kelly se aseguraría de que no viviera lo suficiente para cobrar la recompensa. Si Kelly llegara a sospechar alguna vez que sabía quién era el asesino de su hija... Tony tragó saliva con fuerza.
Pero, porque siempre hay un pero, si pretendía que se había puesto a repasar las listas de sus clientes y que por casualidad se había fijado en que había un George Markham de Grantley... O mejor aún, en sus listas de envío por correo. Sí, eso sonaba mucho mejor. Como si nunca hubiera visto a aquel tipo en persona.
Dio vueltas en la cabeza a esas ideas durante un rato y acabó convencido de que si jugaba bien sus cartas, saldría del asunto con el cuello intacto y unos cuantos buenos billetes más. Lo del cuello era lo más importante.
Lo primero que haría por la mañana sería poner el plan en marcha.
George se despertó, vio que hacía un buen día, fresquito, y sonrió. Los acontecimientos de la noche anterior se apelotonaban en la cabeza y la inundaban de imágenes eróticas. Se arrebujó en el calorcito de la cama. Toda su vida había querido formar parte del mundo de los hombres, y siempre había tenido que quedarse justo en la frontera. Mirando como un extraño. La noche antes era como si se le hubiera abierto una puerta y la hubiera cruzado para entrar en el mundo mágico de los hombres juntos. Se había embriagado de ese misterio. En cierto momento, había experimentado un éxtasis tan intenso que las lágrimas le apuntaban en los ojos.
Abandonó el calor de la cama y se fue al cuarto de baño. Se dio un baño largo, placentero, recreándose en los recuerdos de la noche anterior.
A las nueve ya había terminado de hacer la maleta y había marcado cada una de las cosas apuntadas en la lista preparada con cuidado. Lo tenía todo, desde ropa ligera a gafas de sol.
Las gafas las había comprado unos años antes. Eran de espejo. Podía mirar y observar sin que nadie supiera qué miraba. George las guardaba con amor en un estuche de cuero.
Se permitió el lujo de imaginarse en las playas doradas de Florida, mirando a las jóvenes y a las mujeres. Había estado viendo programas de viajes, sabía qué encontraría. Sintió un estremecimiento de anticipación. El vuelo salía a las siete y media de la mañana siguiente y había decidido pasar la noche en el hotel del aeropuerto. Empezar sus vacaciones como es debido. Tenía que facturar el vuelo a las cinco y media, así que necesitaba descansar bien por la noche, tomar una buena comida y luego entrar en el avión y relajarse.
Comprobó su pasaporte y luego el que Tony Jones le había facilitado. Los metió en el bolsillo de la chaqueta. Pobre Tony Jones, cómo le había desplumado. Pero, reflexionó, el pornógrafo se lo merecía.
La casa empezaba a hacérsele claustrofóbica. George inclinó la cabeza hacia un lado con expresión de concentración en el rostro. Escuchó ávidamente. Nada. Seguía pensando que igual oía llamar a Elaine.
Se encogió de hombros. Que llamase, que ni la escucharía. Se llevó las maletas al coche y entonces se le ocurrió una idea. Ir a visitar a su madre. Le gustaría verla antes de ver a Edith. Darle una bonita sorpresa.
Sonrió. Si supiera que iba a ver a Edith, se moriría. Quizás se lo comentase. Pero entonces querría saber a dónde iba. Frunció el ceño. Ya vería cómo iban las cosas. Contento ahora que ya tenía un plan en la cabeza, empezó a prepararse con seriedad. Pensó que era agradable estar ocupado. Solicitado. Ser... ¿cómo lo llamaba ahora la juventud? Un independiente, eso. Se sonrió satisfecho: eso era precisamente lo que era él. En lo más alto de la casa, el cuerpo de Elaine se deslizaba ligeramente con la presión del depósito que se llenaba a toda velocidad. El flotador que había quedado atrapado bajo sus posaderas intercambió la posición con la de ella y el tanque empezó a llenarse más deprisa.
Patrick Kelly había dicho adiós a Kate con un beso a las seis y media e iba camino de visitar a un individuo que tenía noticias para él. Noticias importantes según todos los indicios. Apretó los puños de impaciencia. Sería mejor que fuera algo concreto porque si no iba a reventar.
El tráfico de entrada a Londres era intenso y el Rolls Royce de Patrick era observado y comentado debidamente. En cada semáforo había alguien que intentaba ver el interior, pensando que sería alguien famoso. Patrick Kelly sonrió. En cierto modo era famoso, sólo que no como pensaba aquella gente. El Rolls alcanzó por detrás a un cortejo funerario y Patrick frunció el ceño. Sintió, más que vio, que Willy cambiaba la marcha, dio un golpe en el cristal de separación y le gritó cortante:
—¡Como te atrevas, Willy, por mis cojones que te mato!
Willy volvió a cambiar de marcha y suspiró. Ahora iban a seguir allí atascados siglos enteros. En los últimos tiempos, Pat parecía una viejecita. Kelly meneó la cabeza, maravillado. Se imaginaba perfectamente las caras de los del entierro si un Rolls Royce se escapaba a toda pastilla del cortejo. A veces Willy era un animal.
—Tómatelo con calma, llegaremos con tiempo de sobra.
—Vale, Pat —Kelly notó el tono hosco de la voz de Willy y le dijo:
—Un poco de respeto, Willy. Que es un entierro, por Dios santo.
Willy se guardó su opinión, pero en lo más profundo deseó que algún día Porsche fabricara un coche fúnebre para poder asistir a su propio funeral como Dios manda, con la velocidad y la elegancia necesarias. ¡El primer cadáver que iba a doscientos!
Pero no le comentó nada a Pat. Tenía la extraña sensación de que no se hubiera reído.
