Capítulo Veintidós
Lizzy estaba haciendo su pequeña maleta. Metió en último lugar las zapatillas verde chillón de la rana Gustavo y empujó la tapa para cerrarla. Llevaba la melena suelta y se le metía por los ojos. La apartó de la cara con impaciencia.
¡Bien, lo había logrado! Cogió la maleta y la dejó en el suelo junto a la cama, fue al rincón del café y se preparó un gran tazón. Se sentó a la mesa para tomárselo.
Aquellas dos semanas en el hospital habían supuesto un punto de inflexión en su vida. Cada vez que pensaba en lo de cortarse las muñecas, se sentía inundada de humillación. ¿Cómo podía haberse hecho aquello, no sólo a sí misma, sino a su madre y a su abuela? Era un último acto dramático, como si les dijera: «Bien, ya sabéis todo lo demás sobre mí, así que mejor me largo dando un portazo, no lloriqueando. Y os echo a todas un poco de culpa extra encima».
La verdad es que lo había hecho por la vergüenza que sentía de que su abuela supiera lo de su diario.
El psiquiatra le había explicado lo de las conductas autodestructivas. Lizzy lo había escuchado, respetuosa de su inteligencia y sabiendo que intentaba ayudarla a curarse. Y a las dos semanas, tenía la sensación de haber recorrido ya mucho camino. Otra de las chicas de allí había sufrido una crisis nerviosa, y nadie sabía por qué. Acabó tomándose una sobredosis de aspirinas y casi se muere. Su padre era un abogado muy respetado y había montado una buena cada día que su hija había pasado en el pabellón. Finalmente, la chica, una pelirroja pequeñita que se llamaba Marietta, admitió que su padre había estado abusando sexualmente de ella desde que tenía ocho años cuando murió su madre.
Fue el enterarse de aquello lo que hizo a Lizzy poner su propia vida en la buena perspectiva. Se dio cuenta de que albergaba toda suerte de rencores contra la gente. Contra su madre por no estar nunca cuando ella realmente quería que estuviera, por ejemplo. Cuando Kate llegaba a las funciones del colegio vestida de uniforme, se quería morir. Quería una madre como la de todo el mundo. Un ser humano cariñoso, que la recogiese en el colegio en un bonito Volvo de segunda mano, que te preparase el té y se pasase todas las horas del día a tu lado. Y lo que tenía era una mujer que trabajaba duro para subir los escalones de su carrera, y superando suficientes obstáculos en su camino como para que Hércules se echase atrás ante semejante trabajo.
Pero muy en el fondo, Lizzy estaba orgullosa de su madre. Cuando la gente descubría que era detective, se quedaban impresionados, y algunas veces Lizzy se había sentido celosa. Había heredado el físico de su madre, pero no su rapidez mental. En conjunto, Kate Burrows era un ejemplo difícil de seguir, y lo peor de todo era que su madre la aceptaba tal como era; nunca había tratado de obligarla a hacer algo contra su voluntad.
Cuando pasaban tiempo juntas, siempre era bueno. A Lizzy le encantaba estar con ella, que le prestara atención, pero a su vez eso servía para que se sintiera más sola cuando la veía irse otra vez a trabajar, atrapada por algún caso importante. Lizzy sentía entonces que la dejaba de lado. Que su madre usaba toda su energía en otras personas, en otras cosas, que a veces volvía a casa horas después de que ella se hubiese ido a la cama. Estaba siempre medio despierta, esperando oír las pisadas suaves y acolchadas de Kate acercarse a su cama en plena noche. Sentía unos labios fríos en la frente y deseaba rodear con sus brazos aquel cuello delgado y decirle que la había echado de menos. Pero nunca lo hacía. Su madre olía a Joy, su perfume, y a humo de cigarrillos, y ese olor hacía que se le saltasen las lágrimas.
Dio otro sorbo al café. Ahora ya estaba sólo tibio, apartó con el dedo la película de nata de encima y se limpió el dedo en el plato.
Luego su padre había ido apareciendo de vez en cuando trastornando a toda la casa con su presencia. Le encantaba verlo, le encantaba que le prestara tanta atención, los regalos, los abrazos y los mimos. Pero entonces, una buena mañana al levantarse de la cama veía que se había ido. Eso era en los tiempos en que volvía y dormía aún en la cama de mamá. Veía a su madre radiante de felicidad... y entonces desaparecía. Y se llevaba con él todas las cosas buenas. Su madre se quedaba dolida, Lizzy se quedaba dolida, y la abuela molesta con todos ellos.
Oía a su madre sollozar por las noches y eso le partía el alma. En su corazón de colegiala se hacía juramento de que si su padre aparecía de nuevo, no le dirigiría la palabra, no le permitiría que la utilizase nunca más. Pero luego, meses más tarde, el juramento quedaba olvidado cuando al llegar a casa del colegio se lo encontraba arrellanado en una butaca y con una gran sonrisa en su hermosa cara, y aquella voz que era como una caricia que le decía cuánto había crecido, qué guapa estaba, y que ahora había vuelto a casa definitivamente.
Pero nunca duraba demasiado.
Y luego, finalmente, estaba su abuela, el pilar de su vida. Adoraba a aquella mujer con toda la fuerza de su ser. Pero muy en el fondo de ella siempre se había preguntado por qué abu nunca había hecho nada para lograr que su madre se quedase en casa con más frecuencia. Por qué había sacrificado su propia vida por la de su hija y la de su nieta. Y en algún punto de ese pensamiento, Lizzy empezó a pensar que su abuela era tonta. Que era una tontería y una debilidad desperdiciar la vida cuidando de una hija crecida y una nieta. Sin sacar nada a cambio.
Lizzy llevaba dos semanas dando vueltas a esos pensamientos y por fin parecía encontrarles algún sentido. Deseaba terriblemente ir a Australia. Quería alejarse del recuerdo de lo que se había hecho a sí misma y a su familia. Deseaba tener tiempo para cicatrizarlo adecuadamente, sin tener que volver a recorrer el mismo terreno una y otra vez. Cuando su madre la miraba con aquellos grandes ojos castaños, Lizzy se daba cuenta de lo mucho que la había hecho sufrir, podía ver en ellos una confusión apenas oculta, y le dolía saber que era ella quien la había puesto allí.
Lo único en lo que se había interesado era en cómo se sentía ella y qué quería. Nunca había dedicado un minuto a pensar en su madre y en la lucha que había tenido que mantener para criarla a ella, para comprar la casa, para tenerlas a todas bien vestidas y alimentadas y calientes.
Las últimas dos semanas habían sido un tiempo de iluminaciones. Pero también un tiempo de apacible recuperación.
Se miró las rayas rojas de las muñecas. Cada vez que las veía, le recordaban lo que había hecho. Y se lo recordarían a su madre y a su abuela.
Era mejor que se fuera a Australia para darle a su madre la oportunidad de rehacerse también.
Apuró el café. Miró a la puerta que tenía enfrente y el corazón le dio un vuelco. Allí estaba su padre con un ramo de flores y aquella sonrisa suya que te avergonzaba.
Admitió para sus adentros, por primera vez, que su padre en realidad la irritaba.
Aquella idea la puso triste. Aceptó las flores, las elogió como es debido y luego se sentó a hablar con él, eludiendo las preguntas sobre la vida privada de su madre. Iría a casa después, y estaba deseando llegar allí.
Sonrió ante las bromitas del padre y no le comentó que le iban a dar el alta porque sabía que entonces insistiría para llevarla a casa, quieras o no, y eso era la última cosa que necesitaba su madre en esos momentos. Danny Burrows dictando las leyes a su gusto. También se fijó en que no estaban presentes ni su reloj de oro ni sus joyas. Era evidente que las había empeñado.
Lizzy se había hecho mayor de verdad.
De pie junto a Willy, Patrick contemplaba el montículo de tierra que era la tumba de su hija. Las flores aún estaban frescas y las arregló para que cubriesen la tierra por completo. Había habido más de un centenar de coronas que había hecho enviar al hospital de Grantley para que las deshiciesen y repartiesen por los pabellones. Le resultó gratificante ver la cantidad de gente que había aparecido a despedirla. Fueron hasta los profesores del colegio de Mandy. Y no era sólo en honor a él, Mandy era una chica muy popular. Se corrigió. Había sido una chica muy popular.
Oyó que Willy silbaba entre dientes y se volvió a mirarlo. Estaba leyendo la lápida de Renée. Miró a Pat y sonrió.
