Capítulo Ocho

Kate fue a darse un baño a las siete y media. Puso gran cantidad de espuma en el agua y se tumbó dejando que el calor del agua se le filtrase poco a poco hasta los huesos. Se había sujetado el largo cabello encima de la cabeza y tenía la cara bien limpia de maquillaje. Cerró los ojos con fuerza. La verdad es que aquel caso lo llevaba dentro.

Un rato antes, Lizzy había intentado todas sus mejores artes y Kate la había mirado dar vueltas por la salita pequeña, cuando de repente notó como si una mano le aferrase el corazón. ¿Qué pasaría si aquel hombre, el asesino, cogiese a su hija y le hiciese lo que les había hecho a Mandy Kelly y a Geraldine O’Leary? Apartó aquella idea de la cabeza. A Lizzy no iba a pasarle nada. De eso se ocuparía ella. Y con suerte, Mandy Kelly se recuperaría. Era una luchadora, eso era más que evidente.

Kate metió los hombros bajo el agua. La piel se le había puesto como de gallina y no por culpa del frío. Volvió a cerrar los ojos. Había luchado contra viento y marea para sacar adelante la Navidad, y parecía que Lizzy sólo tenía tiempo para su padre.

Dan tenía buen aspecto, desde luego. Después de cenar, había venido una amiga de Lizzy. Joanie, la del acné y las carcajadas estruendosas. Kate se regañó a sí misma. ¿Qué demonios le pasaba? La pobre Joanie era una buena chica. Pero la mirada de adoración que había dirigido a Dan le molestó. No era justo que Dan impresionase a las mujeres de aquella forma.

Oyó que se abría la puerta del baño y sonrió. Lizzy con una buena copa de vino, o mejor todavía, una taza de café. Abrió un ojo y se sentó en la bañera del susto, salpicando agua por todas partes.

—¿Qué quieres? —la voz no sonó más que como un susurro fuerte.

Cruzó los brazos por encima de los pechos.

—Te traigo una copa de vino y un pitillo, eso es todo, Kate. No te preocupes, no voy a violarte —la voz de Dan sonaba normal, y se sintió como una tonta. Le puso la copa en la mano y le secó con una toalla la que le quedaba libre, como si fuera una niña, y le puso allí el cigarrillo encendido.

—Se te veía tan cansada que pensé que intentaría ayudarte a que te relajaras.

Kate se metió otra vez bajo el agua, alegrándose de tanta espuma que la tapaba. Dan se sentó en la tapa del retrete y se rio.

—No sé por qué vienes ahora con tanta modestia. Ya sé cómo eres desnuda, acuérdate.

—¿Qué están haciendo las chicas? —tenía dificultades para que la voz sonase despreocupada.

—Están viendo a James Bond, querida. Se la grabé ayer por la noche. ¿Cómo va lo del caso?

Le habló en un tono coloquial y amistoso. A Kate se le vino a la mente cuando años atrás se bañaban juntos. Cuando todo había sido bueno entre ellos, antes de que naciera Lizzy.

—La verdad es que no muy bien. Todavía no tenemos sospechoso.

—Te admiro, Kate, sabes. La manera en que te has hecho una carrera.

—Eso se llama trabajar, Dan; es algo que deberías probar alguna vez.

Sonrió mostrando sus dientes perfectos y dijo:

—Guárdate las garras, Kate. Ya sé lo que piensas de mí, pero he cambiado, sabes. Hace mucho tiempo que me di cuenta de que tenía que madurar, y créeme si te digo que me lo he trabajado.

Kate dio un trago de vino y una larga chupada al cigarrillo. Así tan cerca, Dan la hacía sentirse incómoda. Él bajó al suelo y se arrodilló al lado de la bañera.

—¿Qué haces? —dijo Kate con sospecha en la voz. Tenía las manos ocupadas y no se fiaba una pizca de Danny Burrows.

—No hago nada. Sólo iba a lavarte la espalda, nada más.

—No quiero que me laves la espalda, muchas gracias. Y ahora, si no te importa, Dan, quiero salir.

Volvió a sentarse en el agua y miró a su alrededor en busca de algún sitio donde dejar el cigarrillo y el vino. Dan los tomó de sus manos.