Kate entró con sigilo en su casa a las siete, contenta de que nadie estuviera levantado. Mientras se duchaba, oyó levantarse a su madre y los traqueteos lejanos del desayuno en marcha. Se fue al dormitorio, deshizo la cama y sonrió al hacerlo. A su edad, no debería tener que preocuparse por haber pasado la noche con un hombre, pero en realidad sólo era respeto. Respeto a su madre y a su hija. Sintió el halo que todavía le rodeaba el cuerpo. Había sido una larga noche. Con Patrick, el sexo era un trabajo de amor, y lo había echado de menos. ¡Oh, cómo lo había echado de menos! Revivió en su cabeza aquella sesión de amor ¡lenta y deliberada! Sabía que estaba deshecha y no le importó.
Su madre había salido con novedades en lo del asunto de Australia. Era de lo más notable que hubiera podido guardar aquel dinero en secreto tanto tiempo. Kate sintió una oleada de afecto por su madre, porque sabía que lo único que Evelyn pretendía era quitarle el peso de encima a ella. Ante la idea del viaje, Lizzy estaba como un perro con seis farolas para él solo. Era como si después de todos los problemas por los que habían pasado, por fin todo se arreglase. Lo único que Kate quería ahora era cazar al Destripador de Grantley, y lo cazaría. Y cuando lo hiciera, se encargaría de que lo quitasen de en medio para siempre. Y entonces podría concentrarse de nuevo en su familia y en Patrick. Estaba deseando poder concentrarse en él.
Lizzy llamó a la puerta del dormitorio y entró.
—¡Oh, mami, acabo de despertarme y lo primero en que pensé fue que a esta hora, el mes que viene estaré en Australia! ¡No me lo puedo creer! ¡Seis semanas enteras de vacaciones en Oz! Estoy que no puedo esperar.
Kate sonrió a su hija con verdadera felicidad.
—Ven aquí, nenita. —Abrió los brazos y Lizzy se refugió en ellos.
—¿Estuviste con ese hombre esta noche, mami? ¿Con ese Patrick Kelly?
Kate miró la cara de su hija, tan parecida a la suya, y suspiró suavemente. Asintió.
—Creo que deberías seguir con él, es la mar de sexy.
Kate sonrió.
—Así que eso es lo que piensas, ¿eh?
—Mmmm. La verdad es que sí. —Besó a su madre en la mejilla y se levantó; tenía un aspecto muy joven e inocente con su camisón largo y blanco que parecía ocultar sus curvas femeninas—. ¡A mí no me importaría salir con él! —y se escabulló de la habitación riendo. Kate se rio también, pero incómoda. Sabiendo lo que sabía de la vida sexual de su hija, aquel comentario escocía. No a causa de Patrick, sino porque era otro recordatorio del hecho de que su hija fuera más experimentada sexualmente que ella. Kate apartó aquella idea de la cabeza. Lizzy era casi una mujer adulta y había tenido problemas... Problemas de los que Kate se sentía culpable.
Tuvo que admitir que se alegraría, en cierto modo, cuando la despidiese en el aeropuerto. Necesitaba espacio libre de Lizzy, tanto como Lizzy necesitaba espacio libre de ella. Y ese pensamiento la puso triste.
Se consoló a sí misma. Estaba deseando poder despertarse con Patrick por las mañanas. Pero, más que ninguna otra cosa, lo que estaba deseando era pasar las noches con él.
Larry Steinberg hizo entrar a Patrick a su despacho y los dos hombres se estrecharon la mano. Ya había estado allí antes otra vez. Larry Steinberg se ocupaba de leyes, del lado inaceptable de las leyes. También arreglaba muchas cuestiones, y en nombre de Patrick se había ocupado de algunas que él ya creía imposibles de arreglar. A Patrick no le caía nada bien, pero, a pesar de eso, lo respetaba. Y para Patrick, en los negocios el respeto solía ser preferible a las afinidades.
Unos años antes, había acudido a Larry para que defendiera a un par de hombres suyos. Habían ido a casa de un tipo para recuperar un coche y los había recibido con una barra de hierro y una escopeta recortada. Eso no era raro en su negocio, a menudo la gente no estaba nada contenta si veían aparecer a los cobradores. Uno de sus hombres, sin embargo, le había quitado la barra de las manos a aquel panoli y luego se la había hundido en el cráneo y lo había dejado lleno de cicatrices, medio paralizado y con ataques de epilepsia.
Larry se las había arreglado para que retiraran la acusación de homicidio frustrado, y mediante un difícil arreglo al margen de los tribunales, aseguró una salida que satisfizo a todos los implicados. La escopeta recortada desapareció misteriosamente del depósito de armas de la policía metropolitana y desde entonces había sido utilizada en dos robos distintos, pero eso no era asunto de Patrick. Una cosa que sí sabía seguro es que el tipo al que le habían dado con la barra de hierro era el hombre que estaba detrás de los robos. Era un ratero de poca monta que ahora iba a lo grande y que con lo que le pagó el seguro de Patrick, y con su historial médico, estaba completamente a salvo de lo que fuera.
Larry se sonó la nariz y sorbió con fuerza. Tenía los ojos saltones medio llorosos y se los enjugó con los dedos. Patrick disimuló su desagrado lo mejor que pudo.
—Bien, bueno, Larry, vayamos directamente al grano, ¿qué tienes para mí?
—Tiene que ver con Tony Jones. Vino a verme hace unos días para un pasaporte.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—El pasaporte no era para él, era para otra persona, un tipo de Grantley.
Patrick aguzó su atención.
—Sigue.
Larry Steinberg volvió a limpiarse la nariz con un pañuelo mugriento. Sabía que cuando empezabas anunciando tu historia, todo el mundo se ponía impaciente y escuchaba con más atención.
—No me pagó gran cosa, señor Kelly —la voz había cobrado un tono de lamento.