—¿Te acuerdas de aquella vez que Renée echó el cerrojo y te dejó fuera de casa?
Patrick frunció el ceño.
—¿Cuándo fue eso?
—De recién casados... Teníais aquel estudio pequeño en Ilford.
Patrick sonrió al acordarse. Había sido su primer hogar, cuando todavía intentaba dejar su huella en el mundo. Los dos tenían diecisiete años, dos niños que jugaban a adultos.
Willy continuó:
—Era Nochebuena, y tú y yo habíamos estado en el Ilford Palais, ¿te acuerdas ahora? Estabas borracho como una cuba y tuve que llevarte a casa. Y entonces, cuando llegamos por fin, encontramos que Renée había echado el cerrojo a la puerta y no te dejaba entrar. Y terminaste quedándote en casa de mi madre.
—Sí, ya me acuerdo. Y al día siguiente, cuando llegué a casa, me tiró la comida de Navidad a la cabeza.
Se rieron juntos, disfrutando con los recuerdos compartidos.
—Era toda una mujer, la Renée. De verdad que pienso cantidad en ella, Pat.
—Bueno, pues ahora las he perdido a las dos.
Se apartó de las tumbas lleno de congoja. Willy se puso a su altura.
—Esa tía, la Kate, a veces me recuerda a Renée. O sea, no digo por la pinta, pero tiene como el mismo aire que ella.
Patrick asintió.
—Ya sé qué quieres decir.
—¿Y eso, como que va en serio? ¿O sea, la relación? —Willy dejó la frase en el aire. Sabía que pisaba terreno pantanoso, pero su descaro natural pudo más que cualquier miedo.
Patrick se detuvo en la hierba recién segada del cementerio de Corbets Tey y miró a su viejo amigo.
—Suficientemente en serio, metomentodo. ¿Qué, ya estás contento, ya has oído toda la película?
Willy tensó la mandíbula.
—Bueno, nosotros somos colegas, ¿o no? Yo como que sólo quiero saber si estás como hay que estar.
Patrick meneó la cabeza. Cerró el puño y tiró un puñetazo blando al aire contra la cara de Willy.
—Llevamos juntos mucho tiempo. Tú lo sabes todo de mí y yo de ti. Ya sé que lo único que querías es saber cómo estoy, y estoy bien, aguantando.
—Bueno, ¡entonces todo bien! —dijo Willy con una sonrisa—. ¿Qué me dices de tomar una cerveza al Robin Hood? Hace años que no voy por allí. ¿Te acuerdas que cuando éramos jóvenes lo llamábamos «La botella que vuela»? Y en el verano nos sentábamos fuera con Mandy en el cochecito y andábamos todos preocupados por si nos veía alguien conocido que le dijera a Renée que habíamos llevado a la cría a un pub...
Patrick asintió en silencio y sonrió al verse asaltado por tan vívido recuerdo.
Mandy con un trajecito de organdí rosa y blanco, las piernas gordezuelas pataleando de excitación cada vez que Willy le ponía caras.
Por primera vez se le ocurrió pensar que Willy debía de sentir aquella pérdida casi tanto como él. También había sido un poco como hija suya. Había sido testigo de todo su crecimiento. Nunca se perdió un cumpleaños o una Navidad.
Patrick notó un nudo en la garganta y tragó saliva. Pasó el brazo por el de su escolta y Willy le dio una palmada en la mano enguantada.
—Me acuerdo muy bien.
Evelyn había hecho estofado irlandés, un auténtico estofado irlandés tan espeso que podías dejar la cuchara clavada. Lo probó, añadió otro pellizco de sal y removió el guiso un ratito. Cuando el aroma estuvo exactamente a su gusto, puso encima la bola de sebo y luego una tapadera grande que cubría la cazuela. Los estofados irlandeses de Evelyn podían durar lo que fuese, hasta una semana. Les añadía algo cada día, distintas verduras y distintas carnes. Los cereales y legumbres le daban un espesor punzante que al final acababan haciendo del estofado un caldo sólido.
Ese día Lizzy llegaba a casa y quería darle la bienvenida con el aroma de una buena comida bien sustanciosa.
Todo estaba listo. El pan de soda entraría en el horno en el mismo instante en que oyera abrirse la puerta de la calle, para así tenerlo a punto y caliente y que se derritiera la mantequilla; el flan del postre temblaba que se moría en la nevera y la botellita de Bushmill’s estaba a buen recaudo en el bolsillo del delantal para poder pegarle un traguito sin que la vieran.
Se acomodó en el taburete.
Era fabuloso volver a tener a Lizzy en casa. Durante las últimas semanas, habían pasado demasiadas cosas, y Evelyn casi llegó a admitir que se estaba haciendo un tanto vieja para tanto trajín.
De todos modos, a Kate se la veía mejor y eso era bueno. Su hija era lo que más quería del mundo y estaba contenta de que por fin Kate y Lizzy alcanzaran un cierto acuerdo sobre los términos de cada una. Físicamente, eran tan parecidas como dos gotas de agua, pero de temperamento eran como el día y la noche. Y no soportaba tener que admitir que Lizzy tenía mucho del egocentrismo de Dan. Pero de eso se echaba la culpa ella. La niña le había hecho chochear desde el primer día.
Apartó aquellos pensamientos de la cabeza. La niña volvía a casa y quería que todo estuviera precioso.
Pero sabía que lo que había leído en el diario de Lizzy permanecería en su mente durante mucho tiempo.
Se concentró en pensar en su hijo Peter y su nuera Marlene. Estaba deseando verlos. Y ver a sus otros nietos por primera vez. Dio una buena calada al cigarrillo y un ataque de tos sacudió su cuerpo menudo. Tenía que dejar el tabaco y mandarlo a paseo, o acabaría con ella. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y oyó la llave de Kate en la cerradura. Saltó del taburete, metió el pan de soda en el horno y corrió al recibidor.
—¡Hola, corderitas! —Abrazó a una detrás de la otra, sin apartar los ojillos oscuros de su nieta poniendo un destello crítico en la mirada.
Se la veía muy bien, un poco más delgada, pero unas cuantas buenas comidas pondrían remedio al asunto.
—Hola, abu. —Lizzy se sintió tímida de repente—. ¿Eso que huelo es un estofado irlandés?
—Lo es, lo es, y uno de los mejores que he hecho nunca. Y también hay puré de nabos para acompañarlo. Así que entra, que te pondré de todo.
Quince minutos después estaban todas sentadas alrededor de la mesa disfrutando de la comida. Alguien llamó a la puerta. Kate se levantó limpiándose la boca con una servilleta de papel.
—Ya voy yo.
Fue a abrir la puerta. No pudo evitar que su cara mostrase sorpresa al ver quién estaba allí.
—¡Caitlin!
Allí estaba, en la puerta, con la gabardina arrugada y una sonrisilla en la cara.
—Perdona que te moleste en tu casa de esta manera.
—Pasa. Perdona, no quería ser brusca, pero me llevé un susto al verte ahí de pie. —Lo condujo hasta la sala de estar—. ¿Algo que tenga que ver con el caso?
Caitlin vio un destello de esperanza en sus ojos y negó con la cabeza. Reparó en las otras dos mujeres y les sonrió.
—¿Podría hablar contigo sólo un segundo, Kate?
Algo en su voz despertó una alarma y fue a cerrar la puerta del cuarto, disculpándose sin palabras con su madre y su hija.
—¿De qué se trata, Kenny?
Tenía la sensación de que una mano fría la estuviera agarrando por el cuello. Ahí había alguna cosa, estaba segura.
—Es Dan. Fue a ver a Flowers para hablar de ti y de Kelly.
Kate se mordió el labio.
—Entiendo.
—Bueno, a Flowers no le interesó nada, sabes. Así que Dan fue un paso más allá, Kate. Llevó el asunto a la OIC.
Fue como si a Kate le hubieran dado un buen puñetazo en el estómago.
—Me pareció que debías saberlo. Yo lo descubrí por un buen amigo mío, así que en la comisaría no lo sabe nadie más que yo y ahora tú, ¿vale? Ni siquiera es seguro que lo vayan a investigar, pero por si acaso pensé que tenías derecho a saberlo. Ese exmarido tuyo es un tonto del culo con mayúsculas.
Kate asintió. No podía estar más de acuerdo.
