Capítulo Veinticuatro

George miró el reloj. Eran las cinco y treinta y cinco y todavía estaba oscuro. Se frotó los ojos. Los tenía irritados y notó un curioso olor en las manos. Se inclinó hacia fuera de la cama y encendió la lamparita de noche. El resplandor de la luz se le metió en los ojos e hizo una mueca.

Tenía unas manchas de color óxido en las manos. Las extendió delante de él como si nunca las hubiera visto antes y se sentó en la cama. Estaba completamente vestido. Frunció el ceño.

Apartó las mantas, salió de entre las sábanas y se puso de pie sobre la alfombra, no muy seguro.

Tenía la boca seca y pastosa y tragaba con dificultad. Lo que necesitaba era un café. Bajó a la planta baja tarareando en voz baja. Entró en la cocina y encendió la luz fluorescente. Hizo unos cuantos destellos e iluminó el cuerpo de Elaine. Sin hacerle caso, fue hasta el fregadero y llenó el hervidor. Pasó por encima de aquella forma silenciosa y se preparó un café fuerte y dulce que se lo llevó a la mesa. Luego se fue a la sala y se llevó sus puros de Navidad. Encendió uno, lo chupó durante unos instantes para que se encendiera plenamente.

Suspiró de felicidad. Café y puros. Puros y café.

Sonrió. Ahora era completamente libre.

Y finalmente, miró a Elaine.

Hoy desaparecería para siempre. Sabía bien lo que tenía que hacer. Pero primero, necesitaba una ducha.

Una vez duchado, George estaba ocupado en el proceso de meter a Elaine en dos bolsas negras grandes. Primero le tapó la cabeza y los hombros. Aquellos ojos ciegos le atacaban los nervios. La cabeza se le había pegado al suelo en un charco de sangre que al coagularse tenía un color marrón rojizo. Seguía habiendo pegados largos mechones de pelo naranja pálido. Tendría que raspar bien las baldosas. Finalmente, puesta ya la bolsa sobre la cabeza, la ató alrededor del cuello con una cuerda. Luego miró la parte baja del cuerpo. Le había dado la vuelta para que le resultara más fácil y ahora estaba con las piernas completamente abiertas. Se la imaginó sin aquel pantalón de chándal y se sonrió para sus adentros al sentir aquella excitación tan conocida. La sangre por todas partes lo estaba estimulando.

Le gustaba la sangre. Le gustaba la sensación pringosa que tenía, como un semen carmesí. Le quitó las zapatillas y los pantalones de chándal, y se quedó mirando el blanco lechoso de las piernas como fascinado. Llevaba unas bragas blancas y el pelo púbico espeso y rojo asomaba por los costados con un descaro que a George le producía un inmenso placer. Así, Elaine era su mujer perfecta. Sin rostro, sin exigir y completamente a su disposición.

Apoyó un dedo sobre el pubis, evaluando su blandura. Metió el dedo por dentro de la tela de seda de las bragas y lo pasó por el vello púbico.

Se lamió los labios y notó el sudor que ahora le perlaba la cara. Enganchó las bragas con los dedos y tiró de ellas para sacarlas lentamente por las piernas, suavemente, dejando al aire sus partes más íntimas.

Se bajó la cremallera de los pantalones, encerrado en las sensaciones casi sublimes de su mundo de fantasía. Empezó a recorrerle los muslos, sintiendo su dureza fría. Intentó separar más aún las piernas para quitarle las bragas, ¡pero no se movían! Tiró con más fuerza intentando abrirlas como fuera.

George no había calculado el rigor mortis.

La respiración se le había vuelto trabajosa con tanto ejercicio y tanta fantasía.

Frunció el ceño. Elaine siempre había sido igual: difícil. Hasta muerta seguía siendo inaccesible.

Se pasó una mano pegajosa por la cara. De repente, se percató del caos que le rodeaba. Más valdría que se pusiera a limpiar. Ya tendría tiempo más que de sobra para divertirse.

Divertirse de verdad, con mejores mujeres que Elaine.

Empezó a introducirla en la otra bolsa negra, ahora ya con movimientos más apremiantes. Finalmente, se sentó sobre los talones y se quedó mirando el trabajo hecho. Elaine estaba empaquetada como un pollo.

Se puso de pie, se subió la cremallera de los pantalones metiéndose con cuidado la camisa por dentro. Se tomaría una buena taza de té y después empezaría con la segunda fase de su operación.

Kelly estaba esperando fuera del pub al que Kate y Caitlin habían ido a almorzar. Cuando ella vio el BMW negro sintió una sacudida en el pecho. Caitlin le sonrió y le dijo:

—Me parece que tienes compañía, Kate. Ya te veré más tarde.

Entró en el pub dando un saltito y la dejó plantada sola en la acera. Veía la cara de Patrick a través del parabrisas y vio que, muy a su pesar, fue hasta el coche y se metió dentro.

—Hola, Kate —la voz de Patrick tenía un tono normal y ella tragó saliva.

—Patrick...

Lo dejó conducir. Tenerlo tan cerca le dificultaba la respiración. Olía la loción de afeitar. A pesar de todo, estaba contenta de verlo. Admitir y aceptar ese hecho, le fastidiaba.

Patrick fue hasta su casa y allí Kate salió del coche y lo siguió al interior. Apenas se habían dicho una palabra. En el comedor, la mesa estaba puesta para dos y hasta ellos llegó el delicioso aroma de un asado.

Patrick le retiró la silla y Kate se sentó.

—Perdóname, Kate. Ya sé que lo que le hice a Dan fue un error. Pero te juro que sólo intentaba ayudarte, nada más. Quería quitarte a la Oficina de Investigación de encima y no había otra manera. No tenía intención de hacerle daño, sólo de asustarlo.

Kate percibió el tono desesperado de su voz. Y vio la total sinceridad de su rostro. Pero también notó el tirón que aquel hombre ejercía sobre ella. Contempló aquel hermoso salón: la alfombra mullida, las acuarelas de las paredes, la mantelería y la cubertería tan caras, y comprendió que había echado de menos todo aquello pero que sobre todo había echado de menos al hombre. Lo había echado de menos con todo su ser, sin importarle lo que había hecho. Era para ella como el aliento de la vida, y lo necesitaba. Fuera cual fuese la atracción entre ellos, tenía la fuerza suficiente como para hacerle admitir que lo que le había hecho a Dan carecía de importancia cuando estaba con ella, cuando estaba cerca de ella, donde ella podía alargar la mano y tocarle la cara.

Miró a Patrick y él la miró a ella. Era algo más que un intercambio de miradas: era como una fuerza tangible, allí, entre ellos. Los dos conocían al otro íntimamente, los dos sentían la atracción que los había llevado allí ese día. Los dos querían que se colmase la grieta que se había formado entre ellos y poder continuar con sus vidas.

