Capítulo Veintisiete

En el avión, George acababa de tomarse su comida y ahora veía un episodio muy gracioso de Los hay que nacen estrellados. Fred Spencer era mensajero de una empresa llamada Demon King, e iba en su moto repartiendo sin saberlo fotos pornográficas en vez de cartas y paquetes. En el avión todo el mundo lanzaba grandes carcajadas y se ajustaba los auriculares. George se reía más que cualquiera de ellos. Se lo estaba pasando realmente bien.

Había dejado el plato limpio, porque descubrió que tenía un apetito atroz al ver el filete Stroganoff con patatas duquesa y guisantes. Se tomó también una botellita de vino tinto.

Ocupaba un asiento de ventanilla y veía bajo él las nubes de algodón. Sintió un momento de euforia. Estaba camino de Florida, iba a ver a Edith. A su Edith. Iba a disfrutar de veras.

Pensó en la noche anterior y su expresión feliz se ensombreció un segundo.

El recuerdo del niño le perturbaba.

Pero se encogió de hombros. A todos los niños les pegaban en algún momento, los padres o los maestros. Eso era indiscutible. Satisfecho de nuevo de no haber hecho nada realmente malo, saboreó una vez más las delicias del cuerpo femenino. Notó que empezaba a excitarse, y apartó aquellos pensamientos de su cabeza para concentrarse en las nubes y en el azul del mar que asomaba de vez en cuando entre la blancura y le recordaba que estaba dejando atrás Inglaterra. Inglaterra, Elaine, su madre... No tenía que olvidar a su madre... Y todos sus problemas.

Empezaría de nuevo en Florida, eso había decidido. Vendería la casa. Ahora era sólo suya. Experimentó una breve sensación de fastidio, un simple destello, porque Elaine hubiera muerto de aquel modo. No porque sintiese arrepentimiento alguno, sino porque le había impedido reclamar el dinero del seguro.

Lo tenía todo planeado. Cuando volviera para vender la casa, diría que Elaine se había escapado con alguien. Pondría una sonrisilla. Y con eso se ganaría de inmediato cierta simpatía. Pondría la casa a la venta y luego volvería a Florida con Edith.

Sacaría a Elaine de su tumba acuática y la enterraría en alguna parte. La mezclaría con los desechos del jardín en las bolsas negras y luego las tiraría al basurero.

Le entraron otra vez ganas de reír. ¡Elaine en el basurero! Probablemente era más de lo que se merecía. Él cruzaría ese puente cuando lo tuviera delante. Y en cualquier caso, ella ya no estaba.

Tenía una niña pequeña sentada al lado. Estaba emparedada entre su madre y George. La madre seguía riéndose con Frank Spencer, y mostraba unos dientes blancos como perlas.

George decidió que la aprobaba. Tenía el aspecto que debe tener una madre. Pecho plano, aspecto limpio y saludable. Nada de maquillaje ni de joyas. Terminó el episodio y apareció en pantalla Desmond Lynam para hablar del siguiente programa. George se quitó los auriculares y se relajó. La niña hizo lo mismo. Le sonreía con timidez. George le devolvió la sonrisa y olió el aroma dulce de aquel cuerpecito. Se fijó en que tenía una baraja de cartas y se inclinó hacia ella.

—¿Quieres que juguemos a parejas?

La niña echó para atrás con desdén sus largos cabellos rubios.

—Yo no juego a parejas. Juego al póquer, a las veintiuna o al descubierto. —Vio la desilusión en la cara de George y añadió precipitadamente—: También juego al rummy y a los triunfos.

George sonrió una vez más.

—Entonces, ¿qué me dices de una partida de rummy?

—Vale.

La niña empezó a barajar las cartas con mano experta y George suspiró. Nada ni nadie era nunca lo que parecía.

¡Póquer descubierto, en efecto!

Kate miró los dos cuerpos en el suelo y sintió que la invadían las náuseas. La mujer yacía en el suelo de tierra con todas las extremidades abiertas, y un cuello que era una herida boqueante. Hombros y pechos estaban cubiertos de sangre seca. La boca le formaba una O perfecta. Eso ya era bastante malo, pero lo que más la afectaba era el cuerpo del niño.

Tenía la cara completamente aplastada, la nariz y los pómulos hundidos en dirección al cerebro. Los deditos tiernos y minúsculos escondidos en las palmas. Yacía acurrucado contra el cuerpo de su madre.