Evelyn abrió la puerta con cara preocupada.
—¿Todo va bien?
—Usted debe ser la madre de Kate. Soy Kenneth Caitlin.
—Y es de Kerry, por como suena la música.
Caitlin le sonrió y aquella pequeña pausa de intercambio dio tiempo a Kate para aclarar su cabeza.
—Quédate a tomar una copa, Kenny. Ésta es mi hija Lizzy, y mi madre ya se ha presentado ella sola.
—Tengo que irme a casa, Kate, ya veo que estáis comiendo.
—No hará tal cosa. Quítese esa trinchera horrible y venga a tomar un poco de estofado, hay abundante —el tono de Evelyn no admitía discusión. Le había intrigado la descripción que le hizo Kate de aquel hombre y ahora podría juzgar por sí misma.
Caitlin había olido el delicioso aroma del estofado ya cuando subía por el caminito del jardín, y al ver tres rostros sonriéndole, sólo dudó un segundo más. Así que se quitó la gabardina y la dejó sobre el sofá.
—¡Me quedo de mil amores, vaya si huele bien!
Kate se alegró de que se quedase porque seguro que llevaba la voz cantante en la conversación y así ella podría pensar.
La OIC era la Oficina de Investigación Criminal.
¡Jodido Danny Burrows!
Patrick estaba sentado a la mesa del comedor terminando de comer cuando Willy le anunció que tenía visita. Se limpió la boca con una servilleta de hilo irlandés. Cuando oyó el nombre de su visitante, la ceja izquierda se le elevó un puntito.
—Tráemelo aquí.
Willy asintió y salió de la habitación.
¿Qué querría ahora Peter Sinclair para venir a verlo a su casa?
Sinclair entró en la sala. Era bajito, membrudo, y tendió a Patrick una mano con una manicura perfecta. Patrick lo saludó de pie y luego le ofreció asiento, le sirvió un coñac y volvió a sentarse en su sillón.
—¿Y a qué debo este honor?
—Tuve que venir aquí, Patrick. Es sobre ese asunto de faldas que te traes entre manos.
Sinclair comprendió de inmediato que había dicho lo que no tenía que decir.
La cara de Patrick se endureció.
—¿Y de qué asuntos de faldas me hablas? —como si no lo supiera.
—De la inspectora detective Kate Burrows, por supuesto.
—Por supuesto —el tono de voz de Patrick era grave y contenía una amenaza que no pasó desapercibida a Sinclair—. Bien, entonces, Peter, ¿cómo andan las cosas por Interior? Bien vivas, por lo que parece. ¿Estás trabajando en algo ahora? En fin, que todavía se hacen milagros, ¿eh?
Sinclair dio un sorbo a su brandy.
—Esta vez has ido demasiado lejos, y se ha metido la Oficina de Investigación Criminal. La chica está en un buen compromiso. Por mucha simpatía que te tenga, Patrick, tú eres un delincuente conocido...
Patrick se inclinó adelante sobre la mesa.
—Para ser precisos, Peter —dijo—, soy un presunto delincuente. Mi abogado se subiría por las paredes si te oyera decir esas cosas.
Sinclair sonrió.
—Venga, Patrick, dejémonos de pamplinas. Estás saliendo con una oficial de policía de alta graduación. Los de la OIC se suben por las paredes.
—La oficial de policía de la que hablas lleva el caso de mi hija.
—Eso ya lo sé, y siento mucho lo que le pasó a Mandy, Patrick. Pero Kate Burrows es un asunto completamente distinto. Tiene un exmarido que está montando un buen lío y amenaza con ir a la prensa con la historia.
De pronto, quedó tan claro como el agua por qué había ido allí Sinclair. Querían que llamase al orden a Burrows.
—¿Y suponiendo que yo hablase con ese Danny Burrows y le hiciese ver lo equivocado de sus métodos, qué pasaría?
Sinclair sonrió.
—Siempre y cuando se le haga admitir que lo único que pretendía era causarle problemas a su esposa, todo estaría en orden.
Patrick asintió y se sirvió un poco más de coñac.
—¿Te apetece un cigarro?
Sinclair volvió a sonreír, contento ya por haber cumplido la misión que llevaba.
—No, gracias, pero no me importaría probar un poco de ese Cheddar con tan buena pinta.
—Sírvete lo que quieras. Yo tengo que ir a llamar por teléfono.
Salió de la sala.
Caitlin estaba a mitad de una historia muy divertida sobre un caso que había tenido cuando era agente de a pie, pero sonó el teléfono y Kate se fue al vestíbulo para contestar.
—Kate, soy yo, Patrick, tengo que verte.
—La verdad es que yo también quería verte.
Se dio cuenta por la inflexión de la voz de Kate de que también a ella le habían dado las malas noticias.
—Puedo pasar a verte a las siete y media de la mañana, ¿qué te parece?
—Iré yo a verte, Pat. Lizzy ya está en casa.
—Me parece bien. Te veo por la mañana entonces.
Cuando Kate colgó el auricular, sintió un estremecimiento de aprensión por todo el cuerpo.
Iba a tener que elegir entre Patrick y su trabajo, y no estaba del todo segura de quién ganaría.
Volvió a la cocina y se sentó en el momento en que Caitlin remataba su historia, pero en su risa sonaba una nota falsa.
Kate se levantó a la mañana siguiente con una sensación de temor. Conocía la reputación de la OIC. También sabía que una mujer oficial, que tenía relación con un delincuente (o con un presunto delincuente, como a Patrick le gustaba puntualizar), les venía como anillo al dedo. Iban a crucificarla.
Unos pocos años antes había sido testigo de una de sus actuaciones. El implicado era un sargento detective al que le gustaban las vacaciones exóticas y las mujeres todavía más exóticas. Y que había aceptado sobornos. Y cuando detuvieron y se llevaron al sargento, Kate tuvo que ir a declarar junto con el resto de sus colegas.
No había sido una cosa agradable. El hombre le había dado pena, porque la mayoría de los agentes utilizaban su posición para algo, ya fuera una comida gratis de vez en cuando o unas pocas libras extra de tapadillo. No decía que estuviera de acuerdo con eso, sólo que sucedía, incentivos del oficio. A los que los de la Oficina de Investigación tendrían que buscar, según ella, era a los agentes que habían registrado un piso, encontrado una buena carga de cannabis y habían distraído la mitad antes de declarar el registro. El cannabis volvería a entrar en el mercado callejero y los agentes se embolsarían el dinero. Para ella, eso sí que era un delito, y no ir a un restaurante a comer a gusto el día de tu aniversario de boda y que te pusiesen en la mesa una botella de un champán decente porque sabías que el propietario del local llevaba también un garito nocturno.
Algunas leyes parecen hechas para transgredirse, y cuando al fin te das cuenta de eso, te vuelves mucho mejor policía. ¿Por qué ir detrás de la bandeja de plata cuando puedes conseguir la de oro de veinticuatro quilates? Ella quería atrapar delincuentes, los auténticos fuera de la ley, no los desechos y basuras que aparecen en la mayoría de detenciones.
Era como cuando la policía visitaba a algún hampón convicto y le decía: «Vamos a volver ante el juez y tú vas a admitir otros treinta robos con fractura. Eso no afectará al tiempo de condena, los considerarán como “delitos tomados en consideración”». Como antecedentes, vaya. Y así al final de año los números salen fantásticos. Sobre el papel, parece que han resuelto muchos más delitos de los que en realidad han hecho. A salvo los perpetradores de los delitos, al condenado le habrán apuntado una deuda en su debe, pero saldrá libre de todos modos. Caso cerrado, muchas gracias a todos.
Kate condujo hasta la casa de Patrick realmente acongojada. Su trabajo era su vida. En algún momento fue todo lo que tenía, excepto Lizzy.
Patrick le dio un café y le contó lo de Sinclair.
—Caitlin ya me lo había contado, un buen amigo suyo le había dado el soplo.
Él la miró. La vio preocupada, su expresión habitual de felicidad bajo tensión.
—Bueno, tengo una solución para el problema, pero pensé que primero tenía que pedir tu opinión.
—¿De qué se trata? —en la voz de Kate había esperanza y Kelly se sintió contento porque no estaba seguro en absoluto de cómo ella se tomaría lo que le iba a decir.
—Bueno, tu marido es el que anda metiendo palos en las ruedas, ¿no es cierto?
Kate asintió sacando los cigarrillos del bolsillo.