—Mira, Kate, lo único que intento es ser útil, nada más. Ya que estoy aquí...

No lo dejó terminar.

—Ya que estás aquí, Dan, te agradecería que me dejases sola. En esta casa no cerramos las puertas con llave y me molestaría mucho tener que empezar ahora.

—¿No puedes ni siquiera intentar ser más amistosa?

En sus ojos azules se veía cierta perplejidad y Kate sintió pena por él durante unos segundos. Sinceramente, Dan no sabía lo que pasaba. Para él, si alguien quería alguna cosa, la cogía. Ni siquiera se percataba del mucho daño que le había hecho en el pasado. ¿Cuántas veces lo había vuelto a acoger durante años sólo para volver a casa un día del trabajo y descubrir que había vuelto a marcharse? Sin una nota, sin nada. Sólo la cara de compasión de su madre. Demasiadas veces teniendo que decirle a Lizzy que papá se había vuelto a marchar. Que trabajaba fuera, muy, muy lejos, que por eso no escribía demasiado a menudo ni llamaba.

Dan dejó correr sus dedos por el brazo de Kate, que notó que su interior respondía. Seguía deseando sexualmente a Dan, lo admitió, pero prefería negarse aquella satisfacción antes que dejar que volviera a revolverle el cerebro.

—Eres la única mujer a la que he querido de verdad en mi vida, sabes, Kate. Pienses lo que pienses de mí, ésa es la auténtica verdad.

Kate se incorporó y cogió una toalla del toallero y se envolvió en ella. Lo más gracioso es que sabía que eso era verdad. Dan iba a la caza de emociones. Para él una mujer nueva era algo tan necesario como el agua para los demás. Si ella hubiera sido capaz de aceptarlo, entonces nunca se hubieran separado. Pero Kate quería el ciento por ciento de alguien. Y esa clase de compromiso era demasiado para Danny Burrows.

—Déjame en paz, Dan. Te lo digo en serio. Tuviste tu oportunidad y la echaste a perder. No tengo la menor intención de volver a aguantarte toda esa palabrería. Hace mucho tiempo que dejé de desearte. Así que ahora, si no te importa, me gustaría arreglarme.

Dan le dirigió una de sus sonrisas cautivadoras.

—Bueno, no puedes reprocharme que lo intentara, Katie. Sigues siendo una mujer muy atractiva.

De mujeres atractivas sí que debes saber, Dan. El propio Dios sabe que has tenido cantidad de ellas.

Una vez que se marchó, Kate se sintió defraudada y abatida, porque no había estado con un hombre desde hacía ya cinco años, desde la última vez que Dan la dejó.

Y aunque él no lo supiera, era el único hombre con el que había dormido en toda su vida.

Cogió el vino del alféizar de la ventana donde Dan lo había puesto y vació el vaso. Le temblaban las manos, y no era de miedo.

A veces, cuando se encontraban con un asunto feo de malos tratos, con una mujer golpeada y llena de moratones, al hombre le ponían una orden de alejamiento y a la mujer la llevaban al hospital. Y luego Kate se enteraba de que la mujer había vuelto con su marido y quería que retiraran los cargos, y todos comentaban que menuda tonta era esa mujer. Pero Kate les tenía compasión. Algunas eran como la niña del rizo de los versos infantiles. Cuando eran buenos, eran muy-muy buenos, pero cuando eran malos, eran unos cabrones. Había otras formas también de maltratar a las mujeres, formas que no incluían la violencia física, y Kate pensaba algunas veces que el maltrato psíquico era peor.

A no ser, naturalmente, que estuviésemos tratando del violador de Grantley. Con un novio o un marido, por lo menos tenías un indicio de a qué te enfrentabas.

Con este otro, estabas completamente sola.

Los pensamientos de Kate derivaron hacia Patrick Kelly, velando a solas a su hija junto a la cama del hospital. Se secó entre las piernas y notó allí cierta agitación. Kelly le despertaba sensaciones que llevaba años sofocando. Cerró los ojos para detener las imágenes que le estaban invadiendo la mente. Estaba cansada y sola, y Patrick Kelly la había impresionado por razones evidentes, porque era un hombre atractivo. Dan, por su parte, la impresionaba por razones equivocadas. Fundamentalmente, porque estaba allí en esos momentos y porque ella sabía exactamente cómo sería hacer el amor con él.