El forense meneó la cabeza.

—Ella lleva más tiempo muerta que el niño. Lo que supongo es que el crío gateó hasta ella buscando consuelo y se ahogó con su propia sangre.

Señaló con el bolígrafo la cara del niño.

—¿Ves aquí y aquí? Bueno, pues el golpe hizo que la sangre fluyera hacia el fondo de la garganta. La nariz no podía evacuarla, de ningún modo. Se ahogó prácticamente en su propia sangre. Pobre cabroncete.

Kate tenía ganas de llorar. Quería llorar desesperadamente. Pero no allí. Se negaba a ello a pesar de que suponía con buen tino que más de uno de los hombres que había por allí tenía los mismos deseos.

Una persona asesinada ya era algo bastante malo, pero ¿niños asesinados? Eso era lo peor.

Cuando recibieron la llamada de que el Destripador de Grantley había decidido ampliar su zona de acción, todos tuvieron una sensación de vergüenza. No habían podido pararlo y el tipo continuaba en marcha.

Y este caso tenía una nueva dimensión. Ahora mataba niños pequeños. Sólo Dios sabía dónde atacaría la próxima vez.

Kate oyó el sonido de unos sollozos y se giró a la izquierda. En un bosquete de tejos estaba el sargento Willis con la cabeza inclinada. Caitlin le daba palmadas en el hombro y le encendía un cigarrillo. Era el primer cadáver infantil que veía el muchacho. Kate sintió una oleada de afecto por aquel joven. Y por Caitlin. Por mucho que intentara poner la cara impávida del que todo lo sabe, Kate se daba cuenta de que en realidad era un hombre con el corazón muy tierno. Miró los dos cuerpos y se imaginó a aquel niñito intentando refugiarse en el calor de su madre. Llorando, con agudos dolores, se había arrastrado hasta ella. Creyendo, como creen todos los niños, que lo protegería. Que le haría estar mejor. Sólo que mamá ya estaba muerta y el tiempo de la criatura se acababa.

Dicky Redcar había avisado a la policía de la desaparición de su mujer a las once y quince.

Dos patrulleros encontraron el Range Rover a las once y cuarenta y nueve y supusieron que la mujer habría intentado echar a andar y tal vez llegar a casa de un amigo. No había razones para sospechar algo malo. A la una y veinticinco empezaron la búsqueda, y los cuerpos aparecieron justo pasadas las dos.

A las cinco treinta avisaron a Kate de que el Destripador de Grantley había decidido extender su campo de operaciones. El ADN encontrado en la mujer era tajante. Se trataba del mismo hombre y la única pista que tenían era la huella de los neumáticos.

Como había señalado Caitlin, a menos que supieran un modelo exacto del coche, las huellas de neumáticos eran como una meada en el océano. ¿Cuántas berlinas de color oscuro podría haber, por todos los santos?

Kate vio llegar a Frederick Flowers y lanzó un suspiro. Aquí tenían a los peces gordos. Eso quería decir que los periódicos ya estaban en ello.

Dicky Redcar había sufrido un shock. Sus parientes habían recogido a sus otros tres hijos. Su hermana había querido quedarse con él, pero tenía necesidad de estar solo.

Estaba sentado en su estudio con una fotografía de Cynthia y James en el regazo. Por la ventana oía relinchar a Major, uno de sus caballos.

En la fotografía se veía a Cynthia sujetando al pequeño James sobre un poni. Era un jinete innato. Como todos sus hijos. Rosie, con casi once años, tenía ya un nombre en el circuito de pruebas infantiles. Jeremy, de nueve, seguía sus pasos. Hasta a Sara le resultaba natural a los cinco. Era por lo que ambos vivían. Los caballos, los niños y ellos dos.

Desde que volviera de las Malvinas, había dejado la carrera militar y se habían aposentado para llevar su «verdadera vida», como ellos decían. Ya había visto suficientes muertes y carnicerías por allá. Nunca se hubiera esperado verlas en casa.

Sonó una llamada en la puerta y cerró los ojos.

Notó una sombra que cruzaba ante la ventana de su lado y levantó la vista. Había dos hombres allí plantados que le sonreían. ¿Quién coño serían?

Se levantó del asiento y abrió la ventana dejando la fotografía sobre el alféizar.

—¿Qué quieren?

—Hola. —El hombre era alto y delgado y tenía una sonrisa pronta—. Me preguntaba si podríamos charlar un poquito...