Patrick le encendió uno y continuó:
—Bien, y si yo voy a verlo, y digamos que le puedo animar a que cambie de historia, que admita que lo único que pretendía era causarle molestias a su esposa...
Kate aspiró el humo y miró a Patrick a los ojos.
—¿No le harás daño?
Patrick levantó las manos con un gesto de negación.
—¡Como si pudiera!
Kate se sintió tentada, fuertemente tentada, pero había una pequeña parte de ella que no estaba tan segura. Podía perdonar un acto de violencia. Porque pese a todo el teatro de Patrick pretendiendo ser su gran novio benevolente, si tenía que pegar a Dan para conseguir sus fines, no se lo pensaría dos veces.
—Déjame que lo piense, Pat.
—¿Qué hay que pensar? Yo voy a verle, le doy las malas noticias, el tipo se caga encima y se entrega manos arriba a los de la Oficina de Investigación. Todo como una seda.
—Tienes respuestas para todo, ¿eh Pat? Una respuesta violenta para cada cosa.
Lo dijo con voz plana, pero a él no se le escapó la intención.
—Escucha, Kate, aquí hay mucho en juego para nosotros y no quiero que ese gilipollas de marido tuyo...
—Exmarido, Pat.
—Tanto mejor, exmarido, para acabar de joderlo. Donde haya un hampón, siempre habrá un madero. Nuestra asociación viene de cuando se inventó el trapicheo, amor mío. En el fondo, tú sabes que no estás haciendo nada malo. Somos amigos y amantes. No te estoy pidiendo que me cuentes los secretos de la Brigada de Delitos Importantes. No te estoy pidiendo que busques en tu pequeño ordenador qué andáis intentando colgarme ahora. Sólo disfrutamos de nuestra mutua compañía. Yo te quiero, Kate —le dijo—, y estoy tratando de ayudarte. Nada más. Ya sé que si te quedaras sin trabajo por mi culpa, habríamos terminado para siempre. Porque tú nunca dejarías de echármelo en cara.
—Podemos terminar ahora.
Patrick frunció el ceño. Empezaba a sentirse molesto. Había creído que ella tenía un sentimiento más fuerte hacia él que eso.
—Bueno, ¡eso depende exclusivamente de ti, cariño!
Kate apagó el cigarrillo y se acercó a él. Se sentó en el brazo del sillón y le acarició las líneas de su perfil.
—No lo decía de verdad, Pat. No he sido justa.
Ahora ya no podía apartarse de él, igual que no podría pasar de largo junto a un niño herido en la calle. Formaba parte de ella, y una parte importante. Pero para conservarlo, tendría que permitir que hiciera una cosa que le resultaba muy en contra de sus principios.
—Déjame que lo piense, por favor. Dame un par de días.
Patrick vio la confusión que había en sus ojos y le apretó la mano con la suya.
—Yo no quiero perderte, Katie. Significas muchísimo para mí.
Ella le besó en lo alto de la cabeza morena.
—Y tú para mí.
Tiró de ella para sentarla en su regazo y la besó con fuerza. Quería que tuviera alguna otra cosa en qué pensar, sólo por si se le olvidaba por un segundo lo que dejaría escapar.
Era viernes, 16 de febrero de 1990, y hacía cuatro días que se realizaban los análisis de sangre. La policía estaba asombrada de la respuesta del público. Todos los hombres de Grantley parecían estar realmente ansiosos por que los eliminaran de la lista de investigación. El noticiario de la Thames pasaba un informe cada día e incluso en las Noticias de las Diez habían pasado un reportaje del «gigantesco» esfuerzo de análisis en toda una comunidad.
Ya habían surgido problemas. La descomunal magnitud de la tarea había producido un gran atasco. La cantidad de personas que se hacían las pruebas excedía con mucho a la capacidad de los encargados de realizarlas. Aun así, incluso con ese problema, Kate estaba más contenta de lo que hacía mucho tiempo que estaba. Era una oportunidad para tratar de pillar al criminal y sólo por eso ya se alegraba.
El hecho de que Leonora Davidson llevase ya dos semanas muerta la asustó. Tenía la sensación de que teniendo en cuenta la proximidad de los ataque previos, el asesino iba a volver a actuar muy pronto.
El teléfono la sacó de su ensoñación y contestó:
—Inspectora Burrows.
—Kate, soy yo, Dan.
Había estado esperando esa llamada, y ahora que la recibía sentía una rabia avasalladora. Dan había ido a visitar a Lizzy en cuanto se enteró de que Kate había salido de casa. Desde su pequeña aventurilla con la OIC había tratado de mantenerse tan lejos de la vista de su mujer como le fuera posible.
—¿Qué puedo hacer por ti? —lo dijo en un tono de cortesía helada.
—Quiero verte.
—Pero yo no quiero verte a ti, Dan. Ni ahora ni nunca. Esta vez has ido demasiado lejos.
El teléfono quedó en silencio y Kate se dio cuenta de que se había ido de la lengua. No tendría que haber dejado que se notara que estaba al tanto de lo que había hecho. Dan se pondría en contacto con los de la Oficina de Investigación y les diría que ella estaba enterada. Y eso la condenaría ipso facto.
—¿Dan? ¿Sigues ahí? —en el teléfono no se oía nada. Por favor, Dios mío, que siga ahí. Que no se haya ido—. Me parece que deberíamos vernos, sí, hablar de todo esto.
—Te veré esta noche en el Bull in Bulphan, Kate. A las ocho en punto.
La línea se cortó y Kate suspiró aliviada.
—¿Estás bien, Katie? —le dijo Caitlin con una sonrisa.
Kate asintió.
—No pude evitar oír vuestra conversación, bueno, sólo la de tu lado, naturalmente. Yo en tu lugar, a partir de mañana, mantendría todas mis comunicaciones con él desde una cabina. ¿Sabes qué quiero decir?
Kate asintió de nuevo, recogió el bolso del suelo y salió del despacho.
Así que ahora le andaban pinchando los teléfonos. En el trabajo y seguro que en casa también. Se lo figuraba. Salió de la comisaría, y al salir se preguntó cuántos de sus colegas estarían metidos en aquello. De repente, se sintió preocupada. Muy preocupada, en realidad.
George se había dado un baño largo y estaba sentado en la taza del retrete con la tapa bajada cortándose las uñas de los pies cuando Elaine irrumpió sin más.
—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? Tengo que salir dentro de media hora.
—No mucho más, querida. ¿A dónde te llevan las chicas esta noche?
George sonrió al decir «chicas» y se imaginó una pandilla de cajeras grandes y gordas borrachas de Pernod con zumo de grosellas, a las que se les escapaban risotadas bullangueras de unas bocas embadurnadas de lápiz de labios.
Miró directamente a la cara de Elaine al hablar y, a su pesar, quedó impresionado de la convicción con que mentía.
—Oh, todavía no lo sé, no lo decidimos hasta que estamos en el pub, probablemente al bingo. —Y le devolvió la sonrisa.
—De todos modos, ya te he llenado la bañera. ¿Por qué no te metes enseguida? Ya no tardaré mucho.
Elaine titubeó unos segundos y luego se desprendió de la bata, apartó los ojos de los de él y puso un pie con cautela en el agua. Luego se metió lentamente y acabó relajándose con placer entre los vapores del agua caliente. Llevaba el pelo rojo recogido sobre la cabeza y George observó con fascinación morbosa cómo cerraba los ojos y respiraba profunda y regularmente.
Parecía muerta.
Parecía feliz, muerta.
Los pechos subían y bajaban con cada respiración y los pezones se habían endurecido ante el cambio repentino del frío al calor. Apuntaban al techo, unas puntas grandes de color rosa que George sintió de inmediato ansias de tocar. La piel blanca como la leche que una vez fuera lo mejor que tenía, apuntaba fuera del agua en diversos lugares. El vello púbico, aquel vello rojo brillante que en otro tiempo lo volvía loco, era ahora más ralo, pero todavía más exuberante que en la mayoría de las mujeres. Desde el día de Año Nuevo, había visto muchas veces a Elaine desnuda y relajada. Imaginó que era el hombre con el que se veía el que le daba aquel nuevo impulso de vida.
George pensó que el tipo le gustaba. Porque la hacía feliz. Él no podía hacerla feliz.
—¿Ya me estás mirando otra vez?
La voz capaz de quebrar el vidrio había vuelto.