Los ojos de Kate eran como estanques oscuros de luz líquida. Patrick buscó en ellos alguna señal de que transigía. De que le había perdonado. Cuando la vio coger el vaso de vino y sonreírle se sintió como si alguien le hubiera puesto una inyección de pura felicidad.

—Salud, Pat.

Dio un trago al denso líquido rojo y al hacerlo comprendió que ya no había vuelta atrás. Que había aceptado su modo de vivir al ciento por ciento. Que Dan quedaría olvidado, que todo quedaría olvidado excepto aquel imperioso deseo de los dos.

Patrick descubrió la bandeja que Willy había puesto sobre la mesa en el mismo momento en que llegaron y sirvió unas lonchas de carne en el plato de Kate.

Cuando ella tomó el plato de sus manos, sus dedos se tocaron y la chispa que saltó entre ellos fue como un dolor físico.

—¿Cómo está Willy?

Patrick se sirvió su plato y sonrió.

—Está muy bien.

—Estupendo. Me gusta mucho Willy.

Y así era. Sabía que Patrick se pondría furioso si sabía que Willy había ido a verla, pero fue la charla que habían tenido lo que la había ayudado a organizarse la mente.

—¿Puedo verte esta noche, Kate?

Kate sonrió, se tomó un bocado de la jugosa carne y se limpió los labios con la servilleta.

—No veo por qué no.

Patrick dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, la rodeó y fue a cogerla en sus brazos. No se besaron, pero cuando él rozó con su cara la suavidad de su pelo, se sintió como si por fin, en efecto, hubiera llegado a casa.

Para ella era un hombre peligroso. Lo sabía. Pero estaba decidida a que fuera suyo.

Una hora más tarde, había vuelto al trabajo, con el corazón más alegre que hacía días, y con ansias de seguir. Tenía un aspecto estupendo, y se sentía estupenda, algo de lo que se dieron cuenta prácticamente todos en la sala de incidencias.

El sargento detective Spencer, todavía escocido por la broma de Amanda Dawkins, susurró al oído de Willis:

—Eso de tirarse a un hampón parece que le alegra el ánimo sin parar.

Willis lo miró cortante. Spencer le atacaba los nervios. De hecho, Spencer atacaba los nervios a todo el mundo.

—¿Por qué no te vas a tomar por el culo, Spencer?

Willis se apartó de su lado. Cotejar todos los análisis de sangre era mucho más trabajoso de lo que nadie pensaba, pero les había dado un ímpetu suplementario. Era un nuevo camino. Era su gran oportunidad para atrapar al Destripador de Grantley.

Cuando a un sujeto le sacaban la sangre, le tomaban también las huellas dactilares. Si estaba fichado, se cotejaban las huellas dactilares. Era un modo más de confirmar sus coartadas. Quienes no tenían antecedentes penales, tenían que aportar un pasaporte o alguna otra forma de identificación. Servía el permiso de conducir, pero preferían siempre documentos que llevasen fotografía. Y eso les llevaba muchísimo tiempo. No tenían hombres suficientes para dar abasto con aquella cantidad de nombres. Aun así, era mejor que nada, y mucho mejor que lo que tenían hasta entonces.

Willis cogió otra carpeta. Él se ocupaba de los delincuentes sexuales conocidos. A causa de un retraso en el sistema informático, hasta entonces no habían recibido la lista con los nombres de los delincuentes sexuales residentes en la zona que hubieran sido juzgados y condenados en otras partes del país; a éstos se los conocía como «flotadores», porque solo pasaban por allí camino de otra condena de cárcel. Eran la escoria, los detritos del mundo criminal, odiados tanto por la policía como por el hampa. La pila iba por orden alfabético y Willis cogió la primera ficha.

Nombre: Desmond Addamson.

Willis ojeó la ficha: violación, incendio y exhibicionismo, además de robo con violencia. Había aparecido en Grantley a mediados de enero. Demasiado tarde para los primeros asesinatos. Descolgó el teléfono. De todos modos, sería mejor controlarlo. Empezaría con su vigilante de la condicional. Al descolgar el teléfono, dio un golpe a la pila de carpetas que tenía en la mesa. Soltó el teléfono e intentó atraparlas. Demasiado tarde.

Las carpetas aterrizaron con un ruido sordo y los papeles de dentro se desperdigaron alrededor. Se oyeron gritos de cachondeo por parte de los otros que estaban en la sala y Willis sonrió con bonhomía al agacharse para recuperar los papeles. Tendría que pasarse siglos para volver a poner todos los papeles en sus carpetas correspondientes. Puso sobre la mesa el último montón y allí, mirándole a la cara, estaba el rostro de George Markham. Un George Markham más joven, con pelo más espeso y más oscuro, pero inconfundible.

Willis miró la foto sin verla.

George se había tomado una buena taza de té y ahora estaba en el proceso de pensar cómo trasladar a Elaine al desván. Había estado pensando en serio largo rato dónde meterla, hasta que por fin le surgió la inspiración. Sólo había un problema: Elaine era muy grande. ¿Cómo iba a subirla hasta allí?

La respuesta que se le ocurrió fue tan ingeniosa que sonrió de satisfacción. Era la mar de listo.

Se puso de pie y contempló el cuerpo de Elaine envuelto en aquellas incongruentes bolsas de plástico.

—Salgo un rato, querida, no tardo mucho.

Fue al recibidor y se puso el abrigo bueno. Después, cerró con cuidado y se fue al centro comercial de Grantley, aparcó el coche en el aparcamiento de la zona multitiendas y cruzó el centro hasta un pequeño almacén de alquiler de herramientas.

Stellman’s Plant Hire llevaba en Grantley veinte años. Pero era la primera vez que George había ido allí y se quedó sin saber qué hacer en medio de los restos de segadoras y disolventes para papel pintado. Apareció un joven que le sonrió.

—¿Qué puedo hacerle?

—¿Cómo dice? —dijo George con voz tímida de nuevo.

—Era un chiste, colega. —El chico se quedó mirando a George y se encogió de hombros—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor? —subrayó el «señor» al final de la frase.

—Pues... esto... Tengo que levantar el motor de un coche. Un amigo me va a poner un motor nuevo en el coche, ¿sabe? —la voz se quedó en suspenso. Tenía que haber preparado lo que iba a decir.

El chico ahora era todo profesionalidad.

—Entiendo. Quiere una Haltrac. —Al ver la confusión de George, sonrió—. Una polea de palanca pequeña. Levanta como una tonelada, pero es muy ligera. No como las antiguas de hace años. En cuanto la instale, está chupado. Todo el rollo se hace a mano. ¿Y por cuánto tiempo la quiere?

