Capítulo Siete

Navidad de 1948

George estaba tumbado en la cama contemplando el techo. Tiró de las mantas para taparse los hombros y se frotó las orejas heladas con las manos, echándose el aliento en las palmas una y otra vez para calentarlas. Tenía el cuerpo entero entumecido por el frío. Las ventanas de guillotina se habían helado por el lado de dentro y las primeras luces del amanecer reflejaban unos extraños murales en la pared. Asomó otra vez la cabeza entre las mantas al oír un ruido en el dormitorio de su madre. Soltó el aliento muy despacio, con cuidado, para ver las espirales que revoloteaban en la fría penumbra como el humo de los cigarrillos. Alertó los oídos para escuchar. Nada. Se relajó poco a poco. Y entonces oyó el ruido sordo y amortiguado de unos pasos sobre el linóleo. Cerró los ojos y los apretó tan fuerte como pudo. ¿Sería su madre que iba al retrete? ¿O Edith? Pero las pisadas se detuvieron delante de su puerta.

Se acurrucó aún más abajo en la cama. La insuficiente ropa de cama apenas le cubría: una sábana, una manta y un abrigo viejo.

Cerró los ojos e intentó fingir que no tenía conciencia de nada. La boca le temblaba de la aprensión. Escuchó y oyó que la puerta crujía, se abría lentamente y alguien entraba en la habitación. La nariz le tembló al notar el potente olor a rancio del hombre. Era una mezcla de cerveza y sudor. George estaba aterrado. El hombre avanzó hacia la cama con decisión, pisando sólo las tablas que sabía que no iban a crujir.

—¡George! ¿Estás despierto?

El niño no se movió. El corazón le latía con tanta rapidez y tanta fuerza que estaba seguro de que el hombre lo oía.

Apretó los ojos todavía un poco más, y sintió en el cuello el aliento caliente. Tenía la cabeza metida entre la manta y el abrigo e instintivamente dobló las rodillas y las subió hacia el pecho hasta mantener una postura fetal.

Una mano enorme penetró en la cama y George notó la aspereza de la piel que empezaba a acariciarle las nalgas. Luego la cama se hundió con el peso del hombre, que en contra de la voluntad del niño, le hizo rodar hasta ponérselo sobre el grueso vientre.

Por lo menos estaba caliente.

Luego las mantas cubrieron las dos cabezas y la de George fue arrastrada para abajo, bien abajo, hacia el mundo fantástico que era su única escapatoria de la vida.

Más tarde, el hombre se deslizó fuera de la cama y por fin George iba a poder dormir el sueño de los extenuados. Con las pestañas brillando aún de lágrimas calladas, continuó acostado, ocupando el espacio caliente que el hombre había liberado.

Entonces, se durmió.

Bert Higgins volvió a meterse en la cama de Nancy Markham y apenas empezó a acomodarse, la oyó preguntarle:

—¿Qué tal estuvo Georgie esta noche, Bert?

El hombre se quedó helado.

—Oh, sé de sobra eso de las visititas al crío a mitad de la noche.

Nancy disfrutaba con el miedo que producía. Al fin tenía algo que lo ponía en sus manos, y la cosa le gustaba. La cosa le gustaba muchísimo.

Soltó una risa burlona.

—Ya me imagino lo que dirían tus amigos si se enteran de que te gustan los niñitos, Bert.

Bert se dio la vuelta en la cama y agarró a Nancy por la garganta con mano de hierro.

—¿Qué piensas hacer con el asunto, Nance?

Nancy se rio de nuevo. Sin el menor rastro de miedo en la voz, contestó:

—¿Quién, yo? Yo no pienso hacer nada, Bert. Ya me conoces... cada cual a lo suyo. Lo único que quiero de ti es más dinero.

Bert la soltó y encendió la vela al lado de la cama. Se quedó boca arriba, mirando el techo.

—Quieres decir... ¿que no me vas a parar?

Había un tono de incredulidad en la voz.

—¿Por qué voy a hacerlo? A mí no me molesta, siempre y cuando lleguemos a un buen acuerdo financiero.

Bert sonrió a la luz de la vela.

—Tú haces lo que sea por dinero, ¿eh?

Nancy encendió un cigarrillo y expulsó el humo con fuerza. Luego se volvió de cara a él.

—Podríamos decir que has dado en el clavo, sí.