El segundo hombre sacó una cámara y el flash hizo titubear a Dicky Redcar.

¡Malditos periodistas!

—¡Váyanse! Déjenme solo. No tengo nada que decirles.

—Vamos, caballero ¡esto es noticia! Cinco minutos y nos vamos.

Dicky se apartó de ellos como si fueran una plaga. Dejó a un lado la butaca y salió en tromba de la habitación. Los periodistas lo vieron arrancar y se miraron encogiéndose de hombros mutuamente. El alto metió la mano por la ventana abierta y cogió la fotografía.

—Mira lo que he encontrado —alzó las cejas encantado—. Un ejemplar de buen ver. Un poco plana, pero no se puede tener todo. Lástima del crío. La cara está un poco borrosa. Venga, vámonos a hablar con los vecinos, a ver qué nos cuentan. Espero que fuera héroe de guerra; eso siempre resulta muy bien impreso.

Los dos hombres se alejaron a toda prisa.

Major relinchó de nuevo preguntándose dónde estaba su ama y su zanahoria matutina.

Patrick estaba como colocado. No había dormido desde que se marchase de casa de George Markham, toda su energía estaba puesta en descubrir lo que fuera sobre él.

Ahora estaba sentado delante de Conjuntos Kortone esperando a que la gente entrase a trabajar. La dirección y el número de teléfono estaban en la agenda de Elaine.

Un hombre grande, ligeramente calvo, entró en el aparcamiento en un Granada y Patrick salió del Rolls Royce. El frío de la mañana temprana le dio en la cara e hizo que su aliento saliera al aire como bocanadas de humo.

—Perdone. ¿Podemos hablar un momento?

Peter Renshaw se volvió para mirarlo. Alzó las cejas al ver el Rolls Royce. ¿Qué podía querer?

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?

—¿Trabaja usted aquí? —Patrick hizo un gesto con la cabeza en dirección a la fábrica de enfrente.

—¿Sí? —era una pregunta lanzada de un modo desconcertante.

—¿Conoce usted a alguien llamado George Markham? —el tono de Patrick era cordial, cordial pero neutral.

La expresión del hombre se relajó.

—¿El viejo Georgie? Lo conozco bien.

Patrick le dirigió una gran sonrisa. Abrió la puerta del Rolls, se metió dentro e hizo un gesto a Peter Renshaw de que lo imitara.

Peter entró sin rastro alguno de miedo. Podía oler el lujo puro de aquel coche y se relajó gozoso sobre la tapicería de cuero.

—Un auto precioso.

—Gracias. ¿Puedo ofrecerle una copa? —Patrick abrió el pequeño minibar. Nunca dejaba de impresionar a la gente, especialmente a los que tenían Fords Granada del ochenta y cinco.

—Es un poco temprano para mí, ¡sólo son las ocho y veinte!

—Como usted quiera. —Patrick se sirvió un brandy para él y le hizo dar unas vueltecitas en torno al vidrio.

—Soy Patrick Kelly, no sé si ha oído usted hablar de mí. —Vio cómo al tipo se le cambiaba la cara—. No se preocupe, no tengo motivos de queja contra usted. El que me interesa es George Markham. «El viejo Georgie», como acaba usted de llamarlo, señor...

En ese momento, Peter Renshaw deseó haberse tomado la copa. Patrick Kelly significaba problemas serios. ¿Qué demonios podía querer de George?

—Renshaw. Peter Renshaw. La verdad es que no conozco a George tan bien como...

Farfullaba.

Patrick sirvió otro coñac y se lo tendió.

—Me parece que usted y yo debemos tener una pequeña conversación, Peter. ¿Puedo llamarlo Peter?

Renshaw asintió. ¡Por lo que a él respectaba, Patrick Kelly podía llamarlo como quisiera!

El motor del coche empezó a ronronear.

—¿Dónde... a dónde me lleva?

—Oh, sólo es un paseíto. Ahora tranquilícese. Sé que es usted un hombre sensato. Creo que puedo fiarme de usted —la amenaza que implicaba la frase estaba clara como la luz del día—. Puedo, ¿no es así?

Peter se bebió el coñac de un solo trago.

—Sí, puede fiarse de mí, señor Kelly.

—Llámeme Pat. Todos mis amigos lo hacen y quiero que seamos amigos, Peter. Y ahora, empecemos por el principio, quiero que me cuentes todo lo que sabes de George Markham.

