Prólogo
—Lo único que te pedí fue que te quitases esos zapatos llenos de barro. Por todos los santos, George, ¿eres corto o qué? ¿Es que ni siquiera te entra una cosa tan sencilla?
Elaine Markham contempló la cara sin expresión de su marido y tuvo que contener el impulso de clavarle el puño en las narices. Notaba que cada vez apretaba más los dientes, así que hizo un visible esfuerzo por relajarse. Volvió a posar los ojos en el suelo de la cocina, todo lleno de barro fresco.
Suspiró profundamente, sacó la bayeta del suelo de debajo del fregadero, cerró la puerta del armarito dando un buen golpe y empezó a llenar de agua un cubo de plástico. George Markham observaba a su esposa, la veía añadir un poco de Mister Proper al agua. Sentado en una de las sillas de la cocina, empezó a quitarse los zapatos de trabajo poniendo cuidado en que no se le cayera más barro en el suelo reluciente.
Elaine se volvió del fregadero con el cubo de agua y le chilló:
—¿No puedes hacer eso encima de un periódico? ¿Tan idiota eres que ni se te ocurre siquiera hacer algo tan sencillo como eso?
George se quedó mirando a su mujer unos instantes mientras se mordía el labio inferior.
—Perdona, Elaine —lo dijo en voz baja, desconcertado. Su tono hizo que su esposa arrugara más aún el entrecejo.
George se quitó los zapatos, fue a la puerta de la cocina y los dejó fuera. Luego cerró la puerta con cuidado y se volvió hacia su mujer:
—Dame eso, Elaine. Yo limpiaré el desastre —le dirigió una sonrisa triste que la hizo enfadar más. La respiración fatigosa. Movió la cabeza, irritada.
—No. Lo pondrías todavía peor. Por Dios, George, no me extraña que no te las arregles en el trabajo. Es un milagro que te dejen ir allí todos los días —puso el balde de agua humeante en el suelo y se arrodilló. Empezó a fregar el suelo sin dejar de rezongar.
—La verdad es que eres para sacar de quicio a cualquiera. No puedes hacer nada... pero nada de nada... sin joderla de alguna forma. Mira la semana pasada...
George observaba las generosas nalgas de su mujer que se movían bajo la bata mientras fregaba y hablaba. Los rollos de grasa alrededor de las caderas se estremecían de un modo alarmante al frotar con fuerza el suelo. Y en su mente se vio a sí mismo levantarse de la silla y darle una patada en las posaderas con todas sus fuerzas, mandándola a ella y al balde de agua por los aires. Una fantasía que le hizo sonreír para sus adentros.
—¿De qué te ríes? —aquello lo trajo de nuevo al presente, y con ciertas dificultades se centró en el rostro de Elaine. Lo estaba mirando con la cabeza vuelta, la sombra de ojos verde brillante y el rojo rubí de los labios destacando chillones bajo el resplandor de la luz fluorescente.
—De nada... No, nada, cariño —sonaba como confundido.
—Pues lárgate, George. Fuera de mi vista.
Siguió mirando a su mujer. Miraba los brazos recios y las manos fuertes que enjugaban el revestimiento del suelo, los dedos que estrujaban hasta que hubo desaparecido la última gota. Deseó ser él quien estrujase el cuello de Elaine. Pero en vez de eso, se fue hacia la puerta del jardín.
—¿Adónde vas ahora? —la voz de Elaine sonó aguda y quejicosa.
George se quedó mirándola.
—Todavía tengo unas cuantas cosas que hacer en la caseta.
Elaine giró los ojos hacia el techo.
—Bueno, entonces ¿para qué coño entraste, si se puede saber? Poniendo el suelo hecho un desastre, montando todo esto —abrió los brazos con un ademán de incomprensión.
—Sólo quería una taza de té. Pero ya veo que estás ocupada...
Salió a toda prisa de la cocina y una vez fuera volvió a ponerse los zapatos de trabajo. Elaine se quedó unos segundos mirando la puerta cerrada. Como siempre, después de haber «dado lo suyo» a George, como llamaba a lo que había hecho, se sintió culpable. Culpable y vacía. Es que era sencillamente un inútil. Con los años aquella plácida aceptación de su modo de vida en común había llegado a ponerla de los nervios. Suspiró y siguió fregando el suelo.