Patrick cerró los ojos.
—Escucha, Larry, te llevarás el dinero que hay por la cabeza de ese hijoputa en cuanto le haya puesto cara. ¡Así que ahora dame el puto nombre de ese maricón! No estoy de humor para juegos.
Larry obedeció a toda prisa.
—Un tal Markham. George Markham.
—¿Tony te dijo para qué quería el pasaporte ese menda?
Guarda lo mejor para el final, era el lema de Larry.
—Eso era lo más curioso de todo, que el pasaporte tenía que tener la foto de Tony Jones. —Observó la expresión de Kelly y siguió adelante—: Seamos justos, vaya, señor Kelly, yo solo soy un intermediario. Si me pagan lo suficiente, arreglo lo que sea, pero en aquella historia supe enseguida que algo no iba bien, y por eso se lo cuento a usted. Al principio no pensé nada, ya sabe cómo son las cosas. Pero luego leí lo de los análisis de sangre de Grantley y como que me vino... bueno, me vino como una visión de Dios... —Meneó la cabeza en busca del máximo efecto—. He tratado con ladrones de bancos que querían retirarse en el extranjero, con la escoria del mundo del hampa. Pero por mi vida, señor Kelly, que no estoy dispuesto a encubrir a un asesino sádico. He oído por ahí que anda usted buscando al hombre que le quitó la vida a su pobre hija, y pensé que tenía el deber de informarle de lo que sabía.
En aquel momento Larry Steinberg se creía de verdad todo aquello, tan buen actor era.
Patrick asintió.
—Confío en haberle sido de cierta ayuda...
—Te llevarás el dinero, Larry, si ése es nuestro hombre, te lo prometo.
Le tendió la mano y Larry se la estrechó. Al notar la fuerza animal de Patrick, sintió un escalofrío interior.
Pobre Tony Jones. De todos modos, razonó, Kelly y él se habían estrechado la mano, y para él, eso valía tanto como un contrato firmado. Steinberg tuvo que controlarse para no frotarse las manos de contento.
Eso hubiera sido de mal gusto, incluso para él.
Patrick se marchó de la oficina. Al llegar al Rolls Royce, le gritó a Willy:
—¡Al tugurio de Tony Jones, deprisa!
Willy arrancó el coche y Patrick le fue contando lo que había pasado mientras circulaban. Cuando llegaron al sex-shop, los dos iban dispuestos a asesinar a alguien.
Emmanuel había estado solo toda la mañana y estaba agotado. Tony ni siquiera se había molestado en llamarle para decirle cuándo llegaría. El único momento álgido había sido cuando consiguió dos citas definitivas para esa noche con dos caballeros de la City más que bien vestidos. Tony no soportaba verlo putear allí en la tienda, a pesar de que eso aportaba negocio. Oyó más que vio entrar a Kelly y Willy. La puerta se abrió de golpe e hizo salir volando un expositor de la revista El mensual del masoquista, que cayó al suelo.
—¿Dónde está? —la voz de Patrick Kelly sonó grave y Emmanuel pudo notar su furia.
—¿Quién? —chilló el muchacho con voz aguda.
—El hijoputa de Tony Jones, ¿quién va a ser? ¿A quién más íbamos a buscar aquí? ¿A la princesa Diana?
—No sé dónde está, hoy no ha venido a trabajar.
Willy agarró a Emmanuel por el pescuezo y le dio un meneo.
—¿Y dónde vive? Dame su dirección ahora mismo.
Un hombre grandote con mono de trabajo entró en la tienda y Patrick lo cogió por el peto del mono y lo lanzó de vuelta a la acera con tanta fuerza que chocó contra los que pasaban. Para entonces, los otros tenderos ya se habían dado cuenta de que algo pasaba y presenciaban la acción desde puntos estratégicos.
Emmanuel escribió la dirección con mano temblorosa. El rímel se le estaba metiendo en los ojos haciendo que le picasen.
Patrick cogió el papel que le tendía e hizo una señal a Willy con la cabeza, y éste se puso inmediatamente a destrozar la tienda. Emmanuel lo miraba aterrado.
Lo que Tony había hecho debía ser bastante malo. Se preguntó por un instante si no tendría que empezar a buscarse otro trabajo.
Cuando Willy terminó, se fueron los dos. Emmanuel contempló la ruina que le rodeaba y empezó a llorar de nuevo. Los de las tiendas vecinas entraron cuando dejó de haber moros en la costa, y fingiendo ayudar a Emmanuel a tranquilizarse, trataron de sacarle algún cotilleo. Les dijo que pensaba que tenía que ver con aquella vez que Kelly vino en busca de los chaperos. Pero era evidente que en realidad no sabía demasiado de nada.
Al cabo de una hora, todo el Soho estaba enterado de todo, era la comidilla del día.
La gente asentía con la cabeza, sabiamente. Tony Jones siempre había coqueteado con los problemas y ahora se le habían presentado en casa.
El propio Tony supo la noticia diez minutos antes de que Kelly y Willy llegaran a su casa. Mientras los dos aporreaban su puerta, Tony y una Jeanette muy asustada estaban ya de camino a casa de su hija mayor en Brighton.
Nancy Markowitz, como ahora le gustaba que la llamasen, estaba sentada tomándose una taza de té humeante. Su nuera Lilian hacía las camas. Nancy rezongaba para sus adentros. Lavado de gato, eso es lo más que Lily hace en la casa. Cuando ella era más joven, la casa relucía como los chorros del oro, y era un faro para mostrar a todo el vecindario cómo se limpiaba una casa. Pasó un ojo malevolente por los zócalos de madera del cuarto de estar. Les vendría muy bien una buena limpieza. ¡Lo que ella hubiera dado entonces por una casa tan buena como aquélla!