Confiaba en que la hija de Kelly saliera adelante, de verdad lo confiaba. Él tenía tanta fe en sí mismo, tenía una fe tan ferviente en que Mandy abriría los ojos y se quedaría mirándolo como si saliese de un simple sueñecito. Kate también deseó que fuera así.

Por supuesto que Patrick Kelly no dejaba de invadir su mente a causa de la terrible situación de su hija. Se obligó a asentar esa idea en su cabeza y mantenerla con firmeza: era pura compasión, sencillamente.

Pero sabía que se estaba mintiendo.

Le gustaba Patrick Kelly, le gustaba con toda su alma. Era el primer hombre que le gustaba desde hacía más de cinco años.

Oyó la voz de Dan y las risas de Lizzy que llegaban desde la sala. Después de todo, él le había dado a Lizzy. Sólo por esa razón, le perdonaba tantas cosas. Pero sus días de irse juntos a la cama se habían terminado.

Patrick Kelly miró su reloj. Justo pasadas las siete. Se dio cuenta de que llevaba más de veinticuatro horas sin comer. Dejó suavemente la mano de su hija sobre la cama y salió de la unidad de cuidados intensivos. Ya en la pequeña sala de espera, encendió un cigarrillo y sacó una petaca que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. El brandy le quemó el estómago vacío. Estaba sin afeitar y sin arreglar.

Un policía joven que hacía guardia en el hospital por si Mandy se despertaba y decía algo, entró en la salita. Patrick lo observó mientras se sentaba. No era más que un crío. Veinte años como mucho.

—Las enfermeras están dándole la vuelta y todo eso.

Había una disculpa en su voz. Patrick sintió una enorme oleada de simpatía hacia aquel muchacho. Era la noche de Navidad y allí lo tenían encerrado, esperando a ver si una jovencita medio muerta decía un par de palabras, cuando hubiera podido estar encantado en una fiesta o en cualquier otro sitio.

Le ofreció la petaca al muchacho.

—Toma, hijo, dale un trago.

El guardia cogió el frasco y dio unos pocos sorbitos y se puso a toser cuando el líquido tocó la parte de atrás de la garganta.

—Feliz Navidad, hijo —la voz de Patrick sonaba triste y abatida.

—Saldrá de ésta, señor. Es asombroso las cosas que hacen hoy día.

El chico hablaba por hablar. Los dos lo sabían.

De repente, oyeron que los monitores conectados a Mandy empezaban a pitar como locos. Aplastaron los cigarrillos y corrieron a la habitación.

La cama de Mandy estaba rodeada de médicos y enfermeras. Una monja apartó a Patrick de la escena mientras los demás trataban de salvar la vida de su hija.

Hasta que finalmente, todo quedó tranquilo y lo único que se oía era el zumbido grave del monitor del corazón. Y entonces, se desconectó y no hubo allí más que un silencio de muerte.

—Quiero ir al retrete otra vez. George, Joseph, ayudadme hasta el retrete.

Ayudaron a su madre a levantar su enorme mole del sofá. Era la sexta vez que la llevaban al baño desde que había llegado a la casa.

Mientras la acompañaban desde la sala, Elaine le echó una mirada al reloj. Las ocho y media. Ya se marcharían pronto, gracias a Dios.

—¿Y cómo está Betty estos días, Lily?

—Muy bien. Ya sabes que está de encargada de compras de unos grandes almacenes de moda. Le va muy bien. Naturalmente, no la vemos tanto como quisiéramos... —dejó la frase inacabada, pero incluso sin llegar a decir las palabras, Elaine sabía por qué. A Nancy sus nietos la odiaban.

Nancy se sentó en el retrete. Los dos hijos se quedaron fuera junto a la puerta, resoplando y jadeando. Hacer subir las escaleras a Nancy Markham era toda una hazaña. Los dos eran bien conscientes de que su madre podía andar perfectamente bien, y sin embargo, como todo lo que tenía que ver con su madre durante todas sus vidas, evitaron mencionarlo conscientemente.

