Capítulo Quince

Evelyn oyó llegar un coche y metió la cabeza entre las gruesas cortinas de la sala de estar. Resopló con fuerza. Era un coche grande de los caros, debía ser alguien que iba a ver a los vecinos. Pero luego, vio que quien salía por la puerta de atrás era Kate. Frunció el ceño. Hoy habían pasado demasiadas cosas para que nada pudiera realmente sorprenderla. Vio salir del coche a un hombre y cuando los dos se volvieron hacia la casa cerró rápidamente la cortina.

Siguió sentada en el diván hasta que oyó la llave de Kate en la cerradura. No pudo sacar fuerzas de flaqueza para recibir a su hija con las efusiones habituales. Oyó hablar a Kate y después una voz de hombre, una voz profunda, castaño oscuro. Se enjugó una vez más los ojos con el pañuelo empapado y esperó a que ambos entrasen en la sala.

Patrick ayudó a Kate a quitarse la chaqueta y después se quitó el abrigo. Colgó ambas cosas en la barandilla de manera informal. De algún modo, aquel pequeño detalle agradó a Kate. Su casa no era demasiado grandiosa y lo sabía. Pero Patrick se comportaba como si él viviera al estilo de ella, como en efecto había vivido en otro tiempo. Sólo que, dado su origen, la casa de Kate probablemente habría sido algo a lo que aspirar.

Patrick la siguió dentro a la sala de estar absorbiendo la casa con los ojos. Se fijaba en todo, desde las alfombras buenas pero gastadas a los libros que abundaban en la habitación. Le pareció acogedora y confortable. Vio a una mujer pequeñita sentada en el sofá y toda vestida de negro. Tenía una cara notable, una cara que denotaba una inteligencia rápida y un corazón generoso. Sintió simpatía por ella al instante.

—Mamá, te presento a Patrick Kelly, un amigo mío. Me ha traído a casa desde el hospital.

Evelyn inclinó la cabeza. Se fijó en la anchura de sus hombros, en sus largas piernas y en su apostura morena, y decidió que Kate tenía mejor gusto de lo que ella se pensaba. Y entonces se acordó del nombre. Era el mismo hombre del que habían estado hablando en la cena de Navidad. Evelyn apartó aquel pensamiento de su mente. Con un apellido como Kelly, tenía que tener algo de sangre irlandesa, así que no podía ser del todo malo.

—Encantada.

Patrick le sonrió y notó que le devolvía la sonrisa sin darse cuenta.

—¿La niña? —miró la cara agotada de su hija.

—Está bien, mamá, o por lo menos todo lo bien que puede estar en esas circunstancias. Los cortes no fueron lo bastante profundos como para ser del todo malos. La descubrí justo a tiempo. Mañana por la mañana va a verla un psiquiatra.

Patrick se sentó en una silla junto al fuego y Kate se volvió hacia él.

—¿Quieres beber algo? Tengo un poco de whisky por algún sitio. —Se dirigió al armarito de las bebidas y abrió la puerta. Sirvió tres whiskys grandes.

Cuando todos tuvieron su copa, Kate se sentó junto a su madre. Patrick las miró. Eran como dos gotas de agua, las dos tenían los mismos pómulos altos y el mismo pico de viuda. Las dos una nariz ligeramente aguileña. Una por una, todas sus facciones eran hermosas, pero en conjunto les faltaba algo para ser del todo perfectas. En cambio, tenían eso que se llama rostros atractivos. Mujeres que van mejorando según envejecen. Desde luego a él, Kate le parecía magnífica.

Evelyn rompió el silencio.

—Así que la mandan a ver a un loquero, ¿eh? Bueno, yo creo que es por su bien, Kate. Esa niña tiene algo que está completamente mal.

Asintió con la cabeza mirando al suelo. Patrick sintió simpatía por ella.

—Usted es el hombre que ha perdido a su hija, ¿verdad? —preguntó Evelyn.

—Sí.

—Una tragedia perder una hija de ese modo.

Patrick observó la cara de aquella mujer mayor y vio allí compasión y comprensión.

—Mi hijo se fue a Australia, sabe. Hace veinte años que no lo veo. Como si se hubiera muerto. Sé de él con regularidad, pero eso no es lo mismo que tenerlos contigo. Verlos crecer y convertirse en lo que hayan de convertirse. Ahora ya es grande, un adulto, y todo lo que tengo para seguir sus años son fotografías. Y eso no es como verlo con tus ojos.

Aquel discursito conmovió a Patrick hasta lo más profundo. Se dio cuenta de la empatía que había entre ellos. Supo que la mujer se le había confiado, que trataba de mitigar su pena, y durante unos pocos segundos peligrosos creyó que se iba a poner a llorar. Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y lo bajó con whisky.

—¿Su familia es irlandesa, señor Kelly? —Evelyn tenía que seguir hablando, tenía que dejar de pensar en Lizzy.