Meneó la cabeza. Lily siempre había sido una descuidada; ni siquiera sus hijos habían ido rectos. Unos mariconcetes remilgados, eso eran. Y seguían siéndolo, en realidad. Nancy sorbió el té. Como meados de gato: esa Lilian ni siquiera sabía preparar una taza de té decente. Lo más probable es que echara el agua encima de unas bolsas. Usar auténticas hojas de té sería demasiada tarea para ella...
Se estaba tomando su tiempo para hacer las camas. Nancy miró el reloj. Eran casi las doce. Volvió a menear la cabeza. ¡Imagínate, las camas sin hacer casi a mediodía! Vaga de mierda.
Siguió sentada, tomándose el té, reconstruyendo en su cabeza hasta el último detalle en contra de Lily; todas las cosas que había hecho o dejado de hacer, reales o imaginarias.
Nancy Markham tenía un don para hacer sentirse culpables a los demás. Toda su vida había sido uno de sus mayores activos. Tenía ese poder y lo utilizaba, además de acosar y engatusar a todo el mundo en su beneficio propio.
En realidad Lily estaba tumbada en la cama leyendo una revista y tomándose un té y unas galletas. Saboreando la media hora alejada de su suegra. Era la única hora del día que tenía para ella sola, la única en que la voz de su madre política no se inmiscuía en sus pensamientos, que su campanilla no le interrumpía en el trabajo ni su presencia acechaba como una fuerza maligna. Lily pensaba a veces que Nancy era bruja. Por disparatado que pareciera, era la única razón lógica para que todo el mundo la odiase tanto. Incluidos sus hijos. ¿Cuántas veces le había prometido Joseph, bajo la protección de la oscuridad y el edredón, que iba a meterla en una residencia? ¿Y cuántas veces se había visto con ella cara a cara y se había echado atrás? Demasiadas veces.
Aunque Lily tenía que admitir que tampoco ella hubiera podido completar a gusto la tarea. Nancy la asustaba. Asustaba a sus nietos. Asustaba a su hijo. Su hijo, al que Lily había amado una vez con todo su corazón y al que ahora despreciaba por su debilidad, una debilidad que también había aprovechado ella tras aprender todos los trucos de su suegra. Hasta Elaine y el soso de George se habían negado en redondo a que Nancy fuera a vivir con ellos.
Lilian intentó concentrarse en su revista. No había que refocilarse con las cosas de esa casa. Ya era lo bastante opresiva. Aun así, mañana esperaban al rabino. A pesar de que a Lily le irritaba que Nancy practicara su religión judía, eso también le otorgaba una tarde libre a la semana en la que podía salir de casa en paz, sabiendo que el joven rabino estaba demasiado asustado para dejar a Nancy sola antes de que ella volviera. Contuvo una sonrisa. La cara del pobre muchacho cuando ella llegaba por fin era todo un poema. Nancy, cuando se mostraba cordial de verdad y convencida de sus razones, daba todavía más miedo que cuando dejaba suelto su temperamento posesivo y malvado.
Lily se obligó a concentrarse en la revista cuando justamente sonó el timbre de la puerta. Se incorporó en la cama. ¿Quién podía ser? Se levantó de un salto y se sacudió la ropa a toda prisa para quitarse cualquier miga de galleta delatora. El timbre sonó otra vez y salió corriendo de la habitación.
Para entonces la campanilla de su suegra sonaba también. Era una campana de escuela antigua y Lily imaginaba algunas veces que doblaba a muerto por ella. Fue corriendo a la puerta de la calle.
—Hola, Lily. —En la puerta estaba George con una sonrisa.
—Oh... ¡qué sorpresa!
George entró en el amplio vestíbulo.
—¿Dónde está Elaine?
Que George viniera de visita era un shock, pero George sin Elaine era todavía mayor.
—Ah, está trabajando, yo tenía un poco de tiempo y pensé, ya sé, iré a hacer una visita a la pobre mamá.
A Lily se le heló la expresión de la cara. ¿Es que alguien en su sano juicio podía ir a visitar a Nancy Markham, quiero decir, Markowitz, si no tenía la obligación?
La voz de Nancy atronó desde la sala de estar.
—¿Quién es, Lily? ¿Quién coño está aporreando la puerta?
Deseó que la visita fuera el joven rabino; le hubiera encantado ver cómo Nancy bajaba la guardia delante de él.
La campanilla empezó a sonar furiosa y George señaló con la cabeza la puerta de su derecha.
—Me imagino que está ahí dentro.
Entró en la sala.
—Hola, madre —la voz volvía a sonar medrosa. Su madre siempre le había producido ese efecto.
Nancy recuperó la calma rápidamente.
—¡Oh! ¿Así que eres tú?
George la besó en la mejilla como era debido. Notó el perfume a lavanda y a polvos faciales.
—Pensé en hacerte una visitita, para ver cómo te encuentras.
Nancy soltó un bufido despectivo.
—Todavía no estoy a punto para la cama de pino, muchachito, si eso era lo que pensabas.
Volvió a hacer sonar con furia la campanilla. George miró cómo agarraba con su mano grande el mango de madera y lo alzaba más arriba del hombro y luego lo sacudía hacia el suelo.
—¡Lily, trae una tetera nueva! —La oyeron arrastrar los pies por el pasillo volviendo a la cocina—. ¡Y asegúrate de que es más fuerte que esos meaos que me hiciste antes! —dijo Nancy bien alto.
Se aposentó una vez más en la butaca. Así que su hijo había decidido venir a verle, ¿eh? En sus labios se dibujó una sonrisa maligna.
—¿Y dónde tenemos hoy a Madame Diez Toneladas?
George puso una sonrisita de suficiencia. Desde luego, su madre sabía ser cruel.
—Elaine está trabajando, madre.
Se sentó en el sofá y paseó la vista por la habitación. La verdad es que era estupenda: de techo alto que todavía conservaba las molduras decorativas originales y las rosas.