George vio que Joseph tenía un cerco azul alrededor de la boca. Su madre acabaría llevándolo a la tumba antes de hora.

—¡Terminé! —la voz de Nancy rompió el aire como un trueno. Los dos hermanos abrieron la puerta del cuarto de baño. El olor de las heces era avasallador.

—Límpiame tú, George. Joseph lo hizo la última vez y lo hizo condenadamente mal. —Levantó un dedo de advertencia—. Hazlo como es debido o te vas a enterar de lo que es bueno.

Nancy estaba de pie, descargando todo su considerable peso sobre los brazos de sus hijos, antes de dejarse caer de rodillas deliberadamente. Arrastró con ella a Joseph y a George.

—¡Me cago en la puta! —la voz de Joseph resonó por todo el cuartito de baño. George miró a su hermano, atónito.

¡Joseph había soltado un taco delante de su madre!

Nancy estaba a cuatro patas en el suelo. Antes de tener tiempo de pensar lo que hacía, ya se había puesto de pie por su cuenta y con las manos en sus anchas caderas miraba desde arriba a su hijo mayor.

—¿Qué es lo que has dicho?

George se levantó del suelo y se sentó al borde de la bañera con unas risitas nerviosas. Estaba disfrutando. Joseph seguía en el suelo. Le dolía muchísimo el brazo por donde el peso de su madre casi se lo había arrancado de la articulación.

—¿Qué está pasando ahí? ¿Qué ha sido todo ese ruido?

La voz de Elaine, que en sus mejores días podía tapar hasta a la de Nancy Markham, subió por las escaleras hasta el baño. George oyó los pasos blandos de sus zapatillas subiendo los escalones.

—¡Te he preguntado qué es lo que has dicho, Joseph Markowitz! ¡Contéstame!

Elaine miró dentro del baño asombrada. Vio a su suegra aplastando el muslo de Joseph con el pie.

—Perdona, madre. Es que se me escapó.

Nancy, al darse cuenta de que se había puesto de pie por sí misma, adelantó el pecho y puso los ojos en blanco.

—Oh, George, ayúdame. Me voy a desmayar...

Se derrumbó sobre el suelo una vez más y Joseph la evitó rodando a un lado con un movimiento que hubiera enorgullecido a cualquier paracaidista. Elaine contemplaba aquel teatro con los ojos como platos.

—Escúchame, George Markham, ¡ésta es la última vez! ¿Me oyes? —la voz de Elaine había subido quince decibelios por encima de lo habitual—. El año que viene nos marchamos a cualquier sitio en Navidad. Y ahora levanta a esa jodida de tu madre y sácala ahora mismo de mi casa. ¡Ya he tenido bastante!

Las bocas de Nancy y de Joseph se abrieron simultáneamente, pero las cerraron de golpe en cuanto miraron a George. George seguía sentado en el borde de la bañera y ahora se partía de risa, hasta le corrían por la cara unas lágrimas que se iba enjugando de tanto en cuanto con el revés de la mano.

Lily, que había subido también para ver de qué iba tanto ruido, miraba a su alrededor con asombro. Su madre ya le había advertido de que no se casase con alguien de la familia Markham, y desde luego tenía razón.

Eran una gente muy curiosa. No curiosa de divertida, sino curiosa por peculiar.

Cuando Kate recibió la llamada anunciándole que Mandy Kelly había muerto, se fue directamente al hospital. Ahora tenía dos asesinatos con los que lidiar. Cuando vio a Patrick Kelly, se asustó. No era sorprendente que se hubiera tomado mal aquella muerte, pero ahora se le veía francamente viejo. Viejo y demacrado.

Se acercó a él. Todavía sostenía el cuerpo de su hija en los brazos y ni los doctores ni las enfermeras lograban persuadirlo de que se apartase de la cama. Había que meter el cuerpo entre hielo, y enseguida. Kate hizo un gesto para que se marchasen todos y se acercó a él.

—Lo siento muchísimo, de verdad, señor Kelly. Le aseguro que vamos a hacer todo lo que podamos para encontrar al responsable.