—Sí. Mi padre era de Dublín y mi madre de Cork. Yo nací en Glasnevin. Me vine aquí cuando tenía dos años.

—¡Que el cielo me ampare, yo conozco muy bien Glasnevin! ¿Su madre todavía vive?

Patrick meneó la cabeza.

—No, me temo que no. Era una mujer maravillosa.

—Seguro que guarda un gran recuerdo de ella.

Patrick sonrió de nuevo.

—Sí, desde luego.

Evocó mentalmente la imagen de su madre, con los brazos rojos hasta los codos de lavar y planchar para otras personas, las rodillas perpetuamente hinchadas de fregar suelos. Vio también aquella pequeña sonrisa que tenía, aquella semblanza serena cuando volvía a casa de la misa de seis cada mañana. Cómo le metía un chelín en la mano cada cumpleaños, por muy cortos de dinero que estuviesen. Naranjas por Navidad y un juguetito. ¡Ah, ya lo creo que tenía recuerdos entrañables!

Kate miraba a su madre y a Patrick como en un trance. Se dio cuenta de que si las circunstancias de aquel encuentro hubieran sido más felices, se hubieran tomado un buen whisky del alijo secreto de Bushmill’s de su madre y habrían evocado recuerdos toda la noche. Se alegró de que Patrick estuviera allí. Era como una gran roca de la que podías fiarte, que conseguía apartar de Lizzy la mente inquieta de ambas. Pero su hija necesitaba ayuda y eso era lo que a Kate le daba miedo.

Se levantó y fue hasta el armarito para rellenar los vasos y se encontró con que la botella de Bell’s ya estaba casi vacía. Al verlo, Evelyn se levantó del asiento y dijo:

—Iré a buscar el Bushmill’s.

Salió del cuarto y Patrick sonrió a Kate.

—Intenta relajarte. De momento Lizzy está en el mejor sitio en el que puede estar. Ya habrá tiempo para preocuparse mañana.

—Me siento tan condenadamente inútil. ¿Cómo puede haber pasado eso delante de mis narices?

Patrick la cogió de la mano y la acercó a él.

Ella le miró a los ojos.

—Mira, Kate, tú no eres la única persona a la que le ha pasado eso. Todos los padres dicen eso en algún momento. Recuerdo que cuando descubrí que Mandy se acostaba con ese zoquete de Kevin tuve ganas de hacerlos pedazos a los dos. Pero es algo que pasó y que no puedes hacer que no haya ocurrido. Por mucho que quisiera que fuera así. Lo que te digo es que ahora tienes que tender puentes. Hacer que salga algo bueno de esto.

Oh, aquello sonaba perfecto, pero en el fondo, Kate sentía que había fallado a Lizzy de alguna manera.

Evelyn irrumpió de nuevo en la sala con su whisky irlandés.

—A esto lo llamo yo mi Agua Bendita, es tan bueno como cualquier medicina. Me lo manda una prima mía de Coleraine, Dios la guarde y la bendiga. Es el agua de la montaña lo que le da el gusto. ¿Sabe?, se llama Katie Daly, tal cual. De verdad.

Patrick se rio.

Katie Daly era una de las canciones favoritas de mi madre. Hablaba de una chica que hacía whisky ilegal en Irlanda, y los guardias fueron a detenerla.

Evelyn sirvió una medida generosa a cada uno. Kate dio un trago y notó que le quemaba en la garganta.

—Mañana, cuando vayas a ver al loquero, yo iré contigo, Kate, y procuraremos dejar este asunto arreglado. Nos irá todo bien, ya lo verás.

—Pero cortarse las muñecas así, mamá... Estaba más preocupada de que tú hubieras leído su diario que de ninguna otra cosa.

—¡Y así tenía que estar, esa granujilla desagradecida!

Patrick dio un trago a su bebida. Aquello se estaba poniendo especialmente personal.

—Creo que será mejor que me vaya pronto, ya sé que tienen un montón de cosas de las que hablar.

Kate asintió. El chófer estaba esperando fuera y de repente se acordó de él.

—¡Oh, el pobre Willy debe de estar congelado!

—¿Qué has dicho, Kate Burrows?

A su pesar se echó a reír ante la cara escandalizada de su madre.

—Es su chófer mamá, que se llama Willy. Está esperándole fuera.

—Ah, ya entiendo. Bueno, pues que entre. En esta casa no nos andamos con ceremonias.

Patrick apuró la copa deprisa. No creía que la madre de Kate estuviera del todo preparada para ver a Willy.

—No, ya he molestado lo suficiente. Sólo quería asegurarme de que Kate llegase a casa bien. —Se puso de pie y las dos mujeres con él. Estrechó la mano de Evelyn—. Ha sido un placer conocerla, señora...

—O’Dowd. Evelyn O’Dowd.

Kelly volvió a sonreírle.