—De todas maneras no hubiera venido.
George apartó los ojos del techo.
—¿Quién?
—Pues Elaine, naturalmente. ¿Quién te pensabas? —Nancy se acarició el pelo naranja chillón—. ¿Y qué te trae por aquí?
—He venido sólo a saludarte, madre.
—Paparruchas. Si nunca has venido a visitarme antes. Eso es que tienes algún problema.
—¿Qué clase de problema iba a tener? —dijo George con voz baja.
—¿Y cómo voy a saberlo yo? —dijo Nancy tras encogerse de hombros—. ¿Has hecho algo malo, Georgie, muchacho? Ya sabes que a mí puedes decírmelo —puso voz confidencial y persuasiva.
George la observó y se sorprendió al descubrir que el miedo que siempre le daba parecía que hoy había disminuido. Normalmente, aquella voz agresiva lo dejaba hecho un manojo de nervios, y su expresión malévola hacía que se le disparara el corazón en el pecho, pero hoy, todo lo que conseguía era que le entraran ganas de reírse de ella.
—¿Has vuelto a saber algo de Edith, madre? —notó que la temperatura de la sala bajaba por debajo del punto de congelación—. Yo sé de ella de vez en cuando. Le va todo fantásticamente, ¿sabes?
Vio que en la boca de su madre se asentaba una línea amarga. Estaba disfrutando.
—¿Por qué no estás en el trabajo? —era una acusación.
—Me jubilo.
—¡Bah! Más bien será que te despiden. Elaine se lo dijo a la Boca Todopoderosa y ella me lo contó. —Se dio unos golpecitos en el pecho con un dedo gordezuelo.
La confianza de George se desvaneció.
—Ya no te querían mantener más, ésa es la verdad. ¿Cuántos años tienes ahora? Cincuenta y uno... cincuenta y dos... Ya vas cuesta abajo, muchachito.
George se estaba enfadando. ¿Para qué había ido allí? Sabía lo que iba a pasar, lo que pasaba siempre. Apretó los puños. Nancy se iba animando con su cantinela.
—Nunca has tenido lo que hay que tener, Georgie. Si ni siquiera has tenido amigos nunca...
—Tengo amigos. Montones de amigos, madre. Anoche mismo salí con mis amigos. Me gustaría que no estuvieras siempre intentando ponerme de malhumor. Eres como una píldora amarga, madre, no me extraña que nadie venga a visitarte. Lo que no sé es cómo demonios Joseph y Lily te aguantan.
Su cuñada entraba en el cuarto con la bandeja del té justo cuando decía la última parte de la frase y casi se le cayó al suelo del susto.
—¿Qué has dicho? —la voz de Nancy parecía de granito.
Pero George ya no podía detenerse.
—Ya me has oído, madre, que tienes las orejas como un elefante. Siempre moviéndolas por ahí, siempre escuchándolo todo. —Miró de reojo la cara blanca de Lilian con su bandeja y forzó una sonrisa.
—Espera, déjame que te ayude con eso, Lily.
—Ponla en la mesita de café, por favor —le dijo sin aliento en la voz.
Nancy observaba a su hijo entrecerrando los ojos. Era lo bastante astuta como para imaginar que si continuaba en aquella línea, George se marcharía, y no quería que se marchase. Era el primero de sus hijos que la visitaba voluntariamente, así de pronto, sin que lo hubiera convocado.
—¿Quieres que lo sirva? —la voz de George volvía a sonar fuerte.
El único ruido que se oía en la sala era el tintineo de las tazas y las cucharillas y el fuerte tictac del alto reloj de pared.
Lily observó a las dos personas que tenía delante. Era como si bailasen una danza secreta ante sus ojos. Su suegra estaba ahora subyugada y vigilaba a su hijo con los párpados bajados. La piel amarillenta tenía un matiz gris que antes no estaba presente.
A George, por su parte, se le veía bien. Magnífico, en realidad. No recordaba haberle visto nunca con mejor aspecto. Mostraba una seguridad que cuadraba con su apariencia. George solía vestirse incluso con humildad. Era una cosa extraña, y si Lily no lo hubiera visto con sus propios ojos, habría jurado que era imposible: ¿cómo puede vestirse alguien de manera humilde? Bueno, pues George podía. Pero hoy la camisa blanca, la corbata gris y el chaleco de punto azul marino resultaban casi ostentosos. Tomó su té en silencio.
Había allí un sutil cambio de posiciones y Lily no estaba muy segura de si le gustaba o no. Si George hacía enfadar a su madre, en cuanto se marchase, Lily sería quien sufriese el malhumor de Nancy.
—Me llevaré mi té a la cocina, si no os importa, tengo que terminar de hacer unas cosas —tartamudeó. Se fue torpemente de la habitación. Fuera lo que fuese, no quería tomar parte en la tormenta. Pero dejó la puerta de la cocina abierta de par en par.
—A ver, madre, eso no está nada bien, ¿sabes? —dijo George con determinación.
Entonces Nancy sonrió con una sonrisa auténtica, cosa rara, como si la sonrisa le suavizara las líneas duras de la cara. George sintió un nudo en la garganta. Durante unos instantes le pareció verla joven otra vez. Vio la blandura que algunas veces mostraba, la que de vez en cuando permitía que aflorara tras su barniz de dureza. Era la sonrisa de la jovencita que había sido una vez, hacía mucho, mucho tiempo, antes de casarse y de tener hijos y de tener otra vida.
Antes de los hombres.
George deseó fervientemente haberla conocido por entonces.
Tenía sus ilusiones sobre su madre, y las necesitaba. No podía aceptar que hubiera sido una fuerza maligna desde la infancia. Que hubiera utilizado a los hombres para su beneficio desde que inició la adolescencia. Que Nancy Markham se hubiera pasado toda la vida usando y abusando de las personas, y de ningunas tanto como de sus propios hijos.