—Estaba pensando simplemente qué aspecto tendrías en una playa de España, querida. Todavía estás de muy buen ver, ¿sabes?
Elaine lo miró de soslayo. Cuando George decía algún cumplido, nunca estaba segura de si en realidad pretendía reírse de ella.
George volvió a sentarse en el retrete y le sonrió.
—Ya no falta mucho para las vacaciones. Me imagino que las estás deseando, ¿eh? Sé que yo lo estaría si fuera tú.
—Sí, las estoy deseando, George. ¿Tú qué piensas hacer mientras esté de viaje?
Por el tono de la pregunta, George comprendió que a ella no se le había ocurrido hasta entonces y volvió a sonreír.
—He pensado que tal vez prepare una pequeña sorpresa para cuando vuelvas a casa.
Elaine se sentó, atónita, y el agua se desbordó sobre la alfombra.
—¿Qué clase de sorpresa? —había sospecha en su voz.
—Bueno, si te lo digo no será ninguna sorpresa, ¿no?
—¡Oh, George! ¡Dímelo!
George se rio de buen grado.
—¡No! Espera y verás. Creo que te mereces una sorpresa, Elaine, una bonita sorpresa.
A Elaine se le puso un nudo en la garganta. ¿Por qué George estaba portándose tan bien con ella tan de golpe y porrazo?
George se levantó.
—Bueno, lávate, te dejo la toalla en el radiador para que esté calentita cuando salgas. ¿Te preparo algo de beber? ¿Coñac con coca-cola? Ayer hice un poco de hielo. Eso te pondrá en forma para salir esta noche con las chicas.
Elaine se quedó mirándolo.
George alzó las cejas.
—Coñac con cola, ¿OK?
Elaine asintió y lo miró salir prácticamente brincando del cuarto de baño.
Cogió el jabón y empezó a enjabonarse todo el cuerpo. Se puso de pie y se lavó entre las piernas. Entonces pensó en Hector. Si estuviera casada con Hector... Si al menos no tuviera que estar con George...
Sonrió con tristeza. Si las penas fueran peniques, ahora ya sería millonaria.
Abajo, en la cocina, George sacaba cubitos de hielo de la bandeja. Sirvió una medida generosa de brandy en un vaso alto y escuchó con satisfacción el crujir de los cubitos de hielo con el alcohol. Luego le añadió un chorrito de cola. No quería que el amour de Elaine quedase decepcionado, ¿verdad? Le daría unas cuantas copas para ponerla a tono. George se preguntó distraídamente quién podía ser.
Podría seguirla. Rechazó la idea: la verdad es que no le interesaba tanto. Fuera quien fuese aquel hombre, hacía salir a Elaine de casa y eso significaba que George podía dedicarse a sus asuntos sin cortapisas. La idea de quitarse de encima a Elaine le atraía, pero tal vez la necesitase algún día. De todas formas, la pobre merecía pasárselo bien. Después de todo, él sí que se divertía. ¿Quién era él para estropearle a ella las cosas? Y si aquello iba en serio y ella le abandonaba, entonces la ayudaría con gusto a hacer la maleta y le daría un beso de despedida.
Cogió las bebidas y las subió al dormitorio. Elaine se estaba secando cuando entró. Le dio su vaso y levantó el suyo.
—Salud. He pensado que yo también tomaría uno.
—Salud.
Elaine dio un trago a su bebida y luego hizo una mueca y dejó el vaso sobre la mesa de tocador. Se ajustó la toalla en que se envolvía y la sujetó sobre los pechos.
—¿Te he contado lo que ha pasado hoy, George? —Se sentó en el taburete del tocador.
—No. —Él se instaló al borde de la cama.
—Bueno, pues uno de los repartidores de la tienda fue a hacerse ese análisis en el recinto...
A George le relucieron los ojos. Estaba justo a punto de poner el piloto automático cuando las palabras de Elaine se colaron en su cerebro.
—¿De verdad? ¡Qué emocionante! ¿Qué pasó?
—Bueno, al parecer es un poco más complicado de lo que la gente se cree.
—¿En qué sentido? —notó un ligero temblor en las manos y dio otro trago a la bebida. Casi volvía a amarla. Siempre podías fiarte de Elaine para descubrir qué pasaba en el mundo.
—Bueno, pues que querían saber el nombre completo de su madre, la dirección donde vivía él y el número de teléfono, y además dónde trabajaba y el teléfono del trabajo. Los nombres de sus hijos, ¡y hasta el código postal! Oh, dijo que había sido terrible. ¡Estaba tan nervioso que casi no se acordaba del nombre de soltera de su madre! —Cogió el vaso y dio un sorbito. No era muy frecuente lograr que George le prestara tanta atención y disfrutaba regalándole aquella historia.
George, por su parte, estaba anhelante. No se lo contaba lo bastante deprisa y, conociendo a Elaine, alargaría la historia hasta lograr el máximo efecto. Apretó los dientes y le dirigió una sonrisa.
—¿Y eso es todo? Hubiera pensado que había alguna cosilla más.
—Ah, claro que sí. Le tomaron las huellas dactilares y le preguntaron si le habían interrogado a propósito de los asesinatos. Le pidieron el pasaporte, pero sólo tenía el permiso de conducir, y luego querían saber qué coche tenía y a nombre de quién estaba. Por fin, después de todo eso, le hicieron el análisis de sangre. Dijo que la mujer que le sacó la sangre era de lo más bruto y tenía el brazo hinchado donde le clavaron la aguja.
Elaine siguió parloteando, pero ya había perdido el interés de George, que estaba procesando en silencio y con exactitud lo que le había contado e intentando darle un giro en interés propio. Se puso de pie bruscamente.
—Será mejor que te deje, querida, tienes que salir enseguida y si no te pones a ello, llegarás tarde.
Elaine miró el reloj de al lado de la cama y soltó un gritito que hizo a George cerrar los ojos. Comportarse como una adolescente no era algo que le sentase bien a Elaine, pero ella no se daba cuenta. Se levantó de un salto, corrió al armario y cogió un vestido azul subido que colgaba en la parte de fuera. Estaba tan atareada quitando la funda de plástico que ni siquiera se dio cuenta de que George salía sigiloso de la habitación.
Veinte minutos después, cuando ya se había ido, George fue a la caseta y sacó todos los recortes. Tenía ya un álbum entero de ellos y leía encantado cada palabra una y otra vez. En un periódico local salía una foto de Kate Burrows, la inspectora detective que llevaba su caso. Junto a ella estaba el inspector jefe, un tal Kenneth Caitlin. Observó detenidamente las fotos borrosas en blanco y negro y sonrió.
Esos no pillarían ni un resfriado, pensó George.
Sonrió con agudeza y volvió a las fotos de sus víctimas. Como siempre que veía a Geraldine O’Leary, sentía un pellizco de tristeza. ¡Pobres niños, tener una madre así! Se bebió lo que quedaba del coñac y meneó la cabeza. La verdad es que estaban mucho mejor sin ella.
Más tarde, después de leer hasta hartarse, puso un vídeo y, tras servirse otro coñac, se dispuso a verlo. De momento, por lo menos se contentaba con ser simplemente un espectador de las hazañas que otros perpetraban en la pantalla. Pero sabía que no mucho después volvería a sentir aquel impulso y tendría que salir a la calle una vez más.
La chica de la pantalla se había convertido en Leonora Davidson y él en el más violento de aquellos tipos.
George sintió el cosquilleo de la excitación.
En cuanto Tony se hubiera hecho las pruebas en su lugar estaría completamente a salvo. Jugó en su mente con la idea de librarse de Tony Jones para siempre y decidió no tomar una decisión todavía. Sería mejor ver cómo iban las cosas.
Pero, ¿y si trataba de hacerle chantaje? ¿Si le amenazaba con contárselo a la policía? Esa vez George sonrió sin alegría. Cada cosa a su tiempo. De momento, necesitaba a Jones, y hasta que se hubiera resuelto esa necesidad, tenía que mantener una buena relación.
Tony Jones estaba preocupado. Muy preocupado. Cuanto más leía las noticias de la prensa sobre los análisis de sangre, más convencido estaba de que lo iban a pillar.
Y si lo pillaban y lo ponían en preventiva, Patrick Kelly se aseguraría de que en menos de veinticuatro horas estuviera muerto. Y si se negaba a ayudarle y al que pillaban era a George, seguro que se le soltaba la lengua y Tony seguiría estando a merced de Patrick Kelly.