—Señora O’Dowd, espero que volvamos a vernos en circunstancias más agradables.

—Yo también, hijo.

Kate salió con él al vestíbulo y Patrick la besó con gentileza.

—Ahora deja de preocuparte, Kate, y si necesitas algo, cualquier cosa, sólo tienes que llamarme. ¿OK?

Kate contestó, demasiado llena de lágrimas sin verter para poder contestarle.

Lo miró bajar por el camino de entrada y meterse en el Rolls Royce. Cuando el coche estuvo fuera de su vista, cerró la puerta y regresó al calorcillo de la sala.

—Bueno, no sabes cómo se te ve el plumero.

—Oh, mamá, no es más que un amigo.

Kate se sentó y cogió otra vez su vaso.

—¿Nada más que un amigo, eh? Bueno, pues si quieres mi consejo, te diría que a ver si lo conviertes en algo más que un amigo, si sabes a lo que me refiero. Hombres como ése no crecen en los árboles.

—Tiene salones de masaje, mamá.

Evelyn O’Dowd tenía su propia serie de principios, que cambiaba y ponía al día dependiendo de la situación.

—Bueno, no todos podemos ser policías, ¿o sí? Tiene toda la pinta de ser un hombre de los buenos. Sigue mi consejo y cázalo pronto, y luego ya le explicarás lo que está haciendo mal.

Kate dio un trago a su bebida.

—Si el jefe superior se entera de que estoy viendo a Patrick, se armará la de Dios es Cristo.

Kate no sabía que el jefe superior sí lo sabía todo sobre Kelly y ella. Patrick Kelly y Frederick Flowers se trataban desde hacía tiempo. Estaban mucho más próximos de lo que nadie sabía..., salvo ellos dos, y desde luego no pensaban decírselo a nadie.

En su butaca, Evelyn puso el freno.

—Bueno, pues en ese caso, mándamelo a mí, jovencita. Lo que tú hagas cuando no estás en esa comisaría no es asunto suyo.

Si Kate no hubiera tenido tantas cosas en la cabeza se hubiera echado a reír ante el tono escandalizado de su madre.

—Eso no es así, mamá, y tú lo sabes. Patrick es un hombre agradable, en eso tienes razón, pero también es alguien que está en los límites de ser un delincuente.

—También yo estoy al límite de serlo, niña, y si supiera cómo se llama la gente que le dio las drogas a Lizzy, les arrancaría la cabellera.

Las dos se quedaron en silencio.

—Escúchame bien, Katie. Si te gusta ese hombre y eres feliz viéndolo, entonces tienes que hacer lo que quieres. No importa lo que opine tu jefe superior o Dan, o Lizzy o yo o el tonto del pueblo. Sólo se vive una vez. Así que vive tu vida como quieres. Antes de que te enteres, serás una vieja. Tan vieja como yo. Y cuando se llega a mi edad, se tiene una perspectiva diferente de la vida. De repente, cada día parece ser un poco más corto que el anterior. Notas que el dolor se te va metiendo en los huesos. Sabes que la parte mejor y más jugosa de tu vida se acabó. Una vez leí que cuando las personas se ponen viejas y seniles vuelven a los tiempos en que su vida era útil para alguien. A cuando tenían hijos pequeños y un marido que volvía a casa de trabajar. Comidas que preparar. Puede que también un trabajito. Y comprendo que quieran escaparse para volver a unos tiempos en que alguien los necesitaba. Puede que porque los días en que a mí me necesita alguien ya están casi acabados.

Kate se deslizó de la butaca y se arrodilló delante de su madre.

—Yo siempre te necesitaré, mamita. —Ante la palabra mamita, Evelyn atrajo a su hija a sus brazos, desbordada por los recuerdos. De niños, Kate y su hermano la llamaban mamita.

—Bueno, Kate, yo sí que estaré aquí todo el tiempo que me necesites. Y también para Lizzy, Dios la bendiga. Le cortaría las piernas de buena gana, pero siempre la querré. Tan marisabidilla como es.

El doctor Plumfield observó a Kate y a Evelyn mientras se sentaban frente a él. Kate había pedido otro día libre para tratar de dejar arreglados los asuntos familiares. Se lo habían concedido de mala gana y comprendió que en lo que concernía a sus superiores, estaba en la cuerda floja. Por mucho que la vieran con simpatía, al fin y al cabo era una inspectora detective y primero tenía que hacer su trabajo. Y en especial una investigación de asesinato.

A estas alturas, el intento de suicidio de Lizzy ya estaría en boca de toda la comisaría, de eso estaba segura.

Plumfield era joven y Kate pensó que parecía más un asistente social que un psiquiatra. Llevaba unos tejanos azules gastados y una camiseta de rugby. El pelo le clareaba ya por arriba, con una pequeña cola de caballo por detrás. Jugueteaba con un bolígrafo con unos dedos teñidos de tabaco.

