Capítulo Doce
2 de enero
George se había marchado al trabajo a la hora de siempre, las ocho y cuarto. A las once menos veinticinco entraba en Sexplosion. Anthony Jones estaba detrás del mostrador y George le sonrió, trémulo. El tendero le obsequió con una gran sonrisa llena de dientes.
—¡Qué hay, tronco! Feliz año nuevo —rebosaba camaradería y buen humor.
—Feliz año nuevo. Esto..., traigo lo necesario.
—Bien, bien.
Tony Jones levantó el portillo del mostrador e invitó a George a pasar a la trastienda. George miró a su alrededor y titubeó antes de cruzar la puerta. Había muy pocos clientes a esas horas de la mañana. Tony Jones lanzó un grito a un chico de pelo oscuro de unos dieciocho años.
—¡Emmanuel, vigila la tienda! Tengo que atender un asunto. —Ya en la trastienda, le susurró a George—: Es más raro que un billete de nueve chelines, pero trabaja muy bien. Venga, entonces, ¡mire esto!
Se frotó las manos ante lo que se avecinaba y apretó el botón de play en un vídeo que había encima de una mesa pequeña. En la pantalla de televisión de arriba apareció una jovencita china. Su cara parecía la máscara del miedo.
—Siéntese, compadre, voy a preparar unos tés —George se sentó y se quedó mirando las imágenes que parpadeaban delante de él. E incluso en aquel despachito sucio sintió los primeros fervores de la excitación.
Una hora más tarde salía con la película bien sujeta debajo del brazo y una dirección y un número de teléfono en el bolsillo. Se subió al coche y se puso a conducir por Londres sin destino fijo. El día estaba muy cubierto; la gente que bullía por allí parecían todos grises. Grises y sucios.
George se encontró de pronto en Paddington y sonrió. Rebuscó por el bolsillo del abrigo hasta que encontró el papelito de la dirección que le había dado Tony Jones. Aparcó el coche en Warwick Avenue, lo cerró e inició la búsqueda. Caminó por Harrow Road hasta que encontró el cruce que buscaba. Entró por Chippenham Road controlando los números de las casas. Cuando llegó al que quería, lo comprobó meticulosamente con su papelito. Cruzó la puerta de entrada y se quedó mirando el despliegue de timbres que había allí.
Cada uno de los timbres tenía una tarjetita encima.
Apartamento 1: Suzie, modelo francesa.
Apartamento 2: Sexy Sadie, corrección completa.
Apartamento 3: Imogen, masajista sueca.
Apartamento 4: Carol, colegiala tentadora.
Apartamento 5: Beatrice, para chicos malos.
Lo que él buscaba era el apartamento 6: naturalmente que estaba allí:
Apartamento 6: Tippy, especialista en sumisión.
George apretó el botón.
—¿Sí? —George se sobresaltó. ¡No era una voz con demasiada sumisión! Se aclaró la garganta haciendo ruido.
—Eee... me manda Tony. Tony Jones.
La voz cambió de repente.
—¡Oh, lo siento mucho, señor! Me ha pillado por sorpresa. —George oyó una risa profunda—. Es un poco temprano para mí, cariño, pero anda, sube.
Se oyó un zumbido y el clic de la puerta. George la abrió con precaución. La gorra de visera y el abrigo Burberry le daban aspecto de caballero de clase obrera. Sus duros ojillos grises estaban ya húmedos de expectación. Poco antes había ido a sacar trescientas libras. Doscientas cincuenta se le habían ido en el vídeo, que había dejado bien guardado en el coche. Todavía le quedaban cincuenta. Había decidido darse un homenaje. Si todo lo que decía Tony Jones era cierto, aquella Tippy era justo lo que necesitaba.