La noticia de que Pat Kelly había vendido sus salones de masaje había recorrido Londres como un reguero de pólvora. Por la calle se decía que la muerte de su hija le había hecho poner en cuarentena cualquier negocio que tuviera que ver con el sexo. Pero al mismo tiempo, al parecer había empezado a expandir su negocio de cobros. Kelly era uno de los cobradores de morosos más duros del país. Se rumoreaba que incluso una vez había tenido que recuperar un avión Jumbo para un fabricante de aviones inglés al que una aerolínea africana le debía cientos de miles de libras. Y lo había recuperado en la misma pista con todos los pasajeros a bordo. Kelly tenía una reputación, desde luego. Además conocía a toda la gente que había que conocer, incluida la palomita que llevaba la investigación del asesinato. Barrow, o como quiera que se llamase. Todo el mundo hablaba de eso.
Volvió a mirar al exterior por la puerta de su tienda. George Markham tenía que haber estado allí hacía una hora. Acababan de dar las nueve y él tenía la tienda cerrada por eso. Ahora andaban por allí una serie de tipos merodeando en espera de que volvieran a abrirse las puertas y aquel jodido Markham no aparecía por ningún lado.
Le había dado la noche libre a Emmanuel. Pagada. No quería que nadie viera ni oyera su reunión con Georgie. Así que estaba perdiendo dinero a manos llenas. Era sábado por la noche y todos los degenerados salían en bloque. Se gastaban la pasta en revistas, películas y eso que se llaman «auxiliares matrimoniales». Tony Jones volvió a mirar el reloj. Casi las nueve y cuarto. ¿Es que no iba a venir? ¿Tal vez había cambiado de idea? Se sintió aliviado al pensarlo.
Un hombre golpeó con los nudillos sobre el cristal de la puerta y Tony se acercó y miró por el vidrio reforzado con metal. No era George, sino un tipo al que llamaban Merve el Perve. Era conocido en todo el Soho como un buen cliente. Tony meneó la cabeza y le señaló el cartel escrito a mano: «Cerrado de ocho a diez».
El tipo le hizo un gesto estirando los dedos y Tony apretó los dientes. Allá que se iban sus buenos cincuenta billetes de caja. Miró alejarse a Merve y suspiró.
Entonces vio a George y abrió rápidamente el cerrojo para dejarlo entrar. La tienda estaba en penumbra y ambos se dirigieron en silencio a la parte de atrás. George se sentó sin que le invitaran, cosa que no pasó desapercibida a Jones. Aquel hombrecillo callado y sumiso iba metamorfoseándose poco a poco en un individuo peligroso. Incluso empezaba a asustar a Tony.
—Tengo una lista de las preguntas que hacen y las respuestas que tienes que dar. Creo que quieren que se les enseñe un pasaporte, si es posible, algún documento con foto.
Le pasó un papel a Tony.
Tony lo miró. La letra clara y limpia de George llenaba las dos caras del papel.
—Puedo conseguir un pasaporte, pero eso te costará dinero. También necesitaré una foto tuya y el número de tu pasaporte de verdad.
—He traído una de carné que me hice esta mañana, por si acaso.
La sacó del bolsillo interior y se la dio a Tony.
—¿Cuánto subirá esto el precio?
—Digamos tres mil por todo.
—Está bien, el dinero lo pagaré más tarde, cuando esté seguro de que todo está bien. Y que no se te ocurra intentar nada. Es gracioso, ¿sabes? Una vez que has matado a alguien, ya no te da miedo seguir. Matar es fácil. Para mí ahora es como un hobby.
George miró a Tony hasta que vio que sus palabras le habían calado y luego dijo:
—Quiero que hagas las pruebas el lunes 19 hacia las seis de la tarde. Van a ir a mi sitio de trabajo a las nueve del jueves 22. Quiero tener listo el papel para dárselo entonces, uno que diga que ya me los he hecho. Nos veremos en la carretera de Duggam, justo a la salida de Grantley, en un pub que se llama The Lyon Rampant a las ocho treinta. Llevaré la mitad del dinero.
—¿Por qué el lunes a las seis?
—Porque es cuando la policía va recogiendo para cerrar la unidad. Si llegas allí sobre las cinco y media, te cogerán sobre las seis. Y si eres uno de los últimos del día, supongo que ya tendrán ganas de quitarte de encima y lo harán todo lo más deprisa que puedan. Además, si tienes pasaporte, puedes respirar tranquilo. A los que les dan más la lata es a los que no tienen algún documento oficial de identificación.
Tony Jones asintió.
—Muy bien. Pero no podré estar listo el lunes. Necesito unos días para que me arreglen el pasaporte.
George se irritó.
—Bueno, ¿entonces cuándo podemos vernos?
—El miércoles. El miércoles. Valen los mismos planes sobre dónde vernos y tal, pero necesito tiempo para arreglar esto. O es el miércoles o no puede ser.
—De acuerdo, pero asegúrate de que lo tendrás arreglado para entonces.
George se levantó.
—Cuando te hayas aprendido las respuestas de memoria —dijo—, deshazte del papel.
Salió del cuartito sin despedirse siquiera y Tony Jones se quedó mirando el papel hasta que oyó cerrarse la puerta de la tienda. Se lo metió en el bolsillo, salió del despacho y encendió las luces para volver a abrir el negocio. Mientras lo hacía, no dejaba de rondarle una idea.
Era sobre el día en que había llegado allí Tippy toda apaleada y herida. Tenía que haberse dado cuenta entonces de que a aquel zoquete le faltaban un par de tornillos. Si era capaz de maltratar a una puta vieja como Tippy, era capaz de cualquier cosa.
¿Cómo coño se había metido en todo aquello?
George atravesó Londres en su coche y siguió hacia Essex. Cuando llegó al túnel de Dartford, iba escuchando un programa de tertulias en Radio Essex. Sobre el Destripador de Grantley.
Llamaban por teléfono mujeres que decían que cuando lo cogieran tenían que castrarlo, o ponerle una inyección letal, o encerrarlo bien en Rampton o en Broadmoor.
George disfrutaba oyendo aquellas sugerencias tan bobas. No iban a cazarlo nunca.
Kate había llamado a Patrick y le contó que había quedado con Dan en el Bull. Lo había esperado sentada junto a la puerta, observando entrar y salir a la gente con una cierta sensación de temor. Le había dicho a Patrick que prefería ver a Dan ella primero para tratar de convencerlo. Si aquello no funcionaba, entonces se marcharía del pub y haría una señal a Patrick, que estaría esperando con Willy. Entonces, Kelly podría tener unas palabras con Dan. Unas palabras de las suyas.
Kate tenía la esperanza de que no llegaran a tanto.
Dan llegó al pub a las ocho y diez. Llevaba pantalones negros y un jersey rojo oscuro. Se quitó el abrigo mientras entraba y se lo puso al desgaire en el brazo. Kate se fijó en que más de una mujer se volvía a mirarlo. El gran macho de su marido.
Tuvo ganas de decir en voz alta: «No podríais permitíroslo, chicas. No se mancharía las manos con mujeres de una taberna de aldea».
Pero le molestaba que todavía consiguiera hacerla sentir incómoda.
Dan se acercó a la barra sin haberla saludado y luego fue hasta ella con un vaso de vino blanco con soda para él y un vodka con tónica para ella. Se sentó junto a ella.
—Hola, Kate —dijo con tono arrogante. Sabía muy bien la ventaja que tenía sobre ella.
—Hola —dijo Kate con un gesto de cabeza.
Observó la boca de él en el borde del vaso. En otros tiempos lo había sido todo para ella. Y ahora se asombraba al descubrir que no sentía nada por él, sólo desprecio.
—¿Por qué hiciste eso, Dan?
Se quedó un rato pensativo buscando en la cara de ella algún indicio sobre lo que pensaba en realidad.
—Porque —y la señaló con el dedo— esta vez me apretaste más de la cuenta, Kate.
—¿Que yo te apreté a ti más de la cuenta? —dijo en tono de incredulidad.
Él asintió, animándose a tratar su tema.
—Exacto. Acudo a ti en busca de solaz, digamos. Siempre te he considerado una buena mujer, ¿y qué me encuentro? ¡Me encuentro a la madre de mi hija con un maldito hampón! ¡Por Dios, Kate, si es que no podía creerlo! Y tuviste las agallas de hacerme pasar por un rufián.