—Allí en el aparador están mis álbumes de fotos. Tráemelos, Georgie.
Recogió los voluminosos álbumes y los dejó en el regazo de su madre.
—Siéntate aquí junto a mis pies y recordaremos cosas.
George hizo lo que le decía, como en los viejos tiempos cuando la palabra de su madre era ley.
Nancy empezó a ir pasando páginas, con los ojos ablandados por la nostalgia.
—Eh, mira ésta, Georgie. ¿Te acuerdas?
George se levantó y miró la foto. Era una foto suya, sobre los cinco años, con su madre. Nancy llevaba un traje de baño de dos piezas, que en aquellos tiempos hacía furor, y miraba a la cámara con mirada sensual. Tenía el pelo perfecto y sus largas piernas bien formadas quedaban parcialmente oscurecidas por un niño con un gran algodón de azúcar en la mano. George vio aquellos pantalones cortos con bolsas y las piernas como palillos que surgían de ellos, y el pelo cortado al rape y la cara seria de duendecillo.
Ese día estaba guardado en su memoria porque había sido un día bueno. Un día feliz. Un día poco frecuente. El instante atrapado en su pecho como un pájaro encerrado que aletea contra los alambres de la jaula. Todavía olía el calor y la arena y la gente. Los burros, el algodón de azúcar y el aroma de la margarina fundida en los sándwiches de mermelada. Casi podía saborear aquella mermelada de fresa, llena de arena de los dedos pringosos. Casi podía tocar de nuevo el salitre del mar azul. Había sido un día tan bueno, desde el viaje en tren por la mañana temprano hasta el agotamiento y el sueño al tumbarse en las sábanas frías y planchadas dispuestas para soñar el sueño de los muertos. Recordaba a Nancy dándole un beso de buenas noches. Sonriéndole con su cara suave de melocotón.
—Esto era en Camber Sands, Georgie, muchacho. Fueron unos días estupendos. Yo entonces era como una modelo. Qué tiempos, todo el mundo me miraba.
—Sigues estando maravillosa, madre.
Era una mentira amable, lo que ella quería, esperaba oír.
—Bueno, puede que no tan bien como estaba entonces, pero nada mal para mis años, ¿eh?
Lo decía con voz más suave, casi jovial. Cuando hablaba de sí misma, estaba animada y feliz.
Volvió la página. Esta vez la foto era de ella sola. Un encuadre de cabeza y hombros. Los labios un poco separados para mostrar los dientes blancos perfectos. El pelo de color cobre oscuro enmarcaba el rostro y llevaba un lápiz de labios naranja vivo. El fotógrafo había coloreado a mano la foto y había captado el tono exacto de sus cabellos y su piel.
Nancy pasó los dedos arrugados por la página para acariciar la fotografía.
—Me acuerdo de esto como si fuera ayer. El hombre que sacó la foto dijo que yo tendría que haber sido modelo. Dijo que yo tenía una estructura de huesos perfecta.
«Y tenía que saberlo —pensó George—. Estuvo viviendo con nosotros una temporadita, si recuerdo bien». Cerró los ojos apretándolos fuerte. Pudo ver aquel día con toda claridad. Les sacaron fotos a todos y luego su madre los mandó a casa. En su cabeza evocó la imagen de Edith conduciéndolos al autobús y luego ya en casa haciéndoles algo de comer. Su madre había vuelto más tarde con el hombre, un tipo grande y corriente con un bigotillo fino y un traje de cuadros príncipe de Gales. Había llegado trayendo a su madre, bastante borracha, y una bolsa de pescado con patatas fritas que lo había hecho simpático inmediatamente para Joseph y George, puesto que no se había olvidado de ellos. Les trajo también una botella grande de limonada, y luego los hizo reír a todos contando historias de cuando estuvo en el ejército. Contaba a los dos niños de ojos ávidos cómo disparaba contra los boches.
Entonces esa noche, más tarde, mucho más tarde, George se había despertado con dolor de barriga por culpa del pescado con patatas y el Tizer. Cuando iba al retrete, oyó gemidos que salían del cuarto de su madre. Abrió la puerta sin hacer ruido e investigó. Vio a su madre de rodillas en la cama con aquel hombre. Las manos de él estaban en los largos y espesos cabellos de ella y se los movía en torno a la cabeza y tiraba de ellos. Y gemía.
—Así, Nance. Cómetelo todo, Nance.
Vio el cuerpo desnudo de su madre a la luz tenue de la lumbre, vio cómo movía la cabeza y la boca arriba y abajo sobre el hombre. Y entonces, el hombre lo descubrió. Tiró de Nancy para arriba y se pasó una sábana por encima para ocultar su desnudez. George vio demasiado tarde la ira en el rostro de su madre.
—¡Largo de aquí, puñetero entrometido!
Y entonces saltó de la cama con la cara retorcida de rabia y la barbilla pintarrajeada de lápiz de labios. Se lanzaba hacia él con el amplio paso de sus largas piernas y la boca abierta como una gruta. George sólo tenía tres años.
—Ésta, Georgie, mira ésta.
George se vio devuelto al presente.
—Mira mi vestido. Me acuerdo de haber estado siglos ahorrando para este vestido.
George se obligó a mirar la fotografía. Notó cómo se calmaban los rápidos latidos de su corazón.
—¿Quién es la chica que está contigo?
—Ésta, Georgie, muchacho, es Ruth Ellis.
George miró detenidamente la foto.
—Yo trabajaba en su club. Se llamaba El Pequeño Club, fíjate tú. En Knightsbridge —dijo Nancy, y miró a su hijo con una media sonrisa en la cara y disfrutando del impacto que estaba produciendo.
George observó de nuevo la fotografía.