Arrugó la nariz molesto con el olor acre del edificio. El estrecho pasillo estaba sembrado de periódicos viejos y folletos de publicidad. Era oscuro y lóbrego. George apretó el interruptor de la luz de la pared junto a la escalera y en el techo se encendió una luz mortecina. Empezó a subir las escaleras sin alfombra. El empapelado había abandonado las paredes hacía mucho tiempo, y en algún punto de aquí o de allá había unas manchas de color óxido que casi parecían de sangre. Se dio más prisa.
En su habitación, Tippy, de nombre real Bertha Knott, se apresuraba en tratar de asear aquello. La noche antes había sido muy agitada, con siete cabritos. Uno detrás del otro. En la época de fiestas siempre era lo mismo. Recogió la ropa por allí tirada y la arrojó dentro de una pequeña cómoda, con arañazos y marcas de años de abandono. Prácticamente tiró el cenicero rebosante y la botella de vodka vacía en la minúscula cocinita, y las colillas volaron por encima para aterrizar en el fregadero. ¡Cojones! ¡Que le den a ese mamón de Tony Jones! ¡Imagínate, mandarme un cabrito a estas horas! ¡Nadie en sus cabales se levanta nunca antes de las doce y media!
Oyó la tímida llamada en la puerta y suspiró. Confió en que el tipo aquel no fuera demasiado bruto. Ya estaba bastante machacada. Se cerró la negligée mugrienta en torno a su cuerpo huesudo y abrió la puerta con una amplia sonrisa profesional en la cara.
George miró a la mujer consternado. Era absolutamente horrenda. Tenía el pelo negro teñido que parecía estopa mojada en líquido de pulir botas, su cara era flaca como la de una fiera, y a través de aquella negligée suelta y transparente se veía bajo sus brazos vello suficiente como para fabricar un par de pelucas gemelas.
—Anda, pasa, tío —tenía una voz jovial—. ¿Quieres un té o una copa?
George entró en la habitación. Vio cómo las nalgas descarnadas de la mujer desaparecían detrás de una cortina y miró a su alrededor, deprimido. El cuarto estaba sucio, una cama doble gigante ocupaba la mayor parte del espacio. Tenía sábanas negras y George no estaba seguro de si ése era su color original o simplemente el resultado de años de uso. La alfombra de cáñamo del suelo estaba llena de quemaduras de cigarrillo. Alrededor de una estufa de hierro las había a cientos. Era evidente que los hombres que habían utilizado aquella habitación a lo largo de los años habían probado a acertar con sus colillas en el hueco del fuego desde la cama, y que la mayoría habían fallado. Bajo la ventana había una butaca grande que enseñaba el relleno cubierta de aparejos del oficio: medias, ligueros y otros tipos de ropa interior.
Tippy volvió con dos vasos relativamente limpios llenos de vodka con tónica. George cogió el suyo por hacer algo. Tippy colocó el suyo sobre la vieja cómoda. Recogió la ropa interior de la silla y la tiró al suelo.
—Siéntate un poco, guapo, que yo iré a prepararme. Perdona todo este desorden, pero digamos que me has pillado desprevenida. Sólo tardo diez minutos.
Desapareció por una puerta que George no había visto antes y le gritó mirando hacia atrás:
—¡Quítate el abrigo y ponte cómodo!
Se quedó de pie con el vaso en la mano decidiendo si salir zumbando de allí o no. Las manías de ama de casa perfecta de Elaine le atacaban los nervios, pero desde luego las prefería al modo de vida de aquella pendeja astrosa. Fue hasta la silla y miró a través del visillo mugriento. Abajo, la calle estaba animada. George contempló a la gente que iba y venía a sus asuntos y por un instante se preguntó qué demonios hacía allí. Era decepcionante. George no clasificaba sus pasatiempos como algo sucio en ningún sentido. Nunca había pensado que las prostitutas y la mugre anduviesen de la mano. Siempre se las había imaginado como las pintaban en la prensa: unas jóvenes preciosas a las que les gustaba su trabajo y vivían como reinas. La realidad era diferente y a George no le gustaba la realidad.