George sonrió entonces. Era más fácil de lo que se pensaba.

—Ah, un par de días como mucho.

—Muy bien. Le pongo que la tiene una semana, mejor. Porque si se pone a llover, no podrá hacer gran cosa. Y además así es más barato. Sale a ocho libras el día, pero sólo dieciséis la semana. Más el IVA, claro. No hay que olvidarse la tela de Thatcher, ¿a que no?

George estaba abrumado. El chico sabía vender, eso era evidente. Pero en aquel momento George hubiera pagado la cantidad que fuera por la herramienta en cuestión, y en realidad le sorprendió que fuera tan barata.

—Lo que a usted le parezca mejor. ¿Puedo llevármela ahora?

—Pues claro que puede.

El chico empezó a rellenar los papeles y George le pagó en efectivo. Se marchó con la Haltrac bien sujeta entre los brazos. Cogió el coche y se fue a casa sintiéndose de lo más contento.

Una vez dentro, empezó en serio con la faena del día. Primero fue a abrir la trampilla del desván y después de dejarla bien limpia, la colocó sobre su cama. No había ninguna necesidad de ensuciarlo todo. No soportaba el desorden de ningún tipo. Luego llevó la grúa arriba de las escaleras. Subió los escalones metálicos con pasos bien calculados y seguros hasta llegar al agujero cuadrado del techo del rellano e inició la fase dos de la operación.

Trepó al desván y miró a su alrededor con mirada crítica. El tejado se inclinaba hacia arriba y a cada lado corrían paralelos tres juegos de travesaños, tablones grandes de madera que sujetaban las vigas del tejado. Volvió a bajar la escalera de mano y regresó con un buen trozo de cuerda de poliéster de más de un centímetro de grueso de un precioso color azul intenso. La ató a uno de los travesaños de la izquierda, la anudó con fuerza e hizo lo mismo en el lado derecho; después le dio un buen tirón a la soga para asegurarse de que estaba sujeta. Los travesaños estaban a dos metros y medio del suelo y trepó en equilibrio precario sobre un cajón grande que había para asegurar la cuerda.

Saltó del cajón para arriba y se agarró al centro de la soga para asegurarse de que estaba firme. Se aguantó allí durante un momento, columpiándose sin tocar con los pies en el suelo. Todo estaba perfecto.

Se soltó de la soga y aterrizó ligero sobre los talones. Se sentía completamente feliz. Era como cuando de niño jugaba a columpiarse en los balancines colgando en precario sobre el suelo y luego aquella maravillosa sensación de caer en tierra firme. Sonrió para sus adentros y repitió el proceso de nuevo, esta vez columpiándose unos cuantos segundos más y balanceándose de lado a lado.

Entonces, su cerebro compendió el significado de lo que estaba haciendo y volvió a ponerse manos a la obra. Bajó la escalera de mano y subió todo el aparejo de la polea. Colgó en la soga el gancho de lo alto de la polea y dejó que la cuerda pasara a través de la trampilla del desván. Estaba listo.

Notó un estremecimiento de emoción anticipada cruzar todo su cuerpo. Volvió a la cocina. Agarró el cuerpo de Elaine a través del plástico, por debajo de los brazos, y empezó a arrastrarlo por el recibidor y escaleras arriba. El peso muerto de Elaine era mayor de lo que sospechaba y tuvo que dejarla aparcada en mitad de los escalones mientras iba a beber algo fresco. Sudaba como un cerdo. La euforia se le iba diluyendo ya y no se sentía nada contento. Elaine siempre lo había puesto todo muy difícil. Siempre que él planeaba algo, iba y se lo estropeaba.

Apretó los labios hasta formar una línea dura, tan absorto que se olvidó del agua que tenía delante.

Media hora más tarde le sobresaltó el timbre estridente del teléfono que rompió el silencio de la casa. Probablemente fuera otra vez aquella zorra entrometida, ésa que decía que era amiga de Elaine. Se levantó del asiento para contestar al teléfono. La cocina salpicada de sangre todavía no se había impuesto en su conciencia.

—Diga —había vuelto a tener aquella voz humilde y sumisa.

—¿George? —Se le cayó el alma a los pies: era Renshaw—. ¿Estás ahí, Georgie, muchacho?

—Sí. Hola, Peter.

—Mal asunto lo de ayer, pero yo bien le dije lo que pensaba a esa perra de Denham. Pero supongo que seguirás dispuesto a lo de mañana por la noche, ¿no? Que les den por el saco a todos, tenemos que pasar una noche que no se olvide, ¿eh?

—¿Mañana por la noche? —George quedó desconcertado.

—Pues claro, al guateque de despedida.

—Oh... ah, sí. Sí, allí estaré.

—Bien. Te veré en el Fox Revived a las ocho y media, ¿OK?

—Sí. Será estupendo.

—No reprocho que te pusieses a pontificar allí, ¿sabes, George? Esa zorra necesitaba que la pusieran de una vez en su sitio. Es lo que necesitan todas.

—Desde luego.

—¿Entonces te veré mañana?

—Sí.

Se cortó la comunicación y George colgó el auricular. Peter Renshaw tenía razón. ¡Todas ellas necesitaban que las pusieran en su sitio, y él era el hombre capaz de hacerlo!

Subió los escalones y contempló el bulto grotesco de Elaine. Otra más. Rasgó la parte de arriba de la bolsa y contempló fascinado el pelo naranja de Elaine que aparecía a la vista. Luego, agarró los largos cabellos a mechones, se envolvió las manos con ellos y arrastró el cuerpo para subir los escalones que faltaban. Aquella acción hizo que la cabeza se saliera de la bolsa y el ver aquellos ojos lechosos lo hizo reír. Ahora estaban secos y vidriosos, y lo miraban con pasividad.

La dejó sobre el rellano con un último tirón. Después tiró del gancho de la polea para abajo y lo enganchó en la cuerda que ataba las bolsas negras. Satisfecho, subió la escalera de mano y luego, tirando de los peldaños, agarró la cuerda que estaba sujeta a la que pasaba por lo alto de la roldana y fue subiendo poco a poco a Elaine hasta el desván.

Fue más fácil de lo que se esperaba. La subía tan fácil como si fuera una pluma y según iba colgando, con la cabeza al aire balanceándose a los lados, mirándolo como con sorpresa, ató la cuerda a uno de los travesaños más bajos y supervisó el trabajo. Otra vez se sintió casi pletórico.

El cuerpo de Elaine se columpiaba suavemente de un lado a otro y él la observaba divertido y fascinado. Su piel estaba ahora de un color gris verdoso y pensó que parecía muy enferma. Se encogió de hombros. Cuanto antes la quitase de en medio, mejor.

