Capítulo Trece
En Sexplosion empezaba a haber movimiento justo cuando Tony Jones vio entrar por la puerta a Tippy.
—Cojones, tía —le dijo con una sonrisa—, vaya mala pinta que me traes.
Tippy traía la cara pálida y ojerosa.
—Tengo que hablar contigo, Tony, ¡y ahora mismo!
Se quedó desconcertado.
—Vale, vale, chica, vente a mi oficina.
Buscó con la mirada a Emmanuel, que estaba intentando ligarse a un hombre de cierta edad vestido con un traje muy elegante.
—Emmanuel, ¡ponte ahora mismo detrás de ese mostrador! Pasa, Tippy, amor. —Le abrió la trampilla y la mujer pasó cojeando.
Ya en el deslucido despachito, la fulana se sentó en la silla desvencijada. Tony la miró con cautela. Allí había algo que no iba bien. Confió en que no tuviera sida o algo así. Tenía aspecto de enferma, y a Tippy se la solía ver muy en forma la mayor parte de las veces. Como todas las de mal vivir que trabajaban el tema de la sumisión.
—¿Tienes algo que pegue, Ton?
Tony abrió un pequeño compartimento de un aparador y sacó una botella de ginebra Gordon’s.
—Pero no tengo nada para echarle. ¿Te la trincas a palo seco?
Tippy asintió.
—Ahora mismo me bebía una taza de meados fríos, si eso me borra el mundo de la cabeza, Ton. No me he encontrado peor en toda mi vida.
Tony le sirvió una medida generosa en un vaso grande.
—Aquí tienes, muchacha, a ver si te animas con esto.
Tippy le dio un buen trago. Tony vio que le temblaban las manos. Se mordió el labio de abajo consternado.
—Escucha, no es por ponerme gracioso, guapa, pero no tengo todo el día.
Ella lo miró con ojos medio cerrados.
—El cabrito ese que me mandaste ayer... estaba chiflado, Tony, completamente chiflado.
Tony se relajó. ¿Eso era todo?
—Todos están chiflados, tía...
Ella lo interrumpió.
—No, no un chiflado normal. Era un loco de atar, Tony. Un jodido loco.
Tony se representó a aquel George tan educado. Le gustaban cosas un poquito pasadas, y había que reconocer que de las que andaban un poco al límite, pero aparte de eso, parecía un hombre agradable, tranquilo y correcto.
—Sólo es que estás baja de forma, Tippy. A todas os pasa lo mismo cuando vienen las fiestas.
Tippy se rio con sarcasmo.
—Escucha, Tony, llevo dieciocho años en este oficio, de mujer y de chica, así que en tanto tiempo tengo vista gente muy rara, pero nunca ninguno como éste. Mira...
Se puso de pie y se levantó la falda. Oyó cómo Tony aspiraba el aire.
—No me jodas, Tip, ¿te hizo eso?
Tippy asintió con los ojos inundados de grandes lágrimas.
—Tengo por todo el cuerpo. En las tetas, en el culo, por todos los sitios.
Tony se quedó mirando los cortes en cruz que cubrían los muslos de Tippy. Había algunos superficiales y otros parecían profundos. Y todos con costras. Abundaban los hematomas morados y negros.
—Me he pasado la noche meando sangre, Tony. También me metió algo dentro —se le rompió la voz—. Primero me ató y tenía un cuchillo. Y no dejó de ponérmelo en el cuello y de amenazarme... —se puso a llorar con ganas y Tony, por primera vez en su vida, sintió compasión de una chica trabajadora. La cogió en sus brazos y la consoló.
—Está bien, Tippy, cálmate, cariño.
—¿Y ahora cómo voy a trabajar mientras esté así, Ton? Estaré semanas fuera de combate. Y suponte que vuelve. Sabe dónde vivo, y sabe que no voy a ir a la bofia. —Tenía la cara manchada de lágrimas y Tony la hizo sentar con suavidad en la silla.
—Escucha, Tippy, te daré lo suficiente para ir a reponerte. Y me ocuparé de hablar con ese puto, ¿de acuerdo? Me aseguraré de que de aquí en adelante te deje en paz, ¿Vale?
—Promételo.
—Lo prometo. Bueno, y ahora, ¿qué me dices si te llevo a un médico que conozco en Swiss Cottage? Se paga a tocateja y no hacen preguntas. ¿Qué te parece?
Tippy asintió y se enjugó con la mano los churretes de la cara.
—Voy a decirle a Emmanuel que se ocupe de la tienda y podemos ir para allá.
Tony Jones salió del cuartito. ¿Quién lo hubiera pensado? ¿Un tipejo tan educadito como aquél con un tigre en el depósito? Tony meneó la cabeza admirado. Tenía que llamar la atención a George de un modo delicado. No quería perder un cliente fijo. Le mantendría apartado de Tippy diciéndole que se había echado de novio a un negrata de lo más macizo. Nada como invocar un negro macizo o una buena dosis de purgaciones para librarse de cualquier cabrito.
Volvió a menear la cabeza. Pobre Tippy. Le quedarían cicatrices para toda la vida.
Terry Miller cogió el Grantley Times. Acababa de hacerse un café y fumaba un cigarrillo instalado en la cocina de su mamá. Había seis niños Miller que iban de los diecinueve a los siete años de edad. Terry tenía dieciocho y su hermano Charlie diecisiete. Poder estar sentado en la casa de los Miller con una paz y un silencio relativos era un acontecimiento raro y Terry lo disfrutaba. Hasta que vio lo que salía en primera página.