—Entonces vale, está bien. ¿Cuánto?

—Con cinco más a la semana bastaría.

Bert consideró el tema unos segundos.

—Puedo llegar hasta tres.

—Son cinco, o no hay trato.

—De acuerdo, entonces. ¿Y con nosotros dos qué pasa?

Nancy apagó el cigarrillo y sopló la vela.

—¿Nosotros? Seguimos igual que siempre. Buenas noches.

—Buenas noches, Nancy.

Se quedó dormida al momento. En cambio Bert, estuvo un buen rato despierto considerando la situación. Nancy Markham le había vendido a su hijo por cinco miserables libras a la semana.

George llegó a casa y se encontró a Bert despatarrado en el diván y roncando sonoramente. Al verlo darse la vuelta sobre el diván para ponerse más cómodo, sonrió para sus adentros. Una tímida sonrisa que apenas dejaba ver sus dientes.

Le llegaban los vahos a alcohol a cada respiración de Bert, y supuso, con razón, que se habría desmayado en algún momento de la tarde, que por eso su madre lo había dejado allí.

George se acercó más al hombre y lo observó a gusto. Se había derramado por encima un vaso de whisky. El olor era muy fuerte y el vaso seguía junto a él. Encajado entre el cuerpo y el respaldo del diván.

George cogió la botella de Black & White y fue derramando poco a poco lo último que quedaba a lo largo del respaldo del diván. Sentía una excitación tremenda.

Volvió a dejar la botella sobre la mesa y buscó una caja de cerillas. Encendió una con manos temblorosas. Se quedó mirando la llama como fascinado hasta que le llegó a las yemas de los dedos. La sensación de estar quemándose le hizo arrojarla sobre el diván. Se chupó el dedo mientras contemplaba cómo el whisky empezaba a arder. Vio cómo en medio de aquella semioscuridad una llamita minúscula de color azul avanzaba lentamente por el respaldo del sofá y ganaba intensidad según progresaba en su camino. Desprendía un pegajoso olor a quemado. George miraba a Bert que continuaba con sus grandes ronquidos pero empezaba ya a respirar aquel humo negro.

Sólo cuando a Bert se le prendió la ropa sintió George un escalofrío de aprensión. Vio cómo la tela de los pantalones empezaba a retorcerse, a fundirse luego, y su emoción iba creciendo al ver que Bert no hacía nada para impedirlo.

Y entonces, de golpe, el diván se convirtió en una bola de fuego. Fue como si estallase en grandes llamas rojas y amarillas que le reptaban por los brazos y bajaban al suelo.

George dio un paso atrás hacia la puerta con el calor de las llamas abrasándole la cara.

Y entonces oyó un bramido monstruoso y vio que las llamas se ponían de pie y avanzaban hacia él. Retrocedió a toda prisa hacia el pasillo resbalando con aquellos calcetines de lana que le hacían patinar al correr. Entre las llamas resonó de nuevo el mismo bramido terrible de agonía. El hombre daba tumbos por el cuarto, aterrado. George lo vio aferrarse a las cortinas de damasco y contempló fascinado cómo las llamas empezaban a trepar también por ellas. Y, de repente, aquello fue un pandemónium. Edith estaba detrás de él y sus gritos le hicieron volver a la realidad. Vio a su hermana arrancar el mantel de la mesa de la cocina y correr al cuarto de estar para tratar de sofocar las llamas que abrasaban a Bert, caído ya en el suelo. Edith golpeó las llamas con el mantel.

—¡Corre a buscar ayuda, George! ¡Date prisa, por lo que más quieras!

Salió zumbando y chocó con Joseph, que bajaba los escalones a la carrera al oír los ruidos.

—¡La hostia! —exclamó Joseph con tono de incredulidad.

Y salió corriendo por la puerta principal y corrió por el camino de entrada, todavía en pijama. George se volvió para volver a mirar la escena del cuarto de estar.

El camisón de Edith empezaba a arder, del dobladillo salían ya unas llamitas azules, así que George corrió al centro de la sala y arrastró a su hermana tirándole del brazo.

—¡El camisón, Edith, el camisón! —y ella le dejó que se lo pisara con los calcetines de lana para apagarlo.

—¿Qué coño pasa ahí?

Gritó Nancy con voz potente. Estaba de pie en la puerta del dormitorio parpadeando con rapidez.

La sala era ya un infierno y Edith empujó a George hacia la puerta.