Acababa de apartarse de la ventana decidido a marcharse, cuando la mujer reapareció en la habitación. ¡Estaba completamente distinta! Vio que George se quedaba con la boca abierta y sonrió. Llevaba el pelo recogido en dos coletas. Se había pintado los ojos con un grueso lápiz negro y la boca parecía un capullo de rosa rojo oscuro. Se había quitado el salto de cama sucio que antes llevaba y se había puesto unas medias largas de seda negra con un liguero, un sostén negro con aberturas y unas bragas sin entrepierna. Un aroma avasallador a perfume de Freesia la envolvía como una nube. Sonrió a George.
—Ahora estamos más en lo nuestro, ¿verdad que sí? —la voz había tomado un difuso tono infantil, y George se sintió gratificado. Todas sus ideas anteriores salieron huyendo de su cabeza. Aquella mujer era como las de sus días juveniles, las que adornaban las barajas de cartas con desnudos. Como las que le miraban desde sus revistas de adolescente mujeriego. En resumen, era como una puta.
Los zapatos de tacón alto embellecían las piernas largas y delgadas. Los pechos eran pequeños y derechos, las areolas rosa se endurecían con el aire frío de la habitación.
—No te has quitado el abrigo. ¿Es que tiene que quitártelo Tippy?
Se lo quitó de los hombros, lo dobló y lo puso sobre la silla con cuidado. George se quedó mirándola y los ojos volvían a brillarle.
Tippy hizo un mohín.
—Tippy quiere el dinero lo primero. Veinte libras por el trabajo, el sexo anal son diez extra.
George asintió y le alargó los billetes.
—Bien. Bueno, estoy lista cuando tú lo estés, amorcito.
Miró cómo George se quitaba la ropa y sonrió de nuevo. Todos eran iguales. Maricones estúpidos. Apretó los dientes. Oh, por favor, que sea de los que acaban deprisa. No estaba de humor para estar follando mucho rato.
Se tumbó en la cama sucia. A pesar del fuerte perfume, detectaba el olor agrio de las sábanas. Cuando George apareció encima de ella, estaba pensando cuándo llevar las sábanas a la lavandería y si pagar o no por un lavado complementario. Confió en que George se percatase del Durex que había dejado estratégicamente encima de una de sus medias. Le pareció que estaba más verde que la hierba del proverbio. Igual podría haberle dicho cincuenta billetes. Tenía pinta de poder pagárselo.
Bueno, se consoló, los de este tipo solían volver, y eso le gustó. Si se hacía con otro cliente fijo eso le daría para no tener que estar por la calle un tiempo. King’s Cross ya no era lo que había sido en sus tiempos. Con todos esos descontrolados y drogatas jóvenes...
Tippy sintió un mordisco en el pezón que le hizo daño y contuvo un grito.
Otro maldito cabrón de mala sombra. Suspiró profundamente. Vamos allá otra vez. Se incorporó en la cama y, arrodillándose de forma que George pudiera verle los pechos lo mejor posible, se metió el falo en la boca.
Al cabo de un par de minutos, se le ocurrió una idea. Levantó la cabeza y miró al hombre a la cara.
—Por otras diez, puedes atarme si te gusta.
Salió de la cama, abrió la cómoda y sacó un juego de esposas y una cuerda que parecía de cuero.
George asintió y Tippy llevó aquello a la cama y se lo entregó.
Mientras George la ataba, pensó: «En fin, bueno, de perdidos, al río».
Hasta Tippy se asombró al oír que George canturreaba de verdad mientras hacía las cosas. Finalmente, con la prostituta despatarrada sobre la cama con los brazos y piernas abiertos y sujetos, estaba feliz.
Eso sí que era sumisión. No podría defenderse, tendría que yacer allí y aceptar lo que él hiciera.