Era una foto de Louise Butler y Terry la reconoció inmediatamente: era la chica que había estado corriendo delante de su coche la noche de la fiesta rave. La chica a la que perseguía aquel individuo con un absurdo tocado en la cabeza. Había tenido que dar un volantazo para evitarlos. Leyó el artículo y frunció el ceño. Al parecer, creían que había sido asesinada por el Destripador de Grantley, aunque de momento no había aparecido cuerpo alguno. Se pasó las manos por el pelo. ¿Debía ir a la policía?
Si iba, tendría que admitir que la había dejado sola allí. Que iba tan colocado de éxtasis y volando tan alto como una cometa y que pensó que sólo era una broma.
Cogió el periódico y lo arrojó en la mesa de la cocina.
Ya sabía qué iba a hacer. Lo hablaría con Charlie cuando volviese de trabajar.
Así que Terry se relajó un poco tras haber tomado la decisión. Charlie sabría qué hacer. Como siempre.
La búsqueda de Louise Butler duraba ya más de dos días. Las fuerzas de seguridad habían peinado cada descampado, maleza, campo de cultivo, bosque. Hasta la cantera.
Nada.
Kate Burrows y Kenneth Caitlin empezaban a preocuparse. Si no aparecía algo, y pronto, estarían otra vez en la casilla número uno. Los submarinistas habían rastreado el río. Se había registrado hasta el último garaje, caseta y cobertizo. Louise Butler había desaparecido de la faz de la tierra.
Habían interrogado a todos los violadores y delincuentes sexuales y comprobado sus movimientos. Seguía sin haber nada. Parecía que el Destripador de Grantley se había instalado para mantener un largo reinado de terror.
Kate estaba sentada en su escritorio mirando las carpetas que tenía delante. Se frotó los ojos con el índice y el pulgar de la mano derecha. Estaba completamente muerta. Caitlin se había ido a los estudios de la BBC porque a última hora de la tarde tenía que aparecer en Crimewatch. El hombre maravilla había llegado, se había puesto al mando y no había conseguido nada. Kate miró a su alrededor, a la sala de incidencias en pleno ajetreo.
Sonaban los teléfonos, las pantallas de los ordenadores ofrecían sus informaciones, y aun así no había nada a lo que agarrarse. Se acordó otra vez de los asesinatos de Leicester. Si por lo menos pudieran hacer los análisis de sangre a unos cuantos hombres de Grantley, habrían hecho la mitad del camino. Porque con que sólo tres mil de los cinco mil varones sospechosos potenciales se hiciesen la prueba, ya eran tres mil para eliminar. Y existía también la posibilidad de que el propio encartado se hiciera el análisis. Si mandaban hematólogos por las empresas y oficinas de la localidad, era probable que los hombres se sintieran obligados a hacerse la prueba al ver que sus colegas lo hacían. Una forma sutil de coacción.
Pero nadie con autoridad suficiente querría siquiera contemplar la idea. Dinero. Todo acababa en el maldito dinero.
Kate se mordió el labio inferior. Tenía que haber algo que se le hubiera pasado.
Aunque la declaración de Geoffrey Winbush sólo les informaba de que Louise había sido vista en Woodham Road, ¿no era probable que la hubiese visto alguien más? Era una chica guapa, vestida con un chándal morado y oro y una cazadora de hombre. No era fácil que se te escapara. Ochocientos jóvenes habían ido a aquella fiesta. Alguno más tenía que haberse fijado en ella.
Kate volvió a mirar las carpetas que tenía delante.
Todavía estaban entrevistando a los propietarios de Ford Oriones de color oscuro. Y nada. Ya sólo quedaban unos pocos nombres en la lista de matrículas de Tráfico. ¿Podría ser que el hombre hubiera vivido en Grantley en algún momento y ahora viviese en alguna otra parte? Aquella idea se le había ocurrido ya antes, pero una sensación en las tripas le decía que seguía viviendo allí. Y si era así, la mejor manera de capturarlo era con los análisis de sangre. Vuelta a la casilla uno.
Sonó el teléfono y contestó.
—Aquí la inspectora detective Kate Burrows.
Sintió que el corazón se saltaba un latido. Era Patrick Kelly.
—¿Seguimos quedando para esta noche?
—Oh, sí, naturalmente. No puedo prometer a qué hora llegaré, tendré que telefonearte cuando salga del trabajo. Estamos más que desbordados por...
—Entonces, ¿todavía nada? —le preguntó en tono inexpresivo.
—No, nada concreto.
—Entonces te veré luego. Adiós.
—Adiós.
Kate colgó el auricular y sonrió. Ese Patrick Kelly iba a gustarle. Iba a gustarle un montón. Y sin embargo, su parte sensible le decía que no fuera niña. Era una mujer, era policía y él...
¿Él era qué?
Era un hombre agradable, eso es lo que era, y cuando se marchaba de aquella comisaría, ¡su vida era sólo suya!
Cogió la carpeta y se puso a leerla de nuevo. Le pagaban por encontrar a ese asesino, ¡y vaya si lo encontraría!
Charlie Miller volvió del trabajo a las seis y cuarto. Como de costumbre, la casa era ya un pandemónium. Todos los niños habían vuelto y la ascendencia irlandesa hacía que las discusiones a gritos fueran la norma. Como la mayor parte de los niños de familia numerosa, habían aprendido a gritar más que el otro desde muy pequeños. Charlie fue directamente al cuarto que compartía con Terry y puso una cinta de Fine Young Cannibals. Estaba a mitad del proceso de desvestirse cuando su hermano entró con el periódico.