—Pero ¿para qué? —la frase se le escapó antes de darse cuenta de lo que decía.

—Porque yo te lo pregunto, Peter. Y en lo que a mí concierne, ésa es suficiente razón. ¿De acuerdo?

Peter respiró hondo.

—Sólo lo conozco como colega de trabajo. Es un hombrecito muy callado. Supongo que se podría decir que siempre le he tenido un poco de lástima.

Patrick enarcó las cejas.

¿Un hombrecito muy callado? No iba a estar tan callado cuando le pusiera las manos encima. Iba a desgañitarse de verdad.

Ya tenía el modelo y la matrícula del coche de Markham. Eso había sido lo más fácil. Lo difícil era descubrir dónde coño estaba aquel cabronazo. Pero si conseguía localizar el coche, localizaría a George Markham.

Hasta ese momento, acosaría a cuantos pudiera. Y si era necesario, emplearía la fuerza.

Todos sus hombres tenían la descripción y los datos del coche de George Markham. Había acudido a unos amigos de la Metropolitana y también ellos se habían puesto a buscarlo. Algo acabaría saliendo.

Y entonces, lo tendría entre sus manos.

Veinte minutos después dejaba a Peter Renshaw delante de Conjuntos Kortone. Era evidente que no sabía nada de importancia. Salvo que George no iba a volver a trabajar.

Pero allí pasaba algo. ¿Dónde estaba la esposa? ¿Estaba con él? Si era así, buscaban una pareja.

Y en ese caso, Patrick tendría que deshacerse de ella o abducir a George en plena calle.

De cualquiera de las formas, lo atraparía.

Y entonces en la radio dieron la noticia de los asesinatos. Willy subió el volumen y la conectó al intercomunicador. Patrick escuchó la cantinela de la voz del locutor. Sintió frío en las tripas. Al oír lo del niño cruzó su mirada con la de Willy en el retrovisor.

¡Bastardo de mierda!

Aquello era un incentivo añadido.

Patrick notó que Willy pisaba a fondo y se acomodó mejor en el asiento. Miró pasar el paisaje y se sacó la agenda de direcciones del bolsillo.

—Creo que lo siguiente será la casa del hermano, Willy. Lo sacaremos a rastras si hace falta, y al carajo las consecuencias. Se acabó lo de andar con pies de plomo.

Willy asintió. Eso era exactamente lo que él pensaba.

Joseph había estado llamando por teléfono toda la mañana. En las Páginas Amarillas venían residencias para dar y tomar. Como cualquier buen hombre de negocios, fue averiguando las tarifas antes de comprometerse. Puede que su madre tuviera ochenta y un años, pero todavía podía vivir unos cuantos más. En el ayuntamiento le habían informado de que ella no era responsabilidad suya, y Joseph se preguntó por un instante si es que la conocían. En cuanto la gente la conocía, solía mantenerse a una buena distancia.

En aquel momento Nancy estaba gritándole a Lily y aquel sonido le perforaba el cerebro. Su mujer le había quitado la campanilla escolar y ahora Nancy le exigía que se la devolviera.

Lily había cambiado de un día para otro. Era como si enterarse del pasado de su suegra hubiera hecho desaparecer todo el miedo que le tenía.

Descolgó el teléfono y empezó a marcar el número del Crepúsculo Hogar de los Mayores.

Entonces llamaron a la puerta.

—Yo iré, querida. —Colgó el teléfono, abrió la puerta de la calle y vio a dos hombres.

Uno era muy grande, con la cabeza calva y una sonrisa sin dientes. El otro era alto, de complexión atlética y muy bien vestido.

—¿Joseph Markham?

—Sí. ¿En qué puedo servirles?

—¿Podríamos hablar con usted en su casa, señor Markham? Se trata de George.

Sin detenerse a pensar, Joseph se hizo a un lado para que los dos hombres pudieran entrar.

—¿Quién coño está en la puerta? —la voz de Nancy mostraba un agudo ansioso. Estaba convencida de que en cualquier momento, llegarían unos individuos que se la llevarían.

—Mi madre. Está... no está muy bien.

Willy frunció el ceño.

—A mí me suena estupendamente.

A Patrick le costó controlarse.

—Mire, es sobre George. Nos preguntábamos si usted sabrá dónde puede estar. No está en su casa. Y la verdad es que necesitamos encontrarlo con toda urgencia.