Salió de la cama y fue a buscar el abrigo. Sacó los guantes blancos de algodón del bolsillo y se los puso. Tippy lo observaba ya medio aburrida. Pero cuando vio lo que sacaba del bolsillo interior del abrigo, creyó desmayarse de miedo. Era un cuchillo grande en una funda de cuero. Al sacarlo de la funda, el débil sol de enero cayó sobre la hoja y Tippy se debatió entre las amarras que la sujetaban.
—¡Eh! ¿Qué estás haciendo con eso?
George fue hasta la cama y sonrió.
—No te preocupes, no te haré daño, querida mía.
Se arrodilló junto al cuerpo de ella, con la barriga colgando encima de sus rodillas y empezó a cortar suavemente las bragas.
Tippy respiraba con fuerza, la cara se le había puesto blanca bajo el lápiz de ojos negro y el espeso maquillaje.
No paraba de pensar. Aquel cabrito era un puto chalado ¡y había dejado que la atase!
—Oye, no irás a hacerme daño, ¿verdad? Promételo.
—Lo prometo. Y ahora, ¡a callar!
La voz de George había adquirido una inflexión de aspereza. Tippy se calló.
De repente, aquel hombrecito de maneras suaves ya no parecía estar tan verde..., parecía verdaderamente peligroso. Sobre todo, con aquella sonrisita, aquella sonrisa que apenas enseñaba los dientes. Tippy apretó los ojos con fuerza.
¡Espera a que vea a Tony Jones y verás! ¡Ese maricón! ¡Mandarle un candidato al manicomio! Tippy siguió allí tumbada y se preparó para pasar el peor día de su vida.
—Bien, inspector jefe, ¿qué piensas entonces?
Kenneth Caitlin se encendió un cigarro y fue echando el humo con enormes bocanadas que se arremolinaban alrededor de su cabeza calva.
—Por lo que yo veo, Katie, nuestro hombre tiene mucho cuidado, o lo que tiene es suerte. Muchísima suerte, desde luego. No hay nada en ninguno de los escenarios de los crímenes. No hay nada en los cuerpos, excepto la huella genética, por supuesto, como tú señalaste. No tenemos absolutamente nada más con lo que empezar —le sonrió—. Pero, ¡por Cristo!, eso es justo lo mío. Pienso encontrar a ese cabrón —le apuntó con el dedo—. Ya lo verás.
—Entonces, ¿qué sugieres que hagamos ahora? —dijo Kate con tono sarcástico.
—Bueno, la gente de uniforme está desplegada en busca del cuerpo de esa chica Butler. Aunque pienso que ya está muerta. Hasta ahora nuestro hombre no había ocultado nunca los cuerpos, ¿verdad? Así que es obvio que si éste lo ha escondido es porque piensa jugar una partida desde cero. Pero voy a decirte algo, Katie. Al final, todos acaban jodiéndose solos. Mira el Destripador de Yorkshire.
Kate se sintió molesta. Caitlin le estaba atacando los nervios.
—El Destripador de Yorkshire mató a trece mujeres, inspector jefe, y acabaron cogiéndolo en una investigación de rutina. Por otra parte, no hay manera de saber cuántas más hubiera matado. Aquí en cambio tenemos un jugador. Con el perfil psicológico de un hombre que odia a las mujeres, eso sí que lo sabemos ya. Un hombre que tiene un trabajo que es posible que lo haya puesto en contacto con las víctimas, aunque yo no pienso eso. Si las mujeres lo hubieran conocido, habría alguien más que lo conocería por las mismas razones. El psicólogo también dice que es probable que esté casado. Si es cierto, eso estrecha un poco más el campo. También conoce bien la zona, de modo que es evidente que se trata de alguien de aquí. Aparte del coche de color oscuro que vieron en el escenario del segundo asesinato y de otro coche verde oscuro que vieron en el primero, no tenemos absolutamente nada más con lo que avanzar.