Pero primero tenía que hacer otras cosas. Puso otra vez la escalera de mano, bajó por ella y recogió la trampilla del desván de la cama. Luego la colocó con cuidado y dejó a Elaine colgada en medio de la oscuridad del desván. Cogió los peldaños y los metió de nuevo en su alojamiento. Después, muy decidido, se fue a la cocina. Observó todo aquel caos, hizo unos cuantos chasquidos con la lengua antes de subirse las mangas y llenó el fregadero de agua caliente.

¡La verdad es que hoy tenía un trabajo bien duro por delante!

Le llevó tres horas enteras limpiar la cocina. No había modo de que las baldosas blancas impolutas del suelo recuperaran su limpieza habitual. La sangre había dejado unas marcas de color óxido y al final tuvo que sacar un bote de Domestos y rociar abundantemente las baldosas. Luego extender bien el espeso líquido cuyo amoníaco hacía arder las manos y ojos de George. Por fin logró terminar y que el suelo tuviera un mejor aspecto. Mucho mejor. Pero las manchas seguían siendo visibles. Chasqueó la lengua de nuevo y se encogió de hombros. Había hecho lo que había podido.

Pulió toda la casa y pasó el aspirador a fondo. Cambió las sábanas de su cama, y la colcha, y luego se hizo una tortilla. Miró el reloj. Las siete y cuarto. Lavó el plato y lo dejó en el escurridor. Se fue a la sala, cerró las cortinas y encendió la lámpara. Puso el canal 3 de la televisión y luego la página 251 del teletexto. Se estudió primero las vacaciones, se imaginó a sí mismo en Tailandia con alguna mujercita oriental. En algún lado había leído que podías llevarte una chica de un bar por cosa de dos dólares la noche. Algún día se regalaría eso. Era una lástima que Elaine no hubiera sufrido un ataque al corazón o algo así. Habría podido reclamar el dinero del seguro.

Pasó a la página de los vuelos baratos. Vio inmediatamente lo que buscaba: «ORLANDO VUELO + AUTO 21 NOCHES 23 FEB».

Viernes.

Aparecería por casa de Edith, le contaría que Elaine lo había abandonado por otro hombre. Y con lo contenta que estaría de verlo tan inesperadamente, se olvidaría enseguida de por qué había llegado allí. Sin embargo, tendría que hilar fino con las amigas de Elaine; pero bueno, ya cruzaría ese puente cuando llegara el momento. Era una lástima que ya hubieran muerto sus padres. Habría podido contar que se había ido a vivir con ellos.

Cogió el teléfono que tenía al lado y marcó el número de la pantalla. Había personal respondiendo las llamadas hasta las nueve y media. En cinco minutos tenía un vuelo reservado, había pagado con su tarjeta de crédito y concertado que recogería los billetes y el visado en el aeropuerto de Gatwick.

Colgó el teléfono y se sentó de nuevo en la butaca. Mañana por la noche tenía la fiesta de despedida. Iría. Eso le dejaba libre mañana y el jueves para arreglar los últimos detalles. Suspiró satisfecho.

Tanto que hacer, tanto que hacer. Así estaba. Por primera vez en su vida era el centro de todo y le encantaba. Tenía control absoluto.

George telefoneó a su trabajo el miércoles por la mañana a las diez. Preguntó por la señora Denham muy educadamente y esperó nervioso hasta que oyó resonar la voz en el auricular.

—Diga.

—Señora Denham, aquí George Markham. —El aparato quedó en silencio y él se precipitó a hablar— Quisiera disculparme por lo del otro día. Me temo que es que aquello no me lo esperaba y claro...

Su tono de voz era dulce como la miel.

—Lo comprendo. Creo que en algún punto se nos produjo una ruptura en la comunicación —George podía oír la sonrisa en la voz—. Si prefiere usted no volver al trabajo, puedo arreglárselo —volvía a haber vacilación en la voz.

—¿De verdad, es posible? Es que como mi mujer está gravemente enferma...

—Por supuesto, se lo arreglaré inmediatamente.

George notó que la mujer se alegraba de librarse de él y se le puso una sonrisa en la boca.

—En cuanto al dinero...

—Ah, eso se le ingresará en su cuenta bancaria dentro de unas tres semanas. Me temo que es lo más pronto que le puedo conseguir.

—Así está bien. Estupendo. Muchísimas gracias.

—No se merecen. Y buena suerte.

—Gracias, adiós.

Josephine Denham colgó el teléfono y sintió un instante de exquisito placer. Lo que estaba haciendo por George Markham no estaba permitido en sentido estricto, pero haría lo que fuera por librarse de aquel individuo. Le daba escalofríos. Lo único que quería era que le dieran el finiquito y desapareciera lo antes posible.

Tony Jones estaba nervioso. Llevaba en Grantley desde las diez y media de la mañana para aclimatarse al lugar. ¡Vaya mierda! A juicio de Tony, Londres era el único sitio donde se podía estar. Tanto campo verde le perturbaba. Probablemente, todo estuviera lleno de boñigas de vaca.

Estaba sentado en un Wimpy bar del centro y observaba a la gente ir y venir camino de los análisis de sangre. Volvió a pasarse la lengua por los labios y a palparse nervioso el bolsillo de la chaqueta donde tenía el pasaporte. Había pagado una buena tajada de tela por él, y a ver si conseguía que George Markham le devolviera el dinero. Sentía un impulso insano de ir corriendo al vehículo de policía más próximo y contarles que sabía quién era el Destripador de Grantley. Sabía que eso era lo más decente que podía hacer. Pero Tony Jones amaba el dinero más que ninguna otra cosa.

Quería las tres mil libras de George y después ir a ver a Kelly y llegar a algún arreglo con él. Conocía a Pat Kelly lo suficiente como para saber que si descubría que Tony estaba al tanto del nombre del Destripador y no se lo había comunicado de inmediato, Tony Jones podía darse por muerto. Además, estaba el dinero que ofrecía Kelly...

Lo primero era quitarse de encima lo de la prueba de sangre y luego ya procuraría ver a Kelly.

Era la hora de almorzar y Tony se fijó en que la cola de hombres que esperaban para hacerse las pruebas se alargaba. ¿A la hora de comer? Tony meneó la cabeza sorprendido. Él era de los que hubiera usado el tema como excusa para escaquearse una tarde o una mañana.

La gente le asombraba, de verdad que sí. No sabían echar el ojo a las mejores oportunidades.

Pidió otro café y siguió mirando. Iba a ser un día muy largo.

George se había bañado y se sentía rosita y suave. Eso es lo que siempre decía su madre. Rosita y suave después de un buen baño caliente. Se puso un pijama que había conocido mejores tiempos, se calzó las zapatillas y fue a buscar la escalera de mano para poder subir una vez más al desván.