Aquella voz amable le llegó dentro y la miró con ojos enrojecidos.

—Sólo tenía veintidós años, no era más que una niña. Una niña nada más. Le había comprado un local, sabe —se le quebró la voz y sorbió con fuerza por la nariz—. Un localito precioso. Lo hubiera hecho muy bien, seguro, no era una niña tonta. Mi Mandy tenía una buena cabeza —se mordió el labio con fuerza—. ¿Qué voy a hacer sin ella? —el tono dolorido de su voz penetró directo en el corazón de Kate—. Era todo lo que tenía.

Kate le pasó el brazo por los hombros y él se puso a llorar apoyado en su hombrera. Kate le acarició el pelo. Patrick Kelly se dedicaba al cobro de morosos. Y era el mejor en su oficio, según todos decían. Recuperaba lo que hiciera falta, desde un coche a una grúa o un yate grande. Lo apodaban «el Recuperador», y eso tanto sus amigos como sus enemigos. Kate era consciente de que sus negocios no eran estrictamente legales, porque era propietario de sex-shops, salones de masaje y muchos otros negocios. Sin embargo, tal como ahora lo veía, con el corazón destrozado, Kate sintió una enorme compasión por él. Podía ser lo que fuese, pero había sido un padre y un esposo amantísimo, y en aquel momento de su vida, Kate sintió envidia del amor que aquel hombre había dedicado a su esposa.

—Vamos, señor Kelly, vamos a llevarlo a casa, ¿le parece? Aquí ya no se puede hacer nada más.

Lo apartó del cuerpo de su hija. Al soltar a Mandy pasó el brazo por la cintura de Kate y ella lo sujetó con fuerza mientras notaba su llanto, los hombros que subían y bajaban bajo su carísimo traje arrugado.

Cuando vio que se había rehecho, lo sacó de la habitación, hizo un gesto con la cabeza al sargento Willis, que se había encontrado con ella en el hospital, indicando que aquello había terminado. Ella llevaría a Patrick Kelly a su casa. Willis los miró salir y sintió un punto de respeto por su jefa. Patrick Kelly era muy conocido como maleante y matón, y sin embargo la inspectora detective Kate Burrows lo tenía comiendo de su mano. Una de las ventajas de ser mujer, supuso.

Ya fuera del hospital, el chófer de Kelly lo estaba esperando en su Rolls Royce Corniche. Kate ayudó a Patrick a entrar en la parte de atrás, aliviada al ver que no tenía que llevarlo a casa en su coche. Y cuando iba a cerrar la puerta, la voz de él la detuvo.

—Por favor, acompáñeme a casa..., necesito a alguien con quien hablar.

Tenía la voz quebrada, y Kate sólo dudó un instante antes de subir al coche y sentarse junto a él. Tal vez sin darse cuenta, acabara por darle alguna pista. A la gente le pasaba con frecuencia que sin percatarse siquiera de lo que decían, daban indicios para el caso en marcha.

Kelly le cogió la mano y la estrechó con fuerza. Kate contempló aquel perfil poderoso mientras el coche avanzaba. Kelly iba mirando por la ventanilla las calles frías y desiertas, con expresión dura en aquella cara tallada con expresión de dolor. Kate encontraba aquel cabello oscuro, ahora despeinado, fuerte y masculino. Como todo Patrick Kelly. Él la miró, y en sus ojos azul violeta había un fondo de gratitud que ella comprendió que aquel hombre nunca podría traducir en palabras.

Le estrechó la mano también.

Lizzy estaba sentada con su padre y con su abuela viendo el final de la película de James Bond. Cuando empezaron a salir los títulos de crédito, se estiró en la butaca.

—¡Ha sido fantástico! Me encanta Sean Connery. ¿Puedo tomarme una copa de sidra achampanada, abu?

Evelyn la miró.

—¡Oh, bueno, está bien, pero sólo una!

—Gracias, abu. —Cruzó la sala hasta la vitrina de las bebidas.