—Llevaba un burdel —dijo.
—No era propiamente un burdel, Georgie, muchacho. Era más bien un club para caballeros.
George la miró a la cara y vio un brillo en sus ojos. Se había puesto a utilizar su pasado, un pasado que no habría mencionado ni a un alma viviente, para tratar de socavarle a él, de intimidarlo. De abuela religiosa, epítome de la decencia, regresaba a los días de su puterío para rebajarlo a él. Pero la conocía muy bien. Sabía lo gazmoña que podía ser. Se acordó de cómo reprendió a Edith aquella vez, cuando se quedó embarazada; se acordó de la falsa impresión de pobreza digna que gustaba transmitir a sus vecinos. Recordaba cómo había contado a todo bicho viviente la caída de Edith en el pecado. Ahora su auténtica vida le servía para hacer daño a uno de sus hijos, para herir, y la utilizaba sin el menor escrúpulo. Sintió impulsos de golpearla.
Nancy observó la cara de su hijo y se imaginó lo que pensaba. Así que regresó a la malicia de siempre.
—Una vez alguien me dijo: «Nancy, tienes ahí una mina de oro». Y qué razón tenía. ¿Sabes quién fue el que lo dijo? El hermano de tu padre. Me escapé con él. Tu padre no se había muerto, Georgie. Yo lo dejé tirado.
—¡Pero dijiste que había muerto! Yo creía...
Nancy volvió a reírse.
—Ahora ya está muerto. Murió hará cosa de diez años. La policía me localizó y me lo dijo. Murió en un cuarto amueblado por el sur de Londres. Cuando lo encontraron, llevaba diez días muerto. ¡Y aquellos maricones tenían la desfachatez de pretender que yo pagase el funeral! Les dije a dónde se podían ir, y de todo. Era un inútil, Georgie, un maldito inútil. Ni siquiera pudo morirse como hay que morir. Solo hasta el final.
Se sintió levantarse del suelo, tuvo conciencia de que sus piernas se le habían entumecido en algún momento de tanto estar de rodillas. Y entonces le soltó un bofetón. Supo que la había abofeteado porque oyó el ruido de la palma de su mano chocar contra la carne blandengue, y notó la fuerza con que la cabeza volvía a su sitio y la oyó gritar ultrajada.
Lily, al otro lado de la puerta, daba saltitos de un pie al otro muy agitada.
—¡Furcia malvada! ¡Guarra, furcia de mierda! —a George le salían burbujas de saliva por las comisuras de los labios—. Mi padre estaba vivo. Podría haberme salvado de ti. Podría habernos salvado a todos de tus putos amigos y tus maldades. Tú dejaste que los hombres me tocasen por dinero... ¡que me tocasen y abusasen de mí!
La mente se le había puesto como una úlcera reventada que supurase todo su odio. Estaba peligrosamente al borde de las lágrimas y procuró tragárselas.
—¡Jodida puta de mierda! ¡Ramera apestosa!
Ella se había pasado la vida disfrutando de hacerle daño, mientras a otros les daba placer pagado. Notó que la bilis le subía a la garganta, que le ardía. Apretó los labios para impedir arrojarla sobre la mujer que tenía sentada delante con aquella sonrisa burlona de siempre.
—Ninguno de mis hijos tuvo un poco de coraje. Todos erais como él, débiles y enfermizos. Os odiaba a todos.
La voz estaba llena de maldad y de algo más. De miedo.
Ahora tenía miedo de él, de lo que había originado. De cuál pudiera ser el resultado.
George se dejó caer en un asiento. De pronto, estaba agotado. Ir allí había sido una equivocación. Tenía que haberlo sabido. Aquella mujer le había robado su infancia, su inocencia y a su padre.
Lo último nunca se lo podría perdonar.
La cantidad de veces que se había escapado de casa, sólo para que lo llevaran de vuelta, y todo ese tiempo tenía un padre al que hubiera podido acudir. Un hombre que se pudiera ocupar de él como era debido.
Miró a su madre como si fuera la primera vez. Por fin la odiaba al ciento por ciento. Le daba asco. Era una puta. Eran todas unas putas, hasta la última.
De repente se echó a reír, una risa aguda al borde de la histeria, y aquel sonido terrible fue lo que hizo que Lily irrumpiera en la habitación.
¡La vieja zorra! Tantos años de aguantar sus desvaríos de mojigata, de oír a Joseph consentírselo todo, de ser el segundo para aquel dechado de virtudes que hacía sonar su campanilla como una maestra de escuela demente y gritaba «¡Tráeme esto, tráeme lo otro!». ¡Y en realidad había sido una vulgar prostituta!
—¡Perra mentirosa! —todo el refinamiento duramente adquirido de Lily había desaparecido—. ¡Andabas en la puta vida alegre!
Nancy se quedó mirando a su nuera con ojos que eran como pedernales.
—¡Nos has tenido a todos contra la pared! Pues bueno, se acabó, señora. Te vas a una residencia. No me importa lo que cueste. ¡Espera a que llegue Joseph! ¡Ya te daré yo Ruth Ellis! ¡Es una lástima que no te colgaran como es debido, so vieja zorra!
George se enjugó los ojos con el pañuelo y con una última mirada a su ahora aterrorizada madre, salió de la sala y se fue por la puerta de la calle. Los gritos de Lily fueron tras él.
Arrancó el coche. Tenía la maleta en el asiento de atrás, lista y preparada para las vacaciones. Espera a que se lo cuente a Edith. George sabía que nunca volvería a ver a su madre.
Patrick Kelly había llegado a Brighton. No le costó mucho tiempo encontrar las direcciones de la familia de Tony Jones. Si fuera necesario, se llevaría de rehén a la hija mayor hasta que Jones apareciera. Patrick sabía que no haría falta mucho para que el rumor de la calle llegase hasta él.