Ya dentro de la caseta, George echó el cerrojo de la puerta de madera y apoyó la espalda sobre ella unos momentos, con la frente perlada de sudor frío. Se pasó la lengua por los labios, cerró los ojos y empezó a respirar profundamente.
Uno de esos días Elaine iba a llevarse un susto. Iba a abrir la boca un poco más de la cuenta. Notaba ahora los golpes del corazón en las costillas y se puso una mano encima como para sofocar el movimiento.
Se apartó de la puerta y fue al otro extremo de la caseta. Levantó un montón de revistas de jardinería que estaban sobre un viejo pupitre escolar y abrió la tapa. Dentro del pupitre había un par de sudaderas astrosas, su ropa de trabajo en el jardín. Las quitó de allí y sonrió. Debajo de aquello estaban sus libros. Libros y revistas de verdad, con mujeres de verdad en su interior. Mujeres que no regañaban, ni fastidiaban, ni pedían. Mujeres que simplemente yacían pasivamente y sonreían: les hicieras lo que les hicieses.
Cogió la de arriba del todo. En la portada había una chica joven, como de veinte años. Tenía los brazos atados a la espalda y llevaba un collar de cuero en el cuello. El cabello, largo y rubio, se desparramaba sobre los hombros y le oscurecía parcialmente los pechos. Una mano de hombre le tiraba de la cabeza hacia atrás con una masculinidad velluda que desordenaba los preciosos rizos de la muchacha. Y ella sonreía.
George se quedó un momento contemplando la ilustración. Sus dientes pequeños y regulares asomaban bajo los labios formando una leve sonrisa. Se pasó otra vez la lengua por los labios y se sentó en la silla. Abrió la revista poco a poco, como si fuera la primera vez, porque quería saborear el placer de cada una de las imágenes.
Miró a la joven que tenía ante él, una distinta esta vez. De aspecto oriental, con unos pechos pequeñitos en punta y toda una cortina de pelo negro. Estaba a cuatro patas, con la cinta de cuero que llevaba al cuello sujeta a los pies. Comprendías que si se debatía para liberarse de aquello, acabaría por asfixiarse. Detrás de ella había un hombre. Llevaba una máscara de cuero negro y estaba a punto de hundir su pene erecto en el ano de la muchacha, que arqueaba la espalda y miraba a la cámara con una beatífica sonrisa de placer cubriéndole la cara.
George lanzó un suspiro de satisfacción. Fue mirando despacio su revista, haciendo una pausa aquí y otra allá para alejar las páginas algo más y ver las fotos desde un ángulo distinto. Notaba ya que en su interior iba creciendo esa sensación tan familiar de excitación. Introdujo una mano por el pliegue de la butaca. Tanteó unos instantes hasta que la mano dio con lo que buscaba. Sacó un cuchillo del ejército y luego, tras colocar con cuidado la revista sobre el regazo, sacó el arma de su vaina. Era un cuchillo grande, un puñal con una hoja dentada de dieciocho centímetros. Fue dándole vueltas bajo el rayo de sol que penetraba por la ventana, viéndolo relucir. Bajó la mirada hacia la chica que ocupaba las páginas centrales de la revista, que lo miraba desde abajo con una mezcla de agonía y éxtasis mientras un hombre cubierto con una capucha eyaculaba sobre su cara y el semen le corría por la cara y bajaba hasta sus pechos.
George empezó a descuartizarla con cuidado y precisión. Hizo correr el cuchillo a través del cuello para rajar el papel. Luego empezó a desgarrar los pechos y la vagina. Y ella no dejaba de mirarlo. De sonreírle. De darle ánimos. Notó ya que la erección iba creciendo, notó el sudor frío bajo los brazos y por la espalda. Empezó a dar tajos sobre la revista, a atravesar el papel con el cuchillo. Oyó el avance impetuoso en sus oídos tal y como si estuviera nadando bajo el agua, y después el oleaje garboso, casi eufórico del orgasmo que alcanzaba su cúspide.
George se recostó en la comodidad de la vieja butaca, con la respiración entrecortada y jadeante, los latidos del corazón volviendo gradualmente a la normalidad. Cerró los ojos y poco a poco los ruidos y las imágenes del día volvieron a su mente.