Dan la contemplaba con una sonrisa en la cara. La verdad es que había crecido mucho desde la última vez que la había visto. Tenía ese aire juguetón y esas piernas largas de las chicas de dieciséis años. Sin embargo, tenía los pechos grandes, y estaba claro que a ese respecto salía a la familia de él. Pero facialmente, era clavada a su madre. Era justo igual que Kate cuando se conocieron. Desde el pelo largo sedoso y oscuro, hasta los dientes blancos y perfectos. Tenía incluso la nariz característica de Kate.

Lizzy volvió a su butaca con la copa y le dio un trago.

—Mmm, delicioso.

—Es una pena que tu madre haya tenido que salir esta noche.

Lizzy se encogió de hombros.

—Es su trabajo. Mamá tiene que trabajar realmente duro para mantenernos a todas, ¿verdad que sí, abu?

—Así lo hace, nena.

—Oh, eso ya lo sé, pero no me parece justo que tenga que largarse la noche de Navidad —Dan mantenía un tono deliberadamente despreocupado.

—Te acostumbras después de un tiempo, papi. Ni me acuerdo del último cumpleaños mío que llegase a casa a tiempo para la fiesta... Sin embargo, la abuela está siempre aquí.

Dan asintió y dio un trago de su coñac. Evelyn se levantó.

—¿A alguien le apetece un sándwich de pavo? —preguntó.

Tanto Dan como Lizzy asintieron con la cabeza y Evelyn se fue a la cocina. Dan apretó la mano de su hija.

—Eres una buena chica, sabes, Liz. Cantidad de chicas odiarían a una madre que nunca estuviera cuando ellas querían que estuviera.

La chica se mordió el labio y se quedó pensativa.

—Sí que está cuando de verdad quiero que esté, papá. Por eso no te preocupes. ¿Cuándo vuelve Anthea?

La pregunta lo cogió por sorpresa.

—Oh... Anthea y yo ya no estamos realmente juntos.

Lizzy dio un buen trago a su copa de sidra y la dejó sobre la mesita de café.

—Me alegro, papá. A mí nunca me gustó mucho.

—No la conocías de verdad —se notaba tensión en su voz.

—No, pero siempre que te llamaba, estaba muy seca conmigo. Me hacía sentir como si fuera una intrusa o algo así.

—Bueno, eso es sólo porque Anthea es así. No es que tuviera ninguna intención. ¿Qué tal te llevas tú con los... este... amigos de tu madre?

—¿Novios, quieres decir? Nunca tiene ninguno. Yo sé que algunas veces quieren salir con ella, pero nunca sale. El padre de mi amiga quiso salir con ella, pero le dijo que no.

—¡El padre de tu amiga! —Dan puso tono de escándalo.

—Oh, no te preocupes, su madre murió hace siglos. Oh, eso suena terrible, pero ya sabes lo que quiero decir.

—Sí, sé lo que quieres decir.

Se sonrieron el uno al otro.

—Oh, papi, es estupendo tenerte aquí otra vez.

—Es estupendo estar aquí, cariño.

Si dependiera de él, se quedaría allí durante una buena temporada. Estaba convencido de que en su Katie todavía ardía una llamita por él, y haría cuanto estuviera en su mano para que esa llama volviera a ser una gran antorcha.

La primera parte del plan consistía en poner de su parte a la suegra. Empezaría a trabajársela sin pérdida de tiempo.

Kate y Patrick estaban sentados en el gran sofá del salón tomándose un café cada uno. Patrick llevaba más de una hora hablando de sí mismo y Kate se lo permitía.

Todas las historias que sabía de él, verdaderas o imaginarias, no la habían preparado para aquel atractivo casi brutal que le rebosaba: el pelo castaño oscuro, que empezaba a mostrarse gris en las sienes, le daba un aire distinguido y suavizaba los rasgos angulosos. De piel oscura y labios carnosos, tenía unos ojos de un azul oscuro penetrante y en su modo de moverse, Kate notaba que era un hombre que había sabido cuidar bien de sí mismo a lo largo de los años. Sólo una ligera barriguita traicionaba su edad. Era un hombre muy atractivo. Demasiado atractivo, en realidad, para su propio bien. Y Kate sintió una ligera sospecha de que en cualquier otra circunstancia, aquel hombre se hubiera ocupado de que se diera perfecta cuenta de ello.