Elaine seguía allí colgada y George le sonrió. ¡Pobrecilla! Debe de estar helada. Luego fue a una esquina del desván, se frotó las manos y se quedó mirando el depósito de agua.

El lugar de reposo definitivo de Elaine.

Las casas de la calle de George habían sido construidas antes de la guerra y todavía disponían de los antiguos depósitos de agua de doscientos cincuenta litros. La mayoría de las casas de la calle las habían modernizado, pero Elaine y George nunca se preocuparon demasiado por la suya. Los tanques de agua eran tan grandes que los habían colocado antes de poner el techo de las casas. Y en consecuencia, cuando los vecinos la modernizaban, tenían que dejar el viejo depósito galvanizado en el desván porque no había manera de quitarlo de allí. En el caso de Elaine y George, seguía suministrando el agua para la bañera y el retrete, y en la cocina tenían un pequeño calentador en el suelo para alimentar la calefacción central. George levantó la tapa del depósito y contempló el agua. Un ratón muerto flotaba en la superficie. Lo cogió por la cola y lo tiró a un rincón, con un repelús.

El tanque tenía un metro veinte por noventa centímetros y otros noventa de profundidad. George sintió un momento de pánico. ¿Y si no cabía?

Volvió a colocar la tapa en su sitio para poder moverse con más libertad, encendió las luces y empezó el trabajo de bajar el cuerpo de Elaine del gancho de la polea. Cayó sobre el polvo del suelo con un golpazo sordo e inició la difícil tarea de arrastrarla hasta el tanque.

El desván estaba forrado de madera y por los laterales había cajas de fotografías viejas y de ropa, cortinas antiguas, hasta el armazón de una cama de hierro, desarmado y apoyado cuidadosamente contra las viguetas del techo.

George arrastró el cuerpo hasta el depósito; el pijama ya estaba salpicado de sudor y cubierto de polvo. Al llegar, de un tirón poderoso lo levantó del suelo y lo empujó de cabeza adentro. El agua se desbordó inmediatamente y George soltó un taco. La impresión del frío helador le dejó sin aliento. Alzó las piernas de Elaine e intentó empujarla dentro del tanque. Trató de doblarla en dos, pero la barriga era tan gorda que no lo permitía y además el agua seguía vertiéndose por todas partes. Tenía las zapatillas tan mojadas como el pijama. El agua se colaba en las bolsas negras y le hacían aún más difícil poder agarrar bien a Elaine.

Al final, completamente indignado, la arrastró fuera del tanque y la dejó caer sin ceremonias sobre el suelo empapado. El corazón le aporreaba en el pecho y se puso la mano encima para notar satisfecho el latir de la vida.

Entonces oyó un borboteo suave y el corazón se le paró en el pecho. Inclinó la cabeza hacia el cuerpo de Elaine. Tenía la cara sobre el suelo, la piel toda deformada en arrugas grises y le corría agua por una de las comisuras de la boca. Todos los gases que tenía dentro y el aire atrapado se habían removido al tragar agua y ahora sonaba como si gruñese.

Por un momento, George sintió una aprensión enfermiza, pero luego se le hizo la luz sobre lo que estaba pasando.

Le dio un empujón con la zapatilla y volvió a gruñir, esta vez soltando también una ventosidad estruendosa.

Sonrió porque todo el miedo había desaparecido.

¡Se había creído que todavía estaba viva!

Sabía que lo mataría por haberla dejado allí colgada como un pollo toda la noche.

Se echó a reír, con unas carcajadas agudas y entrecortadas casi de histeria. Volvió a sonar el borboteo de agua y tuvo que sentarse en el borde del tanque porque las lágrimas le anegaban la cara. ¡Oh, hacía siglos que no se divertía tanto!

Se enjugó los ojos con las manos y se rio a mandíbula batiente. Hasta que, finalmente, se calmó.

Fue un cambio muy rápido. De aquel ruidoso buen humor, su cara pasó a ensombrecerse y a mostrar una expresión fría y calculadora.

Ya sabía en qué se había equivocado: no había vaciado el agua.

Cogió el flotador del depósito, lo ató con un trozo de alambre para mantenerlo contra la pared lateral del tanque. Luego abrió la trampilla del desván y bajó al cuarto de baño, y abrió los grifos del lavabo y la bañera. Hizo lo mismo en la cocina. Puso el hervidor al fuego y se preparó un café. El pijama mojado le estaba dando frío y se echó el abrigo por encima para mantener el calor.

Se bebió agradecido el café caliente y luego volvió a la faena. El depósito se había quedado vacío. Arrastró a Elaine por el costado arriba y la empujó con la cabeza por delante. Luego se fue al otro lado y, arrastrándola por los sobacos, la sentó con la espalda apoyada y forzó las piernas para que cupiesen. Luego le metió la cabeza entre las rodillas y empujó todo lo que pudo. Pero siguió como estaba.

En el proceso de introducir el cuerpo allí dentro, el flotador del agua se había movido de donde él lo había atado a la vigueta, de modo que ahora lo metió bajo los riñones de Elaine. Eso estaba suficientemente alejado de la línea del nivel del agua. Finalmente, George cogió la tapa y la echó sobre el tanque. Otra vez se sentía feliz.

Aseó el desván lo mejor que pudo y luego se dejó caer al descansillo. Sería mejor que se lavase bien. Esa noche iba a salir.

Volvió a dar el agua y se preparó otro baño. Estaba pensando en la noche que le esperaba.

Elaine ya estaba olvidada ahora que el depósito de agua empezaba a llenarse despacio, muy despacio, porque el flotador del grifo estaba atrapado bajo sus riñones.

Tony Jones estaba sentado en la pequeña cabina portátil repasando nervioso las respuestas a las preguntas que sabía que le iban a hacer.

Estaba tan nervioso que cuando le preguntaron cómo se llamaba casi dice «Tony Jones». Ahora llamaban ya a George Markham y él estaba allí sentado preguntándose por qué no contestaba nadie. Se puso en pie no muy seguro.

—Perdone, estaba distraído —sonrió a los dos agentes.

—Por aquí, señor.

Los siguió a una oficina minúscula que estaba al lado y se sentó.

—Soy la doctora Halliday y voy a extraerle un poco de sangre. ¿Le importaría quitarse la chaqueta, por favor?

Tony sonrió abiertamente.

No estaba nada mal. Un pelín demasiado flaca, pero en fin, las mujeres con estudios siempre lo están. O por lo menos eso le parecía a él.

Se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa, arrepintiéndose de no haberse puesto una más limpia. Se daba cuenta de que los sobacos le olían a sudor rancio. Vio que la doctora arrugaba la nariz y sintió que se ruborizaba. El mayor de los dos policías le sonrió y se sentó a la mesa sin preocuparse. Tony pensó que estaba disfrutando de su incomodidad y frunció el ceño.