Caitlin la miró. Las mujeres eran siempre tan emotivas... Se tomaban los casos a título personal.
—Bueno, esta semana salgo en Crimewatch. Tal vez surja algo de ahí. Que alguien que no sea de la zona pudiera haber andado en coche por aquí y haber visto algo.
—Sí, y los burros vuelan —dijo Kate en tono agrio.
Caitlin dio otra buena chupada a su cigarro.
—Los burros sí que vuelan, o por lo menos eso es lo que piensan los drogatas cuando ven helicópteros de la policía.
Kate cerró los ojos. Aquel hombre pensaba que todo era un chiste. Se puso de pie y recogió la chaqueta del respaldo de la silla.
—¿A dónde vas?
—Voy a ver cómo anda la búsqueda.
—Eso déjaselo a la gente de uniforme, si encuentran algo, nos lo harán saber más que deprisa. Afuera hace un frío tremendo.
Cuando Kate abría la boca para contestarle sonó el teléfono de su mesa. Lo descolgó.
—Bajo ahora mismo.
Caitlin notó la excitación de su voz.
—¿Quién era?
—Puede que hayamos hecho un gran avance. Vamos.
Geoffrey Winbush entró titubeante en la comisaría de policía de Grantley. El sargento de recepción le sonrió.
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo?
—Es por lo de la desaparición de Louise Butler. Como que me parece que les puedo ayudar. Creo que la vi.
Ahora el sargento de recepción era todo actividad. Abrió la puerta de seguridad y condujo al muchacho a una salita.
—Dame tu nombre y tu dirección, hijo.
—Geoffrey Winbush, Tenerby Road, 122.
El sargento lo apuntó.
—Bueno, siéntate un momento. Enseguida vendrá alguien a verte.
Dejó al chico sentado ante la mesa, volvió a la suya y telefoneó a Kate. El sargento Mathers confiaba en que aquel muchacho pudiera arrojar algo de luz sobre el caso.
Kate entró en la sala de entrevistas seguida de Caitlin. Lo primero que pensó fue que el testigo era un chico muy guapo. Rubio, con ojos castaños profundos en los que en ese momento se notaba inquietud. Iba bien vestido. Representaba unos veinte años. Tenía los hombros anchos y a pesar de que estaba sentado, Kate pudo ver que era un chico fuerte. Le sonrió.
—Soy la inspectora Burrows y éste es el inspector jefe Caitlin. Me han dicho que tiene usted alguna información sobre Louise Butler...
Kate se sentó enfrente de él y Caitlin se apoyó en la pared con el cigarro humeante en la boca.
El chico los miró, nervioso.
—Bueno, no es que la conozca personalmente, pero como que la otra noche, me parece que es la que vimos en Woodham Road.
—¿Vimos? —intervino Caitlin.
El chico asintió.
—Sí, yo y mis colegas. Era que íbamos a la rave, o sea, Ricky mi hermano y los otros tres, o sea, Tommy Rigby, Dean Chalmers y Nick Thomas.
Tragó saliva con esfuerzo y a Kate le dio un poco de pena.
—Sigue.
—Bueno, pues como que íbamos en el coche y vimos aquella piba, andando por el arcén. Como que iba completamente sola. Total, que nos paramos y le dijimos si la llevábamos. Pero no quería entrar. Pero estoy como seguro de que era ella.
—¿Y por qué no quiso entrar? ¿Dijo que estaba esperando a alguien? ¿Explicó qué estaba haciendo sola en aquella carretera?
—No, nada. Nick Thomas estaba más que pasado. La llamó de todo —se le rompió la voz—. Bueno, él y todos. Y como que la dejamos allí en la carretera. La dejamos allí y se murió. Nos fuimos a la rave y como que la dejamos andando por allí haciendo dedo.
—¿Haciendo dedo? ¿Estás seguro de que hacía auto-stop?