—¿Todo bien, Tel?
Terry meneó la cabeza y se sentó en la litera de abajo.
—No, o sea, la verdad es que no.
Charlie frunció el ceño y se paró con la camisa a medio quitar. Terry tenía mal aspecto. Se sentó a su lado.
—¿Qué te pasa, hermano? ¿Has empeorado? —dijo con voz baja. Aunque solamente se llevaban un año, Charlie veía a Terry como si fuera un hermano más pequeño.
—Es por lo de esa pava que ha desaparecido... Louise Butler. Mira.
Abrió el periódico y Charlie lo miró. Terry observaba la cara de su hermano.
—¡Es la pava de la otra noche! La que iba con aquel menda tan raro de la máscara.
Terry asintió.
—O sea, que pienso que tenemos que ir a la pasma. Contarles que la vimos.
Charlie negó vigorosamente con la cabeza.
—¡Oye, ni se te pase por esa puta cabeza, tronco! Yo no pienso ni acercarme por allí. ¡Y tú tampoco!
—Pero, Charlie...
Charlie acabó de quitarse la camisa y la tiró al rincón de la minúscula habitación.
—Nada de peros, Tel... ¡Olvídate!
Terry supo por el tono de voz de su hermano que tenía que hacer lo que le decía. A Charlie no le gustaba que no estuvieran de acuerdo con él.
Terry apretó los dientes, consternado. La chica había desaparecido. Igual seguía viva.
Charlie miró a su hermano y suspiró. Terry era tan blandengue. Se quitó los tejanos de trabajo y los tiró sobre la pequeña pila del rincón. Se agachó para mirar a su hermano a la cara.
—Escucha, Tel, siento mucho lo de esa pavita y tal. Debe de ser cosa de ese destripador con el que andan todos. Pero justo por eso, no pienso poner mi cara en el retrato..., ni la tuya, o sea... ¿entendido?
Terry asintió.
—Bien. Pues que no te vuelva a oír hablar del asunto. Además, nosotros íbamos superpasadísimos. ¿Qué coño podemos contarles que les sirva de algo?
Con eso, Charlie cogió su champú y su desodorante y se fue a bañar, dejando a Terry sentado en la cama con la cabeza hecha un torbellino. Los Fine Young Cannibals cantaban «Johnny, te queremos, ¿no quieres volver a casa, por favor?» y aquellas palabras hicieron que Terry tuviera ganas de llorar. Deseó que Louise Butler volviera a casa sana y salva para así poder dejar de pensar en ella.
Apagó la música y se tumbó en la litera de abajo con las manos cruzadas debajo de la cabeza.
Casi la habían atropellado. Deseó que hubiera sido así si el Destripador de Grantley la había pillado, como parecían pensar los periódicos. Por lo menos su final hubiera sido rápido y breve.
* * *
A las seis, Elaine y George estaban sentados en el salón viendo el noticiario local y dieron la noticia de la desaparición de Louise Butler. Cuando apareció su foto en la pantalla, Elaine meneó la cabeza.
—Oh, George, ¿no es terrible?
Louise salía con el uniforme del colegio y parecía muy joven. Nada parecido a la chica del sábado anterior.
—Sí, querida. En el trabajo nadie hablaba de otra cosa, ¿sabes?
—Nosotras igual. Su madre va a mi supermercado. ¡Cómo debe sentirse ahora! Tiene que ser como una pesadilla. Esta ya es la tercera, ¿verdad? Hoy leí en el Sun que la otra chica, cómo se llama, ¡que su padre es un gánster de Londres!
—Mandy Kelly.
—Exacto. Mandy Kelly. Fíjate cómo te acuerdas del nombre.
George notó un nudo en la garganta. Era miedo.
—Oh, se me quedó en la cabeza, nada más.
¿Elaine lo estaba mirando de un modo raro?
—¿Quieres un poco de té, querida?
Antes de que pudiera contestarle, se oyó llamar con fuerza a la puerta de la calle.
—¡Madre mía, quién demonios puede ser ahora! —la voz de Elaine sonó aguda. Que la gente llamase a su puerta era algo muy poco habitual en aquella casa. Se levantó rápidamente para ir a abrir.
George continuó sentado. Todavía estaba tratando de recuperarse del desliz anterior. Y pareció aún más sorprendido cuando Elaine entró en la sala con dos hombres.
—George, estos son el sargento detective Willis y el agente Hemmings. Quieren hablar contigo —dijo Elaine con voz temblorosa.
—¿Puedo ofrecerles una taza de té o de café, caballeros?
—El té estaría muy bien, señora —dijo Willis sonriente.
George seguía sentado, atónito.
¡Sabían que era él! ¡Habían ido a por él!
—Siéntense, por favor. ¿Tú quieres también un té recién hecho, George?
Notó que su cabeza subía y bajaba por su propia cuenta. Se dio cuenta de que Elaine salía de la sala. Pero tenía los ojos pegados con cola sobre aquellos dos hombres que ahora se sentaban en el diván. Oía su propia respiración acelerarse y se esforzó desesperadamente por controlarla.
—Perdone usted que le molestemos, señor, pero estamos preguntando a todas las personas de Grantley que tienen un sedán azul oscuro. Para así poder ir eliminando gente de nuestras investigaciones.
Eliminar. Eliminar. Eliminar. Qué sabían ellos. No sabían nada. George sonrió.
Al otro lado de la puerta de la sala, Elaine se relajó también. Al llegar a la cocina llenó el hervidor eléctrico con el corazón desbocado en el pecho.
