Capítulo Dos

George estaba sentado en su mesa, sin ver los libros mayores que tenía enfrente. Lo único que veía era la película que había comprado en el sex-shop del Soho. Desde la primera vez que la vio, le había invadido una sensación de irrealidad. Había veces que hasta le asustaba, como la noche anterior, que había estado sentado junto a Elaine viendo un programa sobre osos panda gigantes. Estaba allí sentado tomándose el té y viendo la película cuando, de golpe, simplemente, se había ido. Su mente se había ido hasta la otra película. Y él estaba en la otra película. Y era la estrella. Y tenía control absoluto.

La voz de Elaine le había devuelto a la realidad. Una voz capaz de romper cristales y agriar la leche de un solo golpe. Pero su aberración le había asustado. Porque en los últimos tiempos no había modo de controlar sus propios pensamientos. Lo arrastraban a cualquier hora del día o de la noche.

Se sacudió mentalmente y se dijo que había que seguir con lo que estaba haciendo. Contempló una vez más el libro de registro de ventas que tenía delante.

—¿Tiene cinco minutos, señor Markham?

La voz de Josephine Denham irrumpió en sus pensamientos. Se giró en la silla y la vio sonreírle de pie en el marco de la puerta.

—Desde luego, señora Denham —dijo con voz suave y educada.

Josephine Denham dio media vuelta y regresó a su despacho. George Markham la ponía histérica y no sabía por qué. Era siempre muy educado. Estremecedoramente educado. Nunca pedía días libres por ninguna razón, siempre se guardaba sus cosas para sí mismo, nunca alargaba la hora del almuerzo ni intentaba darle más conversación de la cuenta como hacían otros de sus empleados varones. Era un trabajador modelo desde todos los puntos de vista. Pero, sin embargo, tenía que reconocerse para sus adentros que había algo en aquel cuerpo blando y gordezuelo y en sus ojos grises acuosos que le daban repelús. Se sentó en el despacho y observó al hombrecito que tenía enfrente.

—Siéntese, por favor.

Esperó a que George cogiese la tela de sus pantalones entre el pulgar y el índice y tirara un poquito hacia arriba antes de sentarse. Incluso aquella acción la irritaba. Vio cómo mostraba aquella curiosa sonrisita que apenas enseñaba los dientes, y se sintió todavía más incómoda. Por su parte, George miraba disimuladamente los pechos enormes de Josephine. Contemplaba las subidas y bajadas con cada respiración que tomaba.

Por lo que a él concernía, los senos de Josephine Denham merecían una medalla olímpica. La jefa vio que la sonrisa de George se ampliaba y se obligó a sonreírle también.

—Siento mucho haber tenido que llamarle, George, usted siempre ha sido un buen trabajador...

Ahí se puso más alerta. Ya no había sonrisa.

—Pero me temo que en estos tiempos difíciles —continuó ella—, con la recesión... bueno, en fin, vamos a tener que prescindir de una parte del personal. Se le pagará una indemnización por despido, por supuesto.

George tuvo la sensación de que alguien había hecho explotar su burbuja de felicidad particular.

—Entiendo. —Pero no lo entendía. No lo había entendido en absoluto. Llevaba ya quince años en esa empresa.

—¿Cuántos más tienen que irse?

Josephine Denham inspiró profundamente. Daba igual que lo supiese ahora que más tarde.

—Cinco. Jonhson, Mathers, Davids y Pelham. Sin olvidarnos de usted precisamente, por supuesto.

George se la quedó mirando, con tal falta de expresión en el rostro que parecía que se la estuviera bebiendo. La mujer se estremeció.

—Entiendo.

Así que todos los más viejos tenían que largarse. Los jóvenes, los que llamaríamos dinámicos, se quedaban. George sintió el impulso de saltar de la silla y abofetear a aquella zorra con aires de superioridad, con aquella cara pintarrajeada, el pelo rubio teñido, aquellos pechos gordos que se le bamboleaban. ¡Menuda furcia apestosa! ¡Puta guarra! Deseó verla morir de cáncer gritando de dolor. Deseó que le fueran rebanando los senos centímetro a centímetro. Deseó que...