Pudo oír ya la podadora del vecino en el exterior de la caseta. Pudo oír a los niños de al lado jugar en el estanque. Las agudas risas infantiles se le colaban en la conciencia. Una perla de sudor salado se le metió en los ojos y parpadeó para quitársela. Movió la cabeza lentamente y se miró el regazo. Y entonces descubrió la sangre.
Parpadeó con rapidez por un instante. La muchacha estaba cubierta de sangre. El cuerpo que había apuñalado hasta destrozarlo iba poniéndose lentamente de color carmesí. Se quedó mirándolo.
Apartó la revista, y hasta el último nervio de su cuerpo vibraba del susto.
¡Se había acuchillado! Se quedó mirando el tajo en el muslo. Vertía sangre por todas partes. Se levantó de un salto, muy asustado. ¡El puñal le había perforado los vaqueros y le había atravesado la carne!
Tenía que decírselo a Elaine. Hacer que lo llevase al hospital. Se fue a la puerta de la caseta con un ataque de pánico.
Pero entonces, se acordó de las revistas.
Recogió las revistas del suelo sujetándose la herida de la pierna con la otra mano. Las arrojó dentro del pupitre infantil junto a las otras. Echó encima los jerséis y cerró la tapa. Notaba cómo le resbalaba la sangre por la pierna.
Recuperó la pila de revistas de jardinería y las lanzó encima del pupitre. La sangre estaba ya por todas partes.
Abrió el cerrojo de la parte de arriba de la puerta y salió de la caseta a la radiante luz del sol. Los ruidos del chapoteo y los gritos que venían del otro lado de la valla de alerce asaltaron sus oídos. Recorrió a toda prisa el sendero hasta la puerta de la cocina y la abrió de un empujón.
Elaine estaba preparando las verduras de la cena. Se volvió hacia él, consternada. George se quedó plantado delante de ella, cubierto de sangre.
—¡Me he cortado, Elaine! —dijo casi llorando.
—¡Oh, Dios santo, George! —agarró un paño de cocina y se lo ató alrededor de la pierna, apretándolo bien—. Vamos. Te llevaré al hospital.
George yacía en un cubículo de la sección de Accidentes y Urgencias del hospital de Grantley. Se sentía mal. Una enfermera jovencita trataba de quitarle los pantalones.
—Por favor, señor Markham. Tengo que quitárselos —tenía una voz joven y ronca.
—¡No! ¡No, no hace falta! Corte la pernera del pantalón, o lo que sea.
George y la enfermera quedaron mirándose. Y entonces alguien descorrió la cortina y ambos miraron hacia allí. La muchacha soltó un suspiro de alivio. Era Joey Denellan, el enfermero jefe.
—¿Qué sucede, enfermera? —tenía en su voz esa falsa jovialidad tan típica de los enfermeros masculinos.
—El señor Markham no me deja quitarle los pantalones.
El hombre dirigió una sonrisa a George.
—Somos un poquito tímidos, ¿eh? Bueno, no se preocupe, yo lo haré.
La enfermera se marchó y antes de que pudiera protestar el hombre ya le estaba quitando los pantalones vaqueros. George trató de agarrarlos por la cintura, pero el joven era demasiado fuerte. Se los quitó.
George tragó saliva con fuerza y apartó la mirada del rostro del enfermero.
Joey Denellan observó la herida de la pierna con ojos de experto. Profunda, pero sin afectar ninguna arteria principal. Al recorrer con la mirada al hombre que tenía ante él, se paró en seco. No tenía nada de raro que el tipo aquel se opusiera tanto a que Jenny le quitase los pantalones. Las manchas eran muy recientes, todavía estaban pringosas. ¿Qué podría haber estado haciendo para tener un tajo tan grande en la pierna? Se encogió de hombros. Lo suyo no era averiguar los porqués.
—¿Qué clase de cuchillo era? —Joey se cuidó de mantener un tono ligero en la voz.
—Oh, una navaja suiza —la voz de George no era más que una vocecita, y al joven le dio cierta pena.
—Bien, harán falta unos cuantos puntos, pero no se preocupe. No se ha cortado nada importante. ¿Quiere que mire a ver si puedo encontrarle unos pantalones limpios?
George notó las inflexiones «de hombre a hombre» en la voz del otro. Asintió con la cabeza.
—Por favor. Es que...