George nunca haría una cosa así. ¿Qué le habría hecho pensar que sí? Era demasiado dura con él.
No fue más que el susto de ver a dos policías en su puerta. Igual que la otra vez. Aquella terrible vez. Y entonces, se le ocurrió una cosa. ¿Traerían aquello a colación? ¿Después de tantos años? Se puso a preparar una buena tetera. George nunca volvería a hacer una cosa así. Nunca. Ni en un millón de años.
En el salón, Willis y Hemmings escuchaban a George contarles dónde había pasado las noches de los asesinatos y la desaparición.
—Estuve en cama con una gripe terrible. Mi esposa puede certificarlo, agentes. ¿Puedo hacerles una pregunta?
—Naturalmente.
—Si uno de ustedes es un agente, ¿no debería ir de uniforme?
Willis sonrió.
—En este tipo de casos, siempre tratamos de ser todo lo informales posible. Los agentes de uniforme nos acompañan vestidos de paisano para que las personas como usted, a las que vamos eliminando, no se sientan presionados. Por los vecinos, etcétera.
—Son ustedes muy considerados.
Elaine entró trayendo el té. Su cuerpo de huesos grandes andaba torpe e hizo un buen ruido al dejar la bandeja sobre la mesita de café.
Willis la observó con disimulo. Era un manojo de nervios. Empezó a servir el té, y cuando por fin terminó y se sentó, era como si hubiera corrido la maratón de Londres. Trató de calmarse.
Willis se dirigió directamente a ella.
—Veamos, señora, el 2 de diciembre de 1989, que era sábado, parece ser que su marido estuvo con usted en casa toda la noche, ¿es así?
Elaine asintió.
—No sale prácticamente nunca por las noches.
—Entiendo. Entonces, el 23 de diciembre, que era sábado, ¿estuvo también con usted en casa?
—Sí.
—Y durante la Nochevieja, ¿estuvieron juntos en casa?
—Sí. No. En realidad, él estaba en cama con una gripe tremenda. Yo me fui sola a una fiesta en casa de una amiga. George estaba demasiado enfermo para salir de casa.
Elaine se dio cuenta de que tartamudeaba.
Willis y Hemmings la observaban a dúo. Parecía que le temblaba hasta el pelo rojo.
Willis sonrió y cerró su cuaderno.
—Pues eso es todo. Siento mucho molestarlos, pero seguro que lo comprenden.
—Por supuesto. —George ya estaba otra vez recuperado. Notó una risita formándosele en la garganta, justo a punto de estallar. Menudos tontos. Tontos completos. Tragó saliva con fuerza. La risita la tenía ya casi en el velo del paladar.
—¿Les gustaría otra taza de té, caballeros?
Hemmings estaba a punto de decir que sí cuando Willis declinó el ofrecimiento. George sonrió al más joven de los dos. Hemmings le devolvió la sonrisa. Elaine los miraba. ¿Eran imaginaciones suyas o George se estaba riendo de ellos? Últimamente cada vez tenía más y más la impresión de que George era un tanto distinto. Y ahora todo aquello. Eliminándolo de sus investigaciones.
—¿Han encontrado ya a la otra chica? ¿A la que ha desaparecido?
—¿Louise Butler? No, todavía no. Tenemos la esperanza un poco absurda de que se haya ido por ahí con una amiga o con un novio y se ponga en contacto con sus padres. Pero cada día que pasa eso es menos probable.
—Qué terrible —dijo George chasqueando la lengua—. Ese hombre, sea quien sea, debe de ser muy listo. Quiero decir, que tres mujeres asesinadas y ninguna pista. O sea, eso si la otra jovencita ha sido asesinada, naturalmente.
—Cometerá algún error, créame, siempre lo cometen.
—Desde luego.
George sonrió. Siempre lo cometen, ¿eh? Bueno, pues éste no, señor policía sabelotodo. Éste no.
—Tiene que ser una especie de animal —dijo Elaine en voz grave y ronca—. Esas pobres chicas. Las mujeres ya no estamos seguras.
Hemmings movió la cabeza para asentirle a Elaine y pensó: «Bueno, tú sí. ¡Cualquier hombre que intentase atacarte tendría que estar loco!».
Willis se levantó y tendió la mano a George, que se la estrechó con cordialidad.
—Gracias por ayudarnos, señor.
—De nada. Cuando quieran.
Hemmings hizo un gesto con la cabeza y Elaine se levantó de la silla y los acompañó hasta la puerta.
—Gracias por el té, señora.
—No tiene importancia. Adiós.
Cerró la puerta y se quedó apoyada contra ella con el corazón completamente acelerado. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se sentía tan preocupada?
George salió al vestíbulo.
—¿Estás bien, querida? Tienes un aspecto horrible.
—Estoy bien, George. Pero es que fue como aquella vez. Ya sabes... —la voz se le difuminó.
George le pasó un brazo alrededor.
—Vamos, vamos, Elaine, no hay nada de lo que preocuparse. Todo fue un terrible malentendido. Y de todos modos, aquello fue hace mucho tiempo y yo ya pagué mi deuda con la sociedad.
La condujo a la sala y la sentó en su butaca.
—Y ahora, deja de preocuparte, amor mío... Bueno, ¿sólo porque tenga un coche grande azul oscuro? ¿Eso me convierte en un asesino?
Ella negó con la cabeza.
—Desde luego que no, George. Perdona.
—¡Vaya!, otra vez persiguiendo fantasmas, Elaine. Esa cosa siempre tendrá que estar entre nosotros, ¿no es así?
George hablaba con voz suave.