Puñetera bofia, todos eran iguales. Se concentró en lo que tenía que hacer.

—Bien, señor Markham, ¿dónde trabaja?

Tony respiró fuerte e hizo una mueca al notar que la aguja se le clavaba en la vena.

—Trabajo en Conjuntos Kortone.

—¿Dirección?

—Módulos 16 a 38, polígono industrial de Grantley.

—¿Teléfono?

—04022 795670.

Tony notó que la médico le liberaba el brazo y le colocaba una tirita redonda. Empezó a bajarse la manga, contento de poder ponerse otra vez la chaqueta. El otro policía entró en el cuartito. Sonrió a la doctora, saludó con la cabeza a Tony y se dirigió a su colega.

—Éste es el último. Ya podemos cerrar la tienda.

—Gracias a Dios. ¿Vas a ir al pub?

—Sí. ¿Te pido una pinta?

—De acuerdo, estaré allí en cosa de diez minutos.

Tony estaba asombrado de lo fácil que había sido. El otro agente se marchó y el policía se dirigió de nuevo a Tony:

—¿Tiene usted algún documento de identidad, por favor?

Sacó el pasaporte del bolsillo y el hombre lo miró y luego apuntó el número.

—Si es tan amable de firmar aquí, señor, ya puede usted irse.

Tony firmó la declaración y a los treinta segundos estaba fuera de la cabina.

¡No podía ni creerlo! No era raro que no lograsen pillar al Destripador de Grantley. Después de lo que acababa de ser testigo, ¡sería sorprendente que pudiesen pillar el autobús!

Meneó la cabeza y se dirigió al coche. Tenía que ver a George a las ocho y media. Miró el reloj. Eran poco más de las siete. Le daba tiempo a atizarse unos lingotazos. Los necesitaba.

George estaba preparado. Se miró una vez más en el espejo y sonrió.

Nada mal. Nada mal en absoluto. Se alisó el pelo escaso con las palmas de las manos y volvió a sonreír. Ahora ya estaba en forma para salir. Pasado mañana se marchaba de vacaciones y esa idea le animó. Elaine había desaparecido de sus pensamientos.

Se imaginó la cara de Edith cuando lo viese en la puerta. Sintió en el pecho un temblorcillo de excitación. Iban a ser unas vacaciones maravillosas.

Cerró la casa con cuidado antes de marcharse y tomó el coche para ir a The Lyon Rampant. Llegó un poquito después de las siete y media y entró en el bar desierto. Tony Jones estaba sentado medio oculto en un rincón. George se acercó a él y se sentó enfrente.

—Llegas pronto.

—Yo soy así. ¿Quieres otra copa?

Tony asintió, estupefacto ante la jovialidad del tono de George.

—Me tomaré un whisky doble.

George fue a la barra y volvió con las bebidas. Una vez instalados, sonrió a Tony.

—¿Tienes el pasaporte?

—¿Y tú tienes el dinero? —la voz de Tony sonó dura y George apretó los labios.

—Lo tengo en el coche.

—Bueno, pues vas y lo traes.

—No seas bobo, el barman nos vigila como un halcón. La gente se acuerda de las cosas, sabes. Recordará habernos visto intercambiando sobres. No, el negocio lo hacemos fuera.

Tony se frotó los ojos y dio un trago a su bebida. Bien pensado.

—De acuerdo. Me hice la prueba. Y te digo que fue difícil. Me preguntaron un montón de cuestiones complicadas...

George se alarmó inmediatamente.

—Supongo que no te habrás ido de la lengua.

Tony notó la amenaza velada de su voz.

—Tienen que ir a mi empresa mañana. No quiero ninguna clase de complicaciones, Tony.

Tony se dio cuenta de su error. Había intentado que George tuviera la impresión de que se había ganado su dinero y lo único que había conseguido era ponerlo nervioso. Y George nervioso ponía a Tony nervioso.

—No te preocupes, lo hice muy bien, te lo juro. No sospecharon lo más mínimo, de veras.

George se relajó visiblemente y Tony también.

Se olvidaba constantemente de que George era un asesino. Un tipo peligroso. Aunque no tuviera la menor pinta. Todos los asesinos de los que había leído u oído algo, y en sus tiempos había conocido unos cuantos, tenían pinta de faltarles unos cuantos tornillos. Pero este tipo de aquí, ¡si parecía un vulgar exhibicionista! Un pervertidillo de fin de semana. Parecía cualquier cosa, menos desde luego un asesino. No parecía nada peligroso. Pero lo era.

—Bébete eso y vámonos. Tengo una cita.

Tony se metió el whisky de un trago y salieron al aire frío. Siguió a George hasta su coche.

—¿Dónde está el dinero?

George abrió la puerta y le hizo entrar en el coche. Tony se sentó delante. Volvía a estar nervioso.

—Enséñame el pasaporte, por favor.

Tony se lo sacó del bolsillo y George lo miró bajo la escasa luz interior del coche.

—¿Dónde está el otro que te di, el temporal?

Tony se lo sacó del bolsillo y George metió los dos documentos en la guantera y luego se volvió de cara a Tony.

—No voy a pagarte ni un penique.

—¿Que no qué?

—Lo que he dicho: no voy a pagarte, Tony. —George sonrió—. ¡Oh, vamos! ¿No te habrás pensado que te iba a pagar, o sí? Pensé que eras un hombre de mundo.

George soltó una risita. Estaba disfrutando.

Tony sintió que le daba vueltas la cabeza. Miró a George a los ojos y se dio cuenta de que antes se había equivocado. Así, con aquella horrible risita gangosa y aquellos ojos enfebrecidos, George que parecía un asesino. Diabólico.

Tony vio que la boca se abría aún más y que la caverna oscura que alojaba la lengua rosa parecía arrastrarlo. Vio que no sólo el dinero del pasaporte se marchaba por la alcantarilla, sino también el dinero del chantaje esperado.

Todas las cartas estaban en la mano de George, porque sabía que Tony le tenía miedo.

—Vamos a decir que simplemente ha habido un pequeño malentendido respecto del dinero, ¿te parece, Tony?

Tony bajó la mirada y asintió.

George sonrió.

—Buen chico. Y ahora, si no te importa, tengo un compromiso importante.

Tony se bajó del coche y miró alejarse a George. Luego volvió al pub y pidió otro whisky doble.

El barman lo miró con curiosidad y Tony cogió el vaso y se volvió a la mesa del rincón.

Sólo le quedaba un camino que seguir: Patrick Kelly.

Pero ahora no era sólo cuestión de dinero. Quería ver a George llevarse su merecido.