Dio otro buen trago a su vaso.
—Pero esto ya no tiene nada que ver contigo, Dan. Mi vida sólo es mía. Ahora trabajo en un caso importante...
—¿Nada que ver conmigo? ¡Cuando a mi hija la tienes abandonada!
Kate lo cogió de la mano y se la empujó hacia atrás sobre la mesa con tanta fuerza que el vaso que sujetaba salpicó con su contenido el jersey rojo.
—Escúchame bien, Danny Burrows. Me he tragado basura más que suficiente por tu parte durante años, pero esta vez, muchacho, se acabó. Ya basta. Si me quedo sin trabajo, ¿quién va a pagar la hipoteca? Tú no, eso seguro. Si no podrías pagar la tuya en un millón de años. Por eso andas tirándote a las Antheas de este mundo. Eres un mierda, Dan, y no daré un paso atrás ni te dejaré que conviertas mi vida en una burla como has hecho con la tuya. Te lo advierto...
Kate se estaba enfadando. Ya sabía que aquello no serviría de nada y ahora se preguntaba por qué habría intentado siquiera hacerle entender cómo veía ella las cosas; Dan era incapaz de sentimientos verdaderos. Sentimientos inteligentes.
—¿Que tú me lo adviertes? Estás sacando los pies del tiesto. Lo que tendrías que estar es de rodillas, muchacha, porque en este preciso momento soy yo —y se golpeó en el pecho con el dedo— el que puede salvarte o condenarte, Kate Burrows. Tu carrera está en mis manos.
Extendió una mano abierta sobre su cara y luego cerró el puño.
Kate vio lo bien que se lo estaba pasando, y se entristeció. En otro tiempo, hacía mucho, aquel hombre había sido lo más importante de su vida. Dormía con él, cocinaba para él y había tenido una hija suya; pero él se había marchado de su lado y ella mantuvo la antorcha encendida esperándolo durante mucho tiempo. Pero ahora lo veía tal y como su madre lo veía entonces, y tuvo la sensación de que había desperdiciado su vida por no haber dejado a un lado todos aquellos sueños inútiles demasiado tiempo.
Se puso de pie y recogió los cigarrillos y el bolso.
—¿Adónde te crees que vas?
—Esto no nos lleva a ninguna parte. Has hecho todas esas acusaciones contra mí, y sin embargo, no puedes probar nada. ¿Sabes una cosa, Dan? Me aburres. Me aburres hasta la muerte, coño. Lo que lamento es no haberme dado cuenta hace diez años.
Salió del pub y Dan salió tras ella. Fuera, en el aparcamiento de gravilla, la alcanzó, la agarró por el brazo y la hizo girar en redondo para ponerla frente a él. Le dio una bofetada. No fuerte, pero sí lo suficiente.
Entonces fue cuando vio a Willy y a Patrick.
Kate vio cómo le cambiaba la cara bajo la luz mortecina del aparcamiento y se giró y vio que Patrick corría por la gravilla hacia ellos.
—¡Puta de los cojones! ¡Me has tendido una trampa!
Cuando Dan se giró para intentar llegar a su coche, Willy se puso a su altura y Kate se quedó mirando cómo Dan era arrastrado hacia el BMW de Patrick. Una pareja joven metió el coche en el aparcamiento y salió de él. Miraron a Dan y a Willy con expresión de susto en la cara. Kate se acercó a ellos y sacó su placa.
—Policía de Grantley. Estamos deteniendo a un conocido traficante de drogas. ¿Por casualidad han visto a alguien en la carretera al llegar aquí?
Los dos negaron con la cabeza, deseando no verse involucrados. Patrick se dirigió con calma hacia el BMW junto a Kate, tomándola del brazo y saludando a la pareja con un gesto. Willy ya había obligado a Dan a entrar. Kate se sintió como si estuviera atrapada en una pesadilla. Llegó al coche y se subió delante, Patrick subió atrás con Dan y Willy arrancó y salió del aparcamiento a toda marcha y tomó la carretera de Grantley. Kate se dio la vuelta en su asiento y miró a Dan. Estaba aterrorizado.
Willy redujo la marcha y Patrick encendió un cigarrillo. Se lo pasó a Kate, en el asiento de delante, y luego encendió otro para él. Aspiró hasta que la punta brilló con un rojo intenso.
Kate lo miró y él le guiñó el ojo. Luego agarró a Dan por los pelos y le puso el pitillo a una fracción de centímetro del globo ocular.
—Podría dejarte ciego, Danny, muchacho; te dejaría ciego sin tener que pensármelo dos veces.
Kate iba a decir algo, pero Willy le puso la mano en la pierna para advertirla de que se mantuviera en silencio.
Patrick continuaba hablando con su voz cantarina y Kate observaba, ahora con fascinación, a Danny totalmente inmóvil. No movía ni un músculo.
—Verás, tú me has molestado, y cuando me molestan, hago cosas tremendas. Puedo dejar paralítico a alguien si me molesta lo suficiente. Y tú me has molestado, Danny, muchacho, créeme.
—Pe-pe-pero, ¿qué quiere usted? —la voz de Dan sonaba tan aguda como la de una colegiala.
—Me parece que ya sabes lo que quiero, me parece que ya sabes lo que quiere tu esposa. Y me parece que sabes que lo vamos a conseguir. Porque si hiciera falta, pondría todo el país patas arriba para cazarte, Danny, y al final te atraparía. Yo soy como el sida. Pueden pasar años sin que te enteres de que estoy ahí, pero cuando aparezco, las consecuencias pueden ser demoledoras. ¿Vas pillando la onda?
Dan tragó saliva con dificultad. Kate lo oyó por encima del zumbido grave del motor.
—Sí.
—¿Entonces serás un buen chico y dirás en la OIC que lo que les contaste era una sarta de sandeces, a que sí?
—Sí.
—Bien. Willy, para el coche y deja que salga.
Patrick apartó el cigarrillo de la cara de Danny y tiró la ceniza al suelo.
Willy detuvo el coche. Patrick se inclinó sobre Dan, abrió la puerta y lo empujó violentamente a la carretera. Cerró la puerta mientras arrancaban de nuevo dejando a Dan tirado en el asfalto, tan asustado que creyó que se iba a mojar los pantalones. Vio cómo tiraban su abrigo por la ventanilla y sintió el picor de las lágrimas.
Kate había permanecido allí sentada y había dejado que lo hicieran. No se lo podía creer.
Pero había una cosa cierta: que iba a hacer lo que Kelly mandaba. Como siempre se había admitido para sus adentros, él no era ningún héroe.
Kate iba mirando por la ventanilla del coche sin estar muy segura de si aquello de lo que había sido testigo había sucedido realmente.
—¿Todo en orden, Kate? —preguntó Patrick en voz baja.
Kate asintió.
Patrick suspiró. Era una lástima haber tenido que hacerlo delante de ella.
—Míralo de este modo, Kate: si yo no lo hubiera asustado, porque eso es todo lo que he hecho, asustarlo, ya podías despedirte de tu trabajo. El tipo lo estaba pidiendo, muchacha. ¡Coño si lo estaba pidiendo!
—¿Podríais volver a llevarme a mi coche, por favor?
—Da la vuelta, Willy, Kate quiere irse a casa.
Patrick tuvo una sensación de inútil total. Había tratado de ayudarla, pero tal vez hubiera ido demasiado lejos. A veces se le olvidaba que Kate venía de un mundo distinto. Aquella noche sería de triunfo o de fracaso, eso lo sabía, pero de cualquier modo todavía conservaba su trabajo, y eso, también lo sabía, significaba mucho para ella. Así que al menos eso sí se lo había dado.
Kate seguía temblando cuando llegó a casa. Subió y se encerró en el cuarto de baño y se preparó un baño caliente. Se metió en el agua y allí se quedó tumbada intentando poner orden en sus confusos pensamientos.
Esa noche había visto otra cara de Patrick Kelly. Y no se lo había hecho más simpático. Al fin veía exactamente dónde se estaba metiendo, y daba miedo.
Pero con todo, de una manera un tanto extraña, había disfrutado de ver a Dan llevarse su merecido. Todos aquellos años sufriendo por su culpa, sabiendo que la utilizaba. Aquella noche, ver el desprecio que sentía por ella la había herido más profundamente de lo que creía posible. Lo vio disfrutar al tener algo con que humillarla. Y aunque a ella no le había parecido perfecto lo que Patrick le había hecho, sí disfrutó al ver el miedo de Dan, al verlo envilecerse de aquel modo.