No podía mirarlo a la cara. Veinte años después, ésa era la primera vez que George hacía referencia a lo sucedido. Y tenía razón, siempre había estado entre ellos. Porque siempre había permanecido en el fondo de su cabeza, desde el momento en que se levantaba por la mañana, hasta que se iba a la cama por la noche. E incluso entonces, algunas veces, se colaba en sus sueños.
—Lo siento, Elaine. De verdad que sí. Desearía con todo mi corazón poder volver atrás y cambiar aquello, pero no puedo. Es sencillamente imposible.
George observó la expresión culpable de Elaine y sintió de nuevo que la risa le amenazaba.
—Ya lo sé, George. Fue sólo al verlos a ellos allí de pie en la puerta de esa manera.
—Ya lo sé, amor mío, te comprendo. Ya sé que nunca me has perdonado lo que sucedió, y no te lo reprocho, cariño. Te agradezco el modo en que me apoyaste. De verdad que sí —cogió la mano blanda de ella con la suya y contuvo un estremecimiento—. Te quiero, Elaine, siempre te he querido.
Elaine se enjugó los ojos con el dorso de la mano sabiendo que en el fondo aquello era una excusa para impedir el contacto físico con él.
—No soy más que una vieja tonta, George. Voy a hacer más té.
George se apartó para que pudiera levantarse de la butaca. Miró la tela de su traje ceñido estirarse hasta el límite cuando se agachó sobre la mesita para recoger la bandeja de tazas y platos. Debía de haber dejado el régimen durante la Navidad.
Cuando salió de la habitación, George se sentó otra vez en su asiento y sonrió. ¡Eran todos unos tontos de remate! Todos hasta el último. Y él era más listo que una camada de monos, como solía decir su madre, y más listo que todos ellos. Empezando por la zorra gorda aquella de la cocina.
Elaine preparaba el té. Tuvo el impulso de lanzar la tetera contra la pared. La noche del asesinato de Mandy Kelly, George había salido a dar uno de sus paseos. Apartó aquel pensamiento de su cabeza. La otra noche había estado con él. Y el día de Nochevieja estaba enfermo. Muy enfermo. Se estaba poniendo paranoica, eso era lo que le pasaba. Deseó que el tiempo corriese más deprisa y llegasen sus vacaciones en España para poder alejarse de allí, dejar a George y pasárselo bien, sencillamente. Echó el agua sobre las bolsitas de té y volvió a sentir que le brotaban las lágrimas.
Con todos sus defectos, George no era un asesino. No era un criminal.
Eso tenía que creerlo.
Tenía que hacerlo.
Que llegase el viernes. Iba a ver a Hector Henderson y según iban pasando los días, descubría que necesitaba más y más aquella simplicidad y aquella alegría suyas. Y sobre todo, su amabilidad.
Willis y Hemmings comentaban lo de Elaine y George mientras se dirigían a la dirección siguiente.
—Él parecía normal, ¡pero la mujer! Era un manojo de nervios.
Willis se encogió de hombros.
—Nosotros afectamos a algunas personas así. Los ponemos nerviosos. La gente como ella nunca tiene por su casa a la policía, sabes. Y cuando aparecemos, se descomponen. Él era un buen tipo. Muy educado, y hablaba bien.
Hemmings asintió.
—Ojalá hubiera mucha más gente como ellos. Que nos ofrecieran un poco de respeto de vez en cuando. La otra semana fui a una casa..., al chico lo habían pillado robando en una tienda y el padre quería pegarse conmigo. Como si fuera culpa mía.
Willis sonrió.
—Ya sé a qué te refieres. Hoy día todo el mundo se nos echa encima.
—¡Si lo sabré yo bien!
Evelyn y Dan estaban sentados en la barra. Evelyn encendió un cigarrillo.
—Creo que deberías encontrar donde meterte, Dan. Al fin y al cabo, ya llevas aquí más de quince días. Kate es una mujer considerada, pero me parece que estás a punto de acabar con sus ganas de bienvenida. —Dio un trago al café y lo miró por encima del borde de la taza.
—¿Pero ella ha dicho algo? Es decir, de que me vaya.
Evelyn respiró hondo.
—Digamos simplemente que ya ha tenido suficiente.
Dan cogió el paquete de cigarrillos de ella y encendió uno. Evelyn le arrebató el paquete de la mano y se lo metió en el bolsillo del delantal.
—Seguro que las cosas no están tan mal, y que tienes dinero para comprarte tus cigarrillos, ¿o no?
Dan alzó las cejas y trató de decidir si confiar en ella o no. Anthea siempre había pagado las facturas. Vivían una vida de placer. Hacía más de diez años que Dan no tenía un auténtico trabajo. Oh, hablaba de negocios y de los mercados, pero era sólo para impresionar.
Dan se daba cuenta con creciente angustia de que a los cuarenta y seis años no estaba preparado para nada. Y la perspectiva daba miedo.
—Escúchame, Dan, yo sólo intento ayudarte. Kate no puede soportar a los holgazanes, eso lo sabes tan bien como yo. Una vez fuiste vendedor de seguros, ¿por qué no pruebas a hacer eso? Seguro que están deseando pillar a hombres como tú. Botarates de buen ver que sean capaces de camelar a los pájaros para que bajen de los árboles.
Por una vez, Dan tuvo el detalle de mirar para otra parte. ¿Cómo podía explicarle a aquella anciana sentada frente a él que llevaba puesto un reloj de cinco mil libras? Sus trajes eran de lo mejor que se podía comprar con dinero, con el dinero de Anthea. Que no había tenido que pensar en pagar una factura o comprar comida desde hacía sabe Dios cuánto tiempo. ¿Cómo podía explicar que Kate era su última oportunidad? Porque Kate, a pesar de todos sus defectos reales o imaginarios, era la única persona en su vida que lo había aceptado tal cual.