El Rolls Royce se detuvo delante de una dirección de Steyning. Kelly hizo un gesto a Willy y los dos se bajaron del coche. Dentro del pequeño bungalow, Tony Jones se bebía un whisky mientras su mujer lo miraba. Tenía sobre las rodillas a su nieta Melanie.
Adoraba a su abuelo y se arrebujaba contra su corpachón fofo. Fue la hija de Tony quien abrió la puerta y se quedó allí en silencio al ver que entraban sin más.
Patrick hizo un gesto con la cabeza a la joven. Ella no tenía que ver con el tema, lo sabía.
—¿Dónde está, guapa?
La joven señaló la puerta que estaba al final del pasillo.
—Allí dentro. Escuche, señor Kelly, mi hija está allí...
No le hizo caso y entró en la habitación.
—Hola, Tony, tiempo sin verte. He venido para llevarte a dar un paseíto. A charlar un poco, digamos.
Tony Jones se puso blanco. La niñita de su regazo notó el miedo y lo abrazó más fuerte.
Kelly miró la larga melena rubia y los enormes ojos azules. Podría haber sido su Mandy de pequeña. Alargó una mano y le tocó la suave cabecita.
—Hola, preciosa. ¿Cómo te llamas?
La cría levantó la vista y sonrió dejando ver unos dientecillos como perlas.
—Melanie Daniels y tengo tres años.
—Eres una chica muy mayor para tu edad, ¿verdad que sí? Deja que el abuelo vaya a buscar la chaqueta, cariño, mientras tú y yo charlamos un poco.
La niña miró a su abuelo y se alegró cuando le dijo que sí con la cabeza. Decidió que le gustaba aquel hombre grande con el abrigo grande. Willy miraba fascinado a Patrick coger la manita minúscula de la niña. Fue a acompañar a Tony Jones a buscar la chaqueta. Tony abrió la boca para decir algo y Willy le hizo callar.
—Tienes que estar muy para allá si te pensabas que ibas a poder colarle un gol a Pat en lo que concierne al mierda ese.
Tony agachó la cabeza.
Melanie estaba ahora sentada en las rodillas de Patrick entreteniéndolo con historias de su vida infantil.
—Tengo un gatito que se llama Hollín. ¿Tú tienes un gato?
Patrick meneó la cabeza.
—¿Y un perrito? ¿Tienes un perrito?
Patrick le sonrió con auténtico buen humor. Era una niña encantadora.
—¿Puedo hacerle un café, señor Kelly? —dijo Jeanette con voz plana. Sabía lo suficiente de Patrick Kelly para saber que su nieta estaba a salvo. Había conocido a Renée muchos años antes. Y sabía que Patrick lo recordaría.
—¿Por qué no? —Patrick la miró a los ojos—. Siento mucho todo esto, Jeanette, pero ya sabes cómo son las cosas.
Ella no pudo sostener su mirada; se levantó y se fue a la cocina. Willy y Tony volvieron a la habitación.
—Y voy a jugar al colegio —Melanie seguía parloteando y Patrick disfrutaba de la conversación.
—¿De veras? ¿Y qué haces allí?
Melanie se mordió el labio de arriba consternada mientras pensaba.
—Pues cantamos y pintamos algunas veces. Yo sé cantar The wheels on the bus todo entero —esa última información la acompañó con una sacudida de su melena rubia y Kelly se echó a reír.
—Eres una niña muy lista, Melanie.
—Mi abuelo dice que soy tan guapa como un cuadro. Y me canta canciones. A que sí, abuelo.
Tony asintió en silencio contemplando la escena que tenía delante. Patrick lo miró antes de hablar.
—¿Y qué canciones te canta? —preguntó.
—¿Puedo cantar una, abuelo? Por favor.
Tony volvió a asentir y la niña empezó a cantar.
Patrick dejó que Tony Jones siguiera sentado cociéndose en su propia salsa veinte minutos más hasta que decidió que se fueran. Para entonces Melanie se había enamorado tanto de él que se puso a dar gritos como una loca porque quería marcharse con ellos. Sus gritos les perseguían desde la casa.
La niña había insistido en que cada uno de los tres hombres le diera un beso, y Willy tuvo que ser reconvenido severamente por Patrick para que lo hiciera. Patrick, por su parte, le había acariciado el pelo y confortado antes de irse disfrutando de la inocencia infantil de la criatura; una inocencia que le había recordado a otra vida, la vida en la que tenía una esposa y una hija.
Ya en el coche se volvió hacia Tony.
—Una niña encantadora. Debes estar orgulloso de ella. —Tony asintió, no lograba contestar—. ¿No es una cosita encantadora, Willy?
Willy se volvió a medias desde su asiento.
—Oh, sí.
Patrick seguía hablando despreocupado.
—Imagínate cómo te sentirías si alguien la cogiera, la sodomizara y luego la dejara por muerta en el puto suelo. Con la mitad del cráneo machacado y el pelo pegado a la tierra en un charco de sangre. Si hubieras tenido que verla morir, lenta y dolorosamente, en un hospital. Verla luchar por su vida después de varias operaciones que le iban cortando el cráneo trocito a trocito porque tenía el cerebro tan hinchado que no le cabía en la cabeza. A que te pones malo sólo de pensarlo, ¿verdad?
Tony meneó la cabeza de un modo apenas perceptible.
—Bueno, pues ahora puede que entiendas por qué te vas a llevar la paliza de tu puta vida, ¿a que sí? Pero primero quiero que me des la dirección de ese hijoputa, el número de teléfono, el código postal. Quiero saber todo lo que sepas de él. ¿Está claro?
Tony asintió de nuevo.
Por lo menos, Kelly no había dicho que iba a matarlo. Por lo que a Tony concernía, aquello ya era un buen resultado.