Joseph frunció el ceño.

—¿No está en su casa? Pues ayer estuvo aquí. Vino a visitar a madre.

—¿Ah sí? ¿Y vino solo?

—Oh, sí, Elaine estaba trabajado. Oiga, ¿de qué va todo esto?

Patrick se dirigió hacia la voz. Empujó la puerta para abrirla y entró en la sala.

Nancy lo vio y se tranquilizó de inmediato.

Patrick la observó. Y fue como si a Nancy le hubiera crecido una piel nueva en cuestión de segundos. Las arrugas se le alisaron y la cara adquirió una expresión sublime.

—¿Cómo está usted? ¿No quiere sentarse? Lily, haz un poco de té.

Patrick sonrió a la mujer con una sonrisa amplia y cordial. Así que ésta era la madre de ese hijoputa.

Lily miró a los dos hombres y sus cejas se alzaron interrogativas. En el hueco de la puerta, Joseph se encogió de hombros, perplejo. Pero en fin, si esos tipos conseguían cerrarle la boca a su madre, por él podían quedarse allí todo el día.

—Haz el té, Lily —dijo con voz grave.

Lily salió de la habitación. Patrick y Willy se sentaron.

—Somos amigos de George, señora Markham. Y nos preguntábamos si alguno de aquí sabe dónde podemos dar con él.

Nancy Markham se pasó la mano por su estrafalario peinado y puso una sonrisa de suficiencia.

—Me parece que tiene que haber algún error.

—¿Perdón? —dijo Patrick sonriendo otra vez.

El rostro de la mujer se endureció.

—Mi hijo no tiene ningún amigo.

Willy y Patrick cruzaron una mirada.

No era raro que aquel individuo fuera un chalado. A toda la familia parecía faltarle un tornillo, o dos.

Fuera, en la cocina, Lily y Joseph preparaban el té.

—¿Pero quién coño son? —susurró Lily.

—No lo sé.

—Bueno, ¿entonces no te parece que deberías averiguarlo? Después de todo, están instalados en nuestra sala de estar con tu madre.

Joseph se permitió una ligera sonrisa.

—Creo que ella sabe cuidarse sola, Lily, ¿no te parece?

Puso unas cuantas galletas en un plato y lo añadió a la bandeja. Pensaba sentarse allí y oír la conversación. Por alguna razón, no le apetecía enfrentarse a aquellos dos hombres. También tenían toda la pinta de saber cuidar de sí mismos.

George salió del avión y sonrió a la azafata. Bajó las escaleras y alzó la cara para recibir el luminoso sol de Florida. Estaba en América. Sin haberse enterado todavía de lo que pasaba, ya había recogido el equipaje, cambiado algo de dinero y subido al autobús de cortesía que le llevaba a Alquiler de Coches Lindo, en Sandlake Road.

El chófer del autobús era un hombre gordo que llevaba una gorra de béisbol de cuero con las palabras «Chicago Bulls» rotuladas en rojo sangre en el frente. La voz sonaba con un acento lento y arrastrado del sur y George disfrutaba oyéndolo. Era tan americano...

—El aeropuerto de Orlando tiene una de las tres pistas en las que puede aterrizar el trasbordador espacial en casos de emergencia. Como todos ustedes saben, el centro espacial Kennedy está a sólo veinte minutos de aquí en coche, así que si alguna vez el trasbordador no puede ir a su destino, sí que puede aterrizar aquí sano y salvo —hizo una pausa para conseguir el máximo efecto y continuó—: Si miran ustedes por la ventanilla a la izquierda, verán un bombardero B-52. Fue utilizado en la guerra de Vietnam y ahora lo tienen aquí por motivos puramente ornamentales.

George contempló embobado el bombardero, igual que la mayoría de los niños que iban en el autobús.

—Tengo entendido que en Inglaterra se ven gatos y conejos muertos en las autopistas. Bueno, pues aquí en Florida, no se sorprendan si ven crías de caimán destripadas en medio de la carretera. Los caimanes son animales nocturnos por naturaleza y es muy raro que se les vea en horas diurnas. Ofrecen una seguridad natural al centro espacial, como ya se imaginan.

Hizo una nueva pausa y todos se rieron nerviosos.

—Pero si van ustedes a Gatorland, el parque de caimanes, se pueden hacer una foto con ellos y ver la «lucha libre». Allá sirven refrescos e incluso pueden comerse «hamburguesas de caimán».