—¡Vale, entonces! Estaré de vuelta dentro de un minuto. El doctor llegará enseguida, ¿de acuerdo?
—Gracias. Muchísimas gracias. Podría usted... ¿podría mantener fuera a mi esposa, por favor?
George le suplicaba con los ojos y Joey asintió lentamente.
—De acuerdo. No se preocupe.
Salió del cubículo y se dirigió a la zona de recepción.
—¿Señora Markham?
Paseó la vista por el conjunto de personas allí reunidas y no le sorprendió ver que quien se levantaba y se acercaba a él era una mujer gorda con el pelo teñido de rojo y un chándal vede brillante. De algún modo había sabido que aquélla tenía que ser la esposa de aquel pobre tipo.
—¿Qué tal está? Ay, Dios mío, sólo George puede cortarse así, él solo, sentado en esa puñetera caseta. La verdad, doctor...
—Enfermero. Soy enfermero.
Cuando Elaine arrancaba a hablar otra vez volvió a interrumpirla.
—Le daremos unos puntos a su marido en cuanto lo haya visto el doctor. Si desea usted tomar un café o algo, hay una máquina al final de ese pasillo —y le indicó las puertas batientes de la derecha.
Elaine sabía cuándo la mandaban callar, y en sus ojos apareció un destello acerado que solía estar reservado para George. Dio media vuelta, echó a andar hacia las puertas batientes y les dio un empujón tan fuerte que se estrellaron contra las paredes.
Joey Denellan se quedó mirándola. No era raro que al pobre cabrito se le viera tan aplastado. Estar casado con aquello debía de ser como estar casado con Atila, el rey de los hunos. Pero aun así, Joey se sentía perplejo. ¿Cómo se habría hecho el tajo en la pierna el fulano aquel? ¿Qué había dicho la mujer? En una caseta de jardín. ¿Cómo explicar lo del semen, totalmente inconfundible, en los calzoncillos? Oyó que alguien se dirigía a él.
—Joey, accidente de tráfico en la M-25.
—¿Cuántos afectados? —se dirigió al mostrador de recepción.
—Cuatro. Tiempo de llegada estimado, siete minutos.
—OK. Llama a Accidentes.
Empezó a preparar las cosas para recibir a las víctimas del accidente de tráfico. Y George Markham desapareció de sus pensamientos.
—¿Tú vienes, George? —la voz profunda de Peter Renshaw resonó como si rebotara contra las paredes de la oficina y le diera a George en pleno rostro.
—¿Si voy adónde? —miró a Renshaw con ojos de miope.
—Al guateque, Georgie. Al puto guateque de despedida de Jonesy.
—Ah, sí. La despedida de Jonesy. Claro, claro. Sí, iré, sí.
—Así se hace. Le preparamos hasta un striptease, ¡de todo! Te digo una cosa, Georgie, va a ser una fiesta tremenda. ¡Treemenda!
Peter Renshaw tenía el hábito de estirar algunas palabras cortándolas en dos para reforzar bien su intención. Aquello a George le ponía de los nervios.
Renshaw era vendedor de la misma firma de ropa en la que trabajaba George. Era mucho más alto que George, y era evidente que le gustaba serlo. Peter Renshaw andaba por los treinta y pocos, y por lo que todo el mundo podía deducir, ganaba cantidad de dinero. Era el número uno de los vendedores. Por alguna extraña razón, George le caía bien y siempre se aseguraba de que lo invitaran a cualquier sarao que saliese en la agenda.
—Lo del striptease lo arregló el menda, Georgie. El par de domingas más grandes que hay de este lado del agua. Estoy ansioso por ver la cara que pone el viejo Jonesy.
George sonrió.
El viejo Jonesy... Howard Jones era más joven que el propio George. Andaría por los cuarenta y cinco, y George tenía cincuenta y uno. Sintió un escalofrío. Cincuenta y uno. Su vida estaba casi acabada. La voz de Peter Renshaw seguía retumbando.
—Todo está organizado. Primero, al Pig and Whistle. Por cierto, que son veinte billetes por barba. Después a una sala de fiestas nueva que se llama... ¿cómo se llama? La Rubia Platino, eso es. A ver cómo se pavonean todas las pájaras de allí. ¡Nos reiremos a gusto!
George continuó sonriendo.