—¿Se encuentra mal, señor Markham? —Josephine Denham estaba nerviosa. Llevaba más de cinco minutos sentado frente a ella y mirándola fijamente. Sin expresión alguna en la cara, nada. El hombre sabía, como ella lo sabía, que estaba acabado. Ninguna otra empresa lo contrataría a los cincuenta y un años. Porque simplemente no tenía lo que hay que tener. No tenía personalidad, ni carisma. George Markham no tenía nada de nada a su favor—. Lo lamento muchísimo, de verdad, George —pronunció el nombre con timidez. Nada segura de sí misma.

Él la miró antes de darse la vuelta en dirección a la puerta.

—Así será.

La voz sonó como en sordina, tanto que Josephine no pudo oírlo.

—Perdón, es que no he...

George se giró de cara a ella y sonrió de nuevo.

—He dicho que así será.

¿Se trataba de un sarcasmo? Se quedó mirándolo mientras salía del despacho arrastrando los pies, con los hombros todavía más hacia adelante y un aire de derrota mayor que cuando había entrado.

Lanzó un suspiro de alivio. Por lo menos ya se había quitado aquello de delante.

Cogió los cigarrillos y encendió uno. Por alguna razón desconocida, temblaba. Se sonrió a sí misma. ¡Imagínate, que te ponga nerviosa un mequetrefe como George Markham!

Pero aquella incomodidad permaneció en su interior el día entero.

George volvió a su mesa y se sentó quieto y en silencio hasta la hora del almuerzo. Detrás de su exterior en calma, la mente era un torbellino. Entró en el pequeño pub de siempre, el Fox Revived, a las doce y cinco, y pidió un coñac grande.

La camarera tenía unos cuarenta y cinco años, pelo rubio largo y teñido y unas enormes pestañas postizas. Los pechos minúsculos y vacíos eran visibles a través del corpiño de malla fina. George la miró con repugnancia.

Otra furcia. Todas eran unas jodidas furcias. Se llevó la mano a la boca escandalizado hasta de que se le ocurriese semejante palabra.

—Es una libra noventa, por favor —la voz de la camarera tenía un deje nasal porque intentaba hablar de modo refinado.

—Muchísimas gracias, cariño. Tómate una tú, por favor.

Respondió a la tímida sonrisa de él con una bien amplia que mostraba sus grandes dientes manchados de tabaco.

George le dio un billete de cinco libras y esperó el cambio. Después, con la copa en la mano, se fue a una mesita de un rincón a beberse el brandy.

Elaine iba a subirse por las paredes cuando se lo dijera. Otra cosa más que tendría para usar contra él. Oh, Elaine era buena almacenando rencores. Los coleccionaba como otras mujeres coleccionan sombreros o zapatos. Todavía no le había perdonado el otro asunto. Nunca se lo mencionaba, oh no, pero él sabía muy bien que permanecía allí, entre los dos, como un fantasma silencioso. Dio un buen trago a su bebida y la aspereza del coñac barato le quemó la garganta.

No había sido culpa suya. Apenas sabía lo que pasaba. En un momento habían estado sonriendo y riendo y al siguiente la chica gritaba y gritaba. ¡Ah, aquellos gritos! Le habían atravesado completamente el cráneo para metérsele en el cerebro. Menuda zorra. Seguro que supo desde el principio lo que iba a pasar.

—¡Eh, hola, Georgie, muchacho!

Tenía a Peter Renshaw plantado delante de él radiante de buen humor y camaradería positiva. A George se le cayó el alma a los pies. Lo que le faltaba, aquel puñetero botarate de Renshaw cacareando sin parar.

—Hola, Peter. ¿Puedo invitarte a un trago?

—No. Me toca a mí, Georgie. ¡No se te ve todos los días por mi nidito de amor!

George vio cómo chasqueaba los dedos para llamar a la monstruosidad de detrás de la barra y le guiñaba un ojo.

—Vivienne, querubín mío, tráeme un gin tonic con hielo y una rodaja de limón, y otra copa de lo que aquí mi buen amigo esté bebiendo. Ah, y no te olvides de ponerte una a ti, preciosa.

George observó a la mujer sonreír y pavonearse al asentir. Peter se sentó junto a George y le susurró:

—Ésta ya lleva dadas unas cuantas vueltas a la noria, pero cuando anda con ganas, sabe calentar lo que hay que calentarle a un hombre.