Se inclinó para atrás en su silla y suspiró. Kate se sintió como una niña a la que han pillado copiando en el examen.

—Su hija, señora Burrows, es una muchacha muy desorientada e infeliz.

Kate le escuchó con atención, sin dejar de pensar «cuénteme algo que yo no sepa».

Plumfield siguió hablando con su voz nasal y Kate decidió que debía ser espantoso vivir con él. No se dirigía a la gente como sus iguales, sino que les hablaba con superioridad.

—Lizzy tiene signos manifiestos de depresión severa, y me parece que la ingesta de drogas y otros patrones conductuales precisan una atención profunda. Para un niño, un cachete es tan útil como un mimo, señora Burrows. Después de todo, ambos son formas de atención.

—¿Así que usted cree que Lizzy necesita más atención?

Plumfield levantó la mano.

—Aún no he terminado, señora Burrows.

Kate giró los ojos y miró al techo. ¡Aquel hombre no podía ser verdad!

—Ya veo que está usted acostumbrada a mandar —la apuntó con el dedo—. Pero ahora no está en la comisaría.

Sonrió para subrayar el filo de sus palabras y Kate comprendió de repente: odiaba a la policía. Kate se había encontrado a muchos así a lo largo de su vida laboral, desde los abogados que intentaban librar a malhechores conocidos, a trabajadores sociales que atestiguaban en los tribunales y daban buenas referencias sobre la personalidad de gente a la que habría que encerrar para siempre.

Aquel tipo iba a echarle todas las culpas a ella.

Se mordió el labio y lo dejó hablar.

—Su hija —y dijo la palabra como una acusación— ha aceptado ingresar en un hospital psiquiátrico durante una temporada para que la podamos evaluar adecuadamente. La llevarán allí esta tarde desde aquí. Estará en el hospital Warley.

Evelyn miró aquella cara de lengua tan suelta y sintió crecer su amor propio.

—Disculpe, doctor Plumtree...

—Es Plumfield.

—Pues disculpe doctor Plumfield. ¡Me parece que tiene usted una cara muy dura! Está hablando de mi nieta. Y no me gusta nada su actitud, jovenzuelo. Díganos sin más cuándo se va, qué va a pasar con ella y cuánto tiempo tenemos que esperar que pase allí.

El doctor Plumfield meneó la cabeza como si estuviera tratando con dos niñas recalcitrantes. Kate puso la mano sobre el brazo de su madre.

—Su hija estará allí todo el tiempo que haya que atenderla, señora Burrows. Está en rebeldía contra algo. Todavía no estamos seguros de contra qué —miró a Kate al decirlo y ella tuvo muy claro el mensaje—. Esta conducta destructiva necesita ser observada. Si desea usted ir a verla, puede hacerlo, pero he de insistir en que deberían tratar de no alterarla de ninguna manera.

Kate se levantó.

—Pues muchísimas gracias, doctor Plumfield. Antes de irnos, ¿será usted quien la trate en Warley?

—No, yo no.

Entonces Kate sonrió.

—Bueno, por lo menos ya hay algo de lo que estar agradecidas. Venga, mamá, vamos a ver a Lizzy.

Dejaron al doctor Plumfield sentado meneando la cabeza. Mientras caminaban por el hospital hacia la sala donde estaba Lizzy, Evelyn no dejaba de ensartar improperios.

—¡Menudo descaro el de ése! Venir a insinuar que habíamos hecho las cosas mal. Me hubiera gustado soltarle a la cara unas cuantas palabras bien dichas. Y me gustaría saber qué demonios le habrá contado Lizzy a ese tipo.

Como siempre que estaba muy enfadada, en la voz de Evelyn sonaba un fuerte deje irlandés.

Kate dejó que aquello le entrase por un oído y le saliera por el otro.

Llegaron por fin a la sala de Lizzy. Estaba sentada en la cama oyendo la radio por los auriculares. Se había lavado la cara y cepillado el pelo. Con el camisón del hospital se la veía muy joven. Miró a su madre y a su abuela y sonrió temblorosa. Se quitó los auriculares de las orejas, extendió los brazos y Kate se abrazó a ella.

—Oh, mami... abu... ¡estoy tan contenta de veros!

Evelyn apartó suavemente a Kate y se abrazó a su nieta. Lizzy se puso a llorar.

—Vamos, vamos, ahora chitón. Todo se arreglará.

Kate se sentó en la cama y las miró.

—Quieren mandarme a un hospital psiquiátrico, mami.

—¿Y a ti qué te parece?

Lizzy meneó la cabeza.

—No lo sé. Al parecer creen que estoy un poco tocada...

Evelyn la interrumpió.

—Eso ni lo digas. Tú lo único que necesitas es un poco de descanso y un poco de tiempo para poner en orden tus ideas.

—¡Pero es que no sé qué tengo mal!

Lizzy estaba al borde de la histeria. Kate le cogió la mano.