Sólo había una nube en el horizonte. Cómo darle el nombre a Kelly sin que se descubriera su propia implicación. Si Kelly descubría que sabía quién era el asesino de su hija y no se lo había dicho... si descubría que él, Tony Jones, se había hecho el análisis de sangre en lugar del responsable... Sólo con pensarlo Tony sintió que se desmayaba de miedo. ¿Cómo coño se había enredado tanto?

Una vocecita en el fondo de su cabeza le dijo: «Porque eres muy codicioso, Tony, por eso».

Se terminó la copa y se quedó sentado en el bar. Había un modo de ver a Kelly y lo haría funcionar, pero necesitaría pensárselo un poco.

Iba a devolvérsela a George Markham multiplicada por cien, y al mismo tiempo salvaría el pellejo.

George entró en el calor y el humo del Fox Revived y allí estaba Peter Renshaw con un montón de otros colegas de pie en la barra. Peter lo vio y gritó:

—¡Aquí está, el hombre del momento!

George sonrió. Todos los demás sonrieron también. Le metieron una copa en la mano y volvió a sonreír. Ahora no le importaba ver allí al almacenista. En su eufórico estado mental, todos eran sus camaradas del alma. Estaba encantado de la asistencia. Si Elaine pudiera verlo ahora... ¡Caramba, si allí debía de haber veinticinco personas! Para su despedida. Por él.

Renshaw le dio una palmada en la espalda y acercó su cara roja cervecera.

—Nos tomaremos unas cuantas más aquí y luego nos largamos a un night-club. Conozco el sitio justo. Venga, bebe, hombre. ¡Te llevamos unas cuantas de ventaja!

Uno de los almacenistas, un tipo ancho y grandote que se llamaba Pearson guiñó un ojo a George y luego le gritó a la camarera:

—¡Pon otra ronda aquí, guapa!

Soltó un ruidoso eructo y George sintió aquel asco habitual, pero esa noche lo rechazó.

Estaba dispuesto a divertirse o morir en el intento.

Se bebió su coñac de un trago y notó que le ponían otro en la mano casi de inmediato. El pub se estaba llenando y el ruido era cada vez más fuerte. La gente iba y venía. El grupo de George había tomado posesión de la parte derecha de la barra. Él estaba en medio del grupo. Por primera vez en su vida, tuvo la sensación de formar parte de él. Los hombres del almacén hacían que se sintiera bienvenido. Le daban palmadas en la espalda y le deseaban buena suerte. Hacían comentarios obscenos sobre las tetas de la señora Denham y George se sentía parte de todo. Cuando se marcharon una hora después en dos minibuses, iba entusiasmado.

Desde luego, Renshaw sabía cómo divertirse, vive Dios. George lamentó no haber asistido a todas las otras despedidas que Renshaw había organizado.

Los minibuses se pararon ante un club de la zona de mala fama de Grantley. Se bajaron todos en bloque y se quedaron apiñados sobre la acera sucia; Renshaw sacó un taco de entradas y todos ellos pasaron alborotando por delante de los porteros de traje oscuro. George había oído hablar del Flamingo Club, y desde luego que en cierta ocasión había querido apuntarse, pero el miedo a que Elaine lo descubriera le hizo desistir. Pero ahora allí estaba, sentado en una mesa con sus amigos y esperando a que aquellas chicas guapas de indumentaria más que escasa les sirvieran las copas.

Las luces se atenuaron y se encendió un foco que iluminó la minúscula pista de baile. Todos los hombres se pusieron a vitorear a una mujer que se colocó bajo la luz brillante. Llevaba uniforme de colegiala y el pelo recogido en dos trenzas largas que de algún modo salían disparadas de su cabeza como las de una niña bien mala de Supercañeras. Se había pintado unas grandes pecas en la nariz y los pechos se le apretaban contra la blusa.

Los ojos de George brillaban de excitación.

Los compases de Papi va a comprarme un guau-guau crepitaban en los altavoces.

La mujer hizo una reverencia, dejó al aire unas bragas azul marino de colegiala y luego se las apartó del cuerpo. Todos los hombres bramaron de satisfacción al quedar al aire la hendidura de color rosa. George miró a su alrededor lleno de asombro. Se quedó sorprendido al ver otra copa delante de él y bebió con ansia haciendo chasquear los labios tal como había visto hacer a los almacenistas.

Ahora sus ojos no abandonaban el escenario porque la mujer empezaba a desvestirse y los hombres a soltar silbidos y maullidos. La chica se acercó a sus mesas y, sonriente, se sentó en las rodillas de uno de los almacenistas con las piernas separadas. Se frotó suavemente arriba y abajo con las piernas. Luego, se desabrochó los botones del costado y dejó que la blusa cayera al suelo. Los grandes pechos caídos quedaron libres y los empujó contra el rostro del hombre. George estaba arrebatado.

Se levantó, se estiró las bragas azules hasta la barriga de manera que los labios de la vagina asomasen por ambos lados y luego volvió a bajarlas lentamente mientras recorría con la mirada a los hombres como si aquello que hacía fuera un espectáculo dedicado personalmente a cada uno de ellos.

Entonces, la música se paró, las luces se apagaron y la chica se fue en medio de silbidos, aplausos y pateos.

El siguiente fue un imitador de estrellas. Unas pocas mesas más allá había un grupo de hombres jóvenes de despedida de soltero. Les habían servido pollo con patatas fritas en unas cestitas y el hombre del escenario, con la cara embadurnada de maquillaje debajo de una peluca rojo oscuro, se acercó a uno de los jóvenes y le dijo:

—Oye, amor, ¿sabes cuál es la diferencia entre una polla grande y una pata de polla?

El chico se puso rojo y negó con la cabeza mientras sus amigos se partían de risa. El hombre le pasó el brazo por los hombros y le dijo:

—¿Quieres venir de merienda conmigo?

George se rio tan fuerte como todos los demás. Se quedó asombrado al descubrir que ahora tenía tres copas distintas delante.

Peter le buscó con la mirada y le guiñó un ojo y George sintió un súbito afecto por él, olvidado el fastidio habitual. Peter había organizado aquello y George lo recordaría hasta el día de su muerte. Estaba donde debía estar. Entre hombres a los que les gustaba lo que le gustaba a él. Que veían a las mujeres como lo que realmente eran.

El imitador había terminado y apareció otra chica a hacer striptease. Peter Renshaw llamó al imitador que fue hasta su mesa parodiando el contoneo de una mujer.

—Hola, Peter, ¿cómo estás?

—Muy bien, Davey. Estamos de despedida. ¿Cuánto nos sube un show en vivo?

El imitador sonrió.

—Lo de costumbre, Peter. Tú pasas la cesta y yo organizo a las chicas. Y no te olvides de añadir una copa para mí, ¿vale?