Pero lo que más le asustaba de todo eran aquellas sensaciones.
George había tenido un accidente. Se le había caído todo el chocolate caliente en la alfombra de la sala de estar y había necesitado casi toda una hora para limpiarlo. Había ido a la caseta a buscar el aspirador y había empezado a limpiar la alfombra. Luego, como el trozo donde estaba la mancha se veía más limpio que el resto, terminó por limpiar la alfombra entera. Ahora, tres horas después, había terminado por fin, y cuando se preguntaba si todavía tendría tiempo de ver su película, oyó el traqueteo grave de un taxi. Miró a través de los visillos y vio a Elaine pagar con mano torpe al taxista. Estaba más borracha que una cuba.
¡Zorra puñetera!
La miró salir con dificultad del taxi agarrada al bolso e intentar subir por el camino de cemento hasta la puerta. La oyó rebuscar la llave e intentar meterla en la cerradura. Todo parecía estar aumentado mil veces. La puerta de entrada se abrió con un portazo y oyó los pesados pisotones con que se acercaba al salón. George se sentó en una butaca a esperar a que entrase en la habitación, pero pasó de largo y se metió en la cocina.
Oyó el clic del tubo fluorescente y los tacones tabletear sobre el linóleo, y luego hizo un mueca cuando la oyó vomitar en el fregadero limpio como una patena.
Se levantó lentamente y fue en su busca. Se quedó de pie en la puerta, mirando cómo la espalda y los hombros se sacudían al ir arrojando el brandy y el oporto en el fregadero blanco.
Fue hasta ella.
Vio las manchas rojo oscuro del fregadero que eran como sangre coagulada y abrió el grifo del agua fría. Observó hipnotizado cómo la mancha se volvía rosa claro antes de formar un torbellino para sumirse por el desagüe.
Cogió un paño, lo empapó en agua fría y se lo puso a Elaine en la frente. Luego, la sujetó firmemente por la nuca porque ella intentaba apartarlo, hizo bajar el trapo empapado hasta la nariz y la boca y empujó con todas sus fuerzas.
Elaine aspiró fuerte y notó las minúsculas gotas de agua que le entraban por el canal de la nariz y le quemaban cuando las aspiraba. Intentó mover la cabeza, pero tenía la mano de George sujetándole por el cogote como una tenaza.
Empezó a debatirse cuando su cerebro embotado por la bebida se dio cuenta de lo que estaba pasando.
George continuó apretándole el paño sobre la cara, disfrutando de su pánico, disfrutando del dolor y el terror que producía. Aquello la enseñaría.
En su lucha, Elaine tropezó con el estante de las tazas que había junto al fregadero, que salió volando hasta el suelo. Entre saltos y golpes, los tazones se hicieron trizas con un ruido tremendo y los trozos rotos volaron hasta el último rincón de la cocina.
George le empujó la cabeza para abajo y se la metió en el chorro de agua fría. El agua helada le quitó el poco aliento que aún le quedaba. Con un último recurso de fuerza, Elaine intentó levantar la cabeza y sintió un dolor insoportable al entrar en contacto con el grifo de acero.
George oyó el chasquido blando y vio que la sangre roja teñía rápidamente los cabellos naranja. Notó cómo el cuerpo se le relajaba al perder el conocimiento y la sujetó unos segundos. Luego, la bajó poco a poco hasta el suelo dejando que el paño cayera de su mano al fregadero.
Elaine yacía en el suelo en medio de los tazones rotos. Tenía el maquillaje, tan meticulosamente aplicado, rebozado por toda la cara. El rímel de las pestañas se le había caído en goterones y le salpicaba ahora la piel por la nariz y las mejillas. La sangre rojo oscuro fluía de la herida de la cabeza sobre las baldosas relucientes dibujando unos regueros rojos que se abrían y formaban minúsculas ensenadas, como en un mapa.
George se quedó mirándola. Tenía el pelo naranja totalmente alborotado y el vestido empapado. Las pestañas aleteaban, y cuando se abrieron, vio que no era consciente de lo que había pasado exactamente.
Cerró los ojos otra vez y gimió en voz alta. Ese gemido fue lo que lo precipitó a la acción.
Se puso detrás de ella, levantó el cuerpo pasando sus brazos por debajo de los de ella, los cruzó sobre sus enormes pechos y la arrastró entre el caos de cerámicas rotas hasta la sala, donde la depositó sobre la alfombra. Arrancó uno de los protectores de encaje de una silla, lo dobló y se lo puso debajo de la cabeza para preservar la alfombra de la sangre.
Luego, se precipitó a la cocina, cogió la caja de primeros auxilios de debajo del fregadero y le vendó con suavidad el corte. Se sintió agradecido al ver que era sólo una herida superficial, que la sangre hacía parecer más seria de lo que era.
Trabajó en silencio y con rapidez. Cuando terminó, le colocó un almohadón debajo de la cabeza y le quitó el vestido empapado. Luego la tapó con una manta caliente del armario de secar la ropa. Contento de haber hecho todo cuanto podía, fue y empezó a arreglar la cocina.
Al barrer los tazones rotos, la escoba iba esparciendo el agua sanguinolenta por toda la cocina, como una pintura abstracta. Los diferentes tonos hipnotizaban a George mientras barría. Después, mientras fregaba el suelo para dejarlo limpio, lamentaba verla desaparecer; le gustaban los dibujos que formaba y los colores que creaba y cómo olía, con el sustancioso olor perfumado de la sangre fresca.
Volvió junto a Elaine y le cogió la mano gordezuela. Casi lo había echado todo a perder, y lo sabía. Si hubiera matado a Elaine, aquello habría sido su propio final. La oyó gemir de nuevo y vio que abría los ojos. Llevaba inconsciente más de una hora.
—¿Qué..., qué ha pasado, George? —tenía la voz todavía pastosa por la bebida.
George le sonrió cariñosamente.
—Creo que has bebido más de la cuenta, amor mío. Tuviste un accidente.
Elaine lo miró unos instantes con sus ojos verdes inquisitivos y George se quedó helado. Era como si todos los acontecimientos de aquella noche estuvieran escritos en ellos y a la vista de todos. Luego, Elaine cerró los ojos con fuerza.
Si se acordaba de lo que había sucedido, no lo dijo. Aquello a George lo dejó aún más preocupado. ¿Y si se acordaba? ¿Qué pasaría?
—¿Quieres que te prepare algo caliente para beber?
Elaine asintió con cara de dolor, llevándose la mano a la cabeza vendada.
George se levantó del suelo y fue a la cocina, recorriendo con la mirada todos los rincones para asegurarse de que había recogido cualquier mínima muestra de evidencia.
Mientras estuvo fuera, Elaine continuó tumbada en el suelo sin moverse.
Y entonces, sin previo anuncio, una gruesa lágrima se abrió paso por debajo de su párpado.
George había intentado matarla. Se acordaba de todo. Debía haberse enterado de lo de Hector.
Cuando volvió con el té humeante, Elaine lloraba abiertamente, los anchos hombros se le sacudían una vez más.
George dejó el té sobre la mesa y la tomó entre sus brazos.
Lo sabía.
—Perdóname, Elaine, siento muchísimo, muchísimo lo que te hice. Pensé que tenías un novio o algo parecido. Ya comprendo que eso es ridículo. Perdóname ese momento de locura y de celos.
Elaine se sorbió la nariz ruidosamente, complacida en cierto modo de que George pudiera estar celoso, pero no del todo segura de que le gustara aquello de «ridículo».
Él no sabía con seguridad lo de Hector, y sin embargo, la había atacado físicamente. Y le había hecho daño.
Tendría que ir con mucho cuidado en el futuro.
George la miró a la cara y supo todo lo que estaba pensando. Era como mirar la pantalla de televisión. Gracias a Dios que no la había matado. ¡Mira que si cogieran así al Destripador de Grantley!
Pero sí estaba seguro de una cosa: esa mano tendría que jugarla con mucho cuidado. Elaine no iba a olvidarse de aquello fácilmente.
Ella notó el cambio producido en George, y se estremeció. Era igual que aquella vez. Cuando habían tenido los problemas. Sólo que ahora era todo culpa de ella.
Cerró los ojos. Pobre George.