El chico afirmó con la cabeza.
La voz de Caitlin resonó de tal modo en la sala que el chico pegó un salto.
—¿Dejasteis a una jovencita que fuera andando sola por una carretera a oscuras en medio de la noche? ¿La llamasteis de todo, tal como has dicho, y la dejasteis allí? ¿Tú tienes alguna hermana, jovencito?
—Sí, señor, dos.
Caitlin tenía el cigarro apretado entre los dientes. Se lo quitó antes de decir lleno de veneno:
—Bueno, pues espero que si alguna vez se ven en la tesitura de Louise Butler, las traten mejor de lo que vosotros tratasteis a esa chica. Y ahora, a ver, nombres y direcciones de los otros chicos. Rápido. No puedo permitirme gastar palabras contigo.
Kate cerró los ojos. Caitlin tenía razón, desde luego. Aquellos chicos no tendrían que haberla dejado allí nunca. Pero por la misma razón, también la chica tendría que haber tenido más cabeza y no ponerse a andar por una carretera a oscuras como aquélla. Pero aquel maldito Caitlin tenía siempre que meterse en medio. Tenía que hacerse oír.
¡Y lo peor de todo era que Kate sería la que tendría que escuchar siempre a aquel tarugo!
Sonrió al chico, que tenía la cara blanca.
—¿Quieres que traiga unos cafés y luego haces tu declaración?
—Sí, gracias —empezó a llorar—. Nunca pensamos como que la iban a asesinar. Habíamos bebido algo...
—¿Así que encima ibais conduciendo borrachos? ¿Y cómo carajo sabes que la asesinaron? Que yo sepa no se ha encontrado ningún cuerpo.
El chico la miró implorante, y Kate se levantó de la silla y se llevó a Caitlin fuera de la habitación. Y entonces le susurró:
—¿No crees que ya se encuentra bastante mal como para tenerte a ti encima?
Caitlin se encogió de hombros y se abrochó hasta arriba la chaqueta arrugada del traje. Le echó el humo del cigarro a la cara.
—No, la verdad, Katie..., no lo creo. Lo que creo es que es un tonto del culo.
Y con eso, regresó a la sala de entrevistas y Kate apretó los puños.
Si volvía a llamarla Katie otra vez, iban a acabar deteniéndola a ella. Por lesiones graves.
Se fue a organizar lo del café.
Kate aparcó el coche en el camino de entrada. Estaba cansada. La verdad es que Winbush no había sido de mucha ayuda. Caitlin le había metido un miedo del demonio y, por consiguiente, había sido reacio a contar demasiadas cosas. Kate había quedado en que iría a su casa a verlo personalmente. El problema con Caitlin era que siempre se comportaba como si estuvieran en los viejos tiempos, cuando todo el mundo estaba dispuesto a ayudar a la policía. Debería volver a poner los pies en la tierra como todos los demás. Desde aquel asunto de West Midlands hasta el presente, mirases donde mirases, todo eran pruebas falsas y la popularidad de la policía según las encuestas había bajado a menos dos.
Entró en casa. Un aroma a carne le invadió la nariz y fue siguiéndolo hasta la cocina. Su madre daba la vuelta a unas chuletas de cordero en el grill.
—Hola, Kate, siéntate que te haré un café.
Dan se levantó de la barra.
—Yo lo haré, Eve, ¿quieres tú otro?
Evelyn negó con la cabeza.
—Ah, por cierto, Katie, te ha llamado alguien. Dijo que se llamaba Pat y si lo podías llamar.
Kate sintió que se le paraba el corazón en el pecho. Notó los ojos de Dan taladrándole la cara.
—Gracias, mami —encendió un cigarrillo por hacer algo. Patrick llamándola allí. Notó que todo el cuerpo se le acaloraba.
—¿Y entonces quién es ese Pat? —Kate detectó un atisbo de celos en la voz de Dan.