George lo escuchaba extasiado. ¡Oh! ¿Por qué no habría venido aquí antes?

El viaje del aeropuerto de Orlando a Lindo’s sólo duró diez minutos y tanto él como los otros pasajeros se vieron muy pronto de pie en un solar vacío muy grande, con las maletas al lado y esperando a que les indicaran sus respectivos autos de alquiler. George dio sus papeles a un negro alto y delgado y abrió la boca de sorpresa cuando lo vio volver conduciendo un Chevrolet Caprice. En los Estados Unidos, aquél era un compacto pequeño; para George, estaba a la altura de un Porsche o un Ferrari.

El negro vestido con el mono de Lindo’s le enseñó cómo abrir el maletero, o cajuela, como él lo llamó, cómo poner el coche en transmisión automática, cómo funcionaban las luces y dónde estaba el depósito de gasolina.

George lo escuchó embelesado, sonriendo sin cesar. El hombre metió la maleta en la cajuela y meneó la cabeza ante la obvia expresión de placer de George.

Dio las gracias al empleado e inmediatamente abrió la puerta y se sentó en el asiento del pasajero.

El negro le sonrió.

—Mejol si tacostumbras a manejar desde la isquielda, chico. Que si no vas a acabal con un asidente.

George se bajó del coche con expresión ovejuna, lo rodeó y se fue al asiento del conductor. Deslizó un flamante billete de cinco dólares en la mano del negro.

Estaba exultante. Tenía el contrato de alquiler del coche bien a salvo en el bolsillo, un plano de Orlando que le había dado la compañía de alquiler y un fajo de dólares. Se sintió como un millonario.

Estudió el mapa para encontrar la dirección de Edith. Estaba en Apopka Vineland Road, Windermere, Orange County.

¡Sólo estaba a unas pocas millas de allí!

Se relajó y arrancó el coche. Mientras conducía con cuidado para salir de allí, la niñita del avión le saludó con la mano desde el Dodge de su madre. George le devolvió un tímido saludo. Ella había acabado por ganarle tres libras cincuenta.

Se dirigió a Sandlake Road e inició el viaje hacia casa de su hermana, lleno de emoción.

Las vistas y los sonidos que le rodeaban maravillaban sus ojos y sus oídos. Grandes vallas publicitarias proclamaban las delicias de Wet’n’Wild, Disneyworld, Universal Studios y el Gatorland del que ya había oído hablar.

George lo absorbía todo.

Pasó junto a grandes centros comerciales que harían avergonzarse a sus homónimos de Inglaterra. Veía a la gente bronceada de aspecto saludable circulando por los aparcamientos y entrando o saliendo de los coches. En el avión alguien había dicho que allí nadie iba andando nunca a ningún sitio y ahora George entendía el porqué.

Todo era demasiado grande.

Encendió la radio y cogió las noticias del mediodía. Meneó la cabeza maravillado.

En Inglaterra eran ahora las cinco en punto. ¡Qué maravilla el avión! En ocho horas y media había viajado miles de kilómetros hasta otro uso horario.

Se metió en un gran aparcamiento para estudiar el mapa. Ya casi estaba allí. Al contrario que en Inglaterra, las carreteras norteamericanas tenían unos grandes carteles que iban de lado a lado con el nombre de cada sitio rotulado en letras negras. Era casi imposible perderse. Nada de forzar los ojos para encontrar el indicador de dirección cuando pasabas un cruce de carretera. ¡Ah, no! ¡El nombre de la vía estaba llamativamente rotulado encima de ella!

Sólo le quedaban dos cruces de semáforos más y ya estaría allí. Salió del aparcamiento y reanudó el viaje. Los americanos que veían el cartel de «Dólar» en el coche lo disculpaban y le saludaban con la mano de buen talante.

George les sonreía encantado, lleno de camaradería. Le gustaban los americanos.

Entró en Apopka Vineland Road. Era claramente residencial, pero no lo que se había imaginado. Las casas eran grandes y hermosas. Edith vivía en el número 22620. George no podía ni imaginar un número de casa tan alto. Fue conduciendo despacio por la tranquila calle familiarizándose con el entorno.

Desde luego a Edith y a Joss tenía que haberles ido muy bien para poder permitirse vivir allí. Pensó en la gran casa de Joseph allá en Inglaterra. Comparada con las propiedades de aquí, parecía un cobertizo. Los números andaban ya por el 22600 y George notó cómo la emoción latía en su interior.