Patrick Kelly adoraba las mujeres. Pero en realidad sólo había amado a dos con toda su alma y su corazón. A su esposa Renée y a su hija Mandy. Mandy, que yacía ahora en un depósito de cadáveres esperando a ser diseccionada por el bisturí del forense.

Kate cerró los ojos. La voz de Patrick sonaba como un sonsonete profundo en sus oídos. Toda aquella infelicidad y aquella confusión que brotaban a chorros, como de una presa.

Patrick se levantó del sillón y cogió una botella de coñac. Volvió con ella y con dos copas de cristal de Waterford. Eran de la mejor calidad, como todo lo que había en la casa, pero mientras servía dos medidas generosas, Kate pudo darse cuenta de que el dinero significa muy poco cuando no tienes con quien compartirlo.

—Mi madre se dedicaba a lavar en casa, sabe. Mi padre se había dado el piro años antes y nos dejó a mí y a mis cuatro hermanas con ella. Mi madre trabajaba como una negra para darnos una vida decente, pero no podía hacer mucho, como entonces nos pasaba a todos, porque no había educación ni trabajo decentes. Encontré a mi viejo hace unos pocos años —continuó—. No había ido más allá del norte de Londres. Se lo había montado con una pájara que andaba en el rollo. Y lo mantenía con un estilo al que se había acostumbrado más que deprisa. En sus tiempos, era un tío guapo. Total, que fui a verlo y le dije que era su hijo. Y el tío me sonrió y me preguntó si llevaba dinero. Ni siquiera se le ocurrió preguntar por mi madre o mis hermanas. Ni de pasada.

»Pero se lo dije. Le dije que madre había muerto de un derrame masivo, que había estado años jodida con el reuma de tanto lavar la ropa sucia de otros, pero el tío no mostró el menor interés.

Kate vio cómo dejaba caer la cabeza sobre el pecho.

—Todos aquellos años que mi vieja había estado esperando a que volviera y el cabrón no pensó en ella ni siquiera una vez —concluyó.

—¿Y qué hizo usted? —dijo Kate en voz baja.

—Le di una hostia. Fui dándole golpes por todo aquel cuarto tan pequeño. Un viejo, y yo dándole... a mi propio padre. Después, cuando me marchaba, le di cincuenta billetes. Se los tiré encima de la cama. Le dije que eso era todo lo que iba a sacarme en su vida. Todavía veo cómo se arrastraba por encima de la cama. Tenía sangre por la cara, pero agarraba el dinero como un perro un hueso. En ese momento lo aborrecí.

»Me vine a casa y eché una mirada a mi Mandy y me di una palmadita en la espalda —continuó—. Ah, sí, pensé, mi niña nunca jamás sufrirá penas como ésas. Pero al final ha acabado con un dolor todavía peor del que yo hubiera podido producirle. Algo muchísimo peor.

Sorbió por la nariz ruidosamente.

—Bueno, sea quien sea ese pervertido, lo cazaré. Ya he puesto a unos cuantos hombres a husmear por ahí, y en cuanto lo encuentre... —dejó la frase en el aire.

—Será mucho mejor que nos deje encontrarlo a nosotros, señor Kelly.

Patrick se rio con un sonido duro y amargo.

—Debe de estar pirada, como dicen los jóvenes. ¿Se cree de verdad que voy a dejar que caiga en manos de esos inútiles de asistentes sociales y todas esas buenas almas caritativas? ¿Lo cree? ¿Se piensa que voy a dejar que se lo lleven a cualquier confortable hospital de alta seguridad para que se pasee libremente por los jardines y que tenga una televisión y un vídeo en la habitación? ¿Donde pueda arreglárselas para salir de allí al cabo de un par de años y terminar trabajando en un hogar infantil o algo así? Ni hablar, bonita —se respondió—. Tengo intención de ver cómo paga cara la muerte de mi hija y de esa otra mujer. Tenía tres niños pequeños, me cago en la puta. Sea sincera, ¿piensa en serio que ese tipo tiene derecho a vivir mientras mi niña se pudre bajo tierra? De ningún modo.