—Bueno, eso ya lo averiguarán en Warley. Un sui..., lo que hiciste es una cosa muy terrible, Liz. Tienes que intentar descubrir por qué lo hiciste.

—¡Ya sé por qué lo hice! Fue porque abuelita leyó el diario, sólo por eso.

—¿Y por qué tomabas drogas?

—Oh, ahora todo el mundo toma drogas. No soy adicta, mami. No tomo heroína ni nada de eso.

—Pero lo que he leído en el diario es que las tomabas con frecuencia, todos los días. Anfetaminas, cannabis, éxtasis. Lo que no logro entender es cómo pudo ser que todo esto sucediera delante de mis narices.

Lizzy se tumbó en la cama.

—A veces, mami, cuando estaba colocada, tenía ganas de ir a hablar contigo cuando llegabas. Tú ni siquiera lo sospechabas porque las anfetaminas sólo te ponen muy charlatana. Te ponen arriba, feliz.

—¿Y no eres feliz sin tomarlas?

Lizzy se miró las vendas de las muñecas.

—Muchas veces no.

—¿Pero por qué? —la voz de Kate sonó más fuerte y la chica de la cama de al lado se las quedó mirando.

—Es que no lo sé, mami. No lo sé. Pienso todo el tiempo en la muerte.

Kate miró las baldosas blancas del suelo. ¿Cómo podía ser que una niña de dieciséis años pensase en la muerte? Si su vida acababa de empezar.

—¿Dónde está papá?

—No lo sé.

—Ni siquiera ha intentado saber cómo estoy, ¿a qué no? —dijo con voz inexpresiva.

—Ya nos llamará, Lizzy, a ti te quiere muchísimo.

—Sí, por supuesto que sí —la voz sonó amarga y Kate y Evelyn intercambiaron una mirada de preocupación.

La vida tenía una curiosa manera de ponerse a tu altura, pensó Kate. Justo cuando creías que ya lo tenías todo previsto, te ponía una zancadilla como ésta.

El doctor Plumfield tenía razón en una cosa. Lizzy debería ir al hospital Warley.

Necesitaba ayuda, ayuda profesional, y Kate fue lo bastante sincera como para admitir que ni ella ni su madre podían dársela.

Patrick estaba delante de una casa en Barking. Tres de sus mejores hombres estaban con él. Eran las doce menos veinte y había llegado diez minutos antes. Aquél era uno de los trabajos que no soportaba. Iban a desahuciar a una pareja y sus tres hijos de una casa alquilada. A Patrick lo habían llamado cuando el hombre amenazó a su equipo con un bate de béisbol. En circunstancias normales, sus hombres se hubieran limitado a abrirse camino para entrar y despojarlo de su arma. Pero como habían llamado a la policía, todo había que hacerlo como mandan los cánones. El hombre los observaba desde la ventana de un dormitorio con el bate bien a la vista.

Un guardia joven fue hasta el buzón y se puso a gritar a través de él.

—Vamos, señor Travers, esto es una tontería. Baje usted hasta aquí y hablaremos del asunto.

Se apartó del buzón y alzó la vista hasta la ventana. Travers era un escayolista que había perdido su casa al caer en bancarrota. Abrió la ventana despacio y asomó una cabeza de pelo entrecano.

—¡Largaos todos a tomar por el culo! Ya pagué a ese cabrón y él sabe que le pagué.

El agente lo intentó de nuevo. Levantó la pestaña del buzón.

—El hombre al que usted le alquiló la casa no ha pagado nunca la hipoteca. A usted lo desahucia la constructora, señor Travers, no su casero. Si quiere usted bajar, intentaremos ver cómo arreglar el asunto.

Escudriñó a través del buzón. Vio a una mujer con un niño pequeño en brazos de pie al fondo del vestíbulo. Se la veía ojerosa. Tenía la ropa desarreglada y no llevaba zapatos. Se fijó en que tenía los pies sucios. La mujer movió la cabeza en dirección a él con un gesto de desconcierto.

—Pero si le pagamos el otro día. Le pagamos cuatrocientas libras, un mes de renta. Llevamos aquí seis meses. No tenemos otro sitio a donde ir.

Dos niñas pequeñas, gemelas, salieron de uno de los cuartos de la planta baja y se acercaron a ella. El guardia suspiró profundamente. Cerró el buzón y regresó junto al grupo que estaba en la acera.

—Pobres pringados. Y esto está pasando cada vez más y más. Alguien compra una casa, le carga una hipoteca y luego se la alquila a unos pobres paletos como éstos. Les cobran cuatrocientas al mes o lo que sea durante todo el tiempo que pueden, luego, cuando ejecutan la hipoteca los otros han ahuecado el ala. No hay quién los encuentre. Algunos de estos pájaros tienen ocho y nueve casas en marcha. Ganan fortunas.