Echó una mirada al Rolex y cerró los ojos. Y después, tomó aire a fondo y empezó a hablar con palabras que se precipitaban fuera de su boca al admitir por fin la verdad.
—Mira, Eve, ya estoy en el lado malo de los cuarenta. Y no sé si podría conseguir ya un trabajo de vendedor. ¿Qué podría esperarme? ¿Diez mil al año? Quince, como mucho. Con eso no me pagaría ni los trajes...
El tono autocompasivo de su voz no se le escapó a Evelyn, que le soltó cortante:
—¡Tendrías que oírte! Ahí sentado como un bobo y lamentándote del destino. Si hubieras dejado que el corazón te gobernara la cabeza en vez del percebe, no estarías en esta situación.
Dan se quedó mirándola conmocionado.
—Ah, he visto muchos como tú en mi vida, Danny Burrows, sólo que la mayoría eran mujeres. Lo que tienes que hacer ahora es organizarte. Hacerte una vida, como siempre dice Lizzy. Coge tus joyas y empéñalas, búscate un sitio para vivir y luego consigue trabajo. Eso es lo que todo el mundo tiene que hacer alguna vez, y se llama ser responsable de uno mismo.
»Sabes —continuó—, todos estos años he estado viendo a mi Kate echarte de menos, y a mí me asombraba. ¿Cómo puede una mujer tan inteligente y sensata querer a un holgazán como tú? Tú no eres bueno ni como hombre ni como bestia. ¡Por Dios santo, Dan, el que hayas aguantado tanto tiempo como has aguantado es algo que me tiene asombrada!
El ambiente de la pequeña cocina estaba cargado. Dan sintió el impulso de cerrar el puño y estampárselo en los dientes a aquella vieja. Pero sabía que no lo haría porque era demasiado cobarde. Anthea lo sabía, y por eso le había hecho lo que le había hecho. Le había dictado qué tenía que vestir y que comer, cuándo tenía que dormir o hacerle el amor. En resumen, que ella llevaba la voz cantante y Dan la dejaba. En todos aquellos años no había tenido ni un solo día realmente feliz porque Anthea siempre era la jefa. Lo que ella decía, se hacía. Viajaban muchísimo, pero él tenía que ir satisfaciendo cada capricho de ella. Si decidía que ya bastaba de contemplar paisajes o lo que fuera, pues ya había bastado. La mujer sentada frente a él tenía razón, tenía que asumir la responsabilidad de sí mismo. Porque ahora ya no había ninguna Anthea que lo hiciera por él.
—Ya sé que tienes razón en lo que dices, Eve, pero no estoy seguro de ser hombre suficiente para hacer lo que me sugieres.
Evelyn sacó los cigarrillos del bolsillo y le dio uno.
—Escucha, Dan, Kate está harta de verte instalado en ese sofá. Lárgate a vivir a algún sitio para ganarte otra vez su respeto. Encuentra un trabajo, arregla tu vida. Si de verdad quieres volver a tenerla, ésa es la única manera.
—¿Y qué hay de ese hombre con el que sale?
—¿Qué hombre? —Evelyn pareció desconcertada.
—Oh, vamos, Eve. Hay un hombre en circulación o yo no me llamo Danny Burrows.
—Bueno, si lo hay, es el primero del que tengo noticias.
Dios me perdone por decir mentiras, pensó. Estaba tan segura como que hay día y noche que Kate, bendita sea, por fin se había hecho con un hombre. Un hombre misterioso, lo admitía, porque no había conseguido sacarle nada de él a su hija, pero un hombre de todos modos.
—Tú consíguete algún sitio donde vivir y luego empieza la campaña para conquistar a Kate. La vida tiene modos muy curiosos de organizarse. Es algo que he aprendido después de tantos años.
Él le sonrió. Una sonrisa auténtica. A Danny nunca le había gustado la madre de Kate porque siempre había sabido que él no le gustaba. Y porque lo tenía tan calado como si fuera de cristal.
—Gracias, Eve. Para mí significa mucho que hablemos de esta manera.
Evelyn lo cogió de la mano y le sonrió.
—Sólo quiero ayudarte, hijo.
Tuvo el respeto de bajar la vista y mirar su anillo de boda, un aro de oro envejecido. Ya no podía seguir mirando a Dan a la cara. Todo lo que realmente quería era verlo fuera de aquella casa.
En toda aquella charla sobre él y Kate y el hombre misterioso, ni una sola vez había mencionado a su hija.
Eso era típico de ese condenado Danny Burrows.
* * *
Lizzy se metió los dedos entre la melena y bostezó. Joey estaba tumbado junto a ella y sonreía. Los dos estaban desnudos. Lizzy echó una ojeada al cuarto y parpadeó.
—Este sitio es directamente una pocilga.
Joey se rio con ganas.
—Pues claro que sí, es de ocupas.
Las paredes estaban manchadas con salpicaduras de pintura, y aquí y allá habían dibujado unos grandes ojos de los que salían puñales.
—¿Quién hizo esta decoración, Joey?
—Ah, un tío que se llama Nipper. Se cree que es un poeta y artista del arroyo.
—Bueno, pues yo le daría el consejo de que no dejase su puesto de trabajo.
El olor agrio de las sábanas flotó hasta su nariz e hizo una mueca.
—¿Por qué no lías uno?