—Nadie de tu incumbencia, Dan. —Él la miró y Kate bajó los ojos—. Pero si quieres saberlo, es un amigo mío.
—Entiendo. ¿Y dónde lo conociste?
Evelyn contempló a la pareja con una sonrisita en la cara. Las preguntas de Dan estaban irritando a Kate y si no se andaba con cuidado podía terminar sabiendo qué lengua tenía su exmujer. Puso otra serie de chuletas debajo del grill y en la cocina no se oía más sonido que el chisporroteo de la grasa de cordero.
—Insisto, ¿dónde lo conociste? —Dan alzó el tono.
Kate dejó la taza de café sobre la mesa y miró a su exmarido.
—¿Y qué malditos demonios te importa a ti eso?
—Pues me importa un montón. Mi hija...
—Ah, por supuesto, ¡tu hija! Bueno, pues es una lástima que no pensases en tu hija cuando andabas haciendo de puta por el mundo, ¿sabes? Entonces era una pobre potrilla que ni se tomaba en consideración, ¿O SÍ?
Dan se quedó mirando a Kate atónito. Se dio cuenta de que había abierto la caja de los truenos.
—Todo lo que decía, Kate, es que...
—¿Sabes cuál es tu problema, Dan? Que no te enteras de la mucha suerte que tienes. No me gusta recordarte esto, pero si no fuera por mí, ahora estarías en cualquier albergue viviendo de la Seguridad Social. Te permito que te quedes en mi casa porque está Lizzy, pero te lo advierto, Dan, si intentas meterte en mi vida, te sacaré por esa puerta tan deprisa que dejarás un surco quemado en la alfombra. ¿Me he explicado lo bastante claro?
A Dan se le había puesto la cara colorada y durante un fugaz instante Kate se avergonzó de sí misma.
—Perfectamente.
Salió de la cocina en silencio.
Kate respiró fuerte y puso la cabeza entre las manos.
—Lo estaba pidiendo, Katie. Así que ahora no te sientas culpable.
—Oh, mami. No tendría que haber dicho todo eso. No tendría que haber dicho nada. Pero me saca de quicio.
—Deja que te haga otro café. Y por cierto, ¿quién es ese Pat? ¿O también me vas a soltar un mordisco a mí?
—Es un hombre que conocí en cosas del trabajo.
—¿No es el mismo con el que pasaste el Año Nuevo?
Kate miró a su madre con aire cortante y al ver la expresión maliciosa de su cara, sonrió.
—Efectivamente.
Evelyn abrió los brazos.
—Eres una mujer adulta, Kate, puedes hacer lo que quieras. Personalmente, creo que ya era hora de que vivieras un poco.
Kate sonrió. También ella pensaba que ya era hora, pero para ella, Patrick Kelly era un peligro. Para su carrera. Era un peligro para todo, pero saberlo, admitírselo, no servía de mucho. Lo deseaba desesperadamente. Le había dado tanto placer cuando estuvo con él y se había sentido tan sola desde hacía tanto... tanto tiempo. Después de la noche de Año Nuevo ya no podía dejarlo, dejarlo sería como cortarse las dos manos.
Sólo se había enfadado tanto con Dan porque había sacado a relucir el nombre de Patrick cuando ella quería que fuera un secreto.
Pero el secreto no iba a durar mucho tiempo.
Encendió otro cigarrillo. ¿Qué iba a hacer cuando se descubriera el secreto?
Cruzaría el puente cuando llegase a él. Todo lo que se decía de Kelly eran suposiciones, nunca se había demostrado nada en su contra y en aquel país eras inocente hasta que se demostraba tu culpabilidad. Aunque ese pensamiento sonaba de lo más falso.
Kate tuvo la sensación de que se precipitaba dando tumbos hacia algo que no tenía fuerzas suficientes para impedir.
Pero lucharía por hacerlo.
Si llegaba el momento.