Patrick asintió. El timo de la hipoteca era más viejo que Carrracuca. Odiaba aquellos encargos.

—Déjeme probar a mí.

El guardia se encogió de hombros.

—Voy a avisar a los servicios sociales. A lo mejor les pueden encontrar un alojamiento con desayuno o algo.

Patrick asintió con la cabeza y se acercó a la puerta de entrada.

Bramó a través de la ranura del buzón:

—Me llamo Patrick Kelly, y me han pedido que recupere esta propiedad. Vengo como oficial del juzgado. Vamos a ver, señor Travers, tiene ahí con usted a su mujer y a sus hijos, y probablemente estén muertos de miedo. Venga aquí y veremos qué podemos arreglar.

Ben Travers seguía en el dormitorio. Sabía quién era Patrick Kelly, todo el mundo sabía quién era Patrick Kelly. Era una leyenda viva.

Travers paseó la mirada por aquel cuarto desangelado. Lo que habían llamado alojamiento amueblado consistía en dos camas viejas sacadas de alguna tienda de segunda mano, un sofá desvencijado y una cocina de gas que probablemente venía usándose desde la guerra. Paseó la mirada por la habitación y sintió crecer en su interior la frustración y la rabia. A esto había llegado, con una mujer y tres hijos que mantener.

Hasta el último penique que tenía ahorrado se había ido en la fianza de esa casa, más de mil libras, y después, las cuatrocientas al mes de renta. ¡Habían tenido que librarse de la madre de Louise! Habían vivido tres meses con ella hasta encontrar este sitio, y habían sido tres meses más de la cuenta por lo que a él respectaba. Dos años antes tenía una casita protegida privatizada en East Ham, un pequeño negocio que funcionaba y una familia. Y ahora habían llegado a esto, a tener al cobrador de morosos a la puerta por segunda vez. Acarició el bate de béisbol y luego, llevándolo colgado a un costado bajó lentamente los escalones sin alfombrar.

Su mujer lloraba en silencio y la miró con tristeza.

—Perdona esto, Lou.

—Anda, déjalos entrar, Ben, terminemos de una vez con esto.

Asintió en silencio y fue hasta la puerta de entrada. La abrió y Patrick Kelly entró en la casa y cerró la puerta a todos los mirones.

—Señor Travers, siento mucho todo esto, de verdad, pero la orden de desahucio es firme. Ya sé que el sujeto que lo estafó a usted se irá de ésta de rositas. Y por cierto, ¿tiene usted idea de cómo se llama? Puede que yo logre encontrarlo y recupere parte de su dinero.

Ben Travers afirmó con la cabeza.

—Es Micky Danby —dijo—. Me fie de ese cabrón. Todavía estuvo aquí la semana pasada para cobrar la renta del mes. Y no nos dijo ni una palabra. Firmamos un año de alquiler por este sitio, pero ya sé que no vale ni el papel en que está escrito. ¿Qué cojones vamos a hacer ahora?

Patrick se desabrochó la chaqueta y sacó la cartera. Sacó tres billetes de cincuenta libras.

—Tome esto para capear la tormenta. Coja una habitación con desayuno o algo así. Aquí tiene mi tarjeta. Déjele un mensaje a mi secretaria diciéndole dónde está y veré qué puedo recuperar de sus pérdidas. Micky Danby es un imbécil y yo también tengo algunas cuentas pendientes con él.

El hombre aceptó el dinero.

—Gracias, señor Kelly. Se las devolveré algún día —tenía la voz temblorosa.

—Deme ese bate de béisbol y acabemos de una vez con esto. —Patrick hizo una inclinación de cabeza a la mujer que los estaba mirando.

—¿Qué me dice de una buena taza de té, guapa, mientras acabamos de arreglarlo?

La mujer asintió en silencio, contenta de tener algo que hacer.

Patrick abrió la puerta y sonrió a todos los circunstantes.

—Todo está en orden, agentes, ahora ya pueden irse.

—Estupendo. He avisado por radio a los servicios sociales y les encontrarán algún acomodo alternativo. Hasta la vista, señor Kelly.

El guardia se metió en su coche y se marchó. Patrick siguió a Ben Travers al cuarto de estar. Estaba casi vacío, sólo había un televisor portátil viejo y un sofá de PVC estilo años sesenta. Se instaló en él con las dos niñas pequeñas y les dirigió una gran sonrisa. Esperaría a que llegaran los de servicios sociales, a ver qué plan traían. Miró a Ben Travers. Parecía un hombre fuerte y duro.

—¿Trabaja?

—Sólo lo que va saliendo, aquí y allá. De momento, el tema de la construcción está jodido. Se limitan a poner los cimientos de las casas y después las dejan así. Es un puto chiste.

Patrick asintió.

—¿Ha pensado alguna vez hacer este trabajo?

Ben Travers frunció el ceño.

—¿A qué se refiere, a hacer de alguacil?