—Vale.
Joey se sentó en la cama con las piernas cruzadas y procedió a hacer un porro. Lizzy lo observaba con languidez. Joey le gustaba un montón. Era estimulante. Se sabía todos los sitios a los que ir y conocía a todos los que había que conocer. Llevaba toda la semana sin pegar golpe: Joanie la había llamado y le había dicho que tenía gripe y se había pasado así todos los días. Vagueando por ahí en el piso o el coche de alguien, procurando pasarlo bien. Su madre empezaba a sospechar ante la cantidad de tiempo que se pasaba en su cuarto, pero Lizzy le había dicho que a todo el mundo le gusta estar solo de vez en cuando.
Su madre era un grano en el culo. Siempre quería saber dónde andaba y qué hacía. Con quién estaba y qué habían hecho. Y su abuela no era mucho mejor. La imagen de no matar una mosca de Lizzy había logrado mantenerla a salvo durante los últimos años, pero muy pronto iba a querer largarse. Montárselo por su cuenta y disfrutar de la vida. Si su padre conseguía un sitio, se iría a vivir con él.
Se parecía a él en un montón de cosas. Le gustaba la buena vida, vivía para disfrutar. Su madre se pasaba la vida en un vacío. Esperaba a que las cosas sucedieran en vez de hacer que sucediesen. Ése era el secreto.
Joey encendió el canuto, inhaló profundo y se lo pasó a Lizzy, que se metió el humo hasta bien debajo de los pulmones y lo mantuvo allí un rato antes de soltarlo despacio.
—Así es como se hace —sonó como Mr. Punch y Joey le sonrió.
Nunca había conocido a nadie así. Lizzy Burrows estaba dispuesta para todo lo que fuera. La miró sentarse y echar la ceniza al suelo. La chica no era nada consciente de su cuerpo. Él le cogió un pecho y se lo apretó. Era una mano áspera con las uñas negras. Lizzy se la apartó. Ahora lo único que quería era colocarse de verdad y tumbarse en el colchón pensando en cosas buenas. Era lo que hacía todo el tiempo en su casa, escuchando a Sinéad O’Connor o Pink Floyd.
Le devolvió el petardo a Joey y se tumbó. Él le dio una chupada y, poniendo su boca sobre la de ella, sopló para meterle el humo en los pulmones. Lizzy se rio y lo besó también. De uno de los otros cuartos llegaban los sonidos ásperos de Guns N’ Roses, las paredes vibraban con el sonido de la guitarra poderosa.
—¡Oh, mierda! Ya ha vuelto Stud. Venga, a vestirse y salir zumbando.
Lizzy se tapó los pechos con la sábana sucia y se rio.
—¿Por qué?
—Porque Stud es como un accidente a punto de suceder, por eso.
—¡Oh, no me jodas, Joey! Tengo un colocón estupendo. No quiero moverme todavía.
Joey suspiró y se rascó la cabeza grasienta.
—Escucha, ¿qué te parece si vamos a pillar un poco de speed o algo?
—De acuerdo, pero sólo si luego volvemos aquí. ¿Hace?
—Trato hecho. Y ahora vístete antes de que entren todos los moteros.
Joey estaba verdaderamente preocupado. Los moteros eran buena gente, pero podían desmadrarse más de la cuenta. Lizzy no tendría muchas probabilidades de librarse si decidían que querían un poco de movimiento. No sería la primera vez.
Lizzy se puso las bragas y los tejanos. Y cuando estaba pasándose la camiseta por la cabeza se abrió la puerta.
Apareció un tipo grandote con una larga barba pelirroja y pelo rubio enmarañado. Tenía una gran barriga cervecera que le colgaba por encima de unos tejanos cochambrosos. En la camiseta llevaba impresa una calavera.
—Hola, Joey, ¿quién es ésta? —tenía una voz grave y con un deje que a Lizzy no le gustó.
—Es Lizzy... Lizzy Burrows, Lizzy, JoJo Downey. El que manda aquí.
Lizzy captó el miedo en la voz de Joey.
—Hola —dijo con una vocecita.
JoJo frunció el ceño mirándolos con unos ojitos semicerrados y luego plantó en la cara una sonrisa sin dientes que les ofreció a ambos. Aquello daba más miedo que el ceño fruncido.
—Venid a tomar un trago con nosotros —la música volvía a sonar con estrépito y Lizzy se calzó las botas y salió de la habitación detrás de Joey y JoJo. En el salón vio como quince personas, la mayoría hombres. Había dos chicas con ellos. Las dos con el pelo teñido de negro y con el traje de faena de las moteras, el uniforme a base de minifalda de cuero negro, top de licra negro y cazadora vaquera corta y gruesa. Llevaban una gran cantidad de rímel negro y los labios pintados de morado. Ambas sonrieron a Lizzy, que les devolvió la sonrisa. Ahora que estaba vestida todo era más fácil.
—Siéntate, guapa, tómate algo. —JoJo hizo un gesto a las chicas para que se corriesen en el sofá desvencijado, y rápidamente le hicieron sitio a Lizzy, que se sentó entre las dos. Joey se sentó en el suelo con los demás. Un hombre de unos cuarenta años con una cazadora de cuero con tachones encima de las rodillas le cogió el canuto que llevaba en la mano.
Cuando Lizzy empezó a beber su sidra se dio cuenta de qué era lo que estaba haciendo el tipo de la chaqueta de cuero. Estaba cociendo algo en un pequeño crisol, y mirándolo burbujear. Luego, la colocó con cuidado sobre la cazadora, cogió una jeringa del suelo y empezó a llenarla con el líquido. Se dio cuenta de que Lizzy lo miraba y le guiñó un ojo.