Entonces lo vio.

Detuvo el coche y se quedó mirando la casa de Edith. Era grande, como todas las demás, y asentada bastante lejos de la calle. Tenía un camino de entrada largo y sinuoso que llevaba a una casa de madera blanca realmente grande. Debía de tener por lo menos veintisiete metros de fachada. Tenía un tejado color rojo cereza oscuro en el centro del cual se alzaba una torreta con ventanas a todo su alrededor, como un observatorio. Las ventanas de toda la casa tenían contraventanas rojo cereza y la doble puerta de entrada también era rojo cereza. Los jardines de ambos lados del camino de entrada descendían hasta la carretera y eran un tumulto de árboles y arbustos. George vio un limonero que tenía un banco blanco debajo. El césped estaba cortado hasta la perfección y se oía a los aspersores que hacían un pequeño ruido al regar la tierra.

Deseó llevar a su madre sentada en el asiento de atrás para que viera lo bien que Edith se había montado las cosas. Pero sólo durante un segundo. Si su madre hubiera estado allí, le habría arruinado el día.

Lo arruinaba todo.

Lo que haría sería mandarle una foto de la casa para fastidiarla. Metió el coche por el camino, subió con prudencia hasta la puerta y se detuvo. Y entonces se abrieron las puertas del infierno.

Dos grandes dobermann aparecieron como por arte de magia por un lado de la casa. George vio cuatro filas de dientes acercársele y cerró inmediatamente las ventanillas eléctricas, mientras los perros ladraban feroces y le producían escalofríos de miedo.

Entonces oyó una voz femenina.

—Dante... Inferno... aquí, chicos.

Los dos perros se pararon inmediatamente en donde estaban y luego corrieron hacia la voz, con sus mínimas colas rígidas agitándose como cepillos de cuero al acercarse a la mujer que apareció a un lado de la casa. Era Edith.

Una Edith cambiada.

Llevaba un vestido blanco con un grueso cinturón negro a la cintura y zapatos negros de tacón alto. Era esbelta y con curvas. George quedó asombrado. Edith nunca había tenido pecho. Pero ahora se la veía con mejor aspecto del que tenía veinte años antes. La miró alzar la mano para hacer visera sobre los ojos intentando ver quién estaba en el coche.

Abrió la puerta y se bajó.

El más grande de los dos perros hizo un amago de correr hacia él y Edith volvió a llamarlo.

—Hola, Edith. Cuánto tiempo sin vernos.

Observó feliz cómo los ojos se le abrían de par en par y la boca se curvaba en una sonrisa.

—¿George? —tenía la voz ronca de la emoción.

George asintió y entonces ella echó a correr hacia él y hacia sus brazos, con los perros detrás ya sabiendo que era amigo.

—¡Oh, George... George! ¡Qué estupendo verte! ¿Por qué no me llamaste para decirme que ibas a venir? ¿Dónde está Elaine? ¿Cómo está todo por allí?

Las palabras se le apelotonaban, tropezaban unas con otras mientras Edith lo conducía hacia la casa. El corazón le reventaba de felicidad. Había sufrido tanto con George, era su pariente más cercano. Su confidente de la infancia. La única parte de la vida en Inglaterra que había lamentado dejar. Y ahora estaba allí con ella y su felicidad no tenía límites.

George la cogió del brazo con fuerza cuando entraban en la preciosa casa, con un nudo de emoción en la garganta.

No había nada como la familia.

Patrick y Willy volvían en el coche a Grantley.

—Te lo digo, Pat, la vieja está como un cencerro. Y el otro tipo, el Joseph, no anda mucho mejor.

Patrick asintió, ausente. Había sido una pérdida de tiempo. No habían averiguado nada.

Pero aquel pájaro tenía que estar en algún sitio. Si utilizaba la tarjeta de crédito, Patrick lo tendría a tiro. Oh, sabía todas las cartas que podían ayudarle. No se dedicaba a cobrar morosos impunemente. Si le daban tiempo, era capaz de encontrar a quien fuera.

Pero tiempo era justo lo que no tenía.

Si Kate descubría quién era el Destripador, la policía se pondría a buscar también a Markham. Entonces sólo podría llegar a él en la cárcel, y eso no tendría el toque personal. Y Pat quería hacer él mismo el trabajo.