Kate agachaba la cabeza porque en cierto modo coincidía, aunque fuera a regañadientes, con lo que decía Kelly. Estaba muy bien eso de tener principios elevados, decir que si recurrías a la violencia, no hacías otra cosa que ponerte al nivel de los animales. Pero lo que Patrick Kelly decía, a ella le tocaba la fibra sensible. También ella tenía una hija. Y no obstante, por otra parte, había dedicado su vida a la idea de que la justicia solamente podía implantarse a través de los procedimientos adecuados.

Encontraría al violador de Grantley y cuando lo encontrase, lo encerraría. Eso decía la ley y por eso le pagaban. Le parecía comprensible el mal genio de Kelly, sus deseos de destrozar a aquel hombre, y era natural que tuviera esos sentimientos. Pero por mucho que simpatizara con él, nunca podría estar de acuerdo.

No se puede oponer violencia a la violencia. Aquel hombre, fuera quien fuese, era un enfermo. Un enfermo mental. Era necesario apartarlo de la sociedad. Y cuando lo encontrase —no si, sino cuando— lo quitaría de en medio definitivamente.

Todas las monedas tienen dos caras. Cuando Kelly se tranquilizara, también él comprendería todo eso.

O al menos, eso esperaba. Oía la respiración fuerte de Kelly y lanzó un suave suspiro que le recordó que aquel hombre había perdido su más preciada posesión.

—¿Qué hora es? —preguntó finalmente Kelly.

—Las doce menos cuarto.

La miró con tristeza.

—Perdóneme. La he apartado de su familia, y precisamente esta noche tan especial.

—No se disculpe, señor Kelly.

Tenía la cara al lado de la suya y Kate sintió en su interior una absurda sensación, un revoloteo. Como si acabase de correr una larga carrera y ya no le quedase aliento.

—Éste es mi trabajo, sabe...

Patrick Kelly miró a los ojos castaños de Kate. La tristeza les daba una belleza añadida. Y sintió como si todo el misterio femenino se ocultase en aquella profundidad.

A la una y cuarto, Kate estaba en la comisaría de Grantley. Kelly había puesto el coche a su disposición, así que hizo que el chófer la llevase al hospital para recoger el suyo. Cuanta menos gente supiese cosas de ella y Patrick Kelly, mejor. De todos modos, razonó en su cabeza, ¿qué había que saber? Había consolado a aquel hombre en sus horas de aflicción, eso era todo. Pero Kate sabía que era algo más que eso. Al menos por su parte. Apartó aquella idea de la cabeza, molesta consigo misma. Era un hombre que sufría y nada más.

En la sala de incidencias, Amanda, Willis y el superintendente Ratchette estaban trabajando.

—He estado con Kelly, y está muy afectado. Nunca pensé que pudiera decir algo así, pero me da lástima ese hombre.

—Bueno, Kate, no tenemos ninguna novedad, excepto que también vieron el coche, el Orion azul oscuro que estaba en el descampado, circulando cerca de Portaby Road esa misma noche, un poco antes. Una mujer que estaba paseando a su perro dijo que dio la vuelta en redondo cerca de ella y que por eso se acordaba. Así que por la mañana lo primero de todo será ir a hablar con esas personas.

—Bien. Me ocuparé.

Ratchette alzó una ceja.

—Deje que alguno de los jóvenes haga lo que les toca. Hoy es el Boxing Day. Es fiesta y usted se ha ganado un descanso.

Kate meneó la cabeza con fuerza.

—No, lo haré yo, señor. Quiero que cojamos a ese cabrón.

Willis y Dawkins la miraron con curiosidad. Prácticamente nunca soltaba un taco.

—Amanda, ¿podrías traerme un café, por favor? Solo con un montón de azúcar. Willis, usted puede ir contándome todo lo que haya ocurrido aquí hoy.

Willis cogió la carpeta en la que estaba trabajando y se la acercó a Kate.

Ratchette la observó de cerca. Había estado bebiendo, eso era más que evidente. Pero había alguna cosa más..., aunque no podría decir exactamente qué. Bueno, ya saldría a relucir cuando hicieran la colada, como le gustaba decir a su mujer.