Renshaw sonrió.

—Eres un buen tío.

El imitador se rio.

—¿Estás seguro?

—Venga, mozos, moved el culo, que nos van a hacer un show en vivo.

Se volvió a George.

—¿Has estado alguna vez en uno? —le preguntó.

George negó con la cabeza, sorprendido.

—Pues te va a encantar, Georgie, muchacho. Es fabuloso.

Se levantó de la mesa y fue a decírselo a los otros. Todos se apresuraron a sacar el dinero. En el centro de su propia mesa había ya una buena pila de dinero, así que George sacó la cartera y puso veinte libras en el bote. Era la cantidad media que ponían los demás.

Al cabo de unos minutos, Peter lo tenía todo arreglado. George estaba impresionado. A los gorilas de la puerta les dieron cincuenta a cada uno para que echasen el cierre mientras durase el numerito, y a las chicas también les habían pagado. Ahora, en el club había expectación en el aire.

George se quitó la chaqueta. Se lamió una capita de sudor de los labios.

Habían vuelto a encender el foco y había dos mujeres de pie semidesnudas, que charlaban y fumaban cigarrillos mientras colocaban la escena. El joven futuro novio y uno de los almacenistas habían sido elegidos por unanimidad para ser las estrellas del espectáculo, y todos los otros esperaban conteniendo el aliento a que empezara el número.

El imitador de estrellas apareció con un micrófono y anunció que él haría de maestro de ceremonias. Desnudaron completamente al futuro novio y al almacenista, las mujeres apagaron sus cigarrillos y, enarbolando unas sonrisas muy profesionales en sus rostros, entraron en la zona del escenario muy sonrientes y saludando al público con la mano.

George estaba hipnotizado. Las dos mujeres se arrodillaron y tomaron los miembros de los hombres en sus bocas. Se hicieron apuestas sobre quién iba a eyacular primero. El almacenista tenía agarrada a la mujer del pelo y hacía fuerza con el pene en su boca. Sus amigotes gritaban muy excitados.

—¡Sigue, hijo!

—¡Déjala sin aire a esa puta zorra!

El almacenista ponía cara de lubricidad y meneaba las caderas encantado de ser el centro de atención.

El joven novio no lograba siquiera tener una erección. Se reía a carcajadas y al mismo tiempo estaba completamente avergonzado. Finalmente, uno de los otros chicos de su mesa se levantó, se quitó los pantalones y arremetió contra la chica.

—¡Aquí tienes, esto es para ti!

Se oyó una gran ovación.

George miraba, casi en trance, cómo aquellos hombres usaban a las mujeres. Finalmente, el imitador de estrellas decretó el final de todo el asunto y los protagonistas regresaron a sus mesas como conquistadores heroicos.

Las dos mujeres abandonaron el escenario agotadas. Sus complicados peinados se les caían en mechones sueltos y el maquillaje corporal formaba manchones y se corría con el sudor.

Todos los hombres aclamaban al almacenista que ahora se iba vistiendo entre gritos y exclamaciones.

George estaba sentado entre ellos. El espectáculo le había excitado. Sus ojos estaban febriles y orlados de rojo. Había gritado hasta quedarse ronco junto a todos los demás.

Nunca, ni en sus sueños más enloquecidos había siquiera imaginado una cosa como aquélla. Por primera vez en su vida, George compartía sus entretenimientos con otros. Con otros que disfrutaban junto con él.

Tuvo una absurda sensación de felicidad que le dio ganas de llorar. Notó el pinchazo de las lágrimas y parpadeó para alejarlas a toda prisa. Peter Renshaw se dio cuenta y le pasó un brazo por el hombro.

—Alegra esa cara, Georgie, muchacho, que es tu fiesta de despedida.

George miró a Peter de frente y dijo:

—Ésta ha sido la mejor noche de mi vida, Peter. Gracias. Muchísimas, muchísimas gracias.

Peter Renshaw se sintió contento de que George lo hubiera pasado bien. Siempre notaba en George una cierta tristeza, una extrañeza que algunas veces le incomodaba. Pero ahora, le sonrió. Decidió que la bebida era lo que les hacía ponerse llorones.

—Tómate otra, Georgie, muchacho, sale otra tía dentro de un minuto.

George asintió y cogió la copa.

Alguien propuso un brindis en honor de George, que, rojo de felicidad, miró cómo todos alzaban sus copas. Llevaron una nueva ronda de bebidas a la mesa y todos empezaron a beber en serio.

Un poquito más tarde, las dos mujeres que habían llevado a cabo el espectáculo se presentaron en la mesa completamente vestidas a buscar su dinero. La mayor de las dos, una rubia de rasgos duros, alargó la mano a Peter Renshaw.

—Queremos nuestro dinero ahora, amigo.

La voz sonaba a cansancio.

—Entonces, ¿qué me dices de un favorcito, vieja zorra?

Eso lo dijo el almacenista que había tomado parte en los acontecimientos anteriores. La mujer se volvió hacia él.

—¿Por qué no cierras esa bocaza y te vas a tomar por el saco que es lo que te gusta?

Ante aquello todos se echaron a reír. El almacenista cogió una pinta de cerveza e hizo un gesto a los demás ocupantes de la mesa. Todos lo imitaron. Luego, como puestos de acuerdo, todos lanzaron la bebida sobre las dos mujeres y las dejaron empapadas.

A George le brillaban los ojos y gritó:

—¡Esto te enseñará a tener modales, cacho basura!

Todos se rieron, la mayoría sorprendidos.

—Muy bien, Georgie, diles lo que se merecen.

—¡Dale en la boca!

George oyó las exclamaciones y se pavoneó.

La mayor de las dos se limpió la cara y volvió a extender la mano.

—Quiero el dinero, por favor.

Peter, al que ahora le daban pena, se lo entregó. Se volvieron a sus camerinos abatidas. Siempre pasaba lo mismo después de un show en vivo. Los hombres la tomaban contigo porque en el fondo sentían vergüenza de lo que habían hecho. Una vez pasada la excitación, te echaban a ti la culpa de su perversión. Porque ahora volverían a sus casas, con sus mujeres o sus novias, galleando muy ufanos. Y mañana en el pub no se hablaría de otra cosa. Pero en su interior, en lo más profundo, estaban avergonzados de sí mismos. Avergonzados de lo que habían hecho o presenciado.

La chica más joven estaba llorando y la mayor le pasó un brazo por los hombros.

—Son todos unos mamones, cariño, no dejes que te afecte. Nos hemos llevado unos buenos billetes, eso es lo importante. Mi chico mayor quiere una bici de montaña, ¿tú en qué te lo vas a gastar?

Intentaba llevar una brizna de normalidad a la conversación. Era la única forma de sobrevivir.