—Mamá... ayúdame a sacarlo fuera. ¡Por Dios santo, mami! Todo esto va a ponerse a arder ahora mismo!

Nancy sacó a George por la puerta de un buen empujón. El niño quedó allí, bajo la lluvia, con los pies que empezaban a helársele, mientras Nancy y Edith arrastraban el corpachón de Bert fuera de la casa. Por la puerta salía un humo negro y espeso y el olor a quemado lo invadía todo. Unos mínimos copos grises de ceniza pretendían ascender entre el humo, pero la lluvia los hacía caer sobre el pavimento y acababan en las alcantarillas.

Por todo el pequeño cul-de-sac había ahora luces encendidas y la gente acudía desde sus casas asustada y excitada. George notó que le ponían sobre los hombros un abrigo grueso y vio que era la señora Marshall, que se lo llevó del jardín. Sus brazos delgados lo empujaron con suavidad hacia su casa, y desde la sala de estar, calentita y agradable, George contempló las idas y venidas de la calle. Miraba a través de una ventana de cristales emplomados y veía el otro lado de la calle con una sensación de irrealidad.

El estruendo de los camiones de los bomberos le sobresaltó, y vio cómo iban despejando de gente la zona de la casa incendiada. A Bert se lo llevaron del jardín en una camilla con la cara tapada con una manta.

George estaba eufórico. ¡Bert había muerto! ¡Estaba muerto! ¡Bert Higgins había muerto! Se giró hacia la señora Marshall que confundió el brillo de los ojos del niño con lágrimas que le asomaban. Lo acogió en un abrazo, entre el dulce olor de su seno, y lo besó cariñosa en la coronilla.

—¡Pobrecito mío!

Nunca se había sentido tan poderoso. ¡Había librado al mundo de Bert Higgins!

La señora Marshall lo alejó un poco de ella y le miró a la cara.

—¿Quieres que te haga un poquito de té bien dulce?

Lo acomodó con suavidad en el diván y se fue a la cocina.

Joseph entró en la salita y se sentó al lado de George. Estaba pálido.

—Mamá se ha ido al hospital con Bert. Y Edith ha ido con ella. Nosotros tenemos que quedarnos aquí hasta que vuelvan.

George deslizó una mano bajo la de Joseph, que se la estrechó con fuerza.

—La señora Marshall está haciendo té, Joseph. ¿Tú también quieres?

Al día siguiente, Joseph y George anduvieron hurgando entre las ruinas de la casa. Consiguieron rescatar un buen montón de material, y lo fueron apilando todo con mucho orden en el jardín de delante. Edith y Nancy volvieron del hospital ya por la tarde.

Nancy entró directamente en casa de la señora Marshall y Edith fue a por los críos.

—Bert se ha muerto. A la mamá la sedaron y yo tuve que quedarme allí con ella. ¿Vosotros estáis bien los dos?

—¿Adónde vamos a ir?

Edith se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero no te preocupes, las cosas nos saldrán bien, siempre hacen algo —tenía la voz cansada y George se sintió muy triste por ella.

—Esta mañana la señora Marshall nos hizo huevos con beicon. Igual te los hace a ti si se lo pides con buena educación.

Edith le sonrió lánguidamente.

—No tengo mucho hambre.

George se encogió de hombros y reanudó sus búsquedas. Joseph preguntó:

—¿Saben cómo empezó el fuego, Edith?

—Bueno, por lo que tengo entendido, lo que piensan es que Bert se durmió con un pitillo encendido. Ya sé que era un cerdo, pero morir de esa forma... Tenía toda la cara retorcida de los tormentos, era espantoso. En algunos sitios tenía la piel quemada hasta el hueso. Murió en una agonía, Joey, en una pura agonía.

Joseph rodeó a su hermana con el brazo.

George, que lo había oído todo, sonrió para sus adentros. Y luego empezó a reírse con una risa medio tonta.

Corrió hasta la calle y allí, con los brazos abiertos, empezó a dar vueltas y vueltas sobre sí mismo como un derviche girador hasta que cayó sobre el pavimento mareado, borracho de júbilo.

Y allí se quedó tendido sobre el suelo mojado con la cabeza dándole vueltas. Tenía un secreto.

Edith se arrodilló junto a él y él le sonrió desde abajo con aquella sonrisa secreta que apenas dejaba ver los dientes.