—Sí, ¿por qué no? Es un buen trabajo fijo.

—Nunca lo había pensado.

—Bueno, pues vaya a ver a uno de mis hombres y él le dirá lo que necesita. Lo cogeré. Siempre ando buscando tipos decentes con un poco de sustancia.

—Lo haré, señor Kelly, lo haré.

Patrick sonrió a la mujer que les traía el té.

—Gracias, cariño. —Abarcó con la mano la habitación—. Esto no vale cuatrocientos papeles al mes.

La mujer hizo una mueca.

—Qué los va a valer este puto Ritz. Si le pusiera las manos encima a ese Micky Danby le partía el cuello de una vez.

Patrick miró a Ben Travers.

—¿Cree que ella también podría querer un trabajo?

Ben Travers soltó una carcajada. Una carcajada que no creyó que guardase en su interior.

Patrick dio unos sorbos a su té.

Desde que Mandy murió, se había ablandado, tenía que admitirlo. Ahora que conocía el dolor de cerca, quería evitarle la experiencia a tantos como le fuera posible. Menos a ese Destripador de Grantley. A ése lo que quería era que hubiera que llorar su muerte. Cuando ese cabrón estuviera muerto, tal vez pudiera empezar a vivir otra vez una vida como es debido, una vida que tenía la esperanza de que incluyera a Kate Burrows.

Kate empezaba a significar mucho para él. Pensaba en ella constantemente. El día que había ido a su casa para hablar del problema de su hija se había sentido mucho más cercano a ella. Ya sabía que era una inspectora detective, y jodidamente buena desde todos los puntos de vista. Sabía que venían de dos mundos diferentes, pero aun así nada lo detendría.

Cuando ella le dijo que le preocupaban sus superiores, tuvo ganas de decirle que a esos superiores los llevaba él por donde quería, pero no pudo. Kate no hubiera aceptado una cosa así, era demasiado recta. Y eso era lo que le gustaba de ella. Desde la primera noche, cuando la conoció, cuando se le había enfrentado en su propia casa, se había sentido atraído por ella. Era una de las pocas personas que no le tenían miedo, hasta el propio jefe superior se quedaría atónito si la viera discutir algunas veces con él.

Kate era una mujer en todos los sentidos de la palabra, y era una mujer que no se entregaría ligeramente a un hombre. Cuando se fueron juntos a la cama el día de Nochevieja, para él había sido como una revelación. Nunca antes, ni siquiera con Renée, había sentido dentro de él semejante fuerza de amor. Ella le confiaría luego que había sido el primer contacto sexual que tenía desde hacía más de cinco años. Y que antes sólo había habido un hombre en su vida. Para Patrick aquella confesión la había colocado por encima de cualquier otra. Era limpia y decente y lo quería en sus propios términos.

Se preguntó cómo sería su hija. Cómo estaría llevando Kate el día. Se encontró con que se pasaba el tiempo pensando en ella. Y a pesar de todo su dolor de corazón, era una sensación agradable.

* * *

Kate y Evelyn llevaron ellas mismas a Lizzy a Warley. Habían pasado por casa para prepararle una maleta y luego se quedaron hasta dejarla bien instalada. Lo divertido era que Lizzy parecía contenta de ir allí. Por lo menos, todos parecían gente muy amable, le habían dado la bienvenida y la habían hecho sentirse querida y segura. Compartía habitación con una tal Anita, una chica exadicta a la heroína. Anita era bajita y rubia y llena de vida; pareció entenderse con Lizzy de inmediato.

Lizzy había conseguido que Kate le prometiera que no dejaría que se supiese que era policía. Kate lo aceptó de mala gana, pero entendió su sentido. En una unidad en la que la mayoría de las personas eran drogadictos, no les resultaría exactamente atractivo saber que Lizzy tenía una madre que era «de la pasma».

El rostro blanco y demacrado de Lizzy la asustó. Miró a su madre y a su hija hablar juntas y sintió una herida profunda, como si ella hubiera sido de algún modo la causante de todo aquello. Se había pasado despierta toda la noche anterior, pensando: «Si al menos hubiera hecho que Dan se quedase». Pero la verdad es que no quería quedarse. No fue ella la que hizo que Dan se marchase; en realidad él había salido prácticamente corriendo de su vida. Con todo el equipaje. Lizzy adoraba a su padre y él nunca había hecho más que fallarle. El orgullo de Kate era no haberlo hecho nunca, pero ¿tal vez ahora sí había fallado?

Al salir del hospital, Evelyn se cogió de su brazo para cruzar la carretera en dirección al aparcamiento. Kate cerró los ojos con fuerza. Su madre seguía ayudándola a cruzar la calle. La verdad es que era ridículo.

Dejó a Evelyn en casa y luego se fue a trabajar. Tenía que ver a Ratchette e intentar reparar alguno de los daños que había causado. Por mucho que quisiera a Lizzy, y por mucho que quisiera ayudarla, sin su trabajo pronto estarían todas con el agua al cuello y sin salvavidas.