George arrugó la nariz con asco y Peter se echó a reír.

—Oye, Georgie, muchacho, un consejito, de hombre a hombre —le dio un golpe con los nudillos en las costillas—. No se mira la repisa de la chimenea cuando estás atizando el fuego. ¿Sabes lo que te quiero decir?

George sonrió a falta de cualquier otra cosa que hacer. Deseó que Renshaw sufriera un infarto masivo y muriera de repente si era lo que hacía falta para que se estuviera callado.

—Si tú lo dices, Peter.

—¡Pete! Pete, por Dios santo, Georgie, muchacho. Nadie me llama Peter, ni siquiera mi mamaíta, que Dios la bendiga.

Vivienne trajo las bebidas a la mesa y George vio que daba una palmadita cariñosa con los dedos en el cuello de Peter al marcharse. ¡Maldita guarra, fulana asquerosa!

—¿Qué estás mirando, Georgie? ¿Te apetecería un palo rapidito con ella, eh? —Peter se echó hacia atrás en la silla y llamó a la mujer para que volviese.

George, aterrorizado por lo que Peter pretendía hacer, arrastró hacia sí la cabeza del hombre tirándole del cuello del abrigo de borrego.

—¡NO! Peter..., perdona, Pete —tranquilizó la voz—. Sólo estaba pensando, nada más. Hoy he tenido alguna mala noticia.

—¿Así que te lo han dicho, entonces?

George lo miró, perplejo.

—¿Me han dicho qué? —Peter no detectó crispación en la voz de George.

—Pues que te iban a echar. Hace meses que lo sabe todo el mundo.

George estaba atónito. ¿Así que lo sabía todo el mundo? Todo el mundo menos él. Y todos habían estado mirándolo y riéndose. ¡Oh, sí! ¡Riéndose de él! ¡Riéndose de él a sus espaldas!

Peter vio que la expresión asombrada del rostro de George variaba hacia una rabia virulenta. Hasta a él le sorprendió. Pensaba que George ya lo sabía. Como todos los demás. Ahora lo sentía, y apoyó la mano sobre el brazo de George.

—Vaya, lo siento, colega. ¡Por Cristo, creí que lo sabías! De verdad que pensaba que lo sabías.

George respiró hondo.

—No, Pete. No lo sabía. De verdad que no.

La voz de George volvía a ser la de siempre. Tranquila y educada.

—Ni siquiera me lo imaginaba.

—Venga, vamos, Georgie, muchacho. La verdad es que es lo mejor que te podía pasar. O sea, quiero decir, ¿qué edad tienes? ¿Cincuenta y ocho? ¿Cincuenta y nueve?

—Tengo cincuenta y un años, Peter. Cincuenta y uno.

—¡Oh! Bueno, qué más da, de todas formas. Tendrás una pensión anticipada. Vive un poco. Estate con los críos.

—No tengo hijos, Peter. Elaine y yo nunca...

—Oh.

A Peter le estaba resultando cada vez más difícil encontrar cosas que decir. Él sí tenía una esposa, cuatro hijos y una retahíla de amantes y ligues de una noche a todo lo largo y ancho del país. Las personas como George le asombraban e intrigaban. ¿Cómo se podía vivir cincuenta y un años sin tener algún futuro en el que pensar? Se vio a sí mismo dentro de unos años, cuando ya estuviera un poco cascado para meterse en enredos y aventuras pasajeras, viviendo con su mujer y viendo crecer a sus nietos. Y con cientos de recuerdos felices de los que disfrutar a lo largo de los años del ocaso.

—Venga, Georgie, muchacho, bébete eso. ¡Piensa en la gran despedida que te daremos! Así me gusta, eso te animará. —Chasqueó otra vez los dedos a la camarera—. Ponnos otra ronda, Viv, si haces el favor.

El pub empezaba a llenarse y George vio a Peter saludando a amigos y conocidos. Según le presentaban a distintas personas movía la cabeza en silencio, pero su mente seguía siendo un torbellino todo el rato.

¿Qué coño iba a decir Elaine?

Elaine estaba sentada en la cantina del trabajo y revolvía con desgana su café. George no estaba bien, aunque tenía que admitir que durante estas últimas semanas vivir con él había sido mucho mejor. Se había mostrado alegre. Igual que antes de todo el problema.

Apartó de su cabeza los pensamientos desagradables. George ya había pagado su deuda con la sociedad. Borrón y cuenta nueva. Se habían montado una nueva vida, digamos. Al cabo de veinte años, tal vez fuera hora de olvidar el pasado.

—¡Ay, Elaine, odio los viernes!, ¿tú no?

Margaret Forrester se sentó en la mesa de Elaine y se quitó los zapatos.

—Estos pies míos acabarán en el Libro Guiness de los récords cualquier día de éstos. Los pies más hinchados del mundo.

Elaine se rio de su amiga.

—¿Por qué te empeñas en llevar esos tacones? Cómprate un par de zapatos planos y cómodos.

—No. Las piernas son de lo único que presumo. No los abandonaré hasta que no tenga más remedio.

Elaine movió la cabeza a los lados.

—¿Te traigo un café? —dijo.

—Oh, sí, por favor, Elaine. Y un barreño de agua fría si tienen.

Elaine trajo el café a su amiga y se sentaron juntas a charlar.

—¿Entonces a dónde vas de vacaciones?

Elaine se encogió de hombros.

—Probablemente otra vez a Bournemouth.

—Oh, no fastidies, Elaine. Hoy en día nadie va a Bournemouth si no anda en silla de ruedas. ¿Por qué no te vienes a España con las chicas y conmigo? Sol, arena, mar, sexo...

Margaret se marcó un bailecito sobre la silla.

—¡Qué ganas tengo de estar allí! El año pasado estuvimos en un hotel, justo delante del mar, y justo pegado había una puñetera reserva de loros. Toda la santa noche chillando, aquellos bichos. ¿Y conoces a Caroline, la de congelados? Una noche les fue tirando los zapatos de todas nosotras. De lo completamente hasta las narices que estábamos. ¡Y al día siguiente tuvimos que ir a pedir que nos los devolvieran! ¡Menuda escandalera!

Elaine sonrió.

—No sé, Margaret. George...

—¡Oh, al carajo con George! Son sólo ciento veinte billetes por quince días, pensión completa. Ya sé que es en marzo y que no hace tanto calor. Pero, te lo juro, ¡vaya si lo pasamos bien! Vente, por favor.

Por primera vez en su vida Elaine sintió una oleada de placer ante la posibilidad de algo inesperado. George era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.

Margaret puso la mano sobre el brazo de Elaine.

—¡Venga, chica! Suéltate el pelo antes de que sea demasiado tarde.

Elaine se pasó lentamente la lengua por los dientes y luego se mordió el labio. Margaret leía la indecisión en el rostro de su amiga.

—Muy bien, entonces... ¡iré! —y Elaine empezó a reírse con la emoción.

—Iremos a reservar después del trabajo. De esa forma no podrás cambiar de opinión.

—George se cogerá un buen rebote cuando se lo diga.

—¡Que se lo coja! Mi hombre también se lo cogió la primera vez, pero como yo le dije: «Sólo se vive una vez».

—Ésa es la verdad.

Elaine volvió a morderse el labio. Esta vez por la emoción. ¡Dos semanas enteras sin George! ¡Qué bendición...!

Elaine oyó cerrarse la puerta delantera y cuadró los hombros como en espera del comienzo de la batalla. Pero George no iba a pelear. George nunca peleaba por nada.

Le dirigiría su mirada de soldado herido, pondría cara de colegial perplejo, o de ¿qué he hecho yo para merecer esto? Siguió haciendo el puré de patatas. George entró en la cocina. Apelando a todos los recursos de que disponía, Elaine iluminó su cara con una sonrisa y miró a su marido.

—Hola, George. Siéntate, la comida está casi lista.

Vio que George alzaba la ceja derecha y se obligó a continuar con el puré. George se sentó en su sitio habitual de la mesa. Una mesa blanca de formica que habían comprado en los almacenes MFI hacía eones. Cuando las mesas de formica blanca eran algo importante para ellos.

—¿Has pasado un buen día? —estaba decidida a mostrarse cordial.

«Oh sí, Elaine —pensó George—, he tenido un día fantástico. Fui llamado al despacho de la señora Denham y nada menos que me dieron la patada en el culo y me echaron de la empresa». Se tapó la boca con el dorso de la mano. Tenía que dejar de soltar tacos para sí mismo. Un día se olvidaría y se los soltaría a Elaine.

—No ha estado mal, cariño. ¿Y tú? —era una voz baja e inexpresiva.

Elaine sirvió el puré de patatas en los platos, al lado de las chuletas de cerdo. George la observó dar forma a los montoncitos con los dedos. Luego fue poniendo los guisantes.

—La verdad es que yo he tenido un día de lo mejor, George.

George se permitió volver a enarcar una ceja. Bueno, bueno, bueno... ¡Ésta sí que era de premio! ¡Elaine pasándoselo bien en el trabajo! De creerla a ella, llevaba por sí sola la tienda entera desde la caja.

—Eso es estupendo, querida.

Elaine servía ahora la salsa y tuvo que ahogar un impulso para no verterla sobre la calva de George.

—Eso es estupendo, querida... Eso es fantástico, querida... ¡Válgame Dios, George! Que soy tu esposa. ¡No hace falta que seas tan educado con tu propia esposa!

George veía la confusión presente en la cara de ella al mirarlo. Elaine era una mujer tan difícil. No podía ni imaginarse la reacción que tendría si le dijera que estaba hasta los huevos de ella. Que aquella voz que tenía le atravesaba la cabeza como una migraña insoportable. Que deseaba verla muerta para poder reclamar el dinero del seguro.

Elaine le puso la cena delante.

Continuaba hablando, pero George había puesto el piloto automático especial que guardaba para cuando Elaine se ponía a cotorrear sobre el trabajo.

—De todas formas, cuando me preguntaron... quiero decir, una de las chicas se había borrado, sabes... y pensé: ¿por qué no? Me encantaría ir a España.

George estaba masticando un trozo de chuleta bastante duro cuando entendió lo que Elaine decía.

—¿España? ¿Has dicho España?

Elaine percibió la incredulidad en su voz y aquello le fastidió. ¿Pero qué se pensaba? ¿Qué ella no era de las que van a España?

—Sí, he dicho España, George. Ya sabes, donde viven los españoles.

—¿Y vas a ir? ¿Tú... a España?

Elaine dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, equilibrándolos a un lado del plato.

—Pero bueno, ¿qué se supone que significa eso?

George abrió la boca para contestar, pero Elaine ya estaba en pleno torrente.

—Supongo que te piensas que España es un sitio lleno de chicas de la página tres y adonis rubios —siguió—. Bueno, pues déjame decirte una cosa, George, las chicas del trabajo se lo pasan condenadamente bien allí, amiguito. Condenadamente bien. Y justo por una vez en mi vida —se dio golpes en el pecho con el pulgar estirado— yo voy a meterme en el mundo real. Me lo voy a pasar bien. A reírme. Todavía no soy demasiado vieja para divertirme. Vamos a hablar claro, si tuviera que esperar a que tú me llevases a pasarlo bien, estaría muerta y enterrada.

George observaba su cara mientras la oía hablar. Tenía los rasgos retorcidos como un pañuelo enrollado y en un instante tremebundo se la imaginó en la playa en topless.

Entonces, se echó a reír. Rio hasta que le cayeron lágrimas de los ojos y le entró un ataque de tos. Rio mientras Elaine le daba golpes en la espalda para que no se atragantara. Finalmente, ya no tenía fuerzas para reír más y su respiración volvió poco a poco a la normalidad.

Elaine lo miraba desde arriba, perpleja.

—Perdona, Elaine. Perdona las risas. Es sólo por el sorpresón que me has dado. O sea, hasta ahora nunca habías querido irte, ¿o sí? Y ahora de repente, como caído del cielo... Vete, Elaine. Vete y pásatelo bien. Ya te veo con un moreno muy favorecedor. Te sentará maravillosamente bien.

Estaba desconcertada. Pero sintió recelos y tuvo la impresión de que George se pitorreaba de ella.

Él le leyó el pensamiento y comentó:

—Me reía porque después de tantos años todavía consigues sorprenderme.

Elaine se tranquilizó.

—¿Quieres que abra una botella de vino, querida? ¿Para celebrarlo?

—Sí, George. Ábrela. Ábrela.

Volvió a sentarse a la mesa y continuó comiendo. Era demasiado dura con George, ése era el problema. Se le veía contento de que se fuera a algún sitio para divertirse, y no le reprochaba tener que quedarse unos días sin ella. Se hizo el propósito de ser más cordial, de tratar de entenderlo un poco mejor. Un momento después hacían chocar sus vasos.

—Por España, querida.

—Por España.

Terminaron de cenar en paz y George se fue a dar su paseo y dejó a Elaine terminándose la botella de vino.

George anduvo unos veinte minutos por las calles, con las manos bien metidas en los bolsillos y la cabeza embutida en el cuello subido del abrigo. Le gustaban los meses de invierno, le gustaba el anonimato que creaban las noches oscuras. Fue haciendo camino hacia la calle Motherwell andando despacio a lo largo de las hileras de casas.

¿Cómo coño iba a darle a Elaine la noticia de que iban a prescindir de sus servicios? Por lo que dedujo de lo dicho por Renshaw, estaría en la calle para febrero. Sintió un escalofrío. Esta noche la había calmado, pero eso no duraría demasiado. Cerró los ojos por un momento, ponderando la cuestión. Lo único que aquel despido lograría sería convencerla aún más de que era un perdedor sin remedio.

Geraldine O’Leary sonrió a su imagen en el espejo. Como no estaba del todo satisfecha con su maquillaje, se puso un poco más de lápiz de labios fucsia. Abrió la boca bien abierta y lo extendió generosamente para después frotarse un labio contra otro. Volvió a sonreírse, satisfecha. Tomó el cepillo del pelo y empezó a peinarse los largos cabellos castaños, y al hacerlo sonaban chasquidos eléctricos.

Mick O’Leary observaba a su esposa desde la cama. Incluso después de doce años todavía lo excitaba. Con treinta y cuatro años, era madre de tres hijos y no parecía mucho mayor que el día que se casaron. Miró cómo se enfundaba el sostén y las braguitas. Sus miradas se cruzaron y sonrieron los dos con una sonrisa de entendimiento.

—Ojalá no tuvieras que ir esta noche, Gerry.

—No es que quiera ir, Mick. Pero si me quedo en casa, la semana que viene lo lamentaré, ya lo sabes. Quince libras son quince libras. Y las navidades estarán aquí enseguida... —la voz se le quedó como arrastrando.

Mick suspiró. Saltó de la cama y se puso los pantalones.

—Supongo que tienes razón. No irás a llevar esa blusa, ¿verdad?

Geraldine echó una mirada a la blusa que se estaba abotonando.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

—Se te transparenta todo el sostén.

—¡Oh, Mick! Estás loco...

—Bueno, no me gusta la idea de que los hombres anden mirando a mi esposa.

—Al bar también vienen mujeres, ¿sabes? —le hizo un mohín con los labios y él se rio.

—Pero no de tan buen ver como tú, muchacha.

Geraldine sonrió y se calzó una falda negra. Luego se subió a unos zapatos de tacón alto y se roció generosamente de perfume.

Comprobó su maquillaje por última vez y salió del dormitorio con su marido y bajaron juntos las escaleras.

Sophie, Donald y Grania, de tres, cinco y diez años respectivamente, los miraron al verlos entrar en el salón.

—Hasta luego a todos, y sed buenos con papá.

Sophie, con pijama rosa, alargó los brazos pidiendo un abrazo y Geraldine la cogió y la apretó contra el pecho sintiendo el aroma infantil de la cría.

—Usted pórtese bien, señorita —alargó la vista hacia su marido, que ya se había sentado y tenía en las manos la sección de televisión del periódico.

—No dejes que te enreden. Las ocho en punto es la hora de iros a dormir los tres.

Grania y Donald refunfuñaron.

—Lo digo en serio. O mañana no hay dulces.

Colocó a Sophie en el sofá con sus hermanos y se puso el abrigo. Mientras se lo abrochaba, dio sus últimas órdenes.

—Queda un poco de pollo en la nevera, Mick, por si te apetece un sándwich, y también he metido unas cervezas. ¡Ah!, y antes de que se me olvide, he dejado mi pedido para Avon junto al teléfono. La chica llamará esta noche.

—Tú vete y no te preocupes, Gerry. Yo ya me ocupo de lo de aquí. Nos vemos más tarde, amor.

Se besaron en la boca.

—Ten cuidado, Gerry, y no aguantes rollos. ¿Vale?

Geraldine miró a su marido a la cara y sonrió.

—Vale. Adiós, niños.

Les dio un beso a cada uno y salió a la calle. El viento frío la golpeó en la cara al cerrar la puerta de entrada y empezar a andar el medio kilómetro largo hasta el bar de cócteles en el que trabajaba. Mientras caminaba, hacía la lista de regalos de Navidad en la cabeza. Ya tenía la mayor parte de las cosas de los dos mayores, para Grania una bici que en esos momentos estaba escondida en la caseta del jardín de su suegra, y para Donald tenía un juego de Atari. Iba dando vueltas a la idea de comprarle a Sophie un juego de cocinitas o un cochecito de muñecas cuando llegó a la esquina de Vauxhall Drive.

Por puro instinto se abrigó más apretando el abrigo contra ella. Ese trozo lo odiaba. La calle era ancha y con baches, y bordeaba un bosque por el lado izquierdo. De niña había jugado muchas veces en aquel bosque y lo conocía palmo a palmo. Sin embargo, siempre le había puesto nerviosa. Era muy oscuro y actualmente sólo quedaban un par de casas habitadas. Las otras las habían derribado para hacer sitio a una nueva urbanización que no se llegó a construir. Hacía muchos años, aquello había sido el final «bueno» de la ciudad. Ahora, de un lado estaba flanqueada por el bosque y del otro por las casas municipales, y las grandes viviendas victorianas iban siendo arrasadas una tras otra.

Al andar, sus tacones resonaban sobre la acera desigual y aquel ruido la reconfortaba. Vio al fondo el final de la calle y se relajó.

«¡Menuda mema! —se motejó a sí misma—. ¡Tener miedo de las sombras!».

Aceleró el paso, las luces al final de la calle eran señales que la conducían hacia ellas.

George llevaba cosa de quince minutos parado a la entrada del bosque. Miró la esfera luminosa de su reloj. Ahí venía. Bien puntual. Eran las siete y cuarto.

Tragó saliva y flexionó los dedos ahora envueltos en unos guantes blancos de algodón.

Cuando Geraldine pasó ante él, salió de su escondite y la agarró por el pelo. Aquel pelo largo y castaño que era lo mejor que tenía.

Cuando la mujer abrió la boca para gritar, George la sujetó fuerte por debajo de la mandíbula y empezó a arrastrarla al interior del bosque. La chica iba soltando patadas para tratar de liberarse y perdió un zapato. Estaba aterrada.

George jadeaba y resoplaba. Era más grande de lo que pensaba. La arrastraba con dificultad, y los gritos ahogados le incomodaban. Pero había hecho buena presa en su pelo y su mandíbula. La arrastró de costado con toda su fuerza y la hizo caer.

Geraldine golpeó contra el suelo con tanta fuerza que quedó sin aliento. Caída en tierra, desvanecida por un instante. Pero sólo un instante. George vio cómo se rehacía y se ponía a cuatro patas, y cuando intentó enderezarse le dio una patada en la barriga con todas sus fuerzas y la lanzó otra vez al suelo dando tumbos.

Geraldine se sujetaba la barriga con las dos manos cuando vio que el hombre se arrodillaba junto a ella. Hizo acopio hasta del último gramo de fuerza que le quedaba y se echó a rodar para alejarse, mientras trataba de ponerse de pie.

George observó a la mujer mientras rodaba y chasqueó la lengua con desaprobación. Empezaba a ponerle nervioso. Cogió un trozo de madera que había por allí a mano, lo levantó por encima de su cabeza y lo descargó en el cráneo de la joven. Vio cómo se desplomaba y suspiró aliviado. Se quedó unos minutos sentado junto a ella, tranquilamente, hasta que hubo recuperado el aliento y el corazón dejó de martillearle en los oídos. Luego, sacó el pañuelo y se limpió el sudor de la frente.

Se sentía más contento y miró a la mujer. Yacía de espaldas con la cabeza girada al lado contrario de él, y sonrió para sí mismo. ¡Bien! No hubiera querido ver que le miraba. Se acercó a ella y empezó a desabrocharle el abrigo. George decidió que aquel abrigo le gustaba y lo abrió con delicadeza. Luego, murmurando entre dientes, empezó a quitarle la falda. No llevaba leotardos, ¡y con aquel tiempo! Volvió a chasquear la lengua. Los brazos pesaban al quitarle la blusa y dejarla cuidadosamente junto al abrigo. Sin dejar de murmurar, echó una mirada al sujetador. En la penumbra, apenas se veía como una prenda de plástico. Jugueteó con él con los dedos unos segundos y le pareció que los pechos de la chica le saltaban a las manos. Llevaba un sostén que se abrochaba por delante... ¡debía de saber lo que iba a pasarle! George acarició aquellos pechos. Ahora sentía una profunda ternura por aquella mujer. Luego, empleó la navaja para cortar las bragas.

Mientras iba llevando a cabo sus operaciones, notaba crecer la excitación en su interior. Y era tal su sensación de felicidad y éxtasis cuando tiró de las piernas para abrirlas, que tuvo que sofocar el grito que le había acudido a la garganta.

Esto era lo que ella quería. Esto era lo que todas querían.

Cuando George se tumbó a lo largo junto a ella, exhausto y saciado, fue cuando descubrió por qué la chica no se había movido para nada durante todo el «jueguecito».

La estaca de madera, que tan a mano había estado, tenía un clavo de medio palmo. Y eso le había perforado el cráneo y penetrado hasta el cerebro.

George la miró y chasqueó la lengua una vez más.

La culpa era de ella. Totalmente de ella. Las mujeres siempre trayendo problemas. Eran tan condenadamente estúpidas... ¡Jodidas zorras estúpidas! Cerró el puño y lo aplastó con todas sus fuerzas contra aquella cara.

Mick O’Leary contemplaba a la mujer policía sin podérselo creer. Llevaba toda la noche levantado y pensó que tal vez su mente le gastaba alguna broma.

—¿Qué ha dicho usted?

La policía no se había sentido tan mal en toda su vida. Vio a los tres niños acurrucados muy juntos en el diván. El miedo de su padre se les había contagiado. La mujer tuvo ganas de llorar.

—Su esposa fue encontrada hace una hora, señor O’Leary. Ha sido asesinada.

La agente vio cómo la cara del hombre se desmoronaba ante sus ojos y le puso un brazo por los hombros.

—¡Mi Gerry no! ¡Mi querida Gerry, no! Por favor, ¡dígame que no es verdad! ¡Por favor!

La voz de Mick O’Leary se rompió con la última palabra y se llevó las manos a la cara para tapar las lágrimas que fluían entre sus dedos como por la presa de un embalse.

—¡Papá! ¡No llores, papi!

Con sus diez años, Grania acogió a sus hermanos pequeños entre los brazos. Nunca había visto antes llorar a su padre.

—Quiero a mi mamá. ¿Cuándo vuelve a casa mi mamá?

En el mismo momento en que a Mick O’Leary le explicaban que su mundo había sido destrozado, George Markham preparaba un buen desayuno para su esposa.

Elaine entró en la cocina y el olor a huevos con beicon le hizo la boca agua.

—Oh, George, podía haberlo hecho yo.

George se rio de verdad.

—Pero yo quería hacerlo para ti, cariño. Yo te quiero, ya lo sabes, Elaine.

—¿Ah, sí, George?

Por alguna razón desconocida, que George dijera que la amaba la deprimió más que cualquier otra cosa que hubiera podido hacer.

George le sujetó la silla y ella se sentó a la mesa.

—Cómete esto, querida.

Elaine se quedó mirando los huevos, el beicon y los tomates y volvió a entrarle el apetito.

George la miró comer.

«Por eso estás tan gorda, Elaine —pensó—, porque eres una zorra glotona».

—Y ahora, querida mía, ¿qué prefieres? ¿Té o café? —el tono de voz era tan educado como siempre.

Pero George tenía un secreto. Un secreto muy importante y emocionante que no revelaría ni a un alma viviente.

También él se tomó el desayuno. Por algún motivo, esa mañana tenía un apetito devorador.