—Bueno, a ti te dejaré que les metas mano. Que te marques un buen coño caliente que seguro que te mueres de ganas. ¿Nos vemos el viernes entonces?
George asintió.
—Sí. Te veo el viernes, Peter.
Se quedó mirándolo salir de la oficina. El viejo Jonesy... Supuso que a él lo llamarían el viejo Markham. Miró el reloj. Las seis menos veinticinco. Se levantó de la silla, se puso la chaqueta y se marchó hacia la salida del edificio.
Conjuntos Kortone era una empresa boyante, incluso en plena recesión. George trabajaba en la sección de contabilidad del departamento financiero.
Salió de un pequeño pasillo y tomó las escaleras que llevaban al aparcamiento. Nunca utilizaba los ascensores. Cuando bajaba por las escaleras vio a la señorita Pearson que recogía unos papeles arrodillada en el suelo. Era joven, no tendría más de dieciocho años, y llevaba uno trabajando en Kortone. George no había hablado nunca con ella. Se había dejado tres botones desabrochados, y desde el descansillo de la escalera George alcanzaba a ver los senos apretados por los brazos extendidos para recoger los papeles.
Se quedó mirándola. Una carne cremosa, firme y provocadora. La chica lo miró, allí arriba. Él notó el fuerte maquillaje de la cara e hizo un esfuerzo para seguir bajando los peldaños. Abajo, se agachó y recuperó algunos de los papeles y se los dio a ella en silencio.
—Gracias, señor Markham.
¡Sabía su nombre! George sintió una enorme oleada de placer ante aquel mínimo detalle.
—No se merecen —se enderezó y la miró de nuevo. Entonces se abrió la puerta de arriba y les llegó la voz atronadora de Peter Renshaw.
—¡Estás ahí! Te he buscado por todas partes. Menudo zorro viejo estás hecho, George. ¡Tendría que haber pensado que estarías donde están las chicas guapas!
La señorita Pearson miró a Peter y le dirigió una gran sonrisa. George observó su cara de cerca.
—Ah, Peter —tenía la voz ronca y le faltaba el aliento—. Te estuve esperando, pero...
George era consciente de los pasos de Peter Renshaw en los escalones, de que se acercaba. Recogió a toda prisa el resto de los papeles del suelo y se los entregó a la señorita Pearson.
George se alejó de ellos, convencido de que no se darían cuenta. Tenía razón. Ninguno de los dos le dijo ni una palabra. Salió del edificio y fue hasta el coche. Un Ford Orion como del 83, matrícula A algo. Lo abrió, se sentó en el asiento del conductor y esperó.
La pareja salió por fin del edificio y se dirigió al coche de Peter, que llevaba un brazo por encima de los hombros de la muchacha y con la mano le apretaba un pecho. La señorita Pearson le apartaba la mano entre risitas.
Otra guarra. Otra puta. ¿Cómo había dicho Peter? ¿Se mueren por ello? George cerró los ojos y saboreó la imagen que sus palabras habían evocado.
Visualizó a la señorita Pearson con el cuerpo abierto para él, las piernas bien separadas atadas a las patas de una cama. Las manos atadas a la espalda y aquella cara tan maquillada sonriéndole al verlo acercarse. Lo estaba pidiendo. Lo pedía y lo suplicaba...
—Señor Markham... —los ojos de George se abrieron de golpe—. ¿Se encuentra bien? Está muy pálido.
George observó al hombre que le miraba por la ventanilla del coche. Era el encargado del aparcamiento.
—Sí, sí, gracias. —George le sonrió tímidamente—. Estoy un poco cansado, nada más.
El hombre le hizo un saludo con la mano y se enderezó.
George lo miró alejarse, el corazón le retumbaba en los oídos. Intentó recuperar la imagen en su cerebro, pero no hubo manera. Arrancó el coche, tembloroso, y partió camino del centro urbano de Grantley. Las revistas que había encargado tenían que llegar hoy. Sonrió disfrutando del sol de final de verano y de aquella sensación exquisita de gozar las expectativas.
Por su cabeza pasó un instante la noción de que su «pasatiempo» se le estaba convirtiendo en obsesión, pero apartó de plano la idea. La pierna todavía le dolía, y se la frotó distraído mientras conducía.
Era a finales de septiembre de 1989.