Algo que Lizzy olvidaba a menudo.

Mientras Kate y su madre salían del hospital, Dan entraba. Fue mejor que no se encontraran. Kate no estaba de humor para verlo. Pero su presencia hizo feliz a Lizzy.

Ratchette y Kate estaban uno frente a otro. Le había ofrecido café y ahora los dos estaban tomándoselo.

—¿Está segura de que todo está bien, Kate? Si necesita un permiso familiar...

Kate meneó la cabeza.

—No, no me hace falta. Lizzy está muy bien cuidada, así que mañana puedo volver al trabajo.

—Bueno —Ratchette sacó la palabra como entre los dientes—, éste es un caso de mucha tensión, Kate. Y como estoy seguro de que usted ya sabe, necesitamos personas que se ocupen de él al ciento por ciento...

Cuando ella abrió la boca para responder, se oyó llamar a la puerta.

—Pase.

Caitlin asomó en el despacho.

—¡Caramba, hola, Katie! ¿Cómo está tu pobre hijita? —los miró radiante—. Me alegra haberte pillado. ¿Cuándo volverás? Porque te he estado guardando un registro de todo lo que ha pasado, sabes, para que así no te pierdas nada.

—Vendré mañana.

—Eso es bárbaro, sencillamente bárbaro. Confío en que todo vaya bien con la chica.

—¿Querías alguna cosa, Kenny? —dijo Ratchette con voz fuerte.

Caitlin se golpeó en el pecho con un dedo.

—¿Quién, yo? No, nada. Es que supe que Katie estaba aquí, y vine a ver cuándo volvería al trabajo, nada más. Así que te veo mañana.

Le dirigió una sonrisa y le guiñó un ojo. Luego, cuando estaba saliendo del despacho, se dio una fuerte palmada en la frente y se volvió de cara a ellos.

—¿Ya has terminado aquí, Kate? —preguntó.

Kate miró a Ratchette, que asintió con la cabeza.

—Sí, señor.

—Entonces ven conmigo y recoge los últimos informes. Es que además son muy interesantes.

Kate dejó la taza sobre la mesa, hizo un gesto a Ratchette y salió del despacho detrás de Caitlin. Una vez fuera, él la cogió del brazo y se la llevó al pequeño bar que utilizaba el personal de la comisaría. Se llamaba el Swann y siempre estaba animado. Pidió dos whiskys grandes, hizo sentarse a Kate en la esquina y brindó por la salud de su hija.

—Gracias, Kenny.

Movió la mano para quitarle importancia.

—Sé muy bien por lo que estás pasando. Me acuerdo de cuando una de mis chicas abortó; estuve varios días como loco. ¡En esos momentos necesitas el trabajo para mantenerte cuerdo y normal!

—Creí que eras católico.

—Oh, sí, lo soy, todos lo somos, pero verás, es que entonces sólo tenía catorce años. Fue terrible, absolutamente terrible. Entonces, ¿cómo está la chica de verdad?

Kate encontró confesándose a él. Se lo contó todo.

—Eso de las drogas es el azote de los padres. Tú vigílala bien y tenla apartada también de la botella. Pimplar es una tapadera de enfermedades.

Kate sonrió. Se lo decía con buena intención.

—Bueno, entonces, ¿qué está pasando con el caso?

—A decir verdad, nada de nada, Kate. Lo que le acabo de decir a Ratchette es una pila de mierda. Confiemos en que pase algo pronto. Todavía seguimos con el rollo de los pervertidos conocidos y sospechosos, pero eso es una meada en el océano, de tantísimos como hay.

—Te agradezco un montón que te hayas puesto así de mi parte, Kenny.

Caitlin se rio.

—¿En qué otro sitio voy a poder encontrar una inspectora tan guapa? Normalmente me ponen al lado a un borracho sudoroso que huele como un calzoncillo sin lavar hace un año. De todos modos, ¡uno como yo ya sobra en cualquier caso!

Kate sonrió. Se encuentran amigos y aliados en los sitios más inesperados.

—¿Y qué hay de Louise Butler?

—Nada. Estamos tratando el caso como un asesinato, por supuesto, pero si el cuerpo no aparece pronto... —dejó la frase en el aire.

Kate se levantó.

—¿Otra copa?

—Eso es lo que me gusta de lo de las mujeres liberadas, que ahora es más barato salir con una señora.

Kate se acercó a la barra. Echó una mirada al reloj grande de la pared. Eran las seis y media. Se tomaría media de cerveza y se iría a casa. Tenía que ver a Patrick a las ocho y quería dar una vuelta para ver si encontraba a Dan primero. Tenía unas cuantas palabritas que decirle que no iban a gustarle nada.

Y la verdad es que lo estaba deseando.