Bajaron la música a solicitud de un gordo que trataba en serio de dormir en medio de aquel escándalo. Lizzy vio que Joey estaba otra vez liando uno y sintió que le entraba el desánimo. Lo único que quería era marcharse de allí. Marcharse y no volver nunca.
Pero Joey se había vuelto a relajar. Las dos mujeres que tenía a los lados hablaban entre ellas de sus hijos. Mientras hablaban, una niña de unos dos años entró corriendo en el salón. Llevaba el pañal tan mojado que le chorreaba por las piernas. La mujer de la derecha de Lizzy le tendió los brazos y la niña trotó hacia ella. El pañal empapado se le escurrió piernas abajo y la niña se limitó a salir de dentro de él con gran regocijo de todos los reunidos. El hedor de la orina se sumó a todos los otros olores rancios de la habitación. Lizzy miró por encima de la cabeza de la niña para ver qué hacía el hombre del suelo. Estaba deslizando la aguja en una vena azul del brazo y cerró los ojos al notar la primera oleada. Abrió los ojos y la miró directamente.
—¿Quieres venir?
Lizzy negó con la cabeza.
—Pues entonces deja de mirarme, cojones.
Lizzy se mordió el labio y el tipo se echó a reír.
Le pasaron el canuto que había liado Joey y le dio una buena chupada agradecida. La chica que tenía al lado se lo cogió y echó el humo sobre la cabeza de la niña.
Joey sonrió a Lizzy y Lizzy se relajó. Por fin el cannabis hacía su efecto. Alguno se levantó y puso un disco de Pink Floyd. Great Gig in the Sky llenó la sala y la voz embrujadora de la mujer serenó a Lizzy. Eso estaba mejor, esa música la conocía, así que de algún modo aquella sala ya no parecía tan amenazadora. El hombre del suelo que se había chutado le sonrió y se encontró sonriéndole a él. Luego JoJo le ofreció un toque de LSD. Tomó en la mano el minúsculo trocito de papel secante que le ofrecían y se lo puso en la lengua. Joey hizo lo mismo. Una hora después, Lizzy flotaba por algún punto entre la realidad y la quinta dimensión. Se lo estaba pasando fantástico. Sin saber muy bien cómo, habían ido apareciendo más niños que venían de los dormitorios del piso. La música, aunque seguía fuerte, no era estruendosa e incluso alguien había hecho unos sándwiches que iban pasando por allí acompañados de una mezcla de sidra y vodka. Joey estaba ahora tumbado en el suelo con la cabeza perdida en su viaje.
Y entonces se oyeron unos fuertes golpes en la puerta.
Una de las chicas se levantó para ir a abrir y entraron dos mujeres bien vestidas. JoJo se levantó y las acompañó a la cocina. Joey los miró hacer el trato desde su observatorio privilegiado en el suelo.
Tres mil tabletas de éxtasis cambiaron de mano por un grueso fajo de billetes.
Joey se relajó, feliz al saber que por lo menos durante las próximas semanas en aquel sitio no habría sequía de drogas. Y justo en el momento en que las dos mujeres se marchaban, empezó el pandemónium. Parecía que salían policías de todas partes.
En esos momentos, Lizzy estaba tan para allá que se limitó a sonreírles mientras se la llevaban al coche celular.
* * *
Kate y Caitlin repasaban juntos las pruebas de sospechosos.
Eso incluía ir separando las declaraciones de delincuentes conocidos y ver si podían descubrir algún fallo a lo largo de ellas. De momento, no habían llegado a ninguna parte. Caitlin bostezó sonoramente.
—Aquí no hay nada, Katie. Tú lo sabes y yo también. Ese hombre, sea quien sea, no es el típico maníaco. Es de una variedad nueva.
Kate sonrió a su pesar.
—¿Una variedad nueva?
—¿No es eso lo que acabo de decir? A lo largo de los años me he ido dando cuenta de que los asaltos violentos van cambiando sutilmente. Si te fijas, en los años cincuenta y los sesenta circulaban muy pocos criminales como éste. Y sus ataques, por malos que fueran, no eran tan violentos como los de ahora. Mira el tipo tras el que andamos. Golpea a las chicas hasta matarlas. Lo que dispara a la mayoría de los violadores es dominar a la mujer. La pelea, el miedo, saber que están cometiendo la peor de las violaciones que puede sufrir una mujer. Pero este colega de ahora, me parece sin embargo que las quiere bien quietas. Tan quietas que las mata, de hecho. Es casi como si buscase la sumisión absoluta. Como si buscase que la mujer lo aceptara, si prefieres. Que le dieran permiso.
Kate se quedó mirando la cara tosca de Caitlin y asintió.
—Creo que te entiendo. Pero sabiendo eso, estamos tan lejos de encontrarlo como de encontrar el Santo Grial —dijo con voz apagada.
—Oh, lo encontraremos, no te apures. La cuestión es cuándo, ésa es la gran puñeta. Cuándo. Cometerá algún error. Siempre lo cometen.
Sonó el teléfono de la mesa y Kate lo contestó. Caitlin observó que en su cara se manifestaba el asombro.
—Voy ahora mismo.
—¿Qué pasa, Katie? ¿Otra? —la voz de Caitlin reflejaba incredulidad.
—Oh, no, no es otro asesinato. Pero muy bien pudiera acabar siéndolo.
Recogió el bolso y salió corriendo de la sala de incidencias mientras